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La recuperación económica suele ser el primer paso para acabar con el populismo, pero esta vez es diferente. La retórica de la confrontación se enquista en una opinión pública fragmentada, con un alto voltaje emocional y sin referentes compartidos. Hasta en el barrio más acomodado de la cosmopolita Barcelona puede uno sentirse oprimido si mañana, tarde y noche sólo escucha voces que dicen que lo está. No despreciemos la influencia de la demagogia incluso en las mentes más inteligentes y bondadosas. El nacionalismo, como señaló Isaiah Berlin, es fruto de una herida real o imaginaria; por lo que lo subjetivo es fundamental. Sin embargo, un sentimiento política y mediáticamente caldeado puede generar pérdidas tangibles para una sociedad. Y si uno acaba creyendo que la mitad de sus compatriotas son el enemigo, por muy burgués que sea, acabará dejándose arrastrar por la radicalidad. Así de fina es la capa de la civilización, tan fácil de quebrar como difícil de reconstruir. Un mismo sentimiento, como el amor a un pueblo, es capaz de sacar lo mejor y lo peor de uno mismo, ya que los seres humanos somos más que simples calculadoras de costes y beneficios.

La identidad, los sentimientos y las emociones juegan un papel fundamental en nuestras decisiones, como bien escribe Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental. Por esta razón, todo político con sentido de la realidad no sólo tiene en cuenta los datos y los argumentos, sino también la fuerza de las emociones. El político populista sabe agitar las emociones negativas para hacerse con el poder y lo hace a costa de la libertad de los ciudadanos y del debilitamiento de la sociedad ante los grandes retos reales. Nosotros contra ellos. Al dirigir el odio contra una parte de los conciudadanos se pierden las virtudes cívicas. “Cuando actúan en nombre de un grupo, las gentes parecen liberadas de muchas de las restricciones morales que dominan su conducta como individuos”, advirtió Friedrich Hayek. Se rompen, así, los consensos básicos para la democracia. Y si se alzan con el poder, volvemos al problema de siempre, al de las utopías: prometen el paraíso terrenal y acaban justificando el sacrificio de las libertades individuales.

Es este el principal dilema hoy tenemos sobre la mesa. No es una simple cuestión entre Cataluña y España. Y si me apuran, tampoco entre derechas e izquierdas. El debate que ahora importa es entre democracia y populismo, entre libertad y autoritarismo. Quizá no nos hemos dado cuenta del todo, pero los de los significantes vacíos lo tienen muy claro. Los enemigos de la libertad vuelven a usar su nombre para atacarla y vuelven a adjetivar la democracia, ahora “real”. Es una historia que se repite. Lo muestra una anécdota explicada por Leszek Kolakowski: en los estantes de la Alemania comunista había dos tipos de mantequilla, una etiquetada como tal y la otra, como “mantequilla genuina”. Todo el mundo sabía que la buena era la primera y la falsa, la segunda. ¿Lo sabremos esta vez?

La lógica discursiva es muy parecida en la propaganda independentista. “Això va de democràcia” nos dicen. ¡¿En serio?! ¿Convertir en extranjeros a tus conciudadanos es democracia? No aguanta un mínimo análisis crítico. Por esta razón, fuera de Cataluña sólo aquellos políticos que quieren una Europa más débil y menos democrática sienten cierta simpatía hacia el procés. Sin embargo, dentro de Cataluña, la defensa de la libertad y de la democracia lleva algunas décadas de desventaja respecto al nacionalismo y es importante tenerlo en cuenta. Es condición humana maximizar las ofensas  recibidas y minimizar las emitidas, y los nacionalismos juegan hábilmente con ello. No les importa descontextualizar frases o atribuírselas a quien nunca las ha proferido. La causa por encima de la verdad. Tras décadas de esta política comunicativa no es de extrañar que en una gran parte de catalanes se haya instalado un pétreo marco mental en el que todo aquello que pueda ser positivo proviene del gobierno catalán y todo lo negativo es por culpa de “Madrid”. Todos los gobiernos nacionalistas han tratado siempre de ocultar, de forma calculada, cualquier aportación del Estado a Cataluña. Si no era posible esconderla, maquillaban cualquier inversión, la desprestigiaban o la mostraban como un mérito propio. La deslealtad institucional ha llevado incluso a apropiaciones indebidas: inversiones estatales que se han sumado al particular medallero del gobierno nacionalista. Y es lógico que así lo hicieran. Tenían incentivos electorales para hacerlo, porque vivían del sentimiento de agravio y, además, éste les permitía relajarse en la gestión de la realidad y de las numerosas competencias del autogobierno. Una vez los cimientos estaban construidos, es decir, los marcos mentales bien asentados, era fácil inflamar el nacionalismo romántico –recordemos las descaradas falsificaciones históricas de la conmemoración del tricentenario de 1714-. La crisis económica simplemente ha catalizado un resentimiento que se había ido fabricando desde los medios públicos hasta las escuelas durante años. Si sentirte parte de un grupo siempre había sido psicológicamente cómodo, ser independentista en el momento de la épica era el summum de la emotividad. No importaba el análisis crítico de las consecuencias, ni tener el respaldo de una mayoría de los catalanes –nunca lo han tenido-, porque la historia nos ha demostrado que la organización y la motivación facilitan la victoria de una minoría convencida sobre una mayoría apática.

Sin embargo, todo tiene un límite. También la teoría de los marcos mentales y los Lakoff de turno. Y uno puede ir chocando con la realidad sólo hasta cierto punto. Por esta razón, creo que ahora tenemos una gran oportunidad para presentar la idea de España en positivo. El nacionalismo teóricamente moderado, que antes era percibido como buen gestor económico, ha sido incapaz de presentar una sola propuesta -no mágica- contra la crisis económica y voluntariamente se ha echado en brazos de lo  más parecido al chavismo que hay en Europa. No sólo eso, cada día son más los catalanes que perciben que el establishment independentista está buscando artificialmente el conflicto. Y es así, porque sólo defiende un único objetivo, la independencia, que es lo único que une a los partidos nacionalistas. Por eso, cuando sólo una cosa importa, cualquier medio acaba siendo justificado, desde intentar politizar la ilusión de los niños en la cabalgata de los reyes magos hasta presentar como un triunfo que en un importante medio internacional como Político se les presente casi como archienemigos de la democracia y de Europa. El secesionismo se ha vuelto obsesivo y eso lo debilita, aunque también lo hace más peligroso ya que le ha dejado de importar que el radicalismo empeore la situación de la sociedad que dice defender, socavando los pilares que sustentan la libertad.

Tres ejemplos. En primer lugar, el discurso independentista contra la ley no sólo crea una inseguridad jurídica poco atractiva para las inversiones, sino que allana el camino a otros populismos que prometen convertir cualquier deseo en un derecho, dejando las obligaciones para los otros. En segundo lugar, al presentar cualquier crítica al independentismo como un ataque a Cataluña se aumenta el coste de la discrepancia. Algún día se tendrá que hablar del precio que pagan aquellas personas y familias que, sobre todo en las áreas menos urbanas, se han atrevido a decir “yo no”.  Ahogar el pluralismo nos convierte en una sociedad más cerrada y ensimismada, pero también más débil. Ha provocado que muchos de los políticos que impulsan el procés no se atrevan a decir en público lo que reconocen en privado –que todo esto no lleva a ninguna parte- por miedo a ser señalados como traidores. Y, en tercer lugar, una derivada de la segunda: la erosión de la libertad informativa, fundamental para la calidad de la democracia. Poner los medios públicos al servicio de una causa excluyente, incluso en los programas no informativos, ha rebajado su audiencia, al mermar su calidad y credibilidad para mayoría de los catalanes, pero ha acostumbrado a la minoría motivada a no tolerar la crítica. Y eso está trascendiendo fuera de nuestras fronteras. No son pocos los corresponsales y periodistas extranjeros que han denunciado presiones e insultos por parte de independentistas, incluso de algún cargo público.

He destacado tres puntos en los que el independentismo erosiona la libertad de los catalanes, aunque podríamos señalar muchos más. Por lo tanto, ahora más que nunca el nacionalismo puede ser percibido como un problema para la democracia y la libertad de los catalanes, no como la solución. Ahora los que no queremos separar Cataluña del resto de España tenemos la gran oportunidad de hacer nuestros los valores de un catalanismo que ha sido traicionado por el independentismo populista: pactismo, reformismo, espíritu emprendedor, seny… y otros que el separatismo viola claramente como la libertad individual, el pluralismo o la sociedad abierta. La sociedad catalana necesita ser sacudida con más libertad en la educación, en los medios, en las empresas… y así despertar de su ensimismamiento. No sólo eso.  Una presencia de España en positivo resquebrajaría el monopolio comunicativo nacionalista en Cataluña abriendo la posibilidad de un pluralismo más enriquecedor y, sobre todo, más liberalizador. Aunque estemos en la época de la posverdad, las ficciones, si se combaten, no se aguantan eternamente. Lo hemos señalado: los medios públicos catalanes han perdido audiencia al mismo tiempo que perdían la credibilidad. Si queremos seguir cerrando la herida, habrá que ofrecer datos y argumentos que desmonten las falsedades de quienes prometen una independencia exprés sin costes; pero también será necesaria una estrategia para que la idea de España no sólo esté más presente en Cataluña sino que también sea atractiva e integradora. Identidad, sentimientos y emociones vinculados a valores positivos.

No obstante, repetimos: la causa de la libertad no sólo está en peligro en Cataluña. Lo está en toda Europa. Europeizar el debate no sería, pues, mala idea. El alma de la libertad debe florecer de nuevo en Europa. Habrá que recuperar a la clase media, pilar pragmático de la moderación y de la democracia liberal. Habrá que combatir las causas del malestar. Los populismos, como el independentismo, no son una vocación, son un síntoma. No nos quedemos mirando el dedo cuando éste apunta a la Luna. Es el malestar. Quizá le hemos pedido a la democracia más de lo que nos puede dar y las expectativas se han frustrado. Se señala la desigualdad de rentas, pero quizá la causa esté en la percepción de una verdadera injusticia, la desigualdad de oportunidades. El ascensor social que no funciona o que no funciona por méritos, ya que se percibe que el premio no está en el esfuerzo, la inteligencia o la asunción de riesgos, sino en las actitudes inmorales. Crony capitalism. Por lo tanto, malestar ante la injusticia, pero también inquietud, incluso miedo. Miedo ante un mundo que ha alcanzado una complejidad difícil de entender sin referentes y que sentimos que amenaza nuestros trabajos y la seguridad de nuestras familias. Vía libre para los populismos que agravan el problema al dividirnos ante los graves desafíos que nos deberían unir, desde la nueva relación entre tecnología y trabajo hasta el terrorismo islamista en una Europa que está entre un Mediterráneo que arde y una Rusia que se expande.

Desde el final de la Guerra Fría, nadie toma la bandera de la libertad en Europa. No emociona. Se da por descontada, por lo que su defensa no da muchos votos. Además, suele ser frustrante, porque lo que te da la felicidad o la prosperidad no es la libertad, sino lo que haces con ella, la responsabilidad. Así pues, la estudiamos y algunos escribimos sobre ella, pero poco más. Y ahora, cuando viejas y fracasadas ideologías renacen con ropajes diferentes, nos damos de bruces con la advertencia de James Buchanan: “no nos hemos preocupado por salvar el alma del liberalismo clásico. Los libros y las ideas son necesarios, pero no son suficientes, por su propia cuenta, para asegurar la viabilidad de nuestra filosofía. No, el problema está en la presentación de las ideas”. Por consiguiente, el triunfo de la libertad frente a populismos, entre ellos los nacionalismos, requerirá de datos y argumentos, pero también de una gran dosis de persuasión; de una inteligencia práctica que entienda que la identidad nunca se ha ido de la política y que las emociones pueden ser destructivas, pero que esas mismas emociones pueden ser también la mejor defensa de la libertad. Trabajar por ella puede y debe ser, pues, emocionante.