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Una de las pocas reflexiones lúcidas que tuvo Lucio Gutiérrez, cuando gobernaba el Ecuador, fue plantear que existen tres países en uno: el país político, el de los medios de comunicación y el país real. Esa frase puede aplicarse a toda América Latina y en especial a la región andina cuando nos preguntamos por qué vive en constante inestabilidad y pobreza.

El país real, la ciudadanía que habita en los Andes, está empobrecida y convulsionada, parece que siempre lo ha estado si miramos los últimos treinta y cinco años de la historia: dictaduras militares en la década de los setenta, hiperinflación en los años ochenta, el fallido proyecto neoliberal de los noventa y un regreso a los nacionalismos en el nuevo siglo.

En mayo pasado, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dijo que en América Latina hay 23 millones de personas en condición de desempleo abierto y 103 millones que trabajan en la informalidad, con lo cual el déficit de empleo formal afecta a 126 millones de personas. Este número equivale a más del 53%, más de la mitad de la población económicamente activa (PEA) de la región representada por 239 millones de personas. Además, de los 550 millones de latinoamericanos, 200 millones son pobres.

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Cabe preguntarse, ¿qué país están leyendo las elites políticas que gobiernan y mandan en la región? Una respuesta inmediata y simple es que únicamente responden a sus intereses de grupo y que su acceso al poder es para proteger y aumentar la riqueza de los sectores a los que representan. Es decir, nada nuevo. Pero esas son las elites tradicionales que reciben el repudio ciudadano y que son catalogadas de corruptas e ineficientes. Son las mismas elites que no quieren cambiar ni renunciar a sus privilegios y que están ancladas en los conservadores partidos políticos que en la actualidad no ganan elecciones.

Los casos de Ecuador, Perú, Bolivia y Venezuela son un ejemplo evidente de la ruptura total del país real con el país político tradicional. Los nuevos gobernantes son producto de las alianzas llevadas a cabo por los distintos sectores sociales, económicos y políticos, que se presentan como la nueva alternativa para superar los graves problemas sociales.

El periodista Norberto Méndez, gerente de la división de Periodismo del Banco de Venezuela, dice que el presidente Hugo Chávez «es la consecuencia del desgaste del bipartidismo venezolano. Cuando en febrero de 1992 fracasó el golpe de Estado encabezado por Chávez contra el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, se incrementó la demanda de cambios políticos, sociales y económicos. Pérez salió de la presidencia por una jugada de su propio partido y el siguiente presidente electo fue Rafael Caldera, un viejo político que se había desligado de su partido de toda la vida y que llegó al poder gracias al apoyo de partidos de derecha y de izquierda; él mismo llamó a esta alianza el chiripero. Caldera liberó a Chávez y éste empezó una campaña a favor de la abstención, de la desaparición de los viejos partidos y de la reforma constitucional».

Chávez, Morales, Humala y Gutiérrez son considerados populistas, los outsider de las elecciones, pero como dice la politóloga argentina, Flavia Freidenberg, no todos los populismos son iguales ni pueden ser catalogados de la misma manera. Tampoco se puede decir que el populismo pertenece a la izquierda o a la derecha, porque el rival de Humala es Alan García, un político que ejerció una presidencia que finalmente fue catalogada de corte neoliberal. En Ecuador, en cambio, el rival de los presidenciables de los últimos ocho años es Alvaro Noboa, el populista de derechas más acaudalado del país que anualmente figura en la lista de los hombres más ricos del mundo y que ingresó en política con la bendición del también populista Abdalá Bucaram.

El periodista argentino, Alejandro Rodríguez Díez, tampoco cree en clasificar a estos políticos como populistas, porque eso es responder a la lógica estadounidense. Sin embargo, considera que «la década del capitalismo salvaje y neoliberal, con Collor de Melo y Cardoso en Brasil, Menem en Argentina, Fujimori en Perú, Bucaram en Ecuador y Sánchez de Losada en Bolivia, como sus principales estandartes, ha hecho que las sociedades giraran hacia una defensa de lo nacional, encarnada por Lula en Brasil, Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y el intento fallido de Gutiérrez en Ecuador».

«Es decir» -sostiene Rodríguez-, «mandatarios que propongan alternativas a los modelos exportados de países desarrollados, de imposible aplicación en los nuestros por múltiples factores (desde políticos a económicos, pasando por los culturales). También están apareciendo algunas reivindicaciones de tipo indigenista en los discursos políticos. Eso es lo que encarnan en su totalidad Evo Morales y en menor medida Chávez y Húmala; además de recordar el apoyo de un sector indígena a Gutiérrez».[[wysiwyg_imageupload:1682:height=165,width=200]]

Como estos políticos entran en el escenario público rompiendo las estructuras de los partidos, generan cierta esperanza de que esta vez sí hay posibilidad de cambio. Sin embargo, tampoco son una garantía de mejorar la calidad de vida de las sociedades que gobiernan. No lo son porque quienes pierden las elecciones, es decir, el poder tradicional bloquea los intentos de cambio o por lo menos genera grandes movimientos de resistencia que fracturan y, en determinados momentos, paralizan sus países. Tampoco lo son, no en todos los casos, porque la generalidad de sus discursos son ataques al poder tradicional y carecen de agendas de gobierno claras, que permitan a las sociedades saber con certeza el rumbo de sus países.

Y no lo son, además, porque los medios masivos de comunicación, con las debidas excepciones, se encargan de recoger el insulto de los bandos y no obligan a los poderes en disputa a hablar de políticas de Estado, de proyectos con visión nacional, de acuerdos que rompan con la polarización en la que viven.

Lo que sí se puede decir con toda seguridad es que América Latina, a excepción de Colombia, sí tiende a la izquierda, aunque varios sectores digan que es una izquierda populista, con la excepción de Chile. Nuevamente, se puede entender este cambio como respuesta al fracaso del neoliberalismo de la anterior década, que privatizó los bienes del Estado sin que las sociedades tuvieran provecho de ellos.

Los entendidos hablan de una izquierda que superó las taras de la caída del muro de Berlín y de la Unión Soviética. Se trata de una izquierda que entiende la globalización y que sabe que debe enfrentar la competencia comercial en igualdad de condiciones para que sus países no sean devorados por las máquinas comerciales, sobre todo, las asiáticas.

Sin embargo, el poder tradicional, los gobernantes de izquierda y los populistas deben tener claro que la sociedad latinoamericana no es la misma de hace tres décadas. Hay una maduración política de la ciudadanía que se muestra en movilizaciones por la democracia como ocurrió en febrero del 2005 en Quito. Alrededor de 150.000 personas salieron a las calles a exigirle al presidente ecuatoriano que respetara la Constitución y las leyes. Más de cien mil argentinos marcharon en marzo de este año, para recordarle al poder de ese país que siguen en la memoria de la gente los actos criminales de la dictadura.

Es decir, hay una generación nueva de ciudadanos que están comprendiendo que tienen la responsabilidad de participar en la vida política de sus países e incidir en su presente para tener un mejor futuro. Es una generación que está emergiendo, que poco a poco irá demostrando a los poderes en disputa que ha llegado el momento de hacer las cosas de manera diferente, pensando en los intereses de la mayoría, con proyectos que tengan una visión de país a largo plazo, que pasen por acuerdos y consensos que integren.

Periodista de Ecuador. Máster Balboa para periodistas Latinoamericanos, de las fundaciones Diálogos y Carolina (España)