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En la Capitanía general de Venezuela, donde se encendería la mecha del movimiento nacionalista hispanoamericano, la tensión entre los aristócratas criollos y la Corona, enfrentados por el monopolio que esta última había impuesto al comercio, hubiera podido ser pretexto para un movimiento emancipatorio en el sentido de la Revolución norteamericana. Pero, al menos en principio, no tuvieron los habitantes de la América española que lanzarse a la conquista de la soberanía: los sucesos de 1808 se encargaron de ponérsela entre las manos. El 15 de julio de aquel año, a la una de la tarde, un Andrés Bello todavía veinteañero se presentaba en el gabinete del capitán general de Caracas (la máxima autoridad de Venezuela, siempre ejercida por un peninsular) y encontraba a un militar francés, de apellido Lamanon, que había llegado la noche anterior en el bergantín Serpent. Bello, funcionario al servicio del gobierno local, venía para hacer de traductor de las noticias sobrevenidas con aquel forastero, y cuyo conocimiento había anticipado ya el gobernador de Cumaná, que en un correo expreso había remitido a Caracas, a primeros de mes, algunos números del Times de Londres. Tales noticias no eran otras que las de los sucesos de Bayona. Lamanon, el francés, traía despachos del Consejo de Indias que instaban al reconocimiento de José Bonaparte como nuevo rey, y de Murat como lugarteniente general.

El episodio, que terminó en un acceso de llanto por parte del capitán general, fue seguido por un completo desconcierto sobre las medidas que era prudente tomar. Aunque las autoridades procuraron guardar el secreto, la noticia no tardó en correr por las calles, pues el propio emisario, en la posada en la que estaba alojado, se encargó de leer en voz alta un periódico de Bayona que daba razón de todo, provocando de inmediato reacciones airadas que acabaron en protestas callejeras a favor de Fernando VII. Tanta fue la violencia de la indignación popular, que el propio Bello fue a recomendar a Lamanon que se pusiese a salvo.

Impuesta de modo tan confuso la autoridad de una potencia invasora, se dio, paralelamente, otro suceso desconcertante: la fragata inglesa Acasta fondeó en el mismo puerto, a tan solo media legua del Serpent. Venía con aquel barco el mensaje del almirante Colingwood, jefe de la flota estacionada en Cádiz, dando razón a las autoridades coloniales españolas del fin de la guerra entre España y la Gran Bretaña, y exhortando a la alianza contra el común enemigo francés. El capitán de la Acasta, de apellido Beaver, tuvo también su entrevista con el capitán general de Caracas. En el puerto, mientras tanto, la nave inglesa bombardeaba a la francesa y la hacía prisionera.

Sin saberse, entonces, a quién habían de obedecer las provincias americanas, la formación de Juntas revolucionarias en la Península no hizo más que aumentar la confusión. Los propios patriotas españoles sufrían la rivalidad que aquellos cuerpos mantenían entre sí, y las pretensiones de la Junta de Sevilla, autodenominada Junta Suprema de España y las Indias, no dejaban claros, en ninguna de las dos orillas, los títulos en que se fundaban. Aunque el nacimiento de la Junta Central supuso un esfuerzo de cohesión, y aunque por cuenta suya se reconoció a los territorios americanos como parte esencial de la Monarquía (en enero de 1809), la política volcada hacia Ultramar no tuvo los efectos deseados. Fue en esta etapa, paradójicamente, a la vez que en España iba cobrando fuerza la idea de reunir unas Cortes nacionales, cuando Hispanoamérica perdió la fe en cualquier forma efectiva de participación en la nación española: los representantes que la Central convocó en el Nuevo Mundo se eligieron mediante procedimientos erráticos, que fueron de inmediato impugnados por los criollos. De excluidos pasaron los americanos a sentirse engañados, y cuando en efecto se produjo la llamada a Cortes, en mayo, cundía el escepticismo y en cambio hervía ya el deseo, por parte de los patricios locales, de tomar ellos mismos las riendas del mando.

Se desarrollaron, pues, en paralelo, el proyecto constituyente gaditano y el criollo de autogobierno, que dio su primer fruto cuando los caraqueños depusieron al capitán general y organizaron una Junta el 19 de abril de 1810, justo al día siguiente de conocerse que la Central había dado paso, en España, a una Regencia de aún más dudosa legitimidad. Aquel movimiento, que fue pronto imitado en otras ciudades (en mayo en Buenos Aires; en julio en Bogotá; en agosto en Quito; en septiembre en Querétaro…), se declaró apegado al principio pactista y adoptó el planteamiento de una «reasunción de la soberanía», toda vez que faltaba el monarca; no se proponía otra cosa, por lo tanto, que guardar los derechos de este último hasta que estuviese de nuevo en condiciones de ejercerlos personalmente. Pero el ejemplo de las revoluciones norteamericana y francesa pesaba demasiado, y la seducción de derivar en Asamblea Constituyente resultó irresistible. Venezuela se proclamó independiente el 5 de julio de 1811, y en diciembre del mismo año se dio una Constitución —la primera del mundo hispánico— por la que se convertía en una república federal.

En cierto modo, esta primera Constitución de la América hispana surgía como antítesis de la de Cádiz, y está claro que fue el modelo norteamericano el que la inclinó al federalismo (un rasgo que luego fustigaría Bolívar como fuente de disolución y de debilidad). Sin embargo, el trabajo de las Cortes gaditanas fue conocido por los constituyentes de Caracas a través de publicaciones como El Español, de José María Blanco White, en cuyas entregas se adelantaron disposiciones que no dejaría de imitar el Congreso venezolano: el sistema electoral en segundo grado, por ejemplo, o la adopción de la religión católica con exclusión de todas las demás. Proximidad de espíritu, esta, en la que se descubre un propósito común a los patriotas hispanoamericanos y a los peninsulares: conjurar el extremismo revolucionario, que para los españoles tenía la cara de la Convención francesa y para los criollos la de la revuelta de esclavos haitiana. En efecto, la rebelión en la colonia de Saint-Domingue había llevado al antiguo esclavo Dessalines a proclamarse emperador de una nación negra, apuntalando un poder despótico sobre el principio recogido en el artículo 12 de la Constitución que promulgó en 1805: «Ningún blanco, cualquiera sea su nación, pondrá un pie en este territorio con el título de amo o de propietario, y de ahora en adelante no podrá adquirir aquí ninguna propiedad».

Las élites criollas se avinieron a la condición republicana llenas de cautela para evitar la subversión del statu quo. Un dato curioso es que, conculcando la monarquía y lo que ella representaba, copiaron sin embargo a los gaditanos en atribuir al Congreso el tratamiento de Majestad, que aquí no correspondía ya a los guardianes de un trono vacante, sino a la representación de una república de hombres iguales: tal hizo la Constitución caraqueña de 1811, y la de Apatzigán en el 14. Este mélange institucional, ligado sin duda al ideal del gobierno mixto (con su intento de equilibrar principios aristocráticos y democráticos), apuntaba a una moderación que pudo mantenerse durante el tiempo que tardó en dispararse el primer tiro. No fue más lo que alcanzaron a resistir las «patrias bobas»: para las oligarquías locales, sueños de una civilidad que sólo a ellas correspondía administrar; para los desheredados del orden colonial, todo un alarde de gatopardismo avant la lettre; para la metrópoli, traición que no podía menos que provocar una reacción armada.

La Regencia autorizó la guerra contra los patriotas caraqueños, que se vieron obligados, bajo el estado de emergencia, a dejar aparcado su invento constitucional y a instituir una dictadura militar. Paradoja, sin embargo, fue que buscando experiencia en el mando de ejércitos confiaron el cargo de generalísimo, precisamente, al más civilista de sus compatriotas: el ya entonces anciano Francisco de Miranda. Por más que había sido mariscal de la Revolución francesa, era este el hombre que soñaba desde su juventud con un modelo de Constitución parlamentaria, a la inglesa, para un inmensa república que había de comprender toda la América hispana, y que se articularía aplicando los principios del federalismo al viejo esquema de los cabildos de la Monarquía, de modo de construir una democracia continental según el dispositivo de pouvoirs intermédiares previsto por Montesquieu. Lo que debía defender ahora Miranda, desde la dictadura comisarial, era bien distinto: no la soñada Colombia (como había querido llamar, en honor del descubridor, al inmenso país de sus proyectos), sino una ciudad cercada, en manos de una oligarquía leguleya y que, para más inri, resultó devastada por el terremoto del 26 de marzo de 1812, que confinó al gobierno a una tienda de campaña. En defensa de semejante panorama, la opción era improvisar tropas para embarcarse en un conflicto que, mucho más que una guerra de liberación, tenía toda la traza de una contienda civil: del lado español luchaban las provincias venezolanas que habían permanecido leales a la Corona, y los indios y los mulatos que preferían que el poder de los amos tuviese por encima a la autoridad del rey. Un dato casi desconocido es que, justo por los días del terremoto, llegó a Venezuela una exhortación firmada por el regente Ignacio Rodríguez de Rivas, un funcionario de Hacienda, nativo de Caracas, que en la España revolucionaria había sido elevado al órgano colegiado del poder ejecutivo, y que en la Imprenta Real de Cádiz hizo poner en letras de molde la advertencia con que pensaba atajar la secesión de sus paisanos: «… celosos de vuestros derechos —rezaba el manifiesto—, afianzados los tenéis en la liberal y benéfica Constitución que las Cortes acaban de sancionar. Obra inmortal de los representantes de todos los puntos de las Españas europea y americana, de los de vuestra misma provincia, ratificando la perfecta igualdad de los españoles de la Península y de Ultramar, asegura a todos los derechos de ciudadanos y hombres libres, y fundando el gobierno sobre los principios inalterables de la justicia y de la equidad, consolida para siempre el edificio de la prosperidad nacional».

No se sabe cuánto pesó esta admonición sobre Miranda para entregar la república a su adversario, aunque sí parece probado que las armas caraqueñas habrían podido defenderla sobre unas fuerzas españolas mucho más preocupadas por combatir a Napoleón en la Península. Haberse rendido le costó a Miranda que sus subordinados (entre los que se contaba Simón Bolívar) le considerasen un traidor y lo pusiesen en manos de Monteverde, el jefe militar realista, que no respetó los términos amistosos de la capitulación y que se negó a implantar la Constitución gaditana, pues era partidario de tratar al pueblo rebelde por «la ley de la conquista». Desde el camino de mazmorras que lo condujo a su última presión, Miranda denunció esta arbitrariedad y exigió a las autoridades de Cádiz «que se observe y ejecute la nueva Constitución española, ya promulgada y jurada, en toda Venezuela».

La derrota que había sufrido Miranda a manos de Monteverde fue semejante a la que padeció en México el patriota Miguel Hidalgo, que en julio de 1811 fue fusilado en Chihuahua por orden del brigadier castellano Félix María Calleja. Un segundo de Hidalgo, el también cura José María Morelos, logró rehacer la ofensiva desde Acapulco en 1813, mientras Simón Bolívar hacía lo propio en la Nueva Granada y, con tropas de aquella tierra, invadía Venezuela y la ganaba de nuevo para la causa independentista. Hidalgo convocó en Chilpancingo un Congreso constituyente que se instaló en septiembre, y donde expuso el programa llamado Sentimientos de la Nación, que sirvió de guía en la redacción del texto constitucional. Este, que se promulgo en octubre de 1814, cuando ya en España La Pepa había sucumbido a la restauración absolutista, evocaba de nuevo los principios de la carta española, aunque proclamaba la independencia de «la América mexicana».

Pero las armas realistas se llevarían por delante a Morelos y a la efímera Constitución de Apatzigán. No había de ser aquel momento de leyes, sino de batallas. Tal fue la convicción que inspiró a Bolívar cuando lanzó como rayo del cielo su proclama de «guerra a muerte»: América estaba en revolución. Sin embargo, una vez que la emanciparon, tras años de sangre y fuego, sus líderes se vieron en la necesidad de construir las instituciones, establecer el imperio de la ley y conjurar la anarquía. Y por entonces, cuando los libertadores hubieron cambiado el caballo por la silla de gobierno, La Pepa volvía a reinar en España por obra de Riego. Lo notable del caso es que aquel texto, que tan corto se quedaba en 1812 para colmar los deseos de la emancipación americana, resultó ahora, en los años del Trienio, excesivamente liberal para los césares democráticos del Nuevo Mundo, empeñados en tutelar las libertades nacionales con su puño de hierro, a la manera napoleónica. El caso más emblemático fue el de Iturbide, que, declarando a Fernando VII rehén de los doceañistas, quiso ponerlo al frente de una monarquía mexicana según el programa conservador de las «tres garantías»: independencia, religión católica y unión o concordia entre criollos y europeos. Al fin sería el propio caudillo el que ciñese la corona, pero su aventura imperial terminó en el paredón de fusilamiento. Bolívar lo tomó como una lección, y la ley fundamental que diseñó para la república bautizada en honor suyo, Bolivia, volvió los ojos a la Constitución francesa del año VIII, que sin llegar a proclamar el Imperio había cimentado el poder del primer cónsul. Verdad es que tampoco triunfaría este modelo, diseñado por el Libertador para extenderse a todos los territorios emancipados por su espada: tras su muerte, las repúblicas desgajadas del proyecto bolivariano se inclinarían de nuevo por el liberalismo civilista, ya más emparentado con el doctrinarismo que con el tiempo de las primeras revoluciones. Pero el estilo de Bolívar dejaría una huella indeleble: el presidencialismo fuerte, característico de Hispanoamérica aunque comparemos fenómenos tan dispares como las décadas del PRI en México, la Cuba de Fidel o la Colombia de Álvaro Uribe.