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Antes de las vacaciones estivales, el Gobierno de la nación, apoyado en una de las resoluciones del XXXVII congreso del PSOE, anunció su pretensión de agilizar la posibilidad de facilitar el voto a los inmigrantes de cara a las elecciones locales de 2011. Para ello, de acuerdo con el reformado artículo 13 de nuestra Constitución, es menester que se suscriban tratados de reciprocidad con sus países de origen. Mientras, los inmigrantes, por mor de la última, y única, reforma constitucional, ya pueden votar en las elecciones locales.

Estamos en presencia, pues, de una cuestión eminentemente política que afecta a cuestiones tan básicas como las relativas al alcance de la inmigración misma, al sentido de la integración de los extranjeros en España, a la igualdad de derechos, al concepto mismo de ciudadanía, a las condiciones para el acceso a la nacionalidad o a los criterios para suscribir tratados de reciprocidad con diferentes países. Además, podemos preguntarnos las razones por las que el Gobierno ha elegido este momento para poner en marcha, con carácter general, el voto de los inmigrantes en las elecciones municipales.

Es verdad que España es un país de inmigrantes igual que en el pasado fue un país de emigrantes. Hoy, dada la escasa natalidad, la inmigración es necesaria desde el punto de vista laboral. Por tanto, histórica y culturalmente, estamos en unas razonables condiciones para comprender el alcance de la inmigración y exigir a los extranjeros que vienen a España, fundamentalmente a trabajar, la asunción de los valores culturales de nuestra tierra, sin perjuicio del mantenimiento de sus tradiciones en la medida en que no lesionen los principios del ordenamiento jurídico, especialmente en materia de libertades. Los inmigrantes trabajan entre nosotros, usan los servicios públicos y de interés general, cotizan a la Seguridad Social, tienen derecho a prestaciones sanitarias y pagan impuestos. No son españoles en sentido estricto, salvo que adquieran nuestra nacionalidad, pero viven aquí y aquí se desarrollan como personas. Es verdad que unos se integran mejor que otros y que llevan algún tiempo pidiendo, a través de diferentes ONG e instituciones sociales que trabajan en este sector, también el derecho al voto, y no sólo para elecciones locales, sino para todas las elecciones en las que se requiera el concurso de la opinión política de los ciudadanos españoles.

Entre los argumentos que se esgrimen para conceder este derecho a los inmigrantes no es menor el que señala que al ser personas que trabajan en España, que viven entre nosotros y que contribuyen al desarrollo de nuestro país, deben también expresar sus preferencias políticas pues el derecho al voto es, según la declaración de derechos de las Naciones Unidas, un derecho humano. Como los derechos humanos son, eso, humanos, corresponden a todas las personas con independencia del lugar de trabajo o de residencia. Por el contrario, la tesis reduccionista entiende que el derecho al voto sólo compete a los nacionales porque en las elecciones generales o locales se debaten proyectos políticos que deben ser decididos por los españoles. Es más, quienes se oponen a este derecho dicen que los extranjeros que vienen a España a trabajar un determinado periodo de tiempo y sólo buscan un certificado temporal de trabajo no están en condiciones idóneas para la participación electoral. En cambio, suelen matizar el tema, incluso quienes son contrarios a extender este derecho a los inmigrantes, en relación con aquellos extranjeros que vienen a España con el firme propósito de quedarse definitivamente entre nosotros.

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Existe otro argumento difícil de rebatir. Una vez que los extranjeros comunitarios disfrutan, constitucionalmente, del derecho de sufragio, activo y pasivo, en las elecciones locales, no se alcanza a comprender la razón de abrir un espacio de discriminación entre los inmigrantes comunitarios y los extracomunitarios. Si a unos se les concede ese derecho, ¿por qué no a los demás si realizan fundamentalmente las mismas tareas y tienen la misma posición jurídica general entre nosotros?

¿Por qué el Gobierno plantea esta cuestión en este momento? Sin duda que hay razones políticas y electorales que así lo aconsejan a las autoridades del partido socialista. De lo contrario, tengo serios reparos sobre si lanzaría una operación de este calado. Pongamos, pues, que esta medida beneficia electoralmente al PSOE. Por eso en este momento, en el que la crisis está perjudicando la expectativa electoral del partido que sostiene al Gobierno, es cuando definitivamente se lanza a la opinión pública el problema. Bien es verdad que muchos inmigrantes, dada la coyuntura económica, volverán a sus países de origen ante la pérdida inminente de sus puestos de trabajos. Por eso, la estimación que se ha publicado de que 1.300.000 podrían votar en los comicios locales de 2011, a día de hoy habría que descontarle un importante porcentaje.

El sistema establecido en la Constitución para hacer posible el derecho al voto de los extranjeros extracomunitarios se construye a partir, como presupuesto, de la suscripción por parte de España de acuerdos o tratados de reciprocidad. Es decir, podrán vota en España, en elecciones locales, los naturales de un país que, a la vez, permita votar a los españoles allí residentes en sus comicios. En este punto, delicado donde los haya, hemos de preguntarnos acerca de las razones para suscribir tratados con unos países y quizás no con otros. Evidentemente, donde no hay elecciones por no existir un sistema democrático, será imposible metafísicamente la reciprocidad. Sin embargo, donde si existan esquemas democráticos, entonces habrá que pedir al Gobierno que nos explique con todo lujo de detalles las razones por las cuales se seleccionan en un determinado orden las diferentes posibilidades. A nadie se le escapa, probablemente, dada la peculiar manera que tiene el partido en el gobierno de entender los asuntos públicos, de formalizar los tratados sólo con los extranjeros previamente beneficiados por algún tipo de prebenda o privilegio esperando lo que cabe esperar de tales actuaciones.

La plataforma Todos Iguales, Todos Ciudadanos, una de las más activas en pro del reconocimiento del derecho de voto a los inmigrantes al menos en las elecciones municipales, reclama este derecho a partir de una concepción de la ciudadanía que trae su causa, no de la nacionalidad, sino de la residencia. Según los promotores de esta filosofía, se trata de construir el proceso de la ciudadanía cívica, proceso que se inicia en el reconocimiento de que el residente, en la medida en que paga impuestos y contribuye con su trabajo y su condición de vecino, a la construcción de la comunidad política. Por ello, porque como los nacionales participan en esta tarea de contenido cívico, debe disponer de derecho a participar, al menos en el primer nivel de las elecciones municipales en la ciudad o pueblo de residencia. Según la propaganda de esta plataforma, es una incongruencia hablar de integración de los inmigrantes si al mismo tiempo se les niega el derecho de participación política. Este colectivo es contrario al modelo de acuerdos de reciprocidad a los que se refiere el artículo 13 de la Constitución porque limitarse a los convenios, dicen, supone dejar fuera de esta opción a un continente entero, África, con el que, dicen, es muy difícil suscribir convenios. Además, el sistema de convenios abriría espacios de discriminación entre inmigrantes de unos países y otros.

El sistema diseñado en la Constitución de 1978 para reconocer el derecho al voto en las elecciones locales a los inmigrantes extracomunitarios, montado sobre el esquema de la suscripción de acuerdos de reciprocidad deja un margen de discrecionalidad demasiado abierto al Gobierno para manejar el tema en los aledaños de la arbitrariedad. Ésta, como decía John Locke, es la ausencia de racionalidad. El Estado de derecho, en el que formalmente vivimos, reclama que las decisiones políticas estén presididas por la racionalidad. Evidentemente, si no explican convenientemente, y convincentemente, las razones acerca de los cuales se procede a suscribir un acuerdo de reciprocidad con un determinado país, volveremos a los peores hábitos de ejercicio sesgado, parcial y unilateral del poder que desde luego perviven entre nosotros, al menos en los últimos tiempos.

En otros países de Europa han atendido las reiteradas peticiones del Parlamento europeo para reconocer el derecho de sufragio activo y pasivo a todos los inmigrantes, sin excepción, bajo otras fórmulas. Irlanda, por ejemplo, reconoce este derecho para las elecciones municipales desde 1963 a todo extranjero mayor de edad que esté registrado como residente. En Bélgica, desde 2004 todos los inmigrantes pueden votar en elecciones locales, con independencia de la nacionalidad. Dinamarca también permite este derecho siempre que se acrediten tres años de residencia a los inmigrantes. Finlandia solicita dos años de residencia, Luxemburgo exige cinco, como Países Bajos. Incluso en la Francia de Sarkozy, el nuevo inquilino del Elíseo se ha comprometido a que los inmigrantes puedan votar en las elecciones municipales siempre que estén regularizados.

A la vista del panorama comparado, lo más razonable parece permitir que los inmigrantes puedan votar una vez que pase un tiempo determinado, que va desde los dos a los cinco años. De esta manera el derecho de los inmigrantes no depende de la voluntad política de un Gobierno que está por demostrar que maneja los asuntos del espacio público con criterios de racionalidad y equilibrio. Por eso, mientras tenemos el sistema que tenemos en el artículo 13 de la Constitución, manifiestamente mejorable, habrá que confiar en el buen hacer del embajador en misión especial que el Gobierno va a nombrar para la negociación de los correspondientes tratados de reciprocidad.

Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña. Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo