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El 24 de septiembre de 1810 abrieron sus sesiones en la Isla de León (actual San Fernando) las Cortes de Cádiz, que habrían de continuar en esta ciudad cinco meses después. El 19 de marzo de 1812 fue promulgada en Cádiz la primera y más importante de las Constituciones españolas, tránsito del Antiguo Régimen al Estado liberal contemporáneo y catecismo político de los liberales europeos de la primera mitad del siglo XIX. Se cumplen así, en este marzo de 2012, doscientos años de esa «grande obra», según la llamaron los diputados y comentaristas de la época, que vamos a evocar brevemente refiriéndonos primero a su génesis y proceso de formación; luego a su estructura y contenido, y finalmente a su promulgación, vigencia y proyección en Europa y América. Para un tratamiento más amplio, en el contexto de lo que sucedió a lo largo de las Cortes, nos remitimos a la introducción que hemos hecho al libro colectivo Cortes y Constitución de Cádiz / 200 años, de donde proceden los textos que aquí extractamos.

Génesis de la Constitución

Como hemos dicho, las Cortes de Cádiz, convocadas ante la grave situación de un país ocupado por los franceses, celebraron su primera sesión el 24 de septiembre de 1810. Ya por entonces, en el mismo mes, aparecieron comentarios en la prensa gaditana sobre la conveniencia de realizar una Constitución. El primero fue de El Conciso, que en su número de 28 de septiembre de ese año proponía elaborar un «código de leyes que contenga el torrente del despotismo y forme costumbres puras y liberales». Esta sugerencia, con claro contenido político, habría de convertirse enseguida en algo de lo que se hablará de forma clara y sin ambages en los medios de la opinión pública y, por supuesto, en las Cortes.

En el seno de la asamblea, el punto de arranque puede situarse en cierto escrito que Pedro Cevallos, enviado por la Junta Central a Londres, remitió desde la capital inglesa instando a las Cortes a que elaboraran una nueva Constitución. De ese texto de Cevallos, en el que manifestó «lo conducente que será formar la Constitución del Reino» se dio cuenta en la sesión de 7 de diciembre. Al día siguiente, Mejía Lequerica propuso que los diputados declarasen que «no se separarán sin haber hecho una Constitución», provocando un debate en el que se declaró que «la nueva Constitución que debía formarse […] era uno de los principales objetivos de las Cortes». Otro diputado, Oliveros, presentó una proposición, que fue aprobada, para que se nombrase la Comisión que propusiera un proyecto de Constitución política de la Monarquía. De esa Comisión formaban parte diez diputados peninsulares (Argüelles, Valiente, Ric, Gutiérrez de la Huerta, Pérez de Castro, Cañedo, Espiga, Oliveros, Muñoz Torrero y Rodríguez de la Bárcena) y tres americanos (Morales, Fernández de Leyva y Antonio Joaquín Pérez), a los que se añadieron enseguida otros dos americanos más, Jáuregui y Mendiola, representantes de Cuba y México. Con ello, la Comisión quedó compuesta por quince diputados, de los que un tercio eran de ultramar.

La Comisión presentó a las Cortes el 4 de enero de 1811 la minuta de un decreto instando a los ciudadanos a colaborar en la obra de la Constitución; decreto que fue aprobado ese mismo día. En la primera sesión, la Comisión acordó invitar a algunos sujetos instruidos para que la ilustraran con sus consejos y conocimientos. Se previó también que el número de estos expertos invitados a colaborar sería entre tres y cinco, pese a lo cual solo fue convocado uno, Antonio Ranz Romanillos, hombre de opiniones cambiantes y confusos antecedentes. El 20 de marzo, Ranz asistió a la reunión y leyó lo que tenía preparado, a lo que siguieron otras varias sesiones, de forma que en julio estaban redactados los tres primeros títulos. Tras otras varias reuniones, a mediados de noviembre se terminó de discutir el proyecto, dedicándose las sesiones siguientes a diversas correcciones y retoques, o también a la reconsideración de algunos asuntos de mayor importancia.

Desde un punto de vista procedimental, la Comisión no aguardó a finalizar el examen del proyecto para presentarlo al pleno de las Cortes, sino que, tal vez por sentirse urgida por los que la acusaban de lentitud, adelantó primero una parte y luego presentó el resto. En teoría, el texto de la Comisión debiera ser un preámbulo de cara al gran debate plenario, pero en realidad ese debate había tenido lugar en la propia Comisión, pues el trabajo de ella fue decisivo dado el número de artículos que se aprobaron en el pleno sin debate o sin enmiendas. Hubo así capítulos y títulos enteros que fueron dados por buenos sin discusión ninguna.

El 25 de agosto de 1811 comenzó en las Cortes la discusión del proyecto que había sido presentado una semana antes. Ramón Giraldo, diputado por La Mancha y entonces presidente, inició la sesión con un grandilocuente discurso que concluía así: «Empecemos, pues, la grande obra para que el mundo entero y la posteridad vean siempre que estaba reservada solo a los españoles mejorar y arreglar su Constitución».

En el debate en el pleno cabría destacar algunos aspectos, comenzando por la relativa precipitación con que se presentó el texto, la heterogénea contribución de los diputados al debate (algunos omnipresentes, otros que apenas intervinieron), y el hecho de que no siempre las controversias más arduas correspondieran a temas importantes o conflictivos, sino en ocasiones a los que hoy parecen de menor cuantía, despachándose en cambio de manera rutinaria otros que ahora se nos antojan fundamentales. Como ha escrito Artola, «lo más sorprendente es que una selección de los artículos que hoy consideramos más significativos por sus consecuencias políticas no fueron objeto de debate o este fue muy corto».

Estructura y contenido

La Constitución consta de diez títulos y 384 artículos y aparece precedida por un extenso Discurso Preliminar. La idea de este discurso surgió en la Comisión cuando ya se habían redactado los primeros títulos. Así, el 22 de julio, «reconociendo la Comisión que debe acompañar al proyecto de Constitución un discurso o preámbulo razonado que sea digno de tan importante obra, acordó que dos de sus vocales se encargarían de formarlo, y el señor presidente nombró a los señores Espiga y Argüelles, que quedaron en ello». La autoría del texto ha sido tradicionalmente atribuida a Argüelles, pero hay razones de peso para suponer que fue obra común, de ambos diputados. Entre ellas está el hecho de que Argüelles nunca reivindicó el Discurso como algo propio, e incluso su discrepancia posterior con algunas de las afirmaciones contenidas en él.

El Discurso Preliminar constituye una explicación del espíritu de la Constitución, y también una justificación, al hilo del articulado, de su contenido y de las reformas que introduce. A tal efecto conviene subrayar lo relativo al núcleo del espíritu constitucional, es decir, a la defensa que la Comisión hace de que la carta magna no trata de introducir algo nuevo, sino de enlazar con la vieja tradición jurídica española. Es lo que el Discurso asegura en su introducción: «Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española».

Semejante afirmación, referida a un texto que despoja al rey de la soberanía para entregarla al pueblo, introduce la división de poderes y organiza unas Cortes al margen de la representación estamental al uso durante siglos, no resulta creíble. Sin embargo no debió ser solo cuestión de estrategia para generar confianza, es decir, de presentar a la Constitución (ante el ejemplo de lo sucedido en Francia pocos años antes) como algo no rupturista ni revolucionario a fin de no generar recelos, sino también cuestión de la mentalidad de algunos diputados e ideólogos de la época, que creían efectivamente en las libertades medievales y que las antiguas Cortes de esa época habían sido un órgano de expresión popular y habían limitado el poder del rey, sucediendo luego que esa libertad había sido sojuzgada por el despotismo de la monarquía absoluta. Y así un hombre tan ilustrado como Argüelles, al rememorar aquello desde Londres muchos años después, cuando ya no había razón para simular nada, aseguraba que en la Constitución «se acertó a comprender en diez breves títulos los principios fundamentales, no solo de un gobierno moderado y justo, sino los que constituyeron verdaderamente la monarquía de España».

Parece claro que el ideólogo principal de semejante interpretación fue el autor de un célebre libro, la Teoría de las Cortes, don Francisco Martínez Marina, quien había estado al tanto del movimiento reformista desde su actuación tiempo atrás como asesor de Jovellanos. Hay que remitirse así a la Teoría de las Cortes, porque esta obra, aun publicada después de la Constitución, fue elaborada al mismo tiempo que ella.

Desde el punto de vista formal es llamativa en la Constitución la asimetría de títulos y capítulos, y muy especialmente la insólita extensión del título III, De las Cortes, con respecto a los demás, Es decir, la desproporcionada atención que las Cortes se dedicaron a sí mismas. Ese título III, en concreto, consta de once capítulos, mientras otros tres títulos (el VII, De las contribuciones; el IX, De la Instrucción pública; y el X, De la observancia de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella) tienen un capítulo único. Tan marcada desigualdad repercute también en la distribución del articulado, en el que contrastan los 141 artículos del título III, o los 74 del título IV (Del Rey), con los 9 artículos del título I (De la Nación española y de los españoles) o los 6 del título IX.

En cuanto al contenido, el título I dedica su primer capítulo a la nación española (definida como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios»), y el segundo a los españoles, apareciendo en el artículo 5 como tales los «hombres libres» y «los libertos desde que adquieran la libertad», lo que nos recuerda el capital problema de la esclavitud que en Cádiz, a pesar de algunos intentos, no se supo o no se pudo resolver. El título II mezcla temas heterogéneos, pues describe el territorio de las Españas, hace referencia al gobierno y a los ciudadanos, y trata de la religión dando cabida al famoso artículo 12, en el que se consagra la fórmula del Estado confesional («La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera»), lo que era entonces más o menos comprensible, pero con una radicalidad a todas luces innecesaria («La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra»). El título III es el dedicado a las Cortes —modo de formarse, juntas electorales, celebración, etc.—, excesivamente largo, según hemos dicho, pero además prolijo, árido y reiterativo. El IV trata en teoría del rey, pero incluye en sus dos últimos capítulos (el VI y el VII) lo relativo a la Administración Central: los Secretarios del Despacho (donde se mantiene el esquema de siete ministros, ya conocido en el siglo XVIII), y Consejo de Estado. El título V está dedicado a los tribunales y a la administración de justicia. El sexto trata de la administración territorial y local, diseñando el nuevo modelo del municipio constitucional (con los dos parámetros antitéticos de libre elección de los magistrados e imposición del jefe político como presidente) y de las provincias y diputaciones provinciales. El título VII trata de las contribuciones, sentando el principio de la obligación impositiva general, mientras el VIII está destinado al ejército y las milicias, y el IX a la instrucción pública en escuelas y universidades, con el añadido del artículo 371 sobre la libertad de imprenta. El X, en fin, trata de la observancia de la Constitución y de su reforma, que en ningún caso podrá plantearse antes de los ocho años de su promulgación.

La Constitución acogió las tres grandes reformas que las Cortes habían realizado antes. En primer lugar, la abolición de la censura y la consiguiente declaración de la libertad de imprenta, que había sido reconocida por el decreto de 10 de noviembre de 1810, cuyo artículo 1 se convirtió de forma casi literal en el citado 371 de la Constitución («Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes»). En segundo lugar, la abolición de la tortura y también la de ciertas corruptelas y extorsiones (los llamados apremios) que en la práctica del proceso la sustituían, tales como agravar la prisión con grilletes, esposas o cadenas, que afligían al reo y constituían de hecho un sucedáneo del tormento. Esta prohibición, sancionada «con absoluta unanimidad y conformidad de todos los votos» por decreto de 22 de abril de 1811, fue recogida por el artículo 303 («No se usará nunca del tormento ni de los apremios»). Y en tercer lugar la supresión de los señoríos jurisdiccionales, anticipada por el decreto de 6 de agosto de 1811, y la supresión también de las pruebas de nobleza para ingresar en el ejército y la marina (decreto de 17 de agosto del mismo año), reconociéndose así la igualdad de todos los ciudadanos que la Constitución consagrará al establecer en sus artículos 8 y 339 la obligación de todo español de contribuir, sin distinción alguna, al sostenimiento del Estado; en el 361, la obligación general del servicio militar, y en el 248 la unidad de fuero en lo civil y criminal, prohibiendo además al rey, en el 172, la concesión de cualquier privilegio.

En el texto constitucional en su conjunto quedan reconocidos además de forma dispersa los derechos individuales de los súbditos, la inviolabilidad de domicilio y una serie de garantías penales y procesales. Digamos, en fin, que por su peso ideológico y construcción técnica, la Constitución de Cádiz puede ser comparada sin demérito con la norteamericana de 1787 o la francesa de 1791. A salvo de determinados preceptos utópicos o imprecisos, fruto de un sentido taumatúrgico de la panacea liberal, como los que establecen la obligación de que los españoles sean «justos y benéficos» (art. 6) o fijan como objeto del gobierno «la felicidad de la nación» (art. 13), los 384 artículos forman un conjunto bien trabado en orden a la pretensión de racionalizar el poder.

Promulgación, vigencia y repercusión de la Constitución

El 19 de marzo de 1812 tuvo lugar el juramento de la Constitución. En primer lugar, y tras el presidente, juraron de dos en dos los diputados, y a continuación la Regencia, que acudió allí acompañada de autoridades nacionales y extranjeras. Concluido el juramento, el presidente de las Cortes (el entonces obispo de Mallorca) pronunció un discurso destacando los beneficios que la Constitución aportaba, y, entre ellos, el mantenimiento de la religión y de la monarquía, así como los derechos de la nación y de los españoles «de ambos mundos»

Las Cortes trasladaron a la Regencia, para su impresión y publicación, un ejemplar de la Constitución firmada por los diputados, que el ejecutivo remitió luego a todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Por otra parte, un decreto de la Regencia, de 2 de mayo, dispuso las solemnidades con las que la Constitución debía ser acogida y jurada en los lugares y pueblos de la monarquía. Las Cortes, en fin, dirigieron a la nación un manifiesto el 28 de agosto, el cual insistió en los objetivos antirrevolucionarios y en que se habían propuesto desde un principio asegurar «la libertad política y civil de la Nación, restableciendo en todo su vigor las leyes e instituciones de vuestros mayores».

La aplicación y vigencia de tan celebrada Constitución fue mucho más breve de lo que sus promotores pudieron suponer: algo más de veinticinco meses entonces (19-III1812 a 4-V-1814); los tres años del Trienio Constitucional, y, en el reinado de Isabel II, los diez meses que van del Motín de la Granja (12-VIII-1836) a la promulgación de la Constitución de 1837 (18 de junio). La otra cara de la moneda, frente al entusiasmo de los apologistas de la Constitución de Cádiz, y en razón precisamente de su precaria vigencia, la encontramos en lo que escribió cierto político crítico, Victoriano de Encima y Piedra, al decretarse la aplicación de la Constitución por tercera vez: «Tómese la Constitución del año 1812 por donde se quiera y no se verá más que disonancia y un germen perpetuo de pugna, de celos y rivalidad entre los poderes y autoridades del Estado. Dos veces se ha ensayado en el espacio de veinticuatro años y en ambos no ha hecho más que trastornar el orden público y reducirnos a la situación más deplorable. Ahora se pone a prueba por tercera vez, y con enmiendas o sin ellas producirá el mismo resultado, porque es una de aquellas cosas que no admiten más composición que el abandono».

Con virtudes y defectos, justo es reconocer la enorme trascendencia de la Constitución de Cádiz y su papel de agente decisivo en la transición del Antiguo Régimen al Estado de nuestro tiempo, dando lugar a un mito, el mito de Cádiz, que habrá de proyectarse a lo largo del siglo XIX, y al cual quizás contribuyó la propia frustración de una Constitución tan exaltada como de aplicación tan desigual y quebradiza. Su influencia, en todo caso, fue muy notable, tanto en Europa como en América.

Traducida pronto a las lenguas importantes de Occidente, su mayor notoriedad se hizo sentir en Europa a raíz del impacto que produjo la revolución española de 1820. Con el pronunciamiento de Riego, que repercutió en Francia donde los militares liberales conspiraban contra la monarquía de Luis XVIII, la Constitución gaditana se convirtió en el texto programático del liberalismo continental. Antes, en Inglaterra, a través de lord Holland, la Constitución había sido conocida en los medios culturales y políticos, desde los que Wellington había solicitado al gobierno un mayor apoyo a la great cause of liberty in Spain. Especial importancia tuvo en Portugal, donde inspiró tanto las Bases de Constituiçao política da Monarquía Portuguesa, de 1821, como la Constitución de 1822, y en Italia, donde la revolución piamontesa de 1821 llegó a mezclar las aclamaciones a su país con las dirigidas a «la Constitución de España», y donde, en Sicilia, la monarquía de la casa de Saboya adoptó el texto gaditano para el reino de Cerdeña. En el norte de Europa, en Noruega, pudo haber influido en la Constitución de Eidsvoll, de 1814, tal como reconoció años después un dictamen de la Universidad de Kristiania. En Rusia, en fin, partiendo del interés que mostró el poeta Pushkin por cuanto pasaba en España, sabemos que el retrato de Riego se expuso en los escaparates de algunas tiendas de San Petersburgo, influyendo el texto de Cádiz en el proyecto constitucional de Nikita Muraviev, lider de la Revuelta Decembrista de 1825.

En América su eco fue inmediato y duradero. Informó en buena medida los estatutos y constituciones de algunos países, tras haber sido quizás ella misma estímulo y fermento de la ideología independentista, por lo que ha llegado a merecer la calificación de «instrumento político nocivo para los intereses de España». En Perú repercutió en la Constitución de 1823, hasta el punto de que algún autor ha hablado de que esta fue «la versión republicana de la Constitución monárquica de Cádiz». En México, la Constitución de 1812 se proyecta en el famoso Reglamento Provisional del Imperio Mexicano de 1823, promovido por Iturbide. Influyó asimismo en Argentina, en la Constitución de 1853, así como en Uruguay, en la de 1830. En Brasil, en febrero de 1821, los concejales de Bahía muestran su fidelidad a Juan VI, a la Constitución portuguesa y también a la de España. En Chile, en fin, entre 1818 y 1833, la Constitución gaditana se hizo presente de forma más o menos acusada en los cinco textos constitucionales de ese periodo, filtrándose su influencia, a través de las Constituciones de 1822 y 1833, hasta el mismo siglo XX.

Como balance final, más allá de valoraciones técnicas, de su desigual vigencia o de efectos colaterales, justo es reconocer una serie de aportaciones y novedades fundamentales, como la liquidación del Antiguo Régimen y el establecimiento de la monarquía constitucional; la canonización del concepto de España como nación; la radicación de la soberanía en el pueblo; la igualdad ante la ley y la división de poderes, con los que España entra por fin en el sistema de libertades propio del mundo contemporáneo.

Catedrático de Historia del Derecho. De la Real Academia de la Historia.