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En septiembre de 2004, el Ministerio de Educación y Ciencia propuso la introducción de una nueva área de conocimiento en el currículo de la enseñanza obligatoria. Al adjudicar un espacio formal a la Educación para la Ciudadanía en el contexto de la reforma a la que se comprometió en su programa electoral, el Gobierno socialista da muestras de compartir el interés creciente por esta materia desde la década de los ochenta, si bien a estas alturas aún se desconoce el alcance preciso y los contenidos sobre los que versaría esta nueva asignatura. Lo que en todo caso parece claro, a juicio de los miembros de la comunidad escolar, es la necesidad de introducir en el sistema educativo medidas que refuercen la convivencia democrática, aporten dinamismo a la participación de los ciudadanos en la vida pública y revitalicen la languideciente «educación en valores».

Si alguna noción tiene un rango relevante en la tradición occidental, es sin duda la de ciudadanía. Sus significados han ido evolucionando parejos a las primarias formas de organización social y política, sin dejar por ello de anclarse en la historia de un pensamiento crítico vinculado a las escuelas filosóficas más antiguas, a concepciones antropológicas, a una determinada visión política e incluso a las creencias religiosas.

BREVE HISTORIA DE UN CONCEPTO

En el origen informal de la ciudadanía, hay una deuda con las construcciones del imaginario colectivo procedentes de los mitos y leyendas, la historia o la tradición. Es el cabeza de familia que se reúne en un espacio común para defender algún propósito diferente de los que resultan de razones familiares o tribales y responden a objetivos compartidos; o los atenienses, a quienes Pericles conmina a morir por Atenas; o los ciudadanos que lo son por pertenecer a la ciudad, según la descripción aristotélica en la Política; y el célebre «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», como germen incipiente de división primaria entre las ciudades terrenal y celestial —aunque los hombres, a lo largo de la historia, se hayan empeñado a menudo en construir la base de la organización política sobre una zona fronteriza difusa, so pretexto de justificar el origen divino de algunas acciones meramente humanas—. Esta zona fronteriza no es sino el resultado de una tensión originaria entre la teología y la política que ha afectado permanentemente a la concepción de la ciudadanía como universal.

Esta tensión es el resultado de tres causas fundamentales, señaladas por el profesor P. Barry Clarke1. En primer lugar, una actitud que se distancia críticamente de la autoridad de los dioses antiguos, señalando el comienzo de un pensamiento político autónomo; en segundo, la oposición entre el ámbito temporal de la acción política y el objeto de la teología; y, por último, una disputa entre qué debía prevalecer, si la acción política con su consiguiente expresión pública o aquella que se rige por mandato de leyes superiores. Muestra de esto último, por poner un caso paradigmático, es la tragedia de Antígona, en la que según la crítica hegeliana al drama, se hallan en pugna la ley pública del Estado y el bienestar de la comunidad proclamados por Creonte, y el interés de la familia de quien, al enterrar a su hermano, apela a la ley de los dioses:

«No era Zeus quien me imponía tales órdenes, ni es la Díke, que tiene su trono con los dioses de allá abajo, la que ha dictado tales leyes a los hombres, ni creí que tus bandos habían de tener tanto poder que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni son de ayer, sino que viven en todos los tiempos y nadie sabe de dónde aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a los caprichos de hombre alguno».

Antígona no sólo nos sugiere la tensión entre lo político y lo religioso, sino la que también se produce, a mi juicio, entre una interpretación de la ciudadanía que podría deducirse según la lúcida distinción orteguiana entre ideas y creencias: las primeras se tienen, pero en las segundas se está. Creonte y Antígona no compartían las mismas creencias sobre el bienestar de la comunidad o el valor objetivo de lo público. De ahí que la evolución histórica del concepto de ciudadanía haya necesitado de muchos siglos para integrar un respeto a la diferencia que condiciona una manera diferenciada y legítima de vivir a lo que resulta de un modo común de compartir la organización social y el respeto a las leyes.

El fin de la época feudal dio paso a una concepción genérica, una abstracción irrelevante de la noción de ciudadanía, que correspondía a la de unos individuos económicamente diferenciados, en posesión de algunos derechos y privilegios, y sujetos a algunos deberes. Así lo describió Marx al afirmar que «la emancipación política es la reducción del hombre por un lado a miembro de una sociedad civil, a individuo independiente y egoísta, y por otro, a ciudadano, a persona jurídica».

Algunos de estos ejemplos del pasado han ido construyendo progresivamente algunas de las connotaciones asociadas a la noción de ciudadanía, como son la conciencia de que existen lealtades sociales por encima de razones particulares; la pertenencia a una comunidad donde la participación tiene una valoración positiva; la manifestación explícita de la presencia en la vida pública, trascendiendo la esfera de lo privado; la igualdad de los individuos en el contexto de la polis sin que esto signifique sujeción o sumisión.

El concepto tradicional de ciudadanía acarreaba una serie de problemas: no tomaba en consideración la vida de las personas y se subordinaba a la acción invasiva del Estado; se desdibujaba su potencialidad de recoger la autonomía individual y la libertad; no favorecía la creación de un espacio político donde poder desenvolverse, convirtiéndose en un mero añadido en la vida de los individuos y no una parte fundamental de ella. Este sentido negativo de la noción de la ciudadanía originó una distinción entre su doble dimensión pasiva y activa, presente en Kant y Rousseau, al señalar que se puede ser a la vez, pero de manera diferente, miembro de una asociación política y dirigente; o, más recientemente, en el pensamiento de Arendt2, cuando relaciona la realización del individuo con la acción en el ámbito de lo público y «lugar propicio para la excelencia humana».

LA REALIZACIÓN DE LA CIUDADANÍA

Las raíces de lo que podría constituir el ámbito propio del ejercicio de la ciudadanía se encuentran en la inclusión y protección de ese escenario de acción de lo público, intuido por Arendt como contribución de cada hombre a lo que «estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros». A partir de este origen, se empieza a configurar un mundo común que supera la pasividad como estatus jurídico del concepto de ciudadanía para dirigirse a la conquista de un objeto que concita el interés de todos. Este mundo común excede las subjetividades porque reconoce la pluralidad humana que se expresa en la acción pública. Nada más alejado de las tiranías, sigue Arendt, donde nadie está de acuerdo con nadie. O del conformismo de la sociedad de masas, «donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos».

Deudores de la maquiavélica definición de la política como el arte de gobernar, el disfrute del individuo en la acción pública se ha visto mediatizado por el Estado, a través de la profesionalización del oficio, por un lado y, por otro, mediante el otorgamiento a sus ciudadanos de las características que, según él, deberían contener los atributos de una «buena ciudadanía». Podría ser suficiente si los gobernantes no ignoraran demasiado a menudo que, en las democracias, la garantía del respeto a las diferencias, la propia capacidad de disentir, la libre manifestación de cuantas creencias, opciones o convicciones conviven en su seno, constituyen la expresión de la realidad particular y de la experiencia personal de los ciudadanos. Así, homogeneizar, asignar procedimientos, instrucciones, convertir la ciudadanía en un catálogo de buenas maneras es la mejor garantía de saturar el dinamismo de las organizaciones sociales, que ven cómo sus gobernantes se atribuyen un liderazgo moral en la definición de las conductas y de los comportamientos que han de presidir la vida pública sin que nadie se lo haya pedido.

La dimensión política de la’ acción ciudadana no depende de la protección ni de la organización del Estado sino de un compromiso del individuo con un espacio público en el que la actividad que realiza adquiere un significado para él. Añado aquí una natural desconfianza hacia lo que llamaba Ortega «entidad abstracta y homogénea» que es el Estado con el mínimo margen de error que se concede a sí mismo; a la vez me reconozco mejor en la praxis del ciudadano que, errando o acertando, consigue hacerse juicio crítico sobre lo que puede esperar de sus gobernantes sin perder la confianza en lo que ha llamado Sartori el ideal democrático: un estado deseable de las cosas que no suele coincidir con un estado de cosas existente.

Cuando el ciudadano no sólo por el azar de su lugar de origen se sabe parte de esa polis, sino que descubre en ella un ámbito de participación, adquiere un compromiso con ella. De este modo, el sentir ciudadano no resulta de lo que no se elige (región, país, familia, fecha de nacimiento), que es irreversible y a la vez identificador (es decir, de aquello a lo que pertenecemos, porque se nos ha otorgado, pero que no protagonizamos); sino del modo en el que el individuo está en condiciones de ejercer su participación: ésta es selectiva, voluntaria, revocable. El centro de la política deja de ser estatal y gira en torno al yo ciudadano que se manifiesta en lugares y espacios que no remiten exclusivamente al Estado. Al dar este paso, el proyecto de ciudadanía otorgado por derecho se convierte en un pacto. Hablar de pacto como resultado de una elección consciente es, de alguna manera, entrar en el reino de lo moral, contexto donde tiene sentido considerar de modo pleno el ejercicio de las virtudes cívicas y fundamentar la noción de ciudadanía con rango de convicción porque la relación con los derechos y deberes pasa de entenderse per se a adquirir una dimensión ética. Savater señala la suma de la pertenencia y la participación como objeto de la ciudadanía, postulando el papel de la educación como esencial para su desarrollo.

EL MARCO TEÓRICO

El proyecto de currículo de Educación para la Ciudadanía que finalmente vea la luz en el contexto de la nueva reforma educativa nacerá deficiente si no explica a qué presupuestos responde el tipo de ciudadano que se pretende formar; si no contempla de qué modo los educadores (familias, escuelas), al finalizar el proceso de enseñanza-aprendizaje, pueden conocer cómo un alumno ha interiorizado y se ha adherido libre y críticamente a los valores en los que debería basarse el desarrollo de su proyecto personal y social; por último, fracasará también si los estudiantes han construido una apreciación de los valores subjetiva y no valiosa por sí misma.

La reflexión sobre este marco teórico marcará la diferencia entre una concepción procedimental del currículo —el catálogo de un buen comportamiento ciudadano al que me refería más arriba— y un planteamiento inclusivo y transversal de la asignatura. Si los responsables políticos realizaran una apuesta por la ciudadanía como convicción, ésta debería materializarse en políticas sociales y educativas ambiciosas donde la participación de todos los actores sociales y de la comunidad escolar tuviera el imprescindible protagonismo. Al fin y al cabo, no debe ser el Estado el responsable directo de la formación de los ciudadanos libres e iguales en derechos —como ha apuntado el rector Peces Barba al solicitar la inclusión de esta materia en el sistema de enseñanza (El País, TL de noviembre de 2004)— sino, fundamentalmente, las familias y los profesores.

Cuando las familias asumen su compromiso con la educación de manera responsable e indelegable, están realizando un acto esencial de ciudadanía. Siendo la educación de los hijos para sus padres un ejercicio de carácter privado (de ahí la no injerencia de los poderes públicos en ese espacio de libertad y de decisión para realizarlo con arreglo a sus convicciones) y respondiendo al interés legítimo de buscar lo mejor para sus hijos, tiene una repercusión cívica sustancial: mediante el aprendizaje de virtudes (hábitos) en el núcleo familiar (la gratitud, la compasión, la lealtad, la fraternidad, la amistad, etc.), están poniendo los cimientos de lo que serán más adelante valores cívicos irrenunciables para la convivencia democrática: el diálogo y el respeto. La transversalidad de la educación para la ciudadanía a lo largo de la enseñanza obligatoria y la formalización de su existencia como materia evaluable serán un ejercicio de mera retórica si no hay una aproximación desde donde se aprende a convivir con los demás. A partir de este principio, es importante no desatender los ámbitos que también educan o deseducan: la escuela, los medios de comunicación, los amigos, el vecindario, otros grupos sociales, las tecnologías de la información y la comunicación, etc.

Entre los agentes educadores citados y por lo que a la escuela respecta, comparto una consideración reciente de Savater (El País, 1-3-05) sobre la inutilidad de la transversalidad de esta nueva asignatura frente a su imprescindible sistematización como materia obligatoria, con una programación explícita acerca de lo que nos identifica como «comunidad democrática». Lamento, sin embargo, que aun reconociendo su capacidad para identificar el origen de los conflictos que producen división entre los ciudadanos, justifique la supresión de la asignatura de religión en el currículo escolar3.

Un conjunto de conocimientos sobre la «organización social y política —es decir, el currículo formal e informal, el llamado «currículo oculto» (situaciones no regladas procedentes del ambiente, clima o entorno social del alumno)— se habrá de explicitar ahora poniéndolo en relación con la desvirtuada «educación en valores» e incorporando a nuestro sistema educativo algunas de las propuestas desarrolladas por organismos internacionales (Consejo de Europa, Unión Europea, ONU, UNESCO), iniciativas como la americana CIVITAS o experiencias puestas en práctica en algunos países como Gran Bretaña. En España, diversos grupos de investigación en este campo vienen desarrollando desde hace tiempo un análisis riguroso de las reformas que están abordando distintos sistemas educativos para animar a que la vida escolar sea una iniciación a la democracia. En este sentido, Concepción Naval ha concluido la necesidad de adecuar el currículo actual para preparar a los estudiantes para la ciudadanía; establecer programas de formación del profesorado «inspirados en un marco común de ideas sobre los fines, contenidos y valores en tomo a los cuales vertebrar la asignatura»; explicitar el tipo de conocimientos, destrezas, habilidades, competencias y actitudes que susciten la aparición y la vivencia de unas auténticas virtudes sociales.

No estamos ante una tarea fácil. Lo que parece claro es que una sociedad educadora debe comprometerse con la formación y preparación de los ciudadanos. Ya estamos asistiendo a una revitalización de los sistemas de enseñanza como consecuencia de haberse llegado, a veces tácitamente, a un consenso básico sobre valores compartidos por todos, capaces de vertebrar la estabilidad de las democracias liberales. En este sentido, adquieren especial importancia el desarrollo de estrategias educativas que permitan la adquisición de competencias vinculadas a la universalidad de los Derechos Humanos. Además, la preparación de los alumnos para la ciudadanía democrática implica un conocimiento básico sobre las reglas de este sistema de organización política y sus mecanismos de participación. Me atrevo a reivindicar también algo de la civilidad perdida en nuestra educación, que podría en parte recuperarse enseñando a los alumnos a ignorar el mal gusto y la vulgaridad, testigos implacables de la falta de sentido estético en la conducta ciudadana.

Por último, no podemos descuidar en la educación para la ciudadanía aquellos aspectos relacionados con la identidad, resultado de cosmovisiones que integran tradiciones históricas, sociales y culturales, creencias religiosas y morales. Se entenderán adecuadamente la solidaridad y la tolerancia si pueden ejercitarse como consecuencia de la aproximación racional y el respeto al hecho religioso o al cultural, siendo éstos la manera más eficaz de superar los conflictos. Soportar no es tolerar ni emocionarse es solidarizarse. La manida apelación al diálogo en el contexto de la práctica democrática presupone una capacidad de escucha y genera una respuesta inteligente y crítica en la que cabe legítimamente el disenso o el consenso. Sea cual sea su resultado, éste no merma el valor del diálogo.

Para concluir, en fin, creo que debemos acudir al aprendizaje de la ciudadanía en un contexto moral que apela al hombre virtuoso: Alejandro Llano ha descansado algo de su humanismo cívico en la virtud que, mediante «la formación del carácter, sólo posible en un horizonte de verdades sobre el hombre y en una auténtica comunidad, logra que la persona sienta las cosas como son, de modo que sus sentimientos no sea apariencias, sino manifestación de hábitos que proceden de una libertad conquistada y que, a su vez, la manifiestan». La ciudadanía como convicción será entonces no sólo una buena idea compartida socialmente, sino una creencia en la posibilidad de cada ciudadano de fortalecer sus vínculos y su compromiso con un proyecto común de mejora.

NOTAS

1 Barry Clark, P. (1996), Ser ciudadano, Ediciones Sequitur.
2 Arendt, H., (1993), La condición humana, Barcelona. Paidós.
3 Esta reflexión figura en el artículo citado, suscitada por el dictamen no vinculante del Consejo Escolar del Estado. Utilizando sus propios argumentos para cuestionar su eliminación, me atrevo a parafrasearla en cursiva, y tras el texto original de Savater que reproduzco a continuación: «También esa educación cívica puede servir para justificar racionalmente que sostener unos medios de comunicación públicos no es una falta de respeto al contribuyente, sino darle la oportunidad de que sea propietario, junto a los demás, de cadenas de televisión o de radio como esas que, según la iniciativa privada, sólo pueden poseer los plutócratas». Limitándome a modificar los términos del problema señalado previamente, reescribo su comentario, que sería perfectamente sostenible para dudar de la exclusión de la enseñanza de la religión en su vertiente confesional o no: También esa educación cívica puede servir para justificar racionalmente que sostener la enseñanza de las religiones en los centros públicos no es una falta de respeto al contribuyente, sino darle la oportunidad de que sea propietario, junto con los demás, de opciones como ésas que, según la iniciativa privada, sólo pueden poseer los plutócratas.

Filóloga. Directora del Instituto de Estudios Educativos y Sociales, de la Fundación Europea Sociedad y Educacíón