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Tal como están las cosas en las primeras semanas de marzo, es más que probable que dentro de pocos meses las actuales Cortes Generales hayan aprobado el proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña que ahora se debate en la Comisión Constitucional del Congreso. Y que el texto final resultante se parezca como una gota de agua a otra al acuerdo extraparlamentario pactado por los jefes de los partidos socialista y «convergente».


Si esa razonable previsión pasa a ser «noticia», no será ciertamente una «buena noticia», ni para Cataluña, en primer lugar, ni para el resto de España o, más bien, para España.


Votarán a favor en ambas Cámaras los socialistas y comunistas y los nacionalistas de CIU; seguramente también los nacionalistas vascos y algún diputado suelto que siempre hay. Se sumarán a esa suficiente y precaria mayoría, quizá tapándose las narices y soltando por la boca algún exabrupto «para que no digan», los republicanos independentistas de las siglas ERC.


Pero desde el primer momento será un Estatuto claudicante. Ley orgánica de todo el Estado español tendrá en contra, antes de empezar a andar, a más del cuarenta por ciento de los electores nacionales y a un muy estimable —si no muy alto— número de los ciudadanos que habitualmente votan socialista en las otras Comunidades Autónomas, en algunas de los cuales su partido suele ser mayoritario. Si en una imaginaría e indemostrable operación aritmética se añaden a esos dos grandes bloques los catalanes que no quieren el nuevo Estatuto, o porque les parezca mal o porque prefieren lo que hay, el resultado sería que la nueva «constitución» de Cataluña estaría moralmente desaprobada por una amplísima mayoría de ciudadanos españoles.


España no se va a romper por eso. Su unidad viene de más de cinco siglos y su vocación nacional de casi dos milenios. En tiempos anteriores fue muy costosa de alcanzar y las gentes ilustradas, que son muchas, lo saben. Además, gracias a la todavía reciente democracia, esa unidad nacional está asegurada por las dos anclas que representan la Monarquía y la pertenencia a la Unión Europea.


Pero España no dejará de resquebrajarse con una Cataluña debilitada a nivel nacional, alejada del país de que forma parte y con una forzada tendencia a encerrarse en sí misma, mientras un conjunto de Comunidades y de ciudadanos españoles pueden empezar a mirar a Cataluña y a su pueblo como gente extraña o por lo menos rara. Nada ya de «ara decidirem» ni de «opas» desde allí. Esa entrañable parte de la nación española, con su cultura, su lengua y su economía que es Cataluña, será vista por muchos ciudadanos de este país como «cosa de ellos», como un asunto ajeno.


El proyecto de Estatuto, en su letra y en su inspiración, plantea varios problemas de tan difícil encaje constitucional que para los más hábiles y comprometidos juristas serán de imposible solución y que los más avisados y sofísticos parlamentarios no acertarán a explicar.


Lo primero que choca es el preámbulo que han aprobado entre la mayoría gubernamental y sus nuevos, y temporales, asociados de Convergencia. Será difícil a los investigadores de mañana encontrar precedentes de un texto preambular tan largo, tan premiosamente redactado, con tan manifiestas inexactitudes y tan salpicado de contradicciones. Parece que fue Ortega el que dijo alguna vez que la poesía consistía en eludir el nombre cotidiano de las cosas. Es algo que han conseguido, trabajosamente sin duda, los redactores de esas tres o cuatro páginas. Para no decir de una vez y claramente que Cataluña con esa ley se constituye en una «nación» se emplean palabras y frases que significan precisamente eso, más o menos enmascarado con las palabras «nacional» (tres veces repetida), «nacionalidad» e incluso la misma voz «nación» que para el consumo de los españoles de otras comunidades o regiones se quería evitar.


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Los preámbulos forman parte de las leyes igual que los prólogos de los libros. No son algo separado y distinto como el Nodo con las películas en el régimen anterior. En el sistema parlamentario español se debaten y se votan con los mismos trámites que los artículos de las leyes a las que enmarcan y sirven de introducción, como ya han hecho los ponentes de la Comisión Constitucional. Ciertamente los textos de un preámbulo, por su misma naturaleza y función, son más declarativos que imperativos. Pero esa es una condición que comparten, sobre todo en los códigos constitucionales, con los preceptos del que suele llamarse título preliminar o primero.


En los preámbulos se dice quién y con qué autoridad dicta o aprueba una norma y se marca el ámbito institucional y social, también territorial en su caso, a que afecta. El del actual proyecto estatutario dice que esta ley se fundamenta en la Constitución (se supone que en la de 1978), pero también en unos «derechos históricos» de tiempos de Pedro IV de Aragón que reinó en Aragón y Cataluña —además de otros territorios— durante más de cincuenta años en el siglo XIV. Añade que el Parlamento barcelonés ha definido a Cataluña como nación y que «la Constitución española, en su artículo segundo reconoce la realidad nacional de Cataluña como una nacionalidad». Pero eso no es cierto, porque en ese artículo segundo de la Constitución española no se menciona a Cataluña para nada. Y los «derechos históricos» allí y en otros lugares suelen ser una invención tan fantástica como imprecisa.


El preámbulo, pues, y la declaración de Cataluña como nación enfrentan innecesariamente estos primeros párrafos del Estatuto con el lugar de la Constitución en que se lee que ésta «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común etc». Pero el texto del proyecto no es inocente, porque en él se diseña el marco bilateral en que los nacionalistas, independentistas o no, quieren encuadrar las relaciones de «nación a nación» de la Generalidad con el Gobierno del Estado, con consecuencias en los campos de la cultura y de los dineros públicos. El actual proyecto tiende manifiestamente a conseguir que en la enseñanza pública y privada, desde el parvulario a la Universidad, el español se convierta en una segunda o tercera lengua (si la segunda en algunos centros o planes de estudio fuera el inglés). El conocimiento y la práctica del castellano en el mundo no saldrían sensiblemente disminuidos, por ser la primera lengua de más de cuatrocientos millones de personas en el mundo. Pero a Cataluña y a su cultura causaría daños de difícil reparación. Incluso a la industria editorial y hasta a la comunicación informática de los castellanoarlantes de Cataluña, que de hecho son todas las personas de allí.


Un sistema de financiación propio de Cataluña llevado a los extremos a que apuntan las competencias que el Estatuto conferiría al Parlamento catalán y a la Generalidad, podría distorsionar la unidad de mercado de España con posible y grave perjuicio de la economía catalana, que funciona con bancos e instituciones de crédito de todo el Estado y una rica y floreciente industria cuya primera y principal clientela está en todas las otras «regiones y nacionalidades» españolas que dice el artículo segundo de la Constitución.


El nuevo Estatuto una vez sancionado por las Cortes Generales ha de ser sometido a referéndum del electorado catalán. Desde el partido del Gobierno y sus satélites del tripartito y los «convergentes» parece que se aspira a que la votación popular refrendataria tenga lugar en junio. Mucho hay que correr para ello, pero es posible. Alguno de los más habladores ponentes socialistas de ahora apuntó a esa fecha delante del autor de este artículo en el pasado mes de octubre. Pero sea antes del verano o después le quedará poco tiempo a la legislatura catalana actual y no mucho más a la nacional de España para ponerlo en práctica.


El Estatuto de Cataluña no es el único y principal asunto que ocupa la atención de lo ciudadanos españoles, de los medios y de la opinión pública. Quizá estén por delante otros problemas, como la inmigración y el terrorismo, que son también cosas de estos días. Hay otras cuestiones de mayor trascendencia para el futuro nacional de España a corto y medio plazo. Son las que constituyen la nueva «revolución de terciopelo», que están poniendo por obra el Gobierno socialista y la dócil y corta mayoría parlamentaria de sus satélites republicanos de IU y de ERC que siempre les apoyan votando sus leyes sobre la familia —o contra ella—, sobre la educación y sobre la vida. Con los nada estridentes modos con que Havel y los suyos lograron implantar las libertades en su país, los gobernantes españoles de ahora parece que se han propuesto privar de ellas no sólo a los fumadores, sino al sistema escolar, a la intimidad de los hogares, a la naturaleza de la vida humana con esta especie de contravalores laicistas que se proponen implantar en la sociedad española.

Fundador de Nueva Revista