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La perspectiva de esta reflexión sobre la definición, potestades y modos de actuación del Rey es la de un jurista formado en la cultura europea del Estado de Derecho, que asume unos principios de Derecho Público comunes, aunque parezcan adquirir a primera vista formas distintas en el sistema continental y en el anglosajón1. La figura del Jefe del Estado siempre aparece rodeada del misterio que implica la aparición del símbolo, y ya en la práctica constitucional norteamericana se reconoce el ingente esfuerzo de imaginación constitucional que exige concebir al Jefe del Estado como órgano sujeto al Derecho. El aumento de conocimiento de los dos sistemas y la utilización de instrumentos de análisis comunes permite la comparación entre sistemas y concretamente entre regímenes presidencialistas y formas políticas como la Monarquía Parlamentaria, aunque existan diferencias fundamentales que determinan lo que podemos llamar «la oportunidad de la fisura».

El Derecho es esencialmente una forma. Sin embargo, no se trata de una forma abstracta, sino de una forma generada por la necesidad de resolver un problema, un tópico. En el caso de la norma constitucional, y desde 1789, tal problema lo constituyen la organización del poder y la tutela y protección de las libertades, sin que esos dos subconjuntos puedan considerarse esferas separadas. La aparición de órganos constitucionales como integrantes separados de un sistema político es la base de la Constitución Normativa.

La figura del Rey en la Constitución

Las anteriores reflexiones conducen ineludiblemente a la necesidad de precisar en cada momento la respuesta a dos preguntas: ¿para qué se recibe la figura del Rey en la Constitución normativa? ¿de qué medios dispone para llevar a cabo su función? Cualquier centro de poder institucional tiene que perseguir una finalidad, dentro de la -abstractamente concebida- «persecución y logro del interés general», y tiene que también estar dotado de unos medios, que, en el círculo de acotación de su esfera de poder, incluye la determinación de los intereses generales a los que sirve, la concreción de tales intereses en precisas competencias y la atribución de las correspondientes potestades.

Cualquier propuesta de entendimiento de la Corona como institución debe partir de la respuesta a ese «para qué» y a ese otro «mediante qué medios». La comprensión del tejido de competencias únicamente adquiere sentido en el contexto del cumplimiento de las finalidades que recomiendan hacer al Jefe del Estado órgano del poder del mismo y centro de imputación de su propia voluntad. Y ello es así desde la única visión posible desde 1978: la visión normativa de la Constitución, esto es, el carácter vinculante de sus normas y la conciencia plena, de que, más o menos rígidas, las normas jurídicas que incorporan la figura a la Constitución tienen validez y eficacia en términos iguales a otra norma jurídica.

La incorporación a la Constitución de normas relativas a un Jefe del Estado-Rey se rige por el Derecho. En este caso, el Rey no está desligado del Derecho, sino sujeto a él, conforme a los principios generales del Derecho público que al día de la fecha son Derecho común del poder. Precisamente por eso, la forma política de la Monarquía Parlamentaria hace del Rey-Jefe del Estado un órgano constitucional que tiene deberes, ejercita potestades y se relaciona con arreglo al Derecho con los demás órganos constitucionales. Su incorporación a la Constitución no es un precipitado histórico, sino una elección funcional, que de este modo debe co-constituir, junto con los demás órganos, el Estado a que se refiere, promover en su  dominio los valores superiores de su ordenamiento jurídico y garantizar, igualmente, en su terreno, las distintas situaciones de protección de la convivencia organizada.

El título II no es un prodigio de técnica, pero sí contiene un conjunto aproximadamente completo de cuestiones: definición de la magistratura, atribución de potestades y organización de su forma de expresión. El orden sucesorio cierra el círculo, al eliminar la incertidumbre  del crucial modo de proveer el cargo, respetando el ejercicio de los poderes en nombre del Rey incluso en aquellos casos de minoría de edad o inhabilitación. Tal título aborda, por tanto, la definición, las funciones y el modo de actuación.

De acuerdo con el artículo 56 de la Constitución, el Rey es el titular subjetivo de un órgano constitucional unipersonal, con una base de personificación hereditaria y en absoluto diferente de otros órganos a la hora de estructurarse como tal. Los artículos 56 y siguientes de la Constitución definen sus súper-competencias, atribuyéndole potestades y deberes y regulando la imputación formal de su voluntad al Estado en conexión con los restantes órganos de poder.

£1 refrendo Real

Empezando por la forma de expresión de sus actos y de los requisitos para su validez, su actuación se constituye y desarrolla con el apoyo necesario del refrendo ministerial como técnica de integración necesaria de una voluntad que, por sí sola, no otorga validez a sus propios actos. Sin embargo, el necesario acompañamiento de la actuación jurídica del Rey por los actos de refrendo no impone una visión convencional de los mismos a modo de contrafirmas que acompañan a un documento escrito y suscrito. La posición del refrendante puede ser expresa y tácita o implícita. En todo caso, el imprescindible refrendo no anula las competencias originarias y de atribución que la Constitución atribuye al Jefe del Estado, ni las convierte en algo totalmente y siempre ligado a la iniciativa, deliberación o contenido del órgano que propone.

Bien es cierto que las grandes competencias-potestades (arbitrar, moderar, representar), que se delimitan en la Constitución puede decirse que están vinculadas. Pero por ello la potestad regia no se convierte en nominal, sino que se sujeta a la Ley con arreglo a la técnica del carácter reglado de la misma. Esta es la clave de bóveda de la forma política de la Monarquía Parlamentaria, de la trasformación de potestades omnímodas ejercidas en propio interés en potestades regladas ejercidas siempre en interés de la Comunidad y como funciones de obligado ejercicio. En este punto, el acto de refrendo no convierte a la potestad o competencia en nominal, ficticia o irreal ni al acto refrendado en acto debido, pues la Constitución no distingue entre actos libres voluntarios y actos mecánicos a los que faltaría la esencia de la acción, al decir del Derecho Penal.

En los actos jurídicos típicos formalizados documentalmente, el Rey actúa con la integración del refrendo y lo hace con un grado de extensión variable en cuanto a los elementos de autonomía en la potestad. Nos explicamos: en el caso de la expedición de Decretos, nombramientos predeterminados por otros órganos y promulgación  y sanción de las Leyes, tal potestad es nula en cuanto al control del contenido, y, está limitada al control de la apariencia formal del acto y de la regularidad del procedimiento; pues, por ejemplo, se obliga y está facultado para sancionar Leyes y expedir Decretos, no normas o actos que manifiestamente y a simple vista carezcan de la apariencia de tales -al provenir de una sola Cámara o al no ser acordados en Consejo de Ministros o, en el caso de un nombramiento, al comprobarse a primera vista que no es realizada la propuesta por el órgano que tiene atribuida la elección-. (Por ejemplo, se somete a firma la propuesta de nombramiento por el Gobierno de un Magistrado del Tribunal Constitucional cuando debe ser propuesto por el Senado). No existe en estos casos el derecho de veto ni el derecho de examen, aunque no se excluye explícitamente el ejercicio de una comunicación materialmente suspensiva (y que respete el lapso ordinario o consuetudinario para la obligada firma) al órgano u órganos constitucionales determinantes del contenido cuando la irregularidad puede provocar perjuicios irreparables en virtud de la entrada en vigor de la norma. Ello sería una facultad no excluida, carente de eficacia alguna invalidatoria y siempre sometida a la decisión inapelable del órgano deliberante, sin perjuicio de que, en esa situación -como en el caso de un acto que el Jefe del Estado considere que, igualmente de modo manifiesto y obvio, es constitutivo de un delito- la actitud cerrada y tajante por parte del órgano de propuesta podría únicamente generar una renuncia del Rey al oficio antes de verse envuelto en la irregularidad de la decisión. El caso-límite típico citado en último lugar se concretaría, por ejemplo, en una Ley o norma inferior de cesión ilimitada y completa de poderes soberanos sobre todo el territorio nacional o parte de él a una potencia extranjera o a cualquier otra entidad distinta del Estado. Nadie puede obligar al Jefe del Estado a actuar debidamente cuando se advierte que no concurre la mínima apariencia, o cuando se plantea claramente y a simple vista la tipicidad penal de la propuesta. Y, si no es atendida su advertencia, nadie puede impedirle que prefiera ceder los poderes, advirtiendo con tan grave decisión del peligro de la medida y cumpliendo finalmente con su papel constitucional.

Más cerca del otro extremo del par reglado-discrecional, la aludida autonomía se expande al extenderse la potestad a la propuesta de un candidato a la Presidencia del Gobierno, o al generar el propio contenido del acto: por ejemplo, la concesión de un título nobiliario de propia iniciativa.

Complementariamente, el Rey no se vincula a un refrendo escrito en los actos no estrictamente jurídicos, como la potestad implícita reconocida por una convención constitucional de dirigir mensajes a la Nación. El refrendo puede tornarse en apoyo implícito, consistiendo en el silencio del Gobierno o incluso en algunos casos en tal silencio acompañado de la -dogmáticamente llamada- «confirmación». No hay en estos casos contrafirma, rastro escrito de la asunción de responsabilidad, pero sigue habiendo actividad refrendada y vinculada a la Constitución y a las Leyes.

En ambos casos, el de actuaciones formalizadas mediante actos documentados (sean de su iniciativa o de la del órgano deliberante), y el de actuaciones materiales, la potestad existe y la Constitución la considera tan imprescindible como la del órgano que refrenda. El acto refrendado y el acto refrendante son libres e incoercibles, aunque el refrendo exterioriza el poderoso principio de oportunidad en la dirección política del Gobierno, y el acto regio una regla general de ejercicio estrictamente reglado de una potestad y la excepción de la oportunidad o discrecionalidad que supone el ejercicio de una típica operación arbitral como la propuesta de candidato al Congreso. En todo caso, la potestad se actualiza mediante un ejercicio singular de la misma en el marco de la presunción de legalidad de la actuación jurídico-pública del Rey, rindiendo tributo a la forma superior de la Monarquía Parlamentaria. Cuando actúa en el ejercicio de sus competencias constitucionales, como actor público y no como ciudadano privado, la validez de sus actos depende del refrendo, pero también depende de su propia libertad.

Competencias del Rey

Abandonando el terreno de la forma de actuación, analicemos las competencias. Si nos fijamos atentamente, las potestades y deberes del Rey se sitúan en un punto de equilibrio entre los órganos de poder. Y las potestades concretas (ex artículo 62) son derivación de potestades-marco de carácter fiduciario, irrenunciables como tales, ejercitables, por tanto, en el interés del Estado y del ciudadano. Nos referimos a arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las Instituciones, y a asumir la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales.

Obsérvese que las potestades de arbitraje, moderación y representación se sitúan en el pórtico del título n, estando precedidas por una definición exacta y precisa: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». La cláusula de atribución de funciones, necesariamente expresa, está después de lo dicho, y el deber de guardar y hacer guardar la Constitución se sitúa en un artículo eminentemente formal. Por tanto, las concretas funciones del artículo 62 se diferencian de los poderes delimitados en el artículo 56 como supercompetencias integradoras del programa marco de la actuación esencial imprescindible del Jefe del Estado, aquella respecto de la que el constituyente es tajante a la hora de fundar lo que antes llamábamos el para qué esencial del órgano.

Examinemos la relación entre las llamadas supercompetencias y los poderes concretos. La función de representación internacional genera potestades estrictamente vinculadas y ajenas en principios al objetivo de equilibrio, poderes en los que el órgano deliberante de termina el contenido del acto jurídico (acreditación de embajadores, manifestación del consentimiento del Estado, declaración de guerra). Al lado, la potestad de arbitraje y moderación es ejercida centralmente en la propuesta del candidato a Presidente del Gobierno o mediante los actos materiales de comunicación con los órganos constitucionales y la recepción de información sobre los asuntos de Estado.

¿Qué ocurre con el controvertido tema del mando supremo de las Fuerzas Armadas? Pues, sencillamente, que no debe ser controvertido. La inexistencia de excepción en el punto relativo al mando supremo de las fuerzas armadas impone siempre el refrendo en el marco de la distinción mando eminente-mando efectivo, correspondiendo este último al Presidente del Gobierno y al Gobierno, sin que ello excluya que en situaciones especialmente comprometidas se hayan instrumentado -con plena corrección constitucional- órdenes directas con un refrendo implícito y confirmado al desaparecer las circunstancias impeditivas de la libre actuación del Gobierno.

Volviendo a la cláusula de arbitraje y moderación del funcionamiento regular de las instituciones, carecería de sentido si fuera estrictamente nominal, aunque su efectividad debe subordinarse, en el día a día de la actuación regia, a la Constitución y las Leyes. Por eso, tan inexacto y equivocado es concebir el arbitraje como atribución de competencias para dirimir conflictos, como disolverlo en la práctica de una charla o en la adjudicación de un consejo. A esta finalidad arbitral y equilibradora debe responder cada átomo de la utilización de los poderes, sirviendo así para aquello que justifica plenamente el contenido funcional moderno de la Monarquía Parlamentaria: la situación jurídica de un actor constitucional neutral, ajeno a la lucha partidista, capaz de mantenerse intacto en su «auctoritas» incluso en momentos de cierta tribulación nacional. En el sistema moderno de partidos la figura del Presidente de la República replica normalmente la estructura de poder de los mismos y, aunque sea directamente elegido, se mantiene ontológicamente dentro de los bordes del juego político del poder. La Jefatura del Estado en la Monarquía Parlamentaria reequilibra, desde la neutralidad y efectividad simultáneas, el ejercicio del poder con los espacios de libertad que en cada caso determina la norma constitucional.

Reinar y gobernar

La funcionalidad del órgano es mucho más importante que su historia, aunque ésta sirva como fuente normativa del orden sucesorio y explique algo definido como el símbolo de la unidad, expresión conceptual de la otra gran componente, que, junto con la función de equilibrio, justifican la oportunidad de la figura: la reducción de los elementos potencialmente destructores y desintegradores en la organización estatal, la atenuación de la confrontación, el instante de serenidad en la vida del Estado.

El tejido normativo estatal busca ascender peldaños de racionalidad desde la garantía de la supervivencia. La Jefatura del Estado en la forma de Monarquía Parlamentaria no es indispensable «a priori», pero sí está funcionalmente recomendada por el Constituyente. Lo que no puede hacerse es aceptar la figura como una divagación retórica de la Constitución, como un residuo complaciente de una autoridad pretérita y tolerada. Una cosa es la sujeción a refrendo y el carácter estrictamente limitado de la acción del Rey, tanto en la iniciativa como en el control del procedimiento y del contenido, y otra cosa diferente es constituir las potestades del Rey a base de enunciados vacíos, traídos en ocasiones por los pelos de unas premisas sobre cuya base existirían en la Constitución normas efectivas junto a normas inefectivas.

El orden jurídico fundamental de una sociedad contemporánea se funda en una norma hipotética previa que es ejecutada por la norma de normas, e -indirectamente- por los órganos constitucionales. Para la unidad y equilibrio de ese ordenamiento y para la necesaria armonización de los valores superiores deben ejercitarse las potestades, y con tal finalidad se atribuye al Rey la singular competencia arbitral. En ese esfuerzo de la razón por descubrir y combatir las sinrazones y oscuridades del poder como fenómeno, su utilidad es la gran justificación actual de la Monarquía. La construcción de la Monarquía Parlamentaria tiene una elegancia formal que no es sin embargo su justificación ni le otorga su sentido, como tampoco lo hace solamente su existencia en la Historia de la comunidad nacional. Lo que hace de la forma política de la Monarquía Parlamentaria un diseño basado en la necesidad histórica es precisamente su utilidad como instancia, como punto limitado de reducción de disfunciones en el funcionamiento de unas voluntades públicas que están fraccionadas desde el alumbramiento del principio de la división de poderes. No es poco. Tal posición concreta efectivamente en ella el símbolo de la unidad nacional. Ni la elegancia de la fórmula ni la noble procedencia histórica la justifican tanto como la impasible y tranquila integración de su actividad en la libertad y la unidad del proyecto de convivencia. En este sentido, a las alturas de 1995, el Rey no puede ni debe gobernar, pero sí puede y debe reinar.

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1) Cultura jurídica común donde se analizan con el método de la Dogmática cuestiones jurídicas concretas para dar soluciones jurídicas también concretas. Es extraña a esta mentalidad la curiosidad ontológica sobre el ser de la Monarquía o la estéril polémica sobre las formas estatales, que acaba por convertirse en una logomaquia sobre el artículo 1.3 de la Constitución que habría hecho las delicias de la Reina en el juego de Alicia en el País de las Maravillas, mucho más si -de forma paradójica- se concluye afirmando la existencia de una función política del Rey sin ningún apoyo constitucional y que parece residuo histórico directo del decisionismo o de una lectura en clave de la Monarquía Constitucional en sentido técnico. Tampoco encaja con tal método un análisis descriptivo o simbólico que, sin perjuicio de que reconozcamos sin ninguna duda la crucial importancia del órgano constitucional Gobierno, parece provocar en algún grupo de profesores una confusión entre la importancia de la función de gobierno y una presunta superioridad competencial que arrasaría o reduciría a nada la competencia originaria de otros órganos: están a la vista los excesos a que puede llevar tal interpretación.

LETRADO DE LAS CORTES GENERALES