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Los psicólogos hablan de «complejo» como de una disconformidad con la naturaleza misma de un individuo. Una persona acomplejada es alguien que discrepa del todo o una parte de su propia condición. El psicoanálisis sofisticó el concepto para engranarlo en la mecánica freudiana de la represión, de manera que el complejo pasó a designar aquella estructura subconsciente de ideas y deseos reprimidos por el individuo que acaban emergiendo de alguna forma perturbadora. Así, que un acomplejado en el mundo más o menos mítico de Freud —que ha terminado por ser el mundo real, pues como sabemos desde Wilde la naturaleza imita al arte— es el tipo escindido cuya parte no asumida pelea con la racional por regir su conducta.

Ahora bien, si acercamos un poco la lupa epistemológica descubriremos con decepción que un complejo es algo tan distintivo de lo humano como lo es el detalle de caminar erguidos y carecer de plumas. Quiero decir que todo el mundo tiene complejos porque a nadie, salvo a Cristiano Ronaldo, se le cumplen todos y cada uno de sus deseos sin dejar por un segundo de calibrar la perfección de su reflejo en el estanque.

Dado que todos los hombres en esta vida son torturados en mayor o menor grado por sus complejos, por la disconformidad entre su aspiración y su reconocimiento, es lógico advertir que hay pueblos igualmente acomplejados en mayor o menor medida. El pueblo alemán, por ejemplo, es un interesantísimo caso de complejo colectivo bipolar en el que una natural tendencia a la supremacía de raíz bárbara ha sido fuertemente modulada por un complejo de culpabilidad histórica perfectamente fundada en el siglo XX.

Así que hay complejos por naturaleza y complejos por historia; complejos de superioridad y complejos de inferioridad. La definición psicológica hace pensar que solo existen estos segundos, pero no es así, y de hecho importa recalcar que las personas o los pueblos que padecen complejo de superioridad resultan a la postre víctimas igualmente patéticas que aquellos que se sienten inferiores. El complejo de superioridad, si no me equivoco, es de origen nietzscheano y promete a su portador una supercondición que la vida le acabará desmintiendo, cuando no recluyéndole en un psiquiátrico por besar caballos en las calles de Turín. Caso triste que fue el de don Federico.

Todo esto ya lo avisaban los griegos con su fastidioso casandrismo proverbial. Ni siquiera hay que apelar a la autoridad de Aristóteles, porque la máxima sapiencial «Nada en demasía» se atribuye a Solón, que vivió dos siglos y medio antes. Y probablemente Solón se la oyó a un pastor del Peloponeso. Por eso Freud sacó de ellos su nomenclatura patológica como quien acude al viejo sastre italiano para vestir a su sobrino, que acaba de dar un pelotazo inmobiliario. Edipo, Electra, Narciso y etcétera.

Estados Unidos, por ejemplo, es un pueblo con complejo de superioridad. No deja por ello de ser un pueblo menos acomplejado, cuyas clases rurales siguen confundiendo el rodeo con la gendarmería planetaria y cuya clase intelectual bascula hace tiempo hacia el autoodio por pura reacción más o menos esnob a la fatiga retórica del imperialismo. Todo complejo expresa una carencia por exceso o defecto de expectativas, y el complejo de superioridad aflora en formas tan traumáticas como el de inferioridad al contacto seco con la atmósfera.

¿Y España? Ah, España: ese enigma, insisten los mejores entre la historiografía patria. España es indudablemente un país acomplejado por los efectos de una larguísima decadencia, tan larga como sus melancólicos dominios. Tierra que ya era de perdedores en la plenitud imperial del Barroco; tierra de hidalgos irreductibles, orgullos museísticos, afanes tridentinos, espadones conjurados, miradas de vaca autista al paso del tren de la historia y demás. Se trata de una consabida letanía, solo aproximadamente veraz y desde luego sin pretensión de originalidad alguna: a ver si va a resultar que el Londres decimonónico o la Comuna de París equivalían al campamento infantil de fútbol de Iker Casillas. Y hablando de La Roja, que no deja de ser el eufemismo que articula un complejo, ¿qué hay de los complejos de la España actual?

A mí se me ha ocurrido que España está hoy poseída por cuatro complejos que responden a otras tantas corrientes ideológicas que bullen resistiéndose a morir bajo el peso fukuyamesco de la tecnocracia. Digamos que hay cuatro ideologías que subsisten más o menos mezcladas: izquierdistas, socialdemócratas, liberales y conservadores. Creo que las patologías psíquicas asociadas a sus más altisonantes exponentes no son privativas de lo español, pero creo que en ningún país como en el nuestro se divisan con semejante claridad. De esos cuatro complejos portados por otras tantas tribus teóricas, dos son de superioridad (socialdemócratas y liberales) y dos son de inferioridad (izquierdistas y conservadores). Veamos por qué.

LA FAMÉLICA LEGIÓN

En la familia izquierdista caben el rojo nostálgico, el eurocomunista burocrático, el perroflauta vegano, el tardo-sindicalista del metal, el verde que te quiero verde, el gay profesional y su cohorte homo o bi o trans de prefijos militantes, el indignado podemista —de Podemos—, el guevarista caribeño y algún otro espécimen de un activismo tierno o correoso, desheredado y caliente con buenas razones pero escueta razón. Su identidad es una amalgama que no se define por afirmación sino por negación de lo primermundista: la economía de mercado, el consumismo, la democracia representativa, el motor de explosión, las granjas de pollos y otros atributos de aquello a lo que, muy en general y por evitar meandros, llamamos progreso. Su derrota es tan abrumadora que a veces solo les queda la flauta y el diábolo para enseñar su fiera y paupérrima alternativa de vida, pero nadie que haya permanecido más de hora y media en un centro comercial en Navidad negará que su causa es hermosa y legítima.

Del asumido histórico sentimiento de derrota nace en la conciencia izquierdista un complejo de inferioridad diáfano y sabido. Cuando hablas con ellos sabes que no ganarán, y sabes que ellos saben que no pueden ganar; e incluso si te atraes a base de pitillos su confianza te acabarán reconociendo con una sonrisa traviesa que de vez en cuando llaman a Telepizza o buscan recambios para el iPhone en el bazar oriental. En el extremo más álgido de la familia arrecian con fuerza los intelectuales conmovedora-mente conscientes de su función, reverdecen los clásicos del marxismo y circulan los manifiestos altermundistas que apuntalan un discurso político, culto, leído, multirreferencial y desconsoladoramente equivocado. Pues abrevar a estas alturas en Althusser, Gramsci, Žižek o Bauman sin asomarse a la otra mitad pensante de la biblioteca del mundo garantiza una formación hemipléjica y levanta sobre la camilla de tu cerebro un Frankenstein filosófico que en pocas semanas querrá ser cabeza de cartel electoral. Reconozcamos en todo caso que Pablo Iglesias supo pronto que leer era importante y obró en consecuencia; conclusión a la que ya difícilmente llegan los cachorros sonrosados de las tribus moderadas, y ese es el drama y el riesgo de nuestro tiempo y país.

El partido Podemos nace y se expresa aún con ese complejo de inferioridad de la izquierda pedernal y superada que pretende una utópica actualización. El hiperactivismo de sus partidarios en las redes sociales, la furia de jauría con que caen sobre el tuitero sospechoso de capitalismo expresa muy bien el primero de los síntomas del complejo de inferioridad: una hipersensibilidad a flor de piel, una guardia constante. No ofende quien quiere sino quien puede, y a Podemos les podemos ofender porque los moderados somos mayoría. Por eso, por la abrumadora desproporción en que viven y tratan de pensar, se ofenden enseguida y por cualquier cosa. Inferioridad.

Que Podemos consiga más o menos diputados depende exclusivamente de la falta de lecturas del votante español. Sobre la desertización intelectual del sistema bipartidista avanza el fantasma tan siglo XX de la distopía igualitarista, y el resentimiento social desempolvado por la larga crisis y el insoportable paro juvenil abona ese avance que algunos cándidos del rencor reputan triunfal. No vencerá, porque el Sistema es un hígado inescrupuloso que metaboliza en casta a las melenas más montaraces, y porque la propia naturaleza del hombre prende la discordia y la ambición allí donde hay asamblea y hare krishna. Eso sí, avisamos ya de una mutación psíquica en la tribu roja: empiezan a perder el complejo. Empiezan a creer que no son perdedores. Vuelven a hablar como si verdaderamente portavocearan al Pueblo, como si cinco escaños fueran 150, como si no hubiéramos necesitado el peor siglo de la historia del sapiens sapiens para desaprender la maldita fascinación por regular la vida, por ordenar al hombre, por estabular el pensamiento.

La emergencia del izquierdismo reprimido cursa, obviamente, con traumas en el cuerpo social, en las dioptrías mediáticas y en el mobiliario urbano.

LA MELAZA SOCIALDEMÓCRATA

El socialdemócrata —del PP o del PSOE, de Antena 3 o de Telecinco, de El País o de El Mundo— es la tribu hegemónica de nuestro tiempo en Occidente y habla y actúa por tanto desde un púlpito invariable de superioridad moral. Lo socialdemócrata es un mejunje dulzón e inextricable de economía de mercado y Estado del bienestar que se derrama hacia el horizonte con la misma ambición de totalidad que la «res extensa» de Descartes. Más allá de la voluntariosa mezcolanza entre capitalismo y conciencia, lo socialdemócrata se rige pese a su extensión por normas estrictas cuyo corpus ha dado en llamarse «corrección política» y cuyo aprendizaje se realiza por ósmosis ambiental, relegando con severidad el chiste de mariquitas al ámbito privado. Sus dogmas más vigilados son la sexualidad opcional, el feminismo insatisfecho, la pedagogía lúdica del aprender jugando, la condena de lo fúnebre y lo religioso, la disculpa preventiva por la posesión de riqueza o talento, el antimadridismo, la hipocresía rampante reciclada como una coqueta separación entre la vida personal y la profesional, la solidaridad impersonal a través de un donativo a una ongo de un clic en Facebook, el narcisismo selfie de red social, el hedonismo carnavalesco de fin de semana, la publicidad como fundamento hueco de nuestra voluntad y nuestra representación, la repulsa instintiva a toda forma de abnegación espiritual, militar, artística o empresarial.

Entre sus manifestaciones menores podemos señalar la barroquización del gintonic y el culto deshumanizador a la música electrónica.

Durante años se ha definido la dicotomía izquierda-derecha por la primacía bien de la igualdad o bien de la libertad como conceptos axiales. Yo creo que esa diferenciación, en una economía social de mercado bipartidista y laica, queda superada, subsumida en el maremagno socialdemócrata. Yo propongo echar mano de otro binomio para distinguir al socialdemócrata mayoritario del resistente liberal, conservador o anarcoide mismo: el binomio derechos-deberes. Es socialdemócrata de manual aquel que ha crecido imbuido de la conciencia de sus derechos y los reclama al poco de adquirir uso de razón, si no antes; y no lo es, o se inclina hacia la derecha, aquel que ha crecido imbuido de la conciencia de sus deberes, que se apresta a cumplir antes de pedir cuentas a nadie, y menos al Estado. Ni lo uno ni lo otro es lo fetén en democracia, pues si el socialista pierde a veces en reivindicar el precioso tiempo que podría invertir en prosperar él y hacer prosperar a los suyos, al derechista le cuesta entender la idea de la justa redistribución de la riqueza, sobre todo si es la suya.

Hay que reconocer, en todo caso, que el imperio socialdemócrata en la opinión pública es hoy apabullante. Nadie, ninguno de nosotros —pobres moscas drosophilas— volamos liberados totalmente de la melaza socialdemócrata que nos gotea por las patas. Hay cosas buenas en su olorosa superficie pero también hay una pegajosa angustia uniformizante. La mosca que se obstine en sobrevolar demasiado tiempo la melaza sin reposar sobre ella experimentará primero los solícitos manotazos de los pasteleros y después un cansancio atroz, una soledad robinsoniana. Nunca, por ejemplo, será rico. Nunca, además, será aplaudido.

Es un error considerar la socialdemocracia un tecnicismo perteneciente al dominio de la politología. Quizá no sea más que la liturgia derivada de cualquier clero que a lo largo de la historia ha impuesto sus dioses a la mayoría.

La socialdemocracia se terminará como todas las idolatrías que en el mundo han sido: por la irrupción de una horda extranjera más enérgica, más necesitada, menos piadosa, adoradora de sus propios ídolos, frecuentemente más crueles. Es la opción más verosímil. La otra opción es señalar su reforma por la espinosa trocha de la responsabilidad individual, respetar el esfuerzo del hombre solo, proponerlo resueltamente como ejemplo. Enterrar esas vocecillas insidiosas que pontifican sobre su pequeño montículo de melaza socialdemócrata bajo el solio laico de la superioridad moral. Y rescatar los grandes nombres del pasado civilizador de Europa con la humildad sabia de los enanos que zozobran sobre hombros de gigantes.

LA INSOLENCIA LIBERAL

De un tiempo a esta parte unos seres bienintencionados se levantaron en memoria de Adam Smith y Friedrich Hayek para refutar la hegemonía de la socialdemocracia. Eran hombres y mujeres inteligentes, leídos, provenientes de la izquierda los más vitamínicos, arrimados desde el cortijo conservador los más timoratos. Lo desigual del combate nos los volvía inmediatamente simpáticos, pero he aquí que, a medida que crecían en número y convicción, crecieron también en suficiencia. Es sabido que la condición de minoría afila el discurso y acrisola el sentido de pertenencia, como les sucede a los comunistas y antes a los primeros cristianos; pero el complejo de superioridad del liberal explotó por el motivo opuesto: porque a su alrededor veía que su prédica era factible, deseable, coherente con el anhelo humano. Y vio el liberal que era bueno. Y se endiosó.

El liberalismo es como uno de esos gases nobles de artificio que apenas existen por unas décimas de segundo en la probeta del laboratorio. Es también como el silencio, que apenas se nombra desaparece. Un liberal auténtico, genético —porque el liberalismo, antes que una doctrina, es un temperamento—, rara vez se declarará liberal, retrasará ese momento y esquivará esa encrucijada nominalista un poco vergonzante todo lo que pueda, y desde luego nunca tomaría en vano el nombre de su ideario sobre las tablas y bajo el foco de la partitocracia, como hacía la señora Aguirre. Un liberal puro, por otro lado, es insoportable y también inhumano. Liberalismo y darwinismo se parecen demasiado como para no vislumbrar una sociedad de castas silvestres en su hipotética aplicación radical, y por eso los liberales académicos, los sensatos, repiten a quienes les quieran oír que el liberalismo postula un cierto control del Estado y una regulación financiera y el cobro de pocos pero equitativos impuestos. Ni existe ese neoliberalismo con prefijo de la vergüenza que cacarean rojos y socialdemócratas, ni constituye la panacea del cuerpo social la mera protección desinhibida de la iniciativa privada. O se es liberal a secas o se es otra cosa más polvorienta y egoísta con coartada y pedigrí de modernidad.

Un Savonarola liberal es un oxímoron grotesco y sin embargo se dan con sorprendente abundancia en medios y redes sociales. Se les distingue por una agresividad y una seguridad en sí mismos que están lejos de esa tolerancia con que Marañón identificaba a la doctrina de Smith. Es un espectáculo un poco grimoso, como siempre que contemplamos la corrupción de lo óptimo.

El liberal soberbio engrosa con facilidad las filas socialdemócratas, porque siempre será más atractivo declararse partidario de la igualdad redistributiva y del Estado social viviendo como la élite que ser un mileurista autónomo encabronado por los obstáculos de la burocracia. Hay que saber quejarse con humor y paciencia, y hay desde luego un fanatismo estremecedor en el niño pijo que se desloma en Deloitte, de acuerdo, pero que a la salida suelta con escalofriante facilidad que la sanidad para quien pueda pagársela.

El liberalismo, por último, si no es una actitud genérica, holística, no vale gran cosa. Un liberal económico que se apresura a encender la hoguera del juicio moral es solo un conservador prejuicioso disfrazado de algo más comercial.

Una vida liberal es una vida digna de ser vivida siempre y cuando su dueño se desmarque con escrúpulo de las declamaciones revanchistas de la parte exaltada de su tribu, sedicentemente liberal.

EL APOCALÍPTICO TENAZ

Perdura en España, por último, una buena porción conservadora, familias de buena o peor crianza apegadas a la tradición, a la fe católica, a un orden de cosas que creen emanado suavemente de la naturaleza humana y, por eso mismo, amenazado por desviaciones sin cuento fruto de una brigada insomne de satanes al servicio de la ingeniería social, si no de la masonería. A su alrededor contemplan horrorizados el desconcierto del matrimonio gay o la inevitabilidad del aborto, la paulatina extinción de los crucifijos en los foros públicos, la apatía del Ejército ante el desafío catalanista, la paganización evidente del ppde Rajoy, la mezcolanza racial en las escuelas, la incuestionable polarización progre del espectro televisivo, la nueva clandestinidad de la cultura cristiana, la corrupción de las costumbres, el báquico ritual del botellón, el pansexualismo denigrante, el cachondeo del mercado del arte y otras lacras desalentadoras de nuestro tiempo. La secularización, en términos eclesiásticos, para explicar la cual no hace ninguna falta recurrir a proyectos conspiranoicos de ingeniería política; basta con citar las tres dulces sirenas de la concupiscencia: el mundo, el demonio y la carne.

El panorama social de España ofrece ciertamente pocos alicientes a un conservador cabal. España, en un sentido formal, sí ha dejado de ser católica, como quería Azaña (un interesante caso de complejo de superioridad intelectual torturado —y torturador— por un complejo de inferioridad física). La cultura y la tradición, sin embargo, van por dentro y demasiado hondo como para no se trasluzca un clérigo revirado en aquel locutor progre o una congregación martirial en la penúltima célula anarco-nihilista que quema cajeros como antaño quemábamos herejes.

Es difícil negar en nuestra decadencia epocal la belleza numantina de la posición conservadora. El arte, la liturgia, la monarquía, la gastronomía, la historia de la ópera y del teatro o la gran novelística occidental están de su parte, y con eso basta. Pero al conservador tenaz, inconformista, no le basta con su vida plena de sentido sino que trata, evangélicamente, de que les baste también a los demás. Y la pelea, tal y como está el patio, es durísima, inasequible, descorazonadora. Por eso el conservador cede a la tentación apocalíptica, a la jeremiada constante, al Señor llévame pronto. Devolviendo de ese modo un reflejo escasamente seductor al mundo que se desea apostolar. Se sabe en franca minoría frente al siglo, derrotado de antemano para influir en la política de su tiempo y país, e incuba en consecuencia su complejo de inferioridad. De nuevo, como el izquierdista minoritario, el conservador desagua a veces su complejo mediante la contestación activista, fruto de una hipersensibilidad que reacciona a ofensas intolerables de una opinión pública descristianizada hace tiempo. Otras veces prefiere pasar desapercibido.

Pero el conservadurismo tiene una misión importante en esta sociedad de la que no debe desistir. El conservador debe formarse y reformarse con la exigencia de la genuina reserva espiritual, ejemplarizante, sin jeremiadas ni aullidos apocalípticos. Ser muy pocos pero muy congruentes y muy luminosos; y ya los demás que aprendan o no, ese es su problema. Todo lo cual, por otra parte, ya estaba previsto por Jesús en la parábola de la levadura y la sal, entre otros muchos pasajes.

CONCLUSIÓN

Pareciera que este ensayo lo han escrito en realidad cuatro personas, una por ideología. Pero he de confesar, con íntimo desconsuelo, que se debe íntegro a mi pluma. Eso significa que mis filias y mis fobias se agitan e intercambian al paso analítico de las cuatro grandes familias ideológicas de España y de Occidente en definitiva. Naturalmente, mi propio ideario no tiene ninguna importancia en este punto; pero sí la tendría el hecho de que el lector hubiera experimentado sentimientos encontrados durante la lectura.

Porque mi sospecha fundamental es que las ideologías, en España, no cursan como sólidas adhesiones meditadas, sino como veleidosas efusiones sentimentales. Aquí rara vez se razona una identidad, una posición, no digamos un enojado cambio de voto. En un momento dado cualquier español puede experimentar querencias o desafectos parciales por el liberalismo, el socialismo, el izquierdismo o el conservadurismo. Pero yo pienso que eso no es malo: eso es el principio para empezar a pensar, para que cristalice la resina de la intuición en el ámbar precioso de la idea. El enemigo es solo y siempre el sectarismo y el fanatismo.

Decía con malvada precisión Emerson que la coherencia es la obsesión de las mentes inferiores. El aforismo llevado al extremo serviría para justificar el más cínico veletismo, pero tomado con moderación enseña una valiosa actitud de vigilancia permanente, de autoanálisis y revisión honesta, de ambición intelectual y libertad de espíritu. Creo honradamente que observar esta actitud es el único antídoto posible contra esos dos complejos, igualmente nefastos, de arrogancia o pusilanimidad que chocan entre sí en el corral de gritos de ese pueblo de moralistas impenitentes que es el español.

PERIODISTA Y CRÍTICO LITERARIO