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No ha habido una sola etapa pacífica en la gestación de Silencio, la última película de Scorsese. Parece que una paradójica maldición ha rodeado el film para que, aunque siempre pareciera irse al traste, acabara estrenándose en diciembre de 2016. Baste decir, por ejemplo, que se trata de un proyecto paralizado durante años por un proceso judicial. La acogida de la crítica ha sido, por decirlo en lenguaje taurino, de pitos y palmas. En estas líneas nos referiremos a la “particular” recepción que desde el mundo católico se la ha dispensado[1]. Y todo ello a propósito de la tan compleja relación entre narración y fe o, por decirlo de forma más solemne, entre arte y cristianismo. No se trata de descubrir una nueva perspectiva sino de recordar, con el trasfondo de esta película, algunas ideas que ya otros muchos han repetido y que no pretenden zanjar el debate sino, si acaso, enriquecerlo.

Silencio, como es sabido, consiste en una adaptación de la novela que, con el mismo título, Sushaku Endo había publicado en 1966. A los efectos de estas líneas no es preciso hacer distinciones especiales entre novela y película por cuanto la historia que se narra en ambas es similar en sus puntos más delicados y por cuanto -según se verá- aquí se hará alusión fundamentalmente a las líneas maestras de su contenido.

El contexto de la narración es el de la primera evangelización de Japón, que tuvo lugar entre la segunda mitad del siglo XVI, hasta bien entrado el XVII. Recuérdese que el catolicismo llegó a esta isla, al igual que a otras regiones asiáticas, de la mano de varias órdenes religiosas, con la Compañía de Jesús en posición relevante. Japón, dicho simplificadoramente, era un territorio budista y el mensaje de liberación del cristianismo pronto tuvo buena acogida, sobre todo entre los segmentos más pobres. Esa razonable hospitalidad permitió incluso el establecimiento de una cierta estructura eclesial. Pero unos años después los gobernantes entendieron que la nueva fe era una forma de ocupación y que erosionaba su unidad política, de manera que la prohibieron radicalmente. A la negativa de muchos a volver a su antigua religión le sucedió una persecución que dejó centenares de mártires y, con ellos, unas de las páginas más negras de este país.

Estamos acostumbrados -y es un patrimonio impresionante- a leer historias análogas de persecución y martirio en otras épocas y geografías. Aun hoy es imposible acercarse con indiferencia a las de Simeón Bar Sabé, Marta, Apiano, Edesio, Saturnino, Marino, Fructuoso y tantos otros. Pero frente a los ejemplos de fe de los mártires, en esta película se retrata el de la duda y la traición de los padres Ferreira y Rodrigues, dos de los últimos jesuitas del Japón. Ambos optaron por renegar, aceptar el budismo y adoptar un nombre, una familia y las costumbres de esa cultura. Al menos en su cara externa. Y aunque el retrato íntimo de los caracteres que aparecen en la película -el drama interior de esos dos padres- es el resultado de una invención, la apostasía de Ferreira es histórica (aquí puede leerse, en inglés, qué hay de cierto en ella), no así la de Rodrigues, personaje inventado. Se trata, pues, de una cierta recreación de un hecho. A ello se debe añadir que el modo en que se hace la apostasía ofrece complejidades notables y no pocas interpretaciones. Pero aquí no interesa tanto este punto: baste con saber que hubo una apostasía dolorosa.

La crítica que algunos católicos han realizado se puede sustanciar en varios puntos: por un lado, el hecho de que en un mundo con tantos mártires se escoja contar la vida de los que no lo fueron parece una forma de centrarse en los fracasados. Además, la apostasía presentada en esas narraciones aparecería como la opción más razonable en ese contexto, incluso como una elección altruista en la medida en que lo hacían por evitar que otros japoneses fueran martirizados. La confusión de todo se ve acrecentada por cuanto aun habiendo apostatado, la película muestra a los antiguos jesuitas como personas que conservan una fe no explicitada, conservan, por decirlo así, su “opción interior cristiana”, lo cual les confiere, a ojos del espectador, un aspecto amable. Y la conclusión de todo está en que esta película reflejaría el relativismo propio de nuestro tiempo según el cual lo único aceptable y democrático es tener una fe que no moleste a nadie, que sea interior, que sea una opción más entre un amplio bufé de religiones.

A este respecto cabe decir varias cosas. Por un lado, las intenciones de los escritores -de la misma forma que los efectos de sus obras- son arcanos e incontrolables. Y esa es una particularidad propia de muchas narraciones, característica que se puede llegar a sustanciar -en casos extremos- en la radical disparidad de criterios: basta con echar una ojeada, por ejemplo, a obras clásicas de nuestra literatura como El Libro del Buen Amor para encontrar a importantes defensores de su interpretación como ejemplo de buen amor (Amador de los Ríos, Cejador) frente a quienes piensan que es poco menos que una incitación al vicio (Tacke, Sánchez Albornoz). Junto con elementos objetivos hay un sinfín de circunstancias personales y culturales que pueden llegar a conformar la recepción de una obra. La realidad es que Silencio puede ser las dos cosas a la vez y eso es así porque no se trata de una tesis sino de la vida de una persona.

En este sentido, de su visionado puede haber un espectador que piense que, al final, el martirio es la peor opción frente a otras, tal y como entiende, por ejemplo, Robert Barron, Obispo auxiliar de Los Angeles: “Me pregunto si Shusaku Endo (y tal vez Scorsese) nos están invitando a apartar la mirada sobre ese maravilloso grupo de laicos, piadosos, dedicados y pacifistas que mantuvieron viva la fe cristiana bajo las condiciones más inhóspitas imaginables y que en el momento decisivo dieron testimonio de Cristo con sus vidas. Sé que Scorsese muestra el cadáver de Rodrigues dentro de su ataúd agarrado a un pequeño crucifijo, lo que prueba, supongo, que el sacerdote permaneció, en cierto sentido, siendo cristiano. Pero ésa es justamente la clase de cristianismo en la que se complace la cultura de hoy: un cristianismo totalmente privado, escondido, inofensivo”.

Pero también es posible, y así la hemos visto nosotros, entenderla de otra forma muy diferente. Digamos que el tono meditativo, lento y distante de la película puede vivirse en un estado de contemplación y catarsis de la propia fe y de los vericuetos sinuosos de la historia. Y para glosarlo sin extendernos más de lo justo se tomarán dos anotaciones de Jiménez Lozano -uno de los lectores más devotos de Endo- a propósito de la obra del japonés (y Jiménez Lozano se refiere a su obra en general y no solo a esta novela). La primera pertenece al libro-entrevista Una estancia holandesa:

“Pregunta: Y sospecho que también [está leyendo] a Suzaku Endo. Por cierto, déjeme decirlo: escritor católico…

Respuesta: Sí, pero convendría que no pusiésemos motes; incluso si Endo tiene como material novelístico historias, personajes y problematismos teológicos católicos, y de una radicalidad y finura que está muy lejos de las de sus homónimos “escritores católicos” europeos. Es otra mentalidad, otra sensibilidad, y su fe sirve, iba a decir que como una escalera todavía más larga que la de otros japoneses, para bajar al terrible laberinto del corazón humano, que todos esos japoneses se conocen como su casa. Él no tiene las hermosuras de Kawabata o Tanizaki, trabaja más bien con desechos humanos y culturales, pero el manejo de la cuchilla es igualmente impresionante” (60).

El hecho de que no le agrade la definición de Endo como “escritor católico” tiene que ver -según entiendo las cosas- con que un escritor no hace sino hablar de personajes; digamos que la etiqueta “católico” podría contaminarle a la hora de presentarlos como seres de “carne y hueso”: al escribir no se trata de hacer moral sino de mostrar el contenido de un corazón. Las historias ejemplares son las de los santos. Endo ahonda en la problemática existencia humana y, en ese ahondar, el catolicismo confiere un “sentido global” a todo aquel acontecer, pero no es, por decirlo así, una ideología que nos obligue a forzar los comportamientos para demostrar algo. El deber de un escritor es el de encontrar una coherencia, transmitir una verosimilitud. Y Endo -y Scorsese- lo consiguen: nos muestran la lucha interior de dos personas atormentadas que toman una decisión difícil, compleja y dolorosa. Contradictoria. Y, de alguna manera, nos presentan los enredados designios de la salvación.

Desde los primeros años del cristianismo se entendió que el sentido que tenía el arte venía marcado por dos grandes realidades: la Encarnación como puerta de la belleza y la realidad de la no pocas veces dramática libertad en que vive el hombre. Ya san Pablo en la Carta a los Romanos (7, 15) dejó claro que lo que quería hacer, no lo hacía, y que lo que no quería hacer… eso hacía. Reflejando de forma eminente el drama que es ser hombre, a saber, el drama de ser, a la vez, carne y espíritu, pecado original y redención, de ser capaz de lo más alto y, a la vez, de sucumbir a un torbellino de pasiones. La vida del hombre -y esto es eminentemente cristiano- está marcada por la imperfección y el aprendizaje. La forma y el momento en que ese aprendizaje se sustancia es algo que forma parte del arcano de la intervención de Dios en la historia. Insondables son sus caminos y, a veces, necesitamos comprobarlo. Por ello cuando una obra es reflejo del misterio de esa actuación, cuando apenas podemos saber qué está sucediendo, cuando somos situados frente el muro de misterio ante el cual solo cabe un acto de fe, no se nos muestra algo anticristiano, sino la encrucijada misma, la constatación del silencio como un misterio de Dios.

Charles Moeller, en su monumental obra Literatura del siglo XX y Cristianismo ya recalcó que no se puede entender la literatura de ese siglo sin tener presente tal complejidad: “En cierto sentido, Dios nos habla sin cesar. En otro sentido, guarda silencio. Si conocemos el designio general de su providencia, ignoramos todo lo que se refiere a sus caminos particulares. El confiarnos a la fe es aquí nuestra única actitud cristiana” (tomo I, pag. 23).

En su diario Los Cuadernos de letra pequeña Jiménez Lozano hace otro apunte con Endo como protagonista:

“¿Y si fuera cierto, como pensaba B., un nazi de quien Löwith habla, que Alemania tenía una máscara cristiana, pero que con Hitler volvió a su originario paganismo? ¿Y si ocurriera eso también con prácticamente toda Europa? Shusako Endo se pregunta constantemente esto con respecto al cristianismo del Japón, en sus novelas. Pero éstas tampoco son preguntas que se hagan por estos lares” (138-139).

Rodrigues y Ferrerira eran jesuitas, es decir, personas situadas en lo más alto de la pirámide de los conocimientos del cristianismo. Lo habían estudiado durante años hasta el punto de convertirse en puntales de su propagación. Su traición podría parecer un ataque frontal contra esta religión en tanto que serían los incultos los que permanecerían en ella mientras que los ilustrados se acomodarían al espíritu de los tiempos. Sin embargo, el espectador de la película podría preguntarse más bien por la autenticidad de su propia fe. No faltan en la historia traiciones de los más altos y fidelidades de los que, en apariencia, son lo necio de este mundo. Advertir esas traiciones es tan frecuente en el evangelio que el término “fariseo” (es decir, “experto en religión”) ha quedado en el léxico común como sinónimo de “traidor”. Y esto, no por inquietante, deja de ser menos real.

El escándalo de la apostasía de quienes debían ser ejemplo es, quizá, una prueba más del silencio de Dios para con los japoneses que aún seguían siendo cristianos, es, desde luego, un camino incomprensible que, quizá, solo empezamos a entender cuándo, varios siglos después, los nuevos evangelizadores encontraron a miles de cristianos japoneses que habían guardado la llama de la fe entre un aislamiento completo. No podemos escandalizarnos del silencio de Dios y ahí está el libro de Job para llevarlo hasta extremos difícilmente soportables. Es, por decirlo así, un asomarse al fondo de una conciencia, como dice en otro lugar de esos diarios Jiménez Lozano: “Acabé de leer un estudio teológico muy serio sobre Shusaku Endo, que bucea realmente en los abismos del corazón y de la inteligencia humana, a los que, desde luego, Endo se asoma, y asoma a sus lectores; implacablemente, sin dejar un respiro” (164).

[1] Juan Manuel de Prada publicó este interesante texto en L´Osservatore Romano donde se muestra muy favorable hacia la película. Frente a ellos tenemos este testimonio radiofónico de José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, y aquí el de Robert Barron, obispo auxiliar de Los Angeles. Puede consultarse aquí también el texto Scorsese’s Silence: Many Martyrs-Little Redemption a cargo de Monica Migliorino Miller profesora de Teología de la Madonna University de Michigan. Una referencia insoslayable es la de Adelino Ascenso, misionero portugués y profesor de la Universidad Católica de Osaka, que dedicó esta tesis a la teología subyacente en las novelas de Endo. También firmó este artículo (Theological “burning points” in the novel Chinmoku [Silence]) en la revista Didaskalia (XXXIX (2009) 1.187-210).