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Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del Imperio

Prólogo de José María Aznar

La Esfera de los Libros, Madrid, 2011, 333 págs., 25 €

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Hace más de medio siglo, en 1958, compartimos Javier Rupérez y yo el primer día (y después cinco años más) de nuestros estudios universitarios en Madrid. En 1965 hicimos juntos las oposiciones a ingreso en la Carrera Diplomática y en 1966 compartimos nuestro primer despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores, junto con José Luis Vázquez Dodero, excelente ensayista y periodista muy conservador, que miraba con bondadosa indulgencia a aquellos dos jóvenes semiprogres que Rupérez y yo éramos a sus ojos. En la Dirección General de Relaciones Culturales de aquel entonces coexistían diplomáticos de muy diversas tendencias, desde el director general, Alfonso de la Serna, hasta los dos Gonzalos, el rojo y el azul, Gonzalo Puente Ojea y Gonzalo Fernández de la Mora. Todos ellos nos trataron con compañerismo bien liberal. Y si en esa época remota de nuestras vidas nos hubieran dicho cómo iban a ser nuestras respectivas existencias individuales y, más importante, el curso histórico de nuestro país, nos habrían sorprendido mucho ciertas cosas y nada otras. Siempre es así, supongo.

Javier Rupérez se ha jubilado hace un par de meses (como funcionario, ojalá no de su vida pública) y este libro recoge su embajada en Washington entre 2000 y 2004 a la vez con precisión y con humor, con datos objetivos y emociones personales. Siempre fue aficionado a leer y a escribir —este es sus octavo libro— y siempre supo expresarse con claridad y pulcritud, insólitas en nuestros políticos y funcionarios modernos. Esta Memoria de Washington está construida —acertadamente— de acuerdo con las reglas tradicionales de los despachos diplomáticos, o más bien de las cartas de los embajadores al ministro, antes de que las constantes filtraciones entorpeciesen la labor informativa y, de paso, el estilo literario de los profesionales. A esas reglas —orden cronológico en los hechos y orden lógico en su interpretación, franqueza templada si es menester por la prudencia— añade las de un juego melódico. Cada capítulo tiene un título descriptivo precedido de una calificación musical, empezando por el Capítulo 1: Introducción y rondó caprichoso: el retorno a la diplomacia y terminando con el Capítulo 21: Finale ma non troppo: de Washington a Nueva York.

Entre ambos, Rupérez describe con lucidez no exenta de ironía a veces y otras de melancolía, o tristeza o incluso ira, los acontecimientos históricos —o de la vida diaria de una embajada— de los que fue testigo o actor. En llegando aquí hay que recordar que la diferencia esencial entre una tragedia y una novela policíaca es que en la primera el público sabe muy bien lo que va a ocurrir y es esa inevitabilidad del desenlace conocido lo que le produce horror, mientras que en la segunda la oscura incertidumbre produce mera curiosidad. Y quién podría sentir mejor el lado trágico de la matanza terrorista de Madrid, en el 11 de marzo del 2004, que Javier Rupérez, víctima en 1979 de un secuestro de la ETA.

Por eso escribe: «El lunes 15 de marzo organicé en la Catedral católica de San Mateo un funeral por las víctimas del atentado […]. Y no encontré mejor manera para reflejar mis sentimientos que inspirar [sus palabras] en la desolación del Salmo: De profundis clamavi ad te, Domine […] Dije lo que quería decir […] que la dignidad de la persona humana era imprescriptible y la mejor manera de hacerla respetar consistía en la práctica de la democracia». Pero también el embajador de España pide a Dios «fortaleza para todos los pueblos de la tierra que sufren el azote del terrorismo, para que nunca piensen que cediendo pueden acabar con la bestia».

(Al leer lo que antecede recordé que precisamente ese 15 de marzo del 2004 también a mí me tocó presidir un funeral por las víctimas de la barbarie, en la catedral católica de Westminster, en Londres. También me ofrecieron escoger un texto bíblico y leerlo. También opté por los Salmos pero no el De profundis, que es el 130, sino el 58 («Oh Dios, quiebra sus dientes en sus bocas») y el 59 («y tú, Señor Dios de los Ejércitos, no tengas misericordia de todos los que se rebelan con iniquidad… No los mates, para que mi pueblo no se olvide… Vuelvan a la tarde y ladren como perros y rodeen la ciudad»). Hay días en que los embajadores, estén donde estén, no están para eufemismos.)

Ya al final del libro y depués de lo relacionado con la tragedia del 11 de marzo del 2004, en esta Memoria de Washington comienzan a aflorar las miserias y ruindades de políticos y periodistas. A ese respecto, el penúltimo capítulo (Sonata disonante: España cambia de rumbo) no tiene desperdicio. El autor hace acopio de paciencia, y quizá de desprecio; ya lo dijo Chateaubriand, «hay tiempos en los que no se debe gastar el desprecio más que con parsimonia, de tantos necesitados como hay». Describe con frialdad exasperada la retirada de las tropas españolas de Irak, empezando con la visita de José Bono, que todavía no era ministro de Defensa, a Washington para entrevistarse con Donald Rumsfeld, el 5 de abril del 2004. Al parecer le hizo promesas que luego no fueron cumplidas cuando el 18 de abril el nuevo presidente del Gobierno, Sr. Rodríguez Zapatero, anunció que la retirada tendría lugar de manera inmediata. Así empezó la glaciación de las relaciones hispanonorteamericanas: por la forma tanto como por el fondo. En palabras de Javier Rupérez, «las excelentes relaciones que José María Aznar había sabido trabajosamente desarrollar con los Estados Unidos, y que recibían los parabienes de tirios y troyanos en aquel lado del Atlántico, fueron literalmente deshechas en los quince minutos que Zapatero empleó para anunciar la inmediata retirada de las tropas españolas de Irak».

Todo el mundo tiene, según Warhol, quince minutos de fama en su vida. Triste fama será la del Sr. Rodríguez Zapatero si queda centrada en esa aparición como oráculo fallido. Y bueno será, al escribir la historia de este comienzo de siglo, tener en cuenta el testimonio esclarecedor de Javier Rupérez.

DIPLÓMATICO Y ESCRITOR