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¿Puede una película alemana de casi tres horas de duración sobre la difícil relación entre un padre y su hija apañárselas para ser simultáneamente un drama familiar, una comedia desternillante y cine político de alta intensidad? Desde luego que puede: la película es Toni Erdmann, se la debemos a Maren Ade y acaba de estrenarse en España -aunque pudimos verla en el Festival Internacional de Cine de Sevilla- tras un periplo triunfal que comenzó allá por el mes de mayo en Cannes y bien podría culminar en Los Ángeles a finales de febrero. Aunque sus posibles galardones no tienen ninguna importancia, porque esta película formidable se ha hecho ya con un lugar en la historia del cine: el lugar de honor que corresponde a las obras que amplían nuestra imaginación moral sin necesidad de darnos sermones ni emitir juicios tajantes sobre sus inolvidables personajes. Y aunque pueda parecer lo contrario, nada le sobra: es una película perfecta que parece imperfecta.

Su breve escena inicial nos presenta ya, entre la comedia y la alegoría, al agente provocador que servirá como motor de la acción dramática: Winfried, un profesor retirado de música en quien son visibles las marcas de la contracultura sesentayochista. Cuando llega a su casa un repartidor que -apresurado y tecnologizado- le trae un paquete de Amazon, Winfried se disfraza de su presunto hermano Toni, «recién salido de la cárcel por enviar paquetes-bomba». Atribulado y con el paquete en la mano, el repartidor no sabe qué decir mientras nuestro hombre pone su show en escena antes de disculparse amablemente. He ahí alguien que vive a otro ritmo, quizá en otro tiempo, extrañado ante una realidad social con la que trata de entablar un diálogo de besugos. Nuestro hombre vive solo con su perro, viste con desaliño y lleva siempre en el bolsillo una dentadura postiza; da clases de piano y visita a su madre anciana. La ambivalencia es clara: se trata de un hombre cálido pero a ratos pueril, cuidadoso de los demás y sin embargo extenuante. Cuando acude a casa de su ex-mujer para ver a la hija de ambos, que está de visita, averiguamos que está divorciado y que su sucesor es lo que él jamás será: sofisticado, impecable, previsible. Así pues, Winfried mantiene un precario equilibrio vital y está listo para darse a la fuga. Tras la muerte de su perro, encontrará una buena razón -o un buen pretexto- para emprenderla: la necesidad de ayudar a su hija.

A Inés la hemos conocido en casa de su madre, donde no para de hablar por teléfono con otros miembros de la consultora para la que trabaja en Bucarest, pendiente como está de un posible ascenso largamente ambicionado. Es visible la tirantez con su padre, testimonio de un pasado que presumimos difícil debido a la aparente incompatibilidad de sus caracteres; hay entre ambos, en definitiva, un trabajo pendiente. Winfried, que se presenta con el rostro pintado de negro tras participar en una representación infantil (su explicación es que ha aceptado trabajar en una residencia de ancianos a 50 euros el muerto), plantea la posibilidad de visitar a su hija y ella responde distraídamente que lo haga cuando quiera. Dicho y hecho: la misma Inés que no ha puesto mayor interés en visitar a su abuela en Alemania se encontrará con la desestabilizadora presencia de su padre en Bucarest, mientras trata de asegurar su ascenso en los momentos más delicados de su encargo empresarial: facilitar el despido de cientos de trabajadores de la petrolera Darcoil. Winfried alega que no avisó de su visita por tratarse de «una decisión espontánea», que es como explica todas sus acciones a lo largo del metraje: el contraste con el mundo pautado en que se desenvuelve su hija, donde la performance de cada trabajador es evaluada a diario, no puede ser mayor.

Las perturbaciones no se hacen esperar. Durante una recepción en la Embajada norteamericana, Winfried explica a su jefe que su visita tiene por objeto discutir con Inés quién paga a la hija sustituta que se ha visto obligado a contratar: el alto directivo sonríe y ella también, aunque solo para mostrarse de acuerdo con aquel del que depende su promoción. La presencia de su padre -alguien incapaz de discernir si es bienvenido- no tardará en llevar a Inés al borde de la histeria, desbordada como está por la visita del todopoderoso presidente y su nueva esposa (muy rubia, muy delgada, muy rusa). Su padre solo puede ver a alguien que está perdiendo su humanidad, algo que llega a decirle abiertamente; ella, en plena lucha por la vida, no ve cómo la actitud desenfadada y bronista de su padre puede serle de ayuda. Así que la visita ha de llegar a su fin: Winfried se marcha sin que el drama familiar haya dejado de serlo. La cámara se queda con Inés, a quien vemos presentar su business case e irse a cenar con unas amigas, a quienes cuenta que ha padecido «el peor fin de semana de su vida». Y en ese momento, la película da un giro sensacional: el desconocido que se sienta junto a ellas en la barra se da la vuelta y resulta ser su padre, ataviado con un traje desmañado, la dentadura postiza y una peluca grotesca. Ha llegado a su vida -y a la nuestra- Toni Erdmann, hombre de negocios y coach, transmutado más tarde en Embajador Alemán. Inés, perpleja, no puede articular palabra. Empieza la comedia, o sigue -en descripción de la propia directora- un drama que te hace reír.

Nos encontramos así con el viejo recurso del disfraz, que en este caso sirve para la representación de una doble identidad coherente con el carácter burlón del personaje. Más aún, Toni Erdmann nace ante nuestros ojos como medio para la resolución del conflicto que la película plantea en su primer tercio: no es una solución caprichosa, sino una necesidad dramática. El personaje es, como dice Jonathan Romney, «una suerte de ficción terapéutica que permite que el aplazado encuentro entre los dos protagonistas tenga lugar». Pero no es una ficción fácil: tal como el propio Romney apunta, la diversión que Erdmann trae consigo tiene su lado siniestro, pues vemos a una adulta acosada por su propio padre. En un momento dado, de hecho, Inés decide seguir el juego y asumir a Erdmann ante los demás e incluso ante sí misma, llegando a representar a su secretaria en casa de una familia búlgara. Es allí donde la película alcanza uno de sus clímax cómicos: la sentida actuación de Inés al micrófono cantando a voz en grito Greatest Love of All, el hit de Whitney Houston que constituye -tampoco eso es casualidad- un canto al amor propio.

Recordemos que las dobles identidades, viejo recurso del teatro y estilización dramática de la autorrepresentación social que todos llevamos a cabo, constituyen una de las claves de la gloriosa screwball comedy norteamericana de los años 30. Toni Erdmann se regocija en esa tradición, hasta el punto de que Amy Taubin ha visto en ella trazos de la comedia del recasamiento estudiada por Stanley Cavell; solo que en este caso los personajes que han de reunirse son padre e hija: por deseo del primero y contra la voluntad de la segunda. Es norma en aquel cine, desde Luna nueva a Medianoche, que un personaje persiga a otro. Y ello sin que podamos saber en ningún momento qué rumbo tomará la acción. Esta imprevisibilidad se da también en Toni Erdmann, que logra así evitar el efecto teleológico que aflige a tantas otras películas cuyo desarrollo podemos anticipar, tal que si invocáramos el derecho narrativo de que hablara Sánchez Ferlosio: el cumplimiento escrupuloso de las convenciones que, una detrás de otra, esperamos ver en la pantalla. Digamos que la película está naturalmente pensada, pero da la impresión de suceder ante nosotros espontáneamente.

A través de Erdmann, la directora se vale del recurso de lo grotesco para señalar -por contraste- aquello que la propia realidad tiene de descabellado. Recurda a Tony Clifton, al alter ego del cómico norteamericano Andy Kaufman al que Milos Forman dedicase Man on the moon, que la propia Maren Ade ha señalado como fuente de inspiración. Erdmann, ataviado con su dentadura postiza y su peluca rojiza, adopta la fraseología del mundo empresarial y la reduce con ello al absurdo. Algo que queda de manifiesto cuando Inés habla por Skype con un auténtico coach que le pregunta «qué tal con la respiración» durante su presentación ante el director. En otros momentos, sin embargo, es el propio Erdmann/Winfried quien está fuera de lugar, llegando a provocar el despido de un trabajador durante la visita a una refinería.

Pero Toni Erdmann es también cine político. Lo es porque nos habla del vínculo entre la subjetividad y las formas de vida, entre las estructuras sociales y las identidades individuales. De alguna manera, ilustra con agudeza el viejo lema del feminismo que reza que lo personal es político; pero también el reverso del mismo que nos recuerda cuán político es lo personal. En ese sentido, se diría una actualización de La regla del juego para el capitalismo tardío. Allá donde Erdmann sale de escena, podemos observar la vida de Inés dentro de su empresa, en la que maniobra nerviosamente a fin de conseguir su anhelado ascenso y pasa de ser humillada (dando a sus jefes la razón para causarles buena impresión) a humillar ella misma (al empleado de un spa con cuyo servicio no está satisfecha). Todas las escenas que tienen lugar en ese marco, muchas de ellas ambientadas en no-lugares de espeluznante vacuidad, están atravesadas por un cierto desasosiego: un malestar del espíritu que remite a las relaciones de poder.

Pero ni Toni Erdmann, la película, ni Toni Erdmann, el personaje, tienen soluciones para este malestar; seguramente porque no las hay. Es fácil ejercer de espíritu burlón con una pensión pública, podría decir Inés; no lo es tanto abrirse paso en la vida profesional del mundo globalizado. Si acaso, la película sugiere que sería conveniente tratarnos más humanamente, con mayor atención o cuidado, aún en contextos competitivos. La desternillante escena del brunch de cumpleaños que Inés -espontáneamente, por puro agotamiento- convierte en fiesta nudista sirve a ese fin: sus colegas terminan por desnudarse antes de que haga su memorable aparición un enorme y peludo muñeco búlgaro que, conforme a la tradición centroeuropea, sirve para ahuyentar los malos espíritus. «¡Eso es bueno para el team!», exclama el jefe de Inés. Es bajo esa guisa que se produce la conmovedora reconciliación entre Inés y Winfried: ella abraza al padre disfrazado como si se reconciliara por fin con aquello que menos le gusta de él y, quizá, con su infancia. Aunque tal vez reconozca simplemente que su padre se preocupa de verdad por ella.

Se trata de una reconciliación, no de una catarsis. Durante el epílogo alemán, padre e hija se reúnen en el funeral de la abuela; no sabemos cuánto tiempo ha pasado, pero sí oímos que Inés trabaja ahora para McKinsey -un ascenso considerable- en Asia. «¡Una ciudadana del mundo!», comenta un conocido de su padre, revelando de manera casual la brecha generacional que también marca, inevitablemente, la relación entre Winfried e Inés. Tras una charla en el sótano, el padre hace una reflexión vagamente didáctica sobre la dificultad de atrapar los momentos felices cuando se viven, evocando el día en que su hija aprendió a montar en bicicleta. Inés se pone un gorro ruso y la dentadura postiza, gesto cómplice que contrasta con la tensión inicial entre ellos. Mientras su padre va a por una cámara para fotografiarla, Inés se queda mirando al horizonte. Y en ese momento, mientras las vemos pensar, la película termina. Hay quien ha querido ver en esa mirada perdida una toma de conciencia, pero la propia Maren Ade ha explicado que se trata más bien de un final abierto, ambiguo como la vida misma: ella ha ascendido y no va a cambiar radicalmente su vida, pero ha mejorado la relación con su padre divorciado. Algo es algo.

Es verdad que la película no ofrece demasiada brillantez visual. Ángel Quintana ha hablado de de «simplicidad plástica» y de un «extrañamiento frente a la imagen» que ve como característico de cierto cine contemporáneo, más cercano por ello al legado del teatro. Pero eso no significa que el film no esté concebido de manera rigurosa; más bien se le ha dado una forma que encaja a la perfección con lo que quiere contar. Sandra Hülle y Peter Simonischeck están superlativos en sus respectivos papeles y el cameraman Patrick Orth los sigue sin llamar la atención, haciendo grácilmente lo que John Cassavettes solo podía hacer torpemente por la menor movilidad de las cámaras de su tiempo. Hay planos secuencia, escenas de conjunto que recogen el desenvolvimiento de varios actores, inteligentes elipsis que juegan con el ritmo interno de las escenas. Y eso no es teatro: es cine. En cuanto a su larga duración, Ade ha subrayado que probó con un montaje más corto, pero la película no respiraba: «Cuanto más quieres contar, más tiempo necesitas».

Ella, en esta película irrepetible, ha contado muchas cosas. Y lo ha hecho desde un ángulo nuevo que, no obstante, le permite entablar un fascinante diálogo con dos tradiciones aparentemente incompatibles: el cine realista europeo y el cine cómico norteamericano. Por el camino, amplía nuestra sensibilidad sin dictarnos una tesis ni lanzarnos un mensaje. Maren Ade ha escrito y dirigido una película prodigiosa, inesperada, memorable: una Meisterwerk que confirma la extraordinaria vitalidad de un medio artístico para el que no dejamos de escribir prematuros epitafios.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).