Tiempo de lectura: 8 min.

Que muchos lectores alberguen —plausiblemente— no pocas prevenciones y reservas acerca de una de las disciplinas humanísticas de mayor eco mediático, la Historia del Tiempo Presente, no dejarán quizá de reconocer que cuarenta años, casi medio siglo, constituyen una perspectiva temporal adecuada —desde luego, no la óptima, debido, entre otras razones, a la existencia de numerosos de sus protagonistas— para acercamos a la evocación de un acontecimiento en verdad decisivo de la centuria pasada.

Debido a que tuvo su epicentro en Francia y en un instante en que el cetro de la historiografía moderna y contemporánea lo poseía aún su universidad y centros de investigación— el CNRS en vanguardia—, la bibliografía acerca del fenómeno resulta en algunos extremos abrumadora y facilita por ello su aproximación con garantías de rigor. Ya casi en vivo, lo abordaron tres plumas consagradas de la publicística gala más descollante. Con su Revolution introuvable, Raymond Arond -autor llevado a la hoguera en el propio anfiteatro de sus clases de la Sorbona cuando ésta se convirtiese en principal escenario de los sucesos-ratificó la calidad insuperable de su magisterio en la disección de las ideas-fuerza del mundo de la posguerra y acrecentó un poco más la distancia intelectual que le separaba de sus competidores, entre ellos, el propio Sartre, ídolo aún de los estudiantes rebelados contra el pensador judío. Un camarada ya a tiempo parcial del autor de La náusea, el sobresaliente helenista Pierre Vidal Naquet, cantó epiniciamente sus recuerdos de las nuevas «jornadas gloriosas» del siglo XX; y, finalmente dentro de esta gran tríada académica, y situado en su larga carrera de historiador en el juste milieu, Adrien Dansette dio a la luz un libro tan sobrio como buido acerca de unos hechos ante cuya narración no cedió en los principios de objetividad e independencia que cimentaran su envidiable trayectoria bibliográfica.

Tras ellos, por supuesto, un alud de recuerdos, ensayos y encopetados análisis que no siempre desbrozan de hojarasca el camino real del tema —si bien, a las veces, ofrecen testimonios de primer plano e interpretaciones «comprometidas» que realzan el color de un cuadro sobrado ya de plasticidad—, pero que aportan de ordinario visiones y enfoques que rendirán probablemente un servicio valioso a los futuros estudiosos de un capítulo del pasado reciente, aún por entero no introducido, pese a los esfuerzos de editores y autores, en la jurisdicción de CHo. Particularmente en España, donde no se cuenta todavía con ninguna obra de entidad y planteamiento global de la gran contestación, tales páginas serán sumamente útiles a los investigadores académicos cuando se decidan a desvenar sine ira et studio un episodio de expresión quizá no demasiado intensa en el suelo peninsular —y aquí, sí con especial peralte y ningún convencionalismo, en el de los dos archipiélagos, de manera muy subrayada y alzaprimada en el de las afortunadas, pero de eco y efecto tal vez más prolongado y profundo que en cualquier otro país occidental, como más adelante se dirá.

Con el deseo de contextualizar al máximo «el Mayo francés del 68» se ha observado el vigor contestatario de dicho año, no eludiéndose sino rara vez el fácil pero inadecuado paralelismo con la «primavera de los pueblos» en la revolución europea de 1848 y la eclosión de las «nuevas» Italia, Alemania, Hungría… Desde el fastigio de la protesta «de color» en Norteamérica hasta la primavera de Praga, una oleada de oposición al Sistema —capitalista y comunista—, pero más al primero… barrió buena parte del mapa mundial.

Se ha comentado menos, sin embargo, la cuestión de los orígenes del acontecimiento comentado, de obvia trascendencia en toda suerte de reflexiones y análisis de un fenómeno incardinado en los pródromos de la mundialización económica y la revolución digital. Los Beatles y Berckeley, Vietnam y el Concilio Vaticano II son objeto de mención especial a la hora de establecer la genealogía del Mayo francés, amén, claro está, de  específicas referencias a la situación del Hexágono, con el cansancio de un gaullismo ya exhausto y una universidad desubicada. Factores sin duda de orden y magnitud relevantes  en el encuadramiento de un tema de más larga gestación que su aceleración experimentada en la primera etapa de la «década prodigiosa».

La originalidad del ideario antisistema del 68 francés estuvo lejos de ser genuina y autónoma de las corrientes que, de tiempo atrás, manifestaban, desde cuadrantes muy diversos, una oposición frontal a la civilización capitalista, predicando las menos connotadas políticamente el fin de la modernidad y el alba de una nueva era

Pero sin detenerse en un punto asaz necesitado, de otro lado, de calas de sonda muy larga en el buceamiento de sus causas, continúa sorprendiendo la escasa incidencia concedida hasta el presente al impacto de la revolución cultural china —agosto de 1966-febrero de 1967— en el desencadenamiento y desarrollo del vasto movimiento de protesta del año siguiente en el Viejo y Nuevo Continente. Si a raíz del Mayo francés dicha relegación resultaba hasta cierto grado explicable por la ambigüedad y oscuridad reinantes en el mismo régimen maosetuniano cara a un episodio que había desbordado todas las expectativas y estrategias por parte del mismo «Gran Timonel», hoy la preterición no semeja comprensible desde ningún ángulo. El inmenso caudal documental ya poseído sobre aquella inmensa hecatombe— y aún estamos en los inicios de su reconstrucción historiográfica…— descubre con pacencia cegadora sus muchos y, sobre todo, importantes préstamos a la onda contestataria de Occidente, pues en las democracias socialistas, sus secuelas no llegaron, en verdad, a ser ni siquiera residuales en la mayoría de los casos. La juvenilización del movimiento, su adanismo y nihilismo junto con el radicalismo de propuestas «soluciones» deben mucho, en efecto, al tercer gran capítulo del régimen maosetuniano. En los antípodas en casi todos los planos el Pekín y el París del momento, el nervio ideológico que sustentó la revuelta en los barrios universitarios de las principales ciudades francesas se nutrió a caño abierto del principio inspirador de la revolución cultural.

Ni por asomo ha de darse entrada al arribar a este terreno a ninguna tesis conspirativa tan al uso de una cierta filosofía de la historia ni a un vasto plan de destrucción de la juventud urdido en el paciente telar de los dirigentes chinos. Tampoco, desde luego, a la separación completa de ambos movimientos. La originalidad del ideario antisistema del 68 francés estuvo lejos de ser genuina y autónoma de las corrientes que, de tiempo atrás, manifestaban, desde cuadrantes muy diversos, una oposición frontal a la civilización capitalista, predicando las menos connotadas políticamente el fin de la modernidad y el alba de una nueva era. Un pensador español coetáneo, Julián Marías, de mirada muy buida en los desplazamientos de la plaza tectónica de las cosmovisiones y modas doctrinales, insistió ad nauseam en el cambio de eje experimentado por la cultura occidental en el recodo de la segunda mitad del novecientos. Aunque al posicionarse así rindiera quizá tributo inconsciente y excesivo a la espléndida labor de traducción que hiciese de la obra de Paul Hazard La crisis de la conciencia europea, su acotación fotografiaba con exactitud un giro indudable en la evolución ideológica del mundo occidental, como consecuencia tal vez de la decantación definitiva del pensamiento y modos de vida alumbrados al concluir el magno conflicto de 1939-1945.

Que esta mudanza se acelerara y acrecentase con el aporte de la revolución cultural china o que sus aguas confluyesen en algún punto y momento aún no precisados, es un tema requerido todavía de no pocas dilucidaciones para alcanzar el estadio de los matices, es decir, el de la ciencia.

Desde el reconocimiento por la Francia del general De Gaulle del régimen de Mao en 1964, las relaciones entre las dos naciones se intensificaron de manera espectacular y, pese al hermetismo tibetanizador del comunismo chino, los ecos de la revolución china se propagaron con intensidad y rapidez por los campus y salas de redacción del país galo, respondiendo también acaso a la propia estrategia de los dirigentes maosetunianos. La conocida frase de Lenin sobre la penetración contagiosa de las «bacterias» del comunismo pertenecía ya a los diccionarios de locuciones famosas, pero no por ello el Mao de la revolución cultural creía menos en la fuerza propagandista de sus motores y en  su capacidad destructora de los principios vertebradores de Occidente. Ninguna orden salió de sus labios para impedir la difusión a escala de las naciones capitalistas del programa hacia el que mostrase una mayor afección y al que nunca formalmente condenara.

Lógicamente, al proyectarse sobre tejidos económico-sociales de muy diferentes texturas, la contestación de los guardias rojos y de los universitarios del primer mundo tuvo efectos distintos, pero también iguales o afines. Si el seísmo provocado por la violencia y agresividad de los jóvenes idólatras del Libro Rojo de su guía y caudillo dilapidó en almoneda orgiástica, quizá el mayor patrimonio cultural y humano jamás devastado por un régimen, el espontaneísmo revolucionario y los deseos de renovación total manifestados -emblemáticamente- en la profusa cartelería de la Sorbona y el metro parisino revelaban, al tiempo que realidades profundas del espíritu y estado de ánimo de la sociedad «opulenta», una implacable requisitoria contra sus ideas y creencias, sus reglas y pautas, sus fundamentos y esencias. En no pocas vertientes, el paisaje contemplado «después de la batalla» de mayo del 68 en el campo de la cultura de Occidente había cambiado respecto a la fase anterior. Bien que no obstante la vehemente aspiración de la juventud a una vida política articulada por el diálogo entre el poder y los ciudadanos y una democracia directa no llegase a cristalizar de manera notoria y la política de los grandes Estados continuase por las roderas habituales, la tabla de valores de sus sociedades sí sufrió un viraje crucial. El mundo de lo absoluto —dogmas y principios tradicionales— y el sistema de referencias axiológicas vigente durante siglos opacaron y eclipsaron, frente al avance de la moral autónoma e individual, el pensamiento relativista y la reivindicación desafiante de la liberación de los instintos.

Como ocurriera hasta el presente, el Sistema pronto convirtió a las embestidas en bazas, y una vez más su invencible taller integrador no tardó en ponerse en marcha con resultados deslumbradores. Las efigies del Che y de Mao, los Dao y el mismo Libro Rojo pasaban a la mercadotecnia como productos estrellas del vestir, el adorno y el menaje de las comunidades capitalistas, dando lugar héroes y acontecimientos de mayo a una bibliografía inundatoria…

Paul Hazard compendió insuperablemente el kairós del triunfo de una revolución intelectual. En una coyuntura precisa, el orbe cultural de la generación de los padres se desploma y es reemplazado súbitamente por el de los hijos

Pero la revolución no estaba por ello domesticada, conforme se evidenció con rapidez, en una sociedad en la que el cambio acelerado se imponía como una de sus claves. Los aspectos más positivos del rechazo o corrección de la deriva capitalista popularizados por las revueltas juveniles como, entre otros muchos, la igualdad de los sexos en el trabajo doméstico y en todo el estatus jurídico-laboral, la preocupación ecológica, la reluctancia frente a un exagerado maquinismo adquirieron carta de naturaleza en el ordenamiento de los Estados y en la praxis social. El retorno al campo desde la civilización del asfalto y la polución y, en general, la creciente exigencia de una mayor calidad de vida —en la que la planificación de la extensión de la familia adquiriera a las veces sitio preferente— reclutaron sin cesar adeptos en todos los estamentos, en especial, en los más favorecidos. Uno de los eslóganes más difundidos en el París sesentayochista —«Metro, boulot, dodo» apuntaba sin duda a la diana del mundo que sus protagonistas querían sustituir por una utopía roussoniana de la que los factores acabados de mencionar constituyeron sus logros más consolidados en la creación de una nueva atmósfera social, a la espera de que en el terreno educativo, el más decisivo tal vez en la búsqueda de una convivencia diferente, la semilla del 68 fructificase.

Cuando, en un corto plazo de tiempo, así sucediera, la herencia de una contestación revestida por una literatura de impregnación neorromántica con rasgos míticos entró a formar parte sustancial del occidente finisecular. Colegios, institutos y universidades se revelaron como el mejor caldo de cultivo de la ideología de una revuelta que tuvo significativamente como principales y casi exclusivos protagonistas al alumnado y profesorado de Francia, Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia, España… A menudo con respaldo de los organismos y entidades que anhelaba destruir, el pensamiento de la primavera del 68 anidó y creció en todo el universo educativo de los países capitalistas hasta el punto de informar de fond a comble desde entonces el cuadro de valores existenciales de las hornadas salidas de cualesquiera aulas, en especial, obvio es, de las humanísticas.

El ya citado Paul Hazard compendió insuperablemente el kairós del triunfo de una revolución intelectual. En una coyuntura precisa, el orbe cultural de la generación de los padres se desploma y es reemplazado súbitamente por el de los hijos. Bien se entiende que el proceso que conduce a tal desenlace es de ritmo más o menos rápido y de madurez más o menos lenta, aunque su desembocadura sea abrupta. Al normal choque de generaciones se unió en la tesitura aludida, según se recordaba líneas atrás, los vislumbres iniciales de la revolución de las tecnologías, así como el relevo de muchos dirigentes en la cúpula de varias naciones Franco, Tito, Mao, Caetano, Pompidou, Nixon, Nasser, Golda Meir, Brandt, etc—, que semejó apremiar en el ánimo de los epígonos del 68 la esperanza del advenimiento de una nueva Humanidad en la que se hiciera el amor y se desterrase a la guerra. Pues, ciertamente, en el pacifismo radical y la revolución de los hábitos en materia de sexo el espíritu sesentayochista quiso situar dos de sus más importantes rupturas con el pasado y una de sus señas de identidad más poderosas, según el paso del tiempo confirmaría.

José Manuel Cuenca Toribio (Sevilla, 1939) fue docente en las Universidades de Barcelona y Valencia (1966-1975), y, posteriormente, en la de Córdoba. Logró el Premio Nacional de Historia, colectivo, en 1981 e, individualmente, en 1982 por su libro "Andalucía. Historia de un pueblo". Es autor de libros tan notables como "Historia de la Segunda Guerra Mundial" (1989), "Historia General de Andalucía" (2005), "Teorías de Andalucía" (2009) y "Amada Cataluña. Reflexiones de un historiador" (2015), entre otros muchos.