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Con este título en alemán [Was heisst akademisch?] publicaba Josef Pieper en 1952 un interesante libro de apenas un centenar de páginas, que aparecería en España en 1962 con otros tres textos en un volumen bajo el título genérico El ocio y la vida intelectual (Rialp, Madrid, 340 págs.). En 1964 Pieper encabezaría la segunda edición ligeramente ampliada de aquella obra con una jugosa cita del Oxford Dictionary: «Academic: […] Not leading to a decision; unpractical». Han pasado más de cincuenta años y a lo largo de estas décadas ha habido serios intentos de transformar lo académico desde su raíz; sin embargo, para muchos aquella cuarta acepción del diccionario oxoniense quizá sigue siendo válida hoy.

Hay un cierto consenso general de que asistimos a un declive de la universidad en el mundo occidental, a una pérdida de su importancia como conformadora de la sociedad y proliferan las dudas acerca de la relevancia de la institución universitaria para la investigación científica e incluso de su efectiva eficacia docente. Tiende a echarse la culpa de este proceso a la progresiva mercantilización del espacio académico, al papel creciente de los gestores y gerentes en el gobierno de las universidades y a la expansión de las enseñanzas online. Sin embargo, para mí la raíz de ese descarrío se encuentra principalmente en la pérdida del sentido del trabajo de tantos profesores, transformados muchas veces —parafraseando a Weber— en funcionarios sin alma o burócratas sin corazón.

LOS VERDADEROS ACADÉMICOS

La clave para una revalorización de lo académico se encuentra en comprender que quienes nos dedicamos a la enseñanza superior enseñamos a ser mejores, esto es, a desarrollar un estilo de vida mejor, más razonable; aspiramos a vivir —y a enseñar a vivir— de acuerdo con unos principios de los que somos capaces de dar razón. Como decía Mary Ann Glendon, profesora de Harvard, cuando agradecía el doctorado honoris causa que le había sido conferido en mi universidad: «Podemos dar razones de las posiciones morales que mantenemos». Quienes se empeñan en enseñar esto son los auténticos maestros, los verdaderos académicos en la mejor tradición de la Academia de Platón. El ámbito académico impregna nuestra vida de un hondo sentido vocacional, de un genuino empeño por el perfeccionamiento personal, que queremos compartir con los demás y que es verdaderamente lo que la sociedad necesita y espera de nosotros. Los profesores hemos de estar persuadidos de que tenemos algo valioso que ofrecer a nuestros alumnos, algo que no pueden aprender en los más prestigiosos bufetes o en las empresas más competitivas por mucho dinero que puedan ganar allí.

Tradicionalmente suele dividirse el espacio académico en tres ámbitos: la docencia, la investigación —que hoy se interpreta en términos meramente cuantitativos, de publicaciones en revistas de impacto— y la asistencia, el servicio o la gestión universitaria. En mi breve presentación en estas páginas pretendo abordar tres actitudes básicas que conforman lo académico en su raíz y que han de impregnar la actividad académica en esos tres ámbitos para que esta dé sus mejores frutos: 1º) el amor a la libertad y su lógica consecuencia que es el pluralismo; 2º) el amor a la verdad que mueve a los académicos y se nutre de la experiencia efectiva del crecimiento de la ciencia; y 3º) la cordialidad o amable convivencia dentro de la universidad.

Como es bien sabido, la Constitución española de 1978 reconoce en su artículo 20, c) «la libertad de cátedra», y en el artículo 27, 10 «la autonomía de las Universidades en los términos que la ley establezca». Verdaderamente es importante este marco legal para entender la universidad como un espacio genuino de libertad, de la libertad propia y de la libertad de los demás. El antiguo rector de la Universidad del País Vasco, Pello Salaburu, escribía hace unos meses en su blog a propósito del debate en las universidades norteamericanas sobre los límites a la libertad de expresión: «No puede haber una buena universidad, al menos tal como yo concibo el papel de estas instituciones en el siglo XXI, si en ese ámbito se pone en tela de juicio la libertad personal de los universitarios. No existe buena universidad sin libertad. Si no se permite, en particular, la libertad académica y la libertad de expresión».

El monopolio del espacio universitario por parte de «lo políticamente correcto» es un atentado contra el auténtico espíritu de libertad académica anclado —me gusta verlo así— en la disputatio medieval. Para los viejos maestros todas las opiniones formuladas con seriedad merecían ser escuchadas y discutidas, pues de cada una de ellas había algo que podíamos aprender. Como pone el poeta Salinas en boca del labriego castellano: «Todo lo sabemos entre todos».

No hay una única razón universal como pensaron los ilustrados, que solían escribirla con mayúscula inicial en señal de respeto. Los problemas con los que nos enfrentamos tienen facetas, distintas caras, y hay maneras diversas de pensar acerca de ellos. La teorización que los seres humanos hemos desarrollado a partir de nuestras experiencias es del todo multifacética, es una razón plural (Cf. Jorge V. Arregui, La pluralidad de la razón, Síntesis, Madrid, 2004). Defender la pluralidad de la razón no significa afirmar que todas las opiniones son verdaderas —lo que además resultaría contradictorio—, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema, reflejan de ordinario diferentes puntos de vista. No hay una única descripción verdadera, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales, que incluso a veces pueden ser complementarios, aunque a primera vista quizá pudieran parecer incompatibles.

PERCEPCIONES DE LA REALIDAD

La pluralidad de opiniones no es una triste consecuencia de la limitación de la razón humana, sino que más bien es consecuencia de nuestra libertad personal y de la gran diversidad de la experiencia humana. No solo las sucesivas generaciones perciben la realidad de manera distinta, sino que incluso cada uno a lo largo de su vida va evolucionando en sus opiniones. Además, quienes viven en áreas geográficas distintas y en el seno de tradiciones culturales diversas acumulan unas experiencias vitales sensiblemente diferentes. Los seres humanos somos distintos y eso es un tesoro para todos, en particular en el ámbito académico. Quienes defendemos el pluralismo amamos la libertad personal y pensamos que esa pluralidad es enriquecedora.

La defensa del pluralismo no implica una renuncia a la verdad o su subordinación a un perspectivismo culturalista. Al contrario, el pluralismo estriba no solo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay —en expresión de Stanley Cavell— maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro. Nuestras teorías, como los artefactos que fabricamos, son construidas por nosotros, pero ello no significa que sean arbitrarias o que no puedan ser mejores o peores. Al contrario, el que nuestras teorías sean creaciones humanas significa que pueden —¡deben!— ser reemplazadas, corregidas y mejoradas conforme descubramos versiones mejores o más refinadas. ¡A eso precisamente nos dedicamos en la universidad!

Esta defensa de la libertad en el espacio académico y de su necesaria expresión plural es consustancial al pensamiento. Podemos decir con rotundidad que sin libertad no hay pensamiento y sin pensamiento no hay libertad.

LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

Hace muchos años tuve ocasión de acudir a Uppsala para un congreso de lógica. Me impresionó un lema grabado en letras doradas sobre el dintel de mármol de la puerta del aula magna, que decía así: «Tanka Fritt är Stort, Tanka Rätt är Storre». Se trata de un aforismo del filósofo sueco Thomas Thorild (1759-1808) que puede traducirse como «Pensar con libertad es bueno, pero pensar correctamente es todavía mejor». Quienes somos optimistas acerca del uso de la razón humana evitamos contraponer libertad y verdad, pues estamos persuadidos —con Charles S. Peirce y tantos otros filósofos de la ciencia— de que la libertad humana está inclinada a la verdad: «La esencia de la verdad —indicará Peirce— se encuentra en su resistencia a ser ignorada» (CP 2.139, 1902).

El tema de la verdad es una cuestión enrevesada, en la que se entrecruzan buena parte de los puzles y debates que atraviesan la filosofía, la ciencia y la cultura de nuestro tiempo. Nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un escepticismo generalizado acerca de los valores y un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó el poeta Campoamor con su «nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira» (Obras poéticas completas, Aguilar, Madrid, 1972, p. 148).

La ciencia no es simple experimentación y recolección de datos, sino que sobre todo es interpretación de esos datos y de esas experiencias. El progreso científico estriba en el hallazgo de interpretaciones nuevas que amplíen nuestra comprensión. Tanto en las ciencias naturales como en las humanidades, la selección de qué interpretación en un campo de trabajo específico es mejor no depende ni del capricho personal, ni de la voluntad de los poderosos, ni siquiera del consenso de la comunidad de investigación, sino que, a la larga, depende esencialmente de la intrínseca verdad de tal interpretación y por tanto de su capacidad, intrínseca también, de persuadir a la humana razón.

Frente al escepticismo posmoderno, la defensa de la capacidad de la razón humana para progresar en la investigación de la verdad —ciertamente con titubeos y rodeos— está anclada en la experiencia histórica del efectivo crecimiento del árbol del saber a lo largo de sus diversas ramas. La verdad es primordialmente aquello que los seres humanos anhelamos y buscamos. La verdad buscada es la verdad objetiva, es decir, la verdad objeto de los afanes compartidos en el espacio y en el tiempo de cuantos dedican su vida y su trabajo a saber y a generar nuevos conocimientos: esto no se refiere solo a las ciencias naturales, sino también —y quizá sobre todo— a las más profundas aspiraciones de los hombres por comprender el misterio que envuelve sus vidas.

Los académicos que empeñamos nuestras vidas en saber no lo hacemos por afán de poder ni mucho menos por obtener unas patentes o escribir unos libros que nos hagan millonarios, sino que lo que nos mueve realmente es el saber mismo: nuestras vidas están animadas por el deseo de averiguar la verdad, por el «impulso —en palabras de C. S. Peirce (CP 1.44, c. 1896)— de penetrar en la razón de las cosas». Como escribió Leonardo Polo, es la verdad la que encarga la tarea al pensar. La inteligencia se pone en marcha para ver si puede articular un discurso que esté de acuerdo con la verdad (Introducción a la filosofía, Ediciones Universidad de Navarra, 1995, p. 2).

Los académicos aspiramos a vivir de acuerdo con la verdad, con la mejor verdad alcanzada. Con Hilary Putnam —y con una gran tradición de pensadores antes que él— me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar, son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175). Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuyamos personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes, construyendo sobre los esfuerzos de quienes nos precedieron llegamos a ver más lejos y con más nitidez que ellos.

LA CORDIALIDAD ACADÉMICA

Me encantó leer hace algún tiempo el libro de Ken Bain Lo que hacen los mejores profesores universitarios, publicado por la Universitat de Valencia (2006). Aunque el libro esté centrado en la vida académica norteamericana —que es una realidad bastante distinta de la nuestra—, su lectura puede ayudar mucho a los profesores universitarios de nuestro país que quieran aprender de las experiencias de sus mejores colegas norteamericanos. El rasgo más característico de los mejores profesores universitarios es que están interesados por encima de todo en que sus alumnos realmente aprendan y para lograrlo están dispuestos a cambiar sus métodos, sus actitudes y todo lo que sea preciso. «Buscamos personas —explicaba Bain al principio de su libro— que sí pueden conseguir peras de lo que otros consideran que son olmos, personas que ayudan constantemente a sus estudiantes a llegar más lejos de lo que los demás esperan» (p. 18).

Ya Plutarco en su Ars Audiendi advirtió que educar no es llenar un vaso, sino más bien encender un fuego (Cf. Juan Luis Lorda, La vida intelectual en la Universidad, Ediciones Universidad de Navarra, 2016, p. 32 n.). Los mejores profesores son siempre encendedores del afán de aprender de sus estudiantes. «Los mejores educadores pensaban en su docencia como algo capaz de animar y ayudar a los estudiantes a aprender» (p. 62). Los buenos profesores no se plantean solo los resultados en su asignatura, sino que la cuestión decisiva para ellos es siempre la de «¿qué podemos hacer en el aula para ayudar a que los estudiantes aprendan fuera de ella?» (p. 65). Están realmente interesados en el crecimiento personal de sus estudiantes y en qué pueden hacer ellos para lograr ayudarles en ese proceso.

Me llamó la atención que los mejores profesores «tienden a tratar a sus estudiantes con lo que sencillamente podría calificarse como amabilidad» (p. 30), «escuchan a sus estudiantes» (p. 53) y «evitan el lenguaje de las exigencias y utilizan en su lugar el vocabulario de las expectativas. Invitan en lugar de ordenar» (p. 48). Los mejores profesores, a fin de cuentas, son aquellos que quieren a sus estudiantes, quieren que crezcan y ponen al servicio de ese objetivo toda su ciencia y todos sus afanes. Sin duda alguna, la cordialidad es un elemento central para la calidad de la vida académica. Esa cordialidad ha de expresarse en la colaboración afectuosa de unos profesores con otros, en el trabajo en equipo, en el aprendizaje cooperativo y en tantos otros aspectos que hacen tan amable la vida universitaria y el trato entre profesores y alumnos.

La penosa imagen de la universidad decimonónica atravesada por guerras sin cuartel entre profesores de diversas tendencias o escuelas debe dar paso en el siglo XXI a una universidad abierta y plural, en la que el trabajo en equipo, la efectiva colaboración interdepartamental e interdisciplinar sea la tónica dominante habitual. Trabajar en colaboración no significa uniformidad, sino que supone amor a la libertad y entusiasmo por el pluralismo.

En su reciente visita a la Universidad Roma Tre en febrero del 2017, el papa Francisco, después de atender las preguntas de cuatro estudiantes, dejó a un lado el discurso que traía preparado e improvisó unas palabras. Según la crónica de prensa, Francisco se refirió a las llamadas «universidades de élite», en las que no se enseña a dialogar, sino que enseñan ideologías: «Te enseñan una línea ideológica y te preparan para ser un agente de esa ideología. Eso no es una universidad», explicó el papa. En este sentido, destacaba el papel de la universidad para el desarrollo de una cultura del diálogo: «La universidad es el lugar donde se aprende a dialogar, porque dialogar es lo propio de la universidad. Una universidad donde se va a clase, se escucha al profesor y luego se vuelve a casa, eso no es una universidad. En la universidad debe desarrollarse una artesanía del diálogo».

Esta afirmación, de tanta raigambre en la tradición universitaria, traía a mi memoria aquello de John Henry Newman en The Idea of a University de que el crecimiento personal tiene que estar enraizado en un espacio comunitario en el que el intercambio de «bienes espirituales entre estudiantes y profesores» no solo resulte posible, sino que se promueva positivamente. Para Newman, durante los años universitarios resulta esencial el trato afectuoso e inteligente de profesores y alumnos, la conversación cordial y la convivencia libre entre los estudiantes de forma que puedan aprender unos de otros y se ensanchen así su mente y su corazón en favor de la humanidad.

CONCLUSIÓN: LA UNIVERSIDAD DEL SIGLO XXI

Tal como expresó Robert Bellah, lo decisivo para la construcción de una comunidad son los «hábitos del corazón», capaces de superar el aislamiento individualista mediante el compromiso personal de unos con otros. La vida académica necesita desarrollar unos hábitos comunitarios anclados en el amor a la libertad, la búsqueda compartida de la verdad, el respeto mutuo, la escucha inteligente y la colaboración personal.

En las páginas finales de ¿Qué es lo académico?, Josef Pieper describía las figuras contrapuestas del funcionario y del sofista —quizás hoy diríamos el charlatán— como extremos opuestos a la esencia de lo académico, por negación utilitarista en el primer caso y por afirmación excesiva en el segundo. Se trata de dos lamentables deformaciones personales que podemos encontrar todavía en las universidades de nuestro país.

La universidad del siglo XXI tiene que ser mucho más que la yuxtaposición enfrentada de sus diversos estamentos: profesores, estudiantes y personal de administración y de servicios. Se ha de lograr entre todos la construcción de una efectiva comunidad en la que cada uno ponga lo suyo individual al servicio del proyecto común, en la que cada uno se esfuerce por colaborar en la medida de sus posibilidades en la misión universitaria compartida, en la búsqueda de la verdad, en la capacitación de las nuevas generaciones, en la conformación de una sociedad en la que la libertad, la verdad y el amor sean las coordenadas decisivas de la convivencia. Esto es lo genuinamente académico y ahí radica su decisiva utilidad, denostada por la cuarta acepción del venerable diccionario oxoniense.


Más lecturas sobre Qué es lo académico:

Josef Pieper: ¿Qué es lo académico?

Javier Aranguren: ¿Qué es lo académico según Josef Pieper?

Profesor de Filosofía en la UNAV. Director del Grupo de Estudios Peirceranos