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Durante la segunda mitad de este siglo, Occidente ha asistido a un espectacular resurgimiento del islamismo, que además ha tomado un marcado cariz político. La crisis de la modernidad y el fracaso de los modelos políticos y económicos postcoloniales explican, al menos parcialmente, este fenómeno.

En las relaciones internacionales de la «postguerra fría» el islamismo aparece como una de las posibles amenazas a que se enfrentaría Occidente en el próximo futuro: las polémicas centradas en torno al «choque de civilizaciones» están servidas.

El Islam no ha experimentado aún el proceso de secularización que se produjo en Europa con la Reforma y la Ilustración. En la religión islámica, la guía de toda circunstancia o condición de la vida humana pasa necesariamente por el Corán, la sunna o enseñanzas de Mahoma, y la sharia (ley islámica). Esto tiene consecuencias en el terreno político: para los musulmanes, la soberanía no reside en el pueblo, sino en Dios. La forma de democracia propiamente islámica es de tipo censitario, la chura o asamblea compuesta por hombres «de pluma y espada».

A estas discrepancias con Occidente se une la cuestión acerca de la capacidad de los regímenes islámicos de tolerar la diversidad -una vez llegados al poder-. Para el profesor Esposito, los ejemplos de Irán, Pakistán y Sudán plantean serias preocupaciones respecto a los derechos de las mujeres y los de las minorías en gobiernos islámicos. Este es el caso de la discriminación contra los Bahai en Irán; o contra los Ahmadi en Pakistán; o contra los cristianos en Sudán. Sin embargo, a este tipo de reflexiones se contraponen otras: el Islam cree que Occidente ha tenido una mala influencia sobre los países árabes con su política imperialista de exportación de contravalores y con un dominio cultural y religioso que ha conducido a sistemas autoritarios y contrapuestos a la ley islámica, y a una colonización con consecuencias económicas negativas para los países árabes. En este contexto se plantea además una cuestión fundamental para nosotros: el liberalismo occidental ha aceptado hace tiempo que la discriminación por razón de religión es inaceptable; en buena parte ahí está el origen del concepto occidental de «tolerancia», que debe ser no solo interna sino también externa. En palabras de Esposito, «nos preguntamos qué clase de demócratas son, pero tenemos que estar preparados para preguntar y contestar sobre la clase de demócratas que somos nosotros». Y especialmente en un mundo en el que 1.000 millones de personas son musulmanes, gente para quienes la fe religiosa es una cuestión de identidad primaria, aunque evidentemente también deban practicar la tolerancia.

El magma islámico

En todo caso, conviene tener presente que el mundo islámico no es compacto. Es necesario delimitar los movimientos radicales de los más moderados, para poder así estructurar vías de diálogo. Cabría distinguir, aunque pueda resultar un ejercicio en cierta forma teórico, entre:

– Regímenes y movimientos islámicos de tendencia modernizante, como Marruecos, Jordania o Túnez, en los que un régimen declaradamente islámico pretende modernizar el Islam y adecuarlo al mundo contemporáneo, y acepta un cierto pluralismo político -del que suelen excluir sin embargo a los movimientos islámicos más politizados-.
– Regímenes islámicos «conservadores «, como los de Arabia Saudita o ciertos países del Golfo, en los que se aplica la ley islámica bajo un régimen de sultanato o emirato.
– Movimientos que responden a un «islamismo político moderado», que pretenden que el Islam regule el conjunto de la vida de estas sociedades mediante la instauración de gobiernos islámicos desde dentro del sistema, pacíficamente. Es el caso de los «Hermanos Musulmanes» en Egipto, del partido Refah turco e incluso del FIS argelino.
– Movimientos y regímenes que responden a un «islamismo político revolucionario «, como Irán o Sudán, que comparten con el islamismo político moderado el objetivo de instaurar un gobierno islámico, pero consideran que la vía de acceder al mismo es externa a los gobiernos actuales, calificados de «impuros», lo que les lleva a actuar desde fuera del sistema establecido.
– Movimientos islámicos terroristas, que están dispuestos a usar la violencia -para ellos no solo es legítima, sino que viene dictada por un deber religioso- para instaurar la sociedad islámica, bajo la creencia de que se encuentran enzarzados en una guerra santa contra regímenes y gobernantes apóstatas.

Cabe concluir, por tanto, que la variedad de grupos activistas islámicos y la de sus distintas experiencias testimonia la flexibilidad política del Islam, que debe ser analizada en función de los contextos nacionales específicos.

Es cierto que la evolución de los movimientos islámicos en Argelia, Egipto y Turquía tendrá una gran importancia. Si los grupos islámicos acceden al poder en alguno o algunos de estos lugares, no es descartable un «efecto dominó» sobre otros Estados -como Marruecos, Túnez, Siria, Libia o Uzbequistán- Además, hay que tener en cuenta que el resurgimiento islámico que vivimos en la actualidad tiene importantes consecuencias sociales, que trascienden las geopolíticas. En este sentido, el ejemplo de la guerra del Golfo es muy ilustrativo.

El Islam y Occidente

Resulta necesario encontrar vías de convivencia con esta situación, y la primera de ellas consiste en identificar correctamente el problema.

El Islam no es una religión monolítica -véanse, sin ir más lejos, las diferencias entre «sunnismo» y «chiísmo»-; no tiene una agenda política concreta -los movimientos islámicos tienen mucho más claro aquello a lo que se oponen que aquello que apoyan-; y no existe un bloque panislámico compacto: la Cumbre de la Organización de la Conferencia Islámica de Casablanca, celebrada en diciembre pasado lo puso de manifiesto, a pesar de que por vez primera se ha aprobado un «código de conducta» en el que se condena el terrorismo como fenómeno generalizado. Las situaciones concretas, pues, varían en función de cada contexto nacional. El Islam en su conjunto no es un movimiento radical ni un bloque monolítico que tenga un programa de acciones radicalmente opuesto al occidental. Por tanto, la confrontación entre el Islam y Occidente no es un fenómeno al que estemos abocados inevitablemente. La causa de los puntos de fricción, que indudablemente existen, no está, por lo menos aún, en el Islam como tal, sino en una «confrontación Norte-Sur».

Indudablemente, una mala política respecto de estos países por parte de Occidente puede convertir esta fricción práctica en una confrontación ideológica. Nuestro mayor desafío es evitar que toda una serie de problemas bilaterales y multilaterales cristalicen en un enfrentamiento cultural con el Islam. Ante el fenómeno moderno del resurgimiento del islamismo sería útil para Occidente comprender el islamismo político en términos del equivalente funcional al nacionalismo, como señalan Fuller y Lesser. La solución no es la represión y eliminación sistemática de los movimientos islámicos. Muy al contrario, esa es la forma ideal de radicalizarlos. De hecho, Occidente ha convivido sin problemas con el régimen saudí, de indudable orientación islámica.

Se impone, pues, diseñar una estrategia que estudie los problemas, defina bien su origen y diseñe medidas de solución.

Análisis de los posibles puntos de fricción

a) Política de seguridad: en este terreno, el islamismo político podría intentar aumentar el peso de sus respectivos Estados aumentando su poder militar. Pero este fenómeno no es exclusivo de los países islámicos. La relajación de la disciplina global de la «postguerra fría» ha provocado que muchos países del Sur hayan incrementado su capacidad militar como un modo de obtener mayor peso específico. El islamismo político tendrá que luchar con otros problemas domésticos, y a priori no hay razones para pensar que un gobierno islámico necesariamente concederá máxima prioridad a las cuestiones militares.

Esto no es obstáculo para que se planteen eventuales conflictos fronterizos interárabes, entre los que cabría destacar, por su importancia para España, un eventual incremento de la tensión entre Argelia y Marruecos en el Sahara.

Además, determinadas zonas de conflicto, como Bosnia, Cisjordania y Gaza, Chechenia, Cachemira, Azerbaiyán o Armenia deberán ser tratadas con extrema prudencia por Occidente: su intervención en estos lugares será esencial para la evolución de la política exterior de los países musulmanes.

b) Fuentes de energía: el control de las fuentes de energía plantea también un desafío. No es descartable que un régimen islámico, con control sobre fuentes de energía, repita el embargo de 1973 en determinadas circunstancias adversas. El acceso al poder del islamismo político en Egipto podría, en situaciones de excepción, influir sobre el tráfico en el canal de Suez. Pero esto no es achacable exclusivamente al Islam. Cualquier país en desarrollo que poseyera esta arma, podría verse tentado a utilizarla. No obstante, el islamismo defiende básicamente un sistema regido por unos principios similares a los de la economía de mercado -esfuerzo y recompensa individual-; ello y las necesidades económicas de estos países en un mundo crecientemente globalizado permiten pensar en que un escenario de estas características no se prolongará en el tiempo. En todo caso, no hay que descartar medidas preventivas como la diversificación de las fuentes de abastecimiento energético.

Las consecuencias para España de un eventual acceso violento del islamismo político al poder en Argelia o de una descomposición de la vida política argelina podrían ser negativas por la imprevisibilidad de los acontecimientos y fuerzas políticas que implicarían estos supuestos y nuestra dependencia del gas argelino.

c) El Islam en Occidente: no hay que olvidar que entre diez y trece millones de musulmanes están asentados en el territorio de la Unión Europea, por lo que debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones:
-Las condiciones de asentamiento de la colectividad de inmigrantes deben tratarse de forma individualizada, para evitar el surgimiento de «ghettos» que se conviertan en focos islámicos integristas.
-El Estado debe cuidar del bienestar de estas poblaciones con objeto de evitar que las organizaciones islámicas suplan las carencias estatales, como ha ocurrido en el caso en el Reino Unido.
-Para evitar conflictos y asegurar la integración cultural de los inmigrantes, resulta vital la inserción de la segunda generación de inmigrantes en el sistema de escolarización del país de acogida.

d) Terrorismo: el terrorismo seguirá representando un papel distorsionador del Islam en Occidente. Pero, evidentemente, pocos musulmanes son terroristas. Por otro lado, no hay que descartar la puesta en marcha de políticas de presión contra los países que apoyan financiera o logísticamente a todo movimiento islámico, por radical que éste sea.

Vías de diálogo

La lucha contra los puntos de fricción, antes de que éstos degeneren en un auténtico conflicto de ideologías, requiere además centrar nuestros esfuerzos en varias direcciones:

a) El desarrollo económico y político de los países musulmanes: tiene que ser tan prioritario para Occidente como la reconstrucción de la Europa del Este. Hay razones de interdependencia y solidaridad que lo ponen de manifiesto con claridad. La decisión adoptada por el Consejo Europeo en Cannes -destinar en el próximo quinquenio 4.685 millones de ECUS a la ribera sur del Mediterráneo- es muy alentadora.

Será muy importante obtener resultados positivos en la Conferencia Euromediterránea que se celebrará el próximo noviembre en Barcelona. El propósito español es que la Conferencia inicie un proceso para la creación de una zona de paz y estabilidad y cubra un abanico de temas lo más amplio posible, instaurando un mecanismo de diálogo político entre los participantes que incluya compromisos consensuados, e incrementando la ayuda financiera y técnica de la UE en la zona.

b) Ayuda económica: íntimamente ligado a lo anterior están todas aquellas medidas destinadas a concentrar la ayuda económica en sectores básicos, que cubran las necesidades de las poblaciones más desfavorecidas de estos países y palien los efectos negativos de los programas de ajuste estructural, ya que, de no hacerlo, estaremos dejando abiertas vías para la penetración del radicalismo islámico.

En este sentido, no hay que olvidar que hay dos caminos que propagan de manera eficaz el islamismo político: las mezquitas y las universidades. Las primeras, son elementos clave en la asistencia a los desheredados de la sociedad, cuyo cuidado es canalizado a través de núcleos de solidaridad religiosos. Se implantan mezquitas, asociaciones caritativas y de enseñanza que estructuran la vida comunitaria desde una perspectiva religiosa en zonas donde el Estado no llega. Así como la pertenencia a grupos extremistas militantes es pequeña, millones de personas están implicadas en actividades asociadas de tipo religioso. Tomando como ejemplo el caso egipcio, ya a mediados de los años 80, unas 20.000 mezquitas no gubernamentales cubrían la asistencia sanitaria a través de ambulatorios situados en ellas. La más importante, la mezquita Mustafá Mahmud en El Cairo, atiende a más de 250.000 personas al año. Además, grupos islámicos han creado y sostienen más de 6.000 colegios privados. En cuanto a las universidades, los Estados árabes han facilitado el acceso a la enseñanza superior de jóvenes procedentes de la explosión demográfica y del éxodo rural. Sin embargo, el nivel de enseñanza es bajo, los profesores están mal remunerados y las infraestructuras educativas son insuficientes. Los movimientos islámicos, financiados en parte por las «petromonarquías», entran en las universidades ofreciendo servicios educativos, organizando cursos y clases en las mezquitas, ofreciendo material y fotocopias gratuitas.

Este «iter islámico», que transcurre principalmente a través de las mezquitas, se reproduce una y otra vez, como sucede en Turquía actualmente.

c) Líneas de política exterior: Occidente debe evitar dar la sensación de que utiliza un doble rasero en las relaciones con estos países. Básicamente se trataría de propiciar la instauración de regímenes democráticos en los países islámicos, de defender el imperio del Derecho y de proteger las poblaciones musulmanas donde quiera que estén.

En conclusión, es importante asentar entre ambas civilizaciones lo que Espríu llamaría «puentes de diálogo», no solo político y económico, sino también cultural y social. Recordemos que la medida del progreso de una civilización es la medida del progreso de su gente.