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El pasado otoño se han cumplido veinte años desde que el Senado, presidido  entonces por Antonio Fontán, recobró la posesión de su histórica sede en la madrileña plaza de la Marina Española, en lo que desde el siglo XVI hasta la revolución liberal había sido convento y colegio de doña María de Aragón. Desde la suspensión de las sesiones parlamentarias por causa del golpe de Estado del general Primo de Rivera, no había tenido asiento en el viejo palacio una asamblea representativa, aunque sus salones y galerías seguían recordando a la Restauración, cuando la llamada Cámara Alta rivalizaba en importancia con el Congreso. De ese momento quedaban y  quedan -buena prueba de ello ha podido  encontrarse en la reciente exposición sobre Cánovas y la Restauración, en el antiguo cuartel del Conde Duque de Madrid -la espléndida biblioteca y la colección de retratos y de pintura de historia, una de las más representativas y evocadoras de nuestro siglo XIX.

Al instalarse de nuevo en su marco histórico, el Senado constituyente, al igual que el  Congreso  de los Diputados, hizo valer sin  duda una clara voluntad de  continuidad con la tradición del constitucionalismo español, por encima de las rupturas y los cambios de régimen. La recuperación por la segunda Cámara, tras las elecciones generales de junio de 1977, de su asentamiento tradicional supuso también un simbólico gesto de clausura de la larga etapa de divisiones y  exclusiones que se abrió con la crisis y destrucción del sistema de la Restauración. Esa clausura la simbolizaron entonces tres figuras señeras del Senado: dos liberales, Justino de Azcárate y Joaquín Satrústegui (el  primero de origen republicano, el segundo monárquico) y un socialista, Ramón Rubial. Los tres habían asistido al enfrentamiento civil y los tres participaban de la actitud de concordia, de la voluntad de «paz, piedad y perdón», proclamada por  Azaña  ya en plena contienda y reafirmada por don Juan Carlos I desde los comienzos de su reinado.

Cuando van a cumplirse dos décadas de la aprobación de la Constitución, bueno es recordar que el verdadero consenso constitucional surgió precisamente de esa misma voluntad, sobre la base de la conciliación, en el marco del Estado de Derecho, de las ideas democrático-liberales y de muchos de los objetivos de la socialdemocracia, a la vez que se garantizaba la continuidad histórica de la nación española y se reconocía su intrínseca pluralidad histórica y cultural. Los principios constitucionales de soberanía nacional, primacía del interés general, solidaridad interterritorial y organización autonómica del Estado son expresión de todo ello.

No contribuye, por tanto, al mantenimiento del consenso constitucional de 1978 -por mucho que se apele de nuevo a él para justificarla-, la discusión ahora en marcha sobre el modelo de Estado, abierta por la propuesta de Elkarri sobre la Disposición Adicional primera de la Constitución, o por las recientes iniciativas del nacionalismo moderado catalán sobre la interpretación «confederalizante» de la Constitución, la «cosoberanía» o el concierto económico para Cataluña.

Estas propuestas -y sus mantenedores lo saben bien – implican una transformación radical del actual Estado autonómico. A veces se pretende olvidar que este Estado es resultado de un compromiso de fuerzas muy dispares: de un lado, las tendencias  políticas  de tradición centralista -ya provengan en su más remoto origen del moderantismo o del liberalismo progresista-,  de otro, los nacionalistas catalanes moderados, y en medio, los socialistas de estirpe federal. Este compromiso -muy difícil de alcanzar en su día, pues todas esas fuerzas tuvieron que ceder en gran medida se plasmó en los artículos 1º y 2° de la Constitución de 1978 e inspira el resto de su texto. Para servir a los propósitos de la Constitución, ese compromiso debe mantenerse sin alterar su significado, lo que sucede cuando se atiende únicamente al reconocimiento de la existencia de las nacionalidades y regiones y se soslaya la proclamación de la soberanía y unidad de la nación española, en la que aquéllas se integran.

Del compromiso de 1978 se derivan varias  consecuencias capitales: en primer lugar, que el poder constituyente y la soberanía nacional residen en el conjunto del pueblo español, concebido como la suma de todos los ciudadanos, y no de las Comunidades Autónomas, consideradas de forma separada; en segundo término, que las instituciones generales de la nación -el Estado en sentido estricto – deben mantener las competencias necesarias para asegurar, como ha señalado Manuel Jiménez de Parga en fechas recientes, la supremacía de la soberanía nacional, el interés general de España y la solidaridad interterritorial; por último, que en el ejercicio de sus competencias, el Estado ha de respetar la autonomía de las distintas Comunidades, tal y como viene establecida en los respectivos Estatutos de Autonomía, si bien aquélla ha de ser interpretada y conjugada con los anteriores principios constitucionales.

Ni la Unión Europea -a diferencia de lo sugerido hace poco tiempo por Jordi Solé Turani la interpretación del actual texto constitucional autorizan, a mi juicio, a moverse de este marco sin grave riesgo de ruptura del consenso constitucional de 1978. Resulta, no obstante, evidente que la evolución del sistema de partidos en el Estado autonómico ha sido muy distinta de lo que preveían los constituyentes. La posición de los llamados partidos «bisagra» está siendo progresivamente ocupada por los nacionalismos moderados, que tienden a la intensificación de los hechos diferenciales y a la ampliación de la autonomía de sus respectivas Comunidades Autónomas, por razón tanto de su ideología como de sus intereses electorales. Ello se hace en detrimento a la larga de los principios constitucionales inspiradores del conjunto del Estado autonómico, que exigen mantener de forma estable las competencias de las instituciones generales en las esferas legislativa, ejecutiva y financiera. Debe recordarse a este respecto que si el sistema autonómico ha funcionado hasta ahora sin provocar mayores desequilibrios territoriales, ha sido gracias a la acción de compensación llevada a cabo por la Administración  del Estado a través de sus recursos presupuestarios. No son, pues, las Comunidades Autónomas las que garantizan por su propia existencia el nivel de vida y desarrollo de los ciudadanos en los territorios menos favorecidos -en contra de lo que ha sostenido Solé Tura-, sino las transferencias hacia aquéllos de la Hacienda estatal, en virtud del principio constitucional de solidaridad interterritorial. Este principio admite, claro está, distintos grados de aplicación, en función de los cambiantes programas de Gobierno, pero no puede desaparecer sin más del horizonte ni primar a las Comunidades más ricas.

Cuando se habla, por tanto, del cierre del Estado autonómico -y al margen de la deseable reforma del Senado-, no se quiere decir otra cosa que la necesidad de mantener el marco competencial del Estado establecido sobre todo en el artículo 149 de la Constitución, sin pretender constantes reducciones del mismo por la vía, que siempre ha de ser considerada excepcional, del artículo 150, ni por las sucesivas revisiones del actual sistema de financiación autonómica.

Para garantizar el cumplimiento de la Constitución y evitar su progresiva desnaturalización, es preciso un reverdecimiento  del consenso de 1978 y, en especial, del pacto básico entre el centro derecha y el centro izquierda nacionales sobre el modelo de Estado, sostenido hasta ahora por una gran mayoría del electorado y sin el cual se vendría abajo el actual edificio constitucional. Con tal fin sería muy oportuno  introducir por la vía de los hechos una convención constitucional que permitiera asegurar el mantenimiento en el gobierno de la fuerza política más votada, que, salvo circunstancias excepcionales, debería en principio poder agotar la legislatura sin temor a coaliciones «negativas» contra ella en el Congreso por cuestiones autonómicas -como la que lamentablemente ha tenido lugar en el debate sobre las humanidades-. De  este modo, los nacionalistas moderados podrían seguir integrados en nuestro sistema político, y contribuir, si lo desearan, a la formación de las mayorías parlamentarias, pero los distintos gobiernos no dependerían forzosamente de sus votos para continuar en el poder, sobre todo cuando se trataran asuntos  concernientes  a la estructura del Estado o a las competencias y recursos de las instituciones generales. Como contrapartida lógica de esa convención, tendría que establecerse  de manera  pública un acuerdo autonómico completo entre los grandes partidos nacionales, que habría de permanecer a través de los cambios de gobierno y reflejarse en las sucesivas renovaciones del Tribunal Constitucional.

Naturalmente,  una situación de este tipo dependería, en definitiva, del resultado de las elecciones. Si los ciudadanos prefieren apoyar cada vez más con sus votos a los partidos nacionalistas deberían saber también que están inevitablemente erosionando -lo quieran o no-los cimientos del actual Estado y tendrían que calcular, en consecuencia, el coste de esta operación para todos. Por su parte, los partidos nacionales habrían de ser conscientes de los riesgos que presenta la permanente reivindicación autonómica frente al Estado para el mantenimiento de la estructura constitucional, y tender puentes entre ellos para fijar una posición común en este campo, marcando con claridad los que Andrés de Blas ha calificado con acierto como «límites del disenso político».

El tan denostado canovismo dio un dilatado periodo de estabilidad política y civilidad a España, pese a sus evidentes defectos en el terreno de la representación. Lo que podríamos llamar un neocanovismo sin tacha democrática sería precisamente esa convención constitucional entre el centroderecha y el centroizquierda nacionales, que respaldaría hoy una amplia  mayoría   de  los  ciudadanos -recordemos que, en todas las elecciones generales celebradas desde 1977, los dos partidos más votados han sumado conjuntamente más de cuatro quintas partes de los diputados-. Con ella el consenso constitucional adquiriría una verdadera continuidad, sin peligros de desvertebración estatal ni de crisis autonómica.

En la exposición Cánovas y la Restauración, pudo contemplarse el gran cuadro de Jover y Sorolla, colgado habitualmente en el salón de conferencias del palacio del Senado, que representa la jura de la Constitución de 1876 por la reina regente doña María Cristina: Cánovas recibe el juramento de la regente, mientras Sagasta encabeza el gobierno que acaba de constituirse por renuncia de aquél. Esta pintura es la imagen plástica del pacto político que sostuvo a la primera Restauración. Necesitamos un acuerdo semejante para la segunda, no lastrado ya por carencia alguna de representatividad de los grandes partidos nacionales.

Alfredo Pérez de Armiñán (Madrid, 1952). Letrado de las Cortes Generales y jurista especializado en la protección del Patrimonio Histórico. Ha sido director general de Bellas Artes del Ministerio de Cultura, gerente de la Fundación Caja Madrid y secretario general de la Fundación Colegio ­Libre de Eméritos Universitarios. Pertenece al patronato de diversas instituciones culturales. Académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 2014 fue nombrado Director General Adjunto para Cultura de la UNESCO.