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“¿Por qué nos odian?” Ésta fue la pregunta que muchos norteamericanos se hicieron tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001: un estado de shock psicológico que incluía un interrogante de tintes existenciales. El propio George W. Bush, dirigiéndose a los congresistas y la nación unos días más tarde, aventuró una respuesta: nos odian porque odian las libertades de las que disfrutamos. Seguramente no podía decirse otra cosa en aquel momento de angustia nacional, a pesar de las voces que desde la izquierda intelectual norteamericana advertían sobre la oscura lógica implícita en cualquier agresión postcolonial. De hecho, nuevos motivos para el odio ajeno fueron producidos en los años siguientes, desde Abu Ghraib a Guantánamo, mientras Estados Unidos se mantenía–a salvo de algunas excepciones menores–eficazmente libre de nuevos atentados terroristas en su territorio. Sin embargo, el eco de esa pregunta terrible no se ha desvanecido. Ha sido el presidente Obama, a lo largo de una presidencia ya declinante, quien ha tratado de darle respuesta. Una respuesta original y desacostumbrada que acaso sea, o terminará por ser, el más interesante aspecto de su legado.

Si bien se piensa, pocas veces un presidente habrá querido pasar a la historia proponiendo una nueva forma de concebir la historia nacional. Menos aún si el país en cuestión es una superpotencia que no ha padecido –como sucediera a Alemania o Japón tras la II Guerra Mundial–una derrota militar que le obligue a hacer semejante ejercicio autoexploratorio. En una época marcada por el retorno de esos fenómenos cíclicas que son el nacionalismo y el populismo, coincidentes a menudo pero refractarios a una simple identificación, su posición resulta especialmente valiosa. Se trata de un ensayo de redefinición de la categoría “historia nacional”, pero no desde el punto de vista académico, donde ciertamente fue deconstruida hace tiempo, sino desde un poder político soberano cuya legitimidad se ha venido asentando en gran medida en una leyenda épica nacional.

Tras el desprestigio moderno de las viejas religiones monoteístas, esa leyenda ha hecho las veces, conforme a la feliz expresión de José Álvarez Junco, de un “dios útil”.

Obama ha intentado dar forma a una América postimperial que no renuncia al uso de su poder, pero presenta a éste como una instancia reflexiva y falible. Algo que, como era de esperar, sus críticos presentan como una humillación debilitadora. Es un camino inverso al seguido por Alemania, que después de protagonizar el más espectacular Götterdämmerung imaginable de la mano del apoteosis bélico hitleriano, se adentró por una senda expiatoria que sólo últimamente se ha visto complicada por el hecho indiscutible de una primacía económica que demanda el condigno ejercicio del poder político.

Su reciente visita a Argentina, donde reconoció que Estados Unidos no estuvo a la altura de sus valores y anunció la apertura de los archivos de la CIA, es sólo la última muestra de una política de memoria sostenida a lo largo de su entera presidencia. Ante Europa, el mundo musulmán, o los países latinoamericanos, Obama ha reconocido que su país se ha mostrado a menudo arrogante y desdeñoso, que ha cometido errores y ha distado de ser perfecto, que ha tratado de imponer sus propias condiciones, que ha traicionado sus más nobles principios. En un discurso pronunciado ante el Parlamento de Turquía el 6 de abril de 2009, Obama explicitó sus ideas acerca de la difícil relación de las democracias con el pasado:

Otro problema al que se enfrentan todas las democracias según tratan de avanzar hacia el futuro es cómo tratar con el pasado. Estados Unidos todavía está trabajando sobre algunos de los periodos más oscuros de su propia historia. (…) Nuestro país todavía sufre con el legado de la esclavitud y la segregación, con el trato dispensado a los nativos americanos. La empresa humana es por definición imperfecta. La historia es a menudo trágica, pero no está cerrada y puede convertirse en una carga pesada. Cada país debe trabajar con su propio pasado. Y abordarlo puede ayudarnos a lograr un futuro mejor

Subyace a este relato postimperial, pero no exactamente posthegemónico, una idea clave: que la relación de las democracias con el pasado es difícil precisamente porque son democracias. Allí donde se ejercitan los valores liberales relacionados con la crítica y el disenso, emergen puntos de vista que resquebrajan la unanimidad del orden psiconacional preexistente: identidades postergadas, grupos que demandan reconocimiento, episodios tergiversados o mitificados. Es así imposible que una democracia mantenga una relación pacífica con su pasado, si bien al mismo tiempo es indispensable que se preserve la adhesión a la democracia misma. Esto último no debería ser especialmente difícil si recordamos que sólo una democracia hace posible la problematización de sí misma: obsérvese bajo qué manto de silencio tiene lugar estos días el quincuagésimo aniversario de la espeluznante Revolución Cultural maoísta. Dicho de otro modo, la elaboración del propio pasado nacional debe separarse del juicio sobre el régimen democrático que contemporáneamente lo lleva a cabo, a fin de que las sustancias tóxicas que puedan liberarse en ese proceso -agravios que desembocan en resentimiento-no vengan a contaminarlo.

Consciente de que un discurso así no puede venderse a la opinión pública realmente existente como una cuestión de mera justicia, Obama ha incorporado dos consideraciones pragmáticas al mismo. En primer lugar, la idea de que traicionar los propios principios -incluyendo esa forma de traición que supone ocultar los errores para salvaguardar la propia integridad- termina por debilitar a una democracia en el largo plazo. No sólo porque compromete su seguridad al crear razones nuevas, o nuevos pretextos, para la agresión del subalterno, sea real o imaginario; también porque la mala conciencia de quien intenta engañarse a sí mismo termina por salir abruptamente a la superficie. ¿No puede apreciarse algo de esto en la política de la memoria que muy dificultosamente empieza a bosquejarse en el País Vasco? En segundo término, la constatación de que los errores son la consecuencia lógica de la acción: sólo se equivoca quien se atreve a actuar. O sea: hacerlo mal es privilegio de quien hace algo. Se trata de una obviedad que olvidan con frecuencia los críticos del poder norteamericano, entre ellos esa Europa que ha tenido que recurrir a la Realpolitik -el acuerdo con Turquía- para resolver su crisis de los refugiados. Es corolario de lo anterior que el reconocimiento de los errores de una democracia constituye una forma de aprendizaje. Algo que queda muy lejos de aquella definición de la soberanía como “poder perpetuo, ilimitado e indivisible de una República” propuesta por Jean Bodin en los albores del Estado Moderno. Que un poder soberano problematice su propia historia sin que nadie le obligue a ello es un singular hito de la razon ilustrada, que demuestra a través de estos destellos su vigencia a despecho de toda deconstrucción. O, más exactamente, gracias al diálogo que entabla con sus deconstrucciones.

El colonizador europeo del siglo XIX predicó su humanismo ilustrado al colonizado, al mismo tiempo que lo negaba en la práctica

Obama y sus ghost writers parecen suscribir la afirmación del historiador postcolonial Dipesh Chakrabarty: “El colonizador europeo del siglo XIX predicó su humanismo ilustrado al colonizado, al mismo tiempo que lo negaba en la práctica”. Esa oscura historia de dominación que no sólo Joseph Conrad, por cierto ha sabido plasmar literariamente. Prueben con el Thomas Pynchon de Mason y Dixon, los dos agrimensores que conocen el colonialismo europeo en la Sudáfrica británica antes de trazar la famosa línea que lleva su nombre en Estados Unidos:

“’Allí donde nos han enviado -el Cabo de Buena Esperanza, Santa Elena, América-, ¿cuál es el elemento común a todos ellos?’ ‘Largos viajes por mar’, replica Mason, pestañeando de puro cansancio, ya crónico. ‘¿Había algo más?’ ‘Esclavos. Todos los días en el Cabo, teníamos la esclavitud delante -también en Santa Elena, y aquí ahora, en otra colonia, mientras trazamos una línea entre los esclavistas y sus pagadores, como si estuviésemos condenados a reecontrarnos a lo largo del mundo con este secreto público, este núcleo vergonzante…’”

Aludir a la literatura no es caprichoso: si hablamos del relato histórico como arena de conflicto, la cultura suele estar ya ahí cuando llega la política. Sólo en los últimos años y en Estados Unidos, Doce años de esclavitud y Los odiosos ocho han indagado, en el interior de la cultura de masas, en algunos de los traumas a los que se refería Obama en su discurso en Ankara. Incluso Kanye West hizo de Black Slaves un hit improbable a la vista de su alto contenido político. Pero esas voces llevan ya mucho tiempo presentes en la cultura norteamericana, ya sea en los libros de un William Faulkner obsesionado por la culpa moral del Sur o el western revisionista que vive su apogeo en las décadas de los 60 y los 70.

Estas representaciones históricas a través de la ficción tienen, huelga decirlo, su correlato académico: una legión de historiadores alternativos que llevan décadas indagando en los intersticios de la historia oficial. Aunque es tal el desprestigio de ésta en una cultura -la nuestra- donde la sospecha es norma, que su tarea corre el riesgo de volverse redundante. Para el crítico literario Harold Bloom, sus practicantes forman una “escuela del resentimiento”, en alusión a un tipo de crítica que sirve a la vez como denuncia y como exorcismo, en una mezcla indisoluble de iluminación moral y victimismo presentista. Porque una cosa es reescribir la historia para incorporar a ella el trágico punto de vista de sus víctimas -grupos subalternos desplazados a los márgenes- y otra proyectar sobre ese pasado valores que sólo ahora han alcanzado una saludable vigencia. Por otro lado, como señala J. H. Hexter, la historia social inspirada por la metodología marxista, pionera a la hora de mirar la historia “desde abajo”, ha sido testigo de cómo las mayores catástrofes de finales del siglo XX han sido protagonizadas por sociedades de inspiración marxista. Aunque tampoco debemos olvidar que Fray Bartolomé de las Casas escribe siglos antes que cualquier marxista.

Será el tiempo quien diga si el intento de Obama por reescribir la historia norteamericana, dando forma a un relato nacional que sustituye la épica tradicional por la reflexividad democrática, conoce alguna forma de continuidad o desaparece bajo el peso de las inercias simbólicas propias de unos grupos humanos acostumbrados a pensarse a sí mismos a lo grande. Su intento es, en todo caso, saludable: el esfuerzo por empujar al Estado soberano hacia una madurez que reconoce la inevitable complejidad de las empresas colectivas y el peso que sobre ellas ejerce su pasado. Dada la conexión afectiva existente entre las representaciones históricas y la identidad grupal, una política de la memoria basada en el reconocimiento–no siempre apologético–y el rechazo del nativismo puede ayudar a manejar los traumas heredados y atenuar los venideros. Se trata de una estrategia arriesgada, vulnerable al ataque de los defensores de una identidad agresiva que no deja espacio para las letanías del subalterno: ya se trate de los populismos internos (Trump en Estados Unidos, Le Pen u Orban en Europa) o de las potencias externas (de Rusia a China). Pero es un riesgo que merece la pena correr si queremos disponer de representaciones, conceptos y símbolos que se correspondan con las realidades del nuevo siglo.

Dispongan veinte salvas en honor del presidente saliente.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).