Tiempo de lectura: 5 min.

Los resultados de los últimos comicios pueden valorarse desde distintas perspectivas: los números absolutos, la comparación «política» o el recuerdo de las últimas elecciones. Y todas han de ser tenidas en cuenta.

Después de unas elecciones sucede la maravilla de que casi todos los políticos suelen quedar contentos. Este no ha sido el caso de los últimos comicios. Se ha producido la paradoja de que el partido ganador (PP) se ha sentido desanimado. En cambio, el perdedor (PSOE) ha cobrado un renovado ánimo. Hay que explicar la paradoja.

La mentalidad más racional, después de una elección, es que cada partido se compare con los votos o escaños que antes tenía. Visto así el resultado, es claro que el ganador es el PP (cfr. cuadros 1 y 2), que pasa a ser, además, el partido más votado y el más nutrido del Congreso y del Senado. Relativamente hablando, mejora también su posición IU. En términos de escaños sobresale el BNG, que irrumpe en el Congreso con dos diputados. El PSOE pierde escaños, CIU y el PNV se quedan prácticamente como estaban.

Cabe otra comparación «más política». Es la que analiza el «mapa» electoral teniendo en cuenta la evolución  de cada partido y su posición relativa respecto a los demás. Así, el movimiento más significativo es el del PP, cuyo voto crece ininterrumpidamente desde 1989 hasta sobrepasar al PSOE en 1996. Al contrario, la trayectoria del PSOE es descendente desde 1982. La última elección supone que esa trayectoria se cruza con la del PP hasta situarse por debajo de ese partido, aunque más en escaños que en votos. Así pues, los dos primeros partidos se encuentran muy próximos (después de haber estado muy lejos), ambos por debajo de la línea de la mayoría absoluta. El tercer partido (IU) se aleja cada vez más del segundo, a una distancia tal (120 escaños) que hace difícil la superación del modelo bipartidista. Aunque en realidad el modelo que funciona es el de «dos partidos y medio». Ninguno de los dos partidos puede gobernar por sí solo; necesita de la colaboración de un tercero o un cuarto.

Aquí se presenta otra consideración: es la ventaja relativa de escaños que mantiene cada partido en relación a los votos obtenidos. La fija la Ley Electoral y se determina, además, por la estructura geográfica del voto. El primer partido es el que tiene más ventaja. A igualdad de votos, el PP logra más ventaja que el PSOE al dominar en las provincias donde es más «barato» cada escaño, fundamentalmente las de Castilla y León. El partido con menos ventaja es IU, al tener pocos votos y desperdigados por todo el mapa. En cambio, los pequeños partidos de alcance regional o provincial gozan de una cierta ventaja si consideramos sus escasos votos. Esta estructura es la que lleva a la posibilidad de un Gobierno del PP con los grupos nacionalistas o regionalistas. Pero ese mismo hecho es «autoderrotante», pues inhibe la capacidad de expansión del PP en las regiones donde destacan esos partidos. Si el PP no logra entrar más en Cataluña o el País Vasco, será difícil la consecución de la mayoría absoluta.

idle1.jpg

idle2.jpg

idle3.jpg

Pero decíamos que hay otra comparación del mayor interés que resulta intrigante. Es la que realizan los partidos respecto a sus expectativas de voto. Estas se derivan de sus deseos, del resultado de las encuestas, del estado de opinión que reflejan los comentaristas de prensa. Es evidente que, por este lado, el «ganador» es el PSOE. Ha funcionado aquí la estrategia de la «campaña  del miedo». Se puede juzgar como inoportuna e incluso inmoral, pero ha resultado efectiva para los intereses del PSOE. Lo peor es que, abierta la caja de los truenos, puede que se refuerce el clima de rencor entre la derecha y la izquierda: significaría un enorme retroceso respecto a los logros de la transición democrática.

La estructura electoral y sus cambios se comprende mejor cuando la proyectamos sobre el territorio. En 1993, el PP supera el 45% de votos en Galicia, Castilla y León, Baleares, Murcia y algunas provincias de Castilla-La Mancha (Guadalajara y Cuenca). Es decir, domina en las provincias que se consideran típicas de clase media. En 1996 esa «mancha» central se extiende a otras varias provincias contiguas: Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cantabria, las tres aragonesas (se suma el PAR). Al tiempo se refuerza la mayoría, hasta superar el 50% de los votos, en una gran parte de Castilla y León. El PP apenas se introduce en el País Vasco y Cataluña.

El voto del PSOE en 1994 se distribuye mejor en todas las regiones, aunque también con timidez en el País Vasco y Cataluña. Pero lo significativo es que sobrepasa el 45% en Extremadura, Andalucía y parte de Castilla-La Mancha. Este núcleo coincide grandemente con lo que podríamos llamar «territorio PER» (Plan de Empleo Rural). En 1996, el PSOE se distribuye de la misma manera, aunque las diferencias son menores entre una y otra provincia.

Podemos ver los mapas de otra manera: la diferencia porcentual de 1993 a 1996 (cfr. cuadro 3). El PP sube en todas las regiones menos en Aragón (si le sumamos el PAR), Cataluña y Baleares. Cada caso se explica por una razón diferente. En Aragón perjudica relativamente la unión de dos partidos (PP y PAR). En Cataluña, se pierde clientela al tratar de «catalanizar» el PP; la parte españolista se va al PSOE y la parte catalanista se desliza hacia CIU. En Baleares se acusa ligeramente el escándalo de corrupción que por una vez afecta al PP.

El cambio del PSOE es negativo en casi todas las regiones, menos en Cataluña, Baleares y algunas provincias sueltas. El ascenso realmente significativo es el de Cataluña, donde se recogen los votos que pierde el PP.

Es interesante anotar el caso de Andalucía. Por un lado sigue siendo el bastión de votos del PSOE, pero cada vez menos. En cambio, esa misma región cada vez vota más al PP. Otra cosa es que los populares se sientan frustrados porque las elecciones autonómicas andaluzas las haya ganado ampliamente el PSOE en contra de las expectativas que se habían creado. En la Andalucía rural es donde ha debido funcionar mejor la «campaña del miedo». Es allí donde se ha instalado el nuevo clima de rencor social y político que es la peor herencia del «felipismo».

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense