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Si algo ha quedado claro en el ya largo procedimiento de oferta pública de adquisición de acciones de Endesa por parte de Gas Natural es que el asunto va mucho más allá de una simple operación mercantil. Y el hecho de que, desde el Gobierno, se insista una y otra vez en que la operación no tiene componente político alguno sólo sirve para reforzar la idea de que lo cierto es justamente lo contrario. Y el tema es grave, no sólo porque este gobierno haya intervenido de forma abierta en la OPA, sino también porque, para ello, no ha dudado en utilizar en su propio interés instituciones de las que, en principio, debería esperarse un mínimo de neutralidad política; y el resultado de una parcialidad tan manifiesta no puede ser otro que la pérdida de credibilidad de tales organismos en un grado tal que difícilmente podrán recuperarla en mucho tiempo.


El pasado mes de noviembre conocimos el dictamen de la Comisión Nacional de la Energía sobre esta OPA; y a nadie sorprendió, desde luego, el hecho de que el informe de la Comisión fuera muy favorable a los intereses de Gas Natural, cuya estrategia en ningún momento ha dejado de apoyar el gobierno. Como tampoco extrañó que los votos a favor de este documento fueran los de los cuatro miembros nombrados por el PSOE y el del consejero nombrado a instancia de Convergencia y Unión. Estaba en el guión y habría sido realmente extraño que las cosas pudieran haber tomado un rumbo diferente.


No voy a profundizar en este artículo en los aspectos técnicos de esta OPA. Mi opinión como economista que ha dedicado bastante tiempo al estudio de problemas de organización industrial es que la desaparición de un operador en un mercado oligopolístico en el que existen fuertes barreras de entrada y serios problemas de apertura al exterior supone una seria amenaza para la competencia; y que las ventas propuestas por Gas Natural no constituyen un freno suficiente para evitar posibles abusos futuros de posición dominante. Pero poca duda cabe de que la cuestión es compleja y de que tanto Gas Natural como el consejo de administración de Endesa pueden presentar argumentos de peso a favor de sus particulares posiciones. Mi reflexión se dirige, en cambio, a un problema mucho más general, y de mayor calado, del cual las actitudes del gobierno español y de la Comisión Nacional de la Energía constituyen sólo una manifestación más. La cuestión relevante no es que un organismo público adopte, en un momento concreto, una decisión determinada, que favorezca o perjudique a una determinada empresa o grupo social. Lo grave es que sepamos con certeza que, en aquellos órganos cuyos miembros nombra el gobierno, no existe la menor posibilidad de que se adopte alguna decisión, del tipo que sea, que no haya sido dictada previamente por aquél. Por ello resulta increíble que, desde el Ministerio de Economía, se formularan en su día quejas por la actitud de quienes, desconfiando de los reguladores españoles, encontraban la única posibilidad de un análisis imparcial del caso en la Comisión Europea. El vicepresidente económico llegó incluso a considerar «lamentable» tal actitud. Pero lo lamentable no es que la gente piense y diga abiertamente que no cree en la supuesta imparcialidad de la Comisión Nacional de la Energía y de otras instituciones similares. Que estos organismos no actúan con independencia lo sabe el vicepresidente al igual que lo sabe todo el mundo. Así son las cosas y si se quiere encontrar una solución a un problema que considero muy grave no deberíamos tratar de ocultar la realidad con argumentos poco serios.


eddlorimagen1.jpgA principios de enero se hizo público el informe del Tribunal de Defensa de la Competencia sobre la OPA. En este caso el dictamen ha sido muy contrario a los intereses de Gas Natural, ya que en él se recomienda expresamente al gobierno que prohíba la operación por suponer ésta una grave amenaza a la competencia en el sector de la energía en nuestro país. Parece, por tanto, que, en este caso, el tribunal ha adoptado su decisión sin ceder a las presiones del ejecutivo. ¿Significa esto que estamos ante una institución realmente independiente, en cuya imparcialidad futura podemos confiar? No, por desgracia. La única diferencia entre la Comisión Nacional de la Energía y el Tribunal de Defensa de la Competencia es que, en este último, al gobierno todavía no le ha dado tiempo a nombrar un número suficiente de vocales como para alcanzar la mayoría. Y nadie duda de que, tan pronto como llegue el momento de sustituir a algunos de los vocales actuales, se nombrará a personas de fidelidad probada que voten en línea con las preferencias de quienes les dieron el cargo. Es sólo cuestión de tiempo. El hecho de que dos de los tres miembros del tribunal que votaron en contra del informe mayoritario fueran precisamente las dos únicas personas que este gobierno ha nombrado refleja, con bastante claridad, en qué situación nos encontramos y cuál va a ser la evolución futura de esta institución.


Y no se trata de criticar aquí a un gobierno o a un partido concreto. Sinceramente me gustaría poder hacerlo y pensar que lo que está ocurriendo es sólo un hecho excepcional y que las cosas cambiarán en el plazo de unos años. Pero no es así. Lo que está sucediendo demuestra que, tras casi tres décadas de democracia, nuestro país ha sido incapaz de crear instituciones que puedan actuar con un mínimo de independencia frente al partido que nombra a sus miembros. Y una prueba más de que nuestro sistema funciona muy mal en este aspecto es que todo el mundo da por supuesto que esto es inevitable y a nadie le extraña. Vivimos en una nación en la que la prensa, las emisoras de radio y los restantes medios de comunicación hablan de los miembros de las comisiones reguladoras, de los vocales de los consejos audiovisuales o de los magistrados del Tribunal Constitucional como de personas sujetas a la disciplina de partido, de quienes nadie espera otra cosa que el voto favorable a los intereses de quienes en su día les nombraron. Si algún miembro de estas instituciones tratara de actuar de forma realmente independiente sería considerado, seguramente, como un tipo excéntrico al que no habría que hacer demasiado caso. Y si hubiera un cambio de partido en el gobierno de la nación y éste se esforzara en conseguir que los organismos reguladores actuaran con verdadera autonomía, sería tachado de ingenuo y se le pronosticaría poco tiempo en el poder. ¿A quién se le ocurriría luchar por la independencia en las grandes instituciones del país, cuando sabido es que el partido que le sustituya en el gobierno va a hacer todo lo posible por utilizarlas en su propio beneficio?


Ya no se pretende siquiera disimular. Si, al menos, se tratara de aparentar que las cosas son de otra manera, no se nombraría a ex diputados para presidir, por ejemplo, el Tribunal de Defensa de la Competencia o la Comisión Nacional de la Energía. Si esto se hace, se debe, sin duda, a que la imparcialidad de tales organismos preocupa muy poco y que lo que se busca es situar en los puestos relevantes a personas que tengan reconocida fidelidad al poder en cada momento. Que el precio a pagar sea que los españoles cada vez crean menos en sus instituciones y que, para la gran mayoría de nuestros conciudadanos, es lo mismo presidir un órgano regulador supuestamente independiente que desempeñar un cargo en el gobierno no parece despertar preocupación alguna. Sinceramente, visto lo visto, ¿qué hemos ganado con el hecho de que, en el papel, no sea el gobierno el que tome de forma abierta determinadas decisiones y que sea un órgano falsamente imparcial quien lo haga? ¿Qué diferencia hay entre lo que está sucediendo en la actualidad y nuestro viejo sistema en el que el ministro o el director general de turno adoptaban las medidas que consideraban pertinentes sin mayores problemas?


Sé que la solución no es fácil, y por ello soy bastante pesimista. Lo que pudo haberse hecho en su momento con la colaboración de todos resulta hoy muy difícil, una vez que la práctica política se ha orientado por caminos tan poco recomendables y -lo que es aún más preocupante- una vez que casi todo el mundo considera normal, o al menos inevitable, que un gobierno pretenda aparecer como un árbitro imparcial tras haber saltado al campo con la camiseta de uno de los equipos que juegan el partido.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.