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En uno de sus muchos guiños a la hemeroteca, Jean-Luc Godard dejó dicho que un travelling es una cuestión moral. Aludía con ello a la influencia de que goza el cineasta -patrón del arte más democrático de la cultura de masas- cuando presenta ante los espectadores una determinada versión de la realidad y no otra. Y si alguien ha tomado al pie de la letra esa afirmación es su compañero de Nueva Ola Jacques Rivette, crítico primero y luego director, quien como es sabido denunció como «abyecto» el movimiento de cámara que en Kapò (Pontecorvo, 1960) se aproxima al cuerpo de un suicida que acaba de arrojarse sobre la alambrada electrificada de un campo de concentración nazi. Desde entonces, no ha habido ningún intento de relatar el exterminio nazi de los judíos europeos que no haya producido -con las debidas variaciones- su polémica correspondiente. Sucedió con La lista de Schindler (Spielberg, 1993) y con La vida es bella (Benigni, 1997), por mencionar los ejemplos más conocidos. Y vuelve a pasar, aunque con menor intensidad que antaño, con El hijo de Saúl, la película del director húngaro Laszlo Némes que ganó el Gran Premio Especial del Jurado en el último Festival de Cannes y acaba de estrenarse en España.

Significativamente, la película comienza con una imagen fuera de foco, que da paso a la figura de un hombre demacrado que camina con la mirada fija y un gesto de extrema concentración. Desde ese momento, la cámara no se separará de él: se trata de un miembro de los Sonderkommando de Auschwitz, unidades formadas por prisioneros judíos encargadas de limpiar los hornos tras la cremación de los allí ejecutados, allá por el otoño de 1944. Más concretamente, se trata de un húngaro llamado Saúl Ausländer, o sea, Saúl el Extranjero, a quien seguimos por todo el campo -a través del cual se mueve con una libertad desde luego ficticia- en sus distintos quehaceres: por un lado, el cumplimiento de sus macabras funciones; por otro, el desempeño de las tareas de resistencia que conducirán a una revuelta rápidamente sofocada por los soldados alemanes. Mientras tanto, conocemos sus relaciones con los demás miembros de la siniestra unidad, no siempre buenas, así como el mercadeo -tambien sexual- entre prisioneros y carceleros. Mientras vacía una de las cámaras de gas, Ausländer topa con el cuerpo moribundo de un niño, pronto rematado por los verdugos, al que reconoce como su hijo: un delirio al que una ambigua escena posterior presta cierta credibilidad. Sea como fuere, Ausländer se consagra a la tarea -¿redentora?- de darle sepultura, con ayuda de un rabino cuya búsqueda constituye uno de los motores de la trama. Ésta, en la medida en que la entrevemos mediante el particular y riguroso punto de vista escogido por el director, incluye una visita nocturna al bosque cercano donde el exterminio se ejecuta pistola en mano, entre inmensas hogueras y fosas donde son arrojados los cadáveres, así como la fallida revuelta de los miembros de la unidad una vez comprenden que su propia muerte está cerca. Todo ello, acompañado por una espectral banda sonora compuesta por voces, golpes metálicos, aullidos: la banda sonora del infierno.

O no. Porque varios críticos han mostrado ya su desacuerdo con la película, a la que acusan de banalizar aquello que, justamente, no puede ser banalizado. Manohla Dargis escribe en The New York Times que se trata de un film «radicalmente deshistorizado e intelectualmente repelente», mientras el austríaco Stefan Grissemann sostiene en Film Comment que el intento de Nemes por hacernos sentir que estamos allí es, además de un acto de narcisismo, una trampa moral: porque si podemos estar en Auschwitz sin volvernos locos, quizá su terror no sea tan inimaginable. O sea, que hacer palpable lo inconcebible conduce en línea recta a la trivialización. Michael Kienzl, adelantándose a una recepción alemana pendiente por estarlo aún el estreno en aquel país, escribe en la revista digital Critic que nuestra proximidad a Saúl, que mantiene los acontecimientos exteriores en un borroso trasfondo, resta fuerza emocional a éstos y amenaza con convertir al Holocausto en una atracción de feria, correspondiendo a Auschwitz el papel del tren de los sustos.

Sobre lo que no se puede hablar, en suma, es mejor callar. Algo que no encaja demasiado bien con ese animal elocuente que es el ser humano, dispuesto a abordar con los medios a su disposición cualquier tema por espinoso que sea. Ninguno lo es más que el Holocausto, que suele describirse como inimaginable y, por eso mismo, irrepresentable. Ahora bien, ¿qué significa que un determinado acontecimiento es irrepresentable? ¿Tiene sentido esta categoría? ¿Puede aplicarse al Holocausto y al cine que intenta narrarlo?

En su ensayo sobre este mismo tema, el filósofo francés Jacques Rancière apunta que la idea de la irrepresentabilidad artística tiene un doble sentido. Por una parte, supone que el carácter esencial de la cosa en cuestión que se trata de representar no puede hacerse presente: su «traducción» es inviable. Por otra, que esa imposibilidad se debe a la naturaleza misma de los medios que el arte pone a nuestra disposición: ya sea por la «irrealidad» que el arte confiere a lo representado, detrayendo así «realidad» de ello; ya porque el artefacto representativo produce una emoción o un placer incompatibles con la gravedad de lo que se pretende hacer presente. Algo que Grissemann sugiere en su crítica de El hijo de Saúl: una película sobre Auschwitz, sostiene, no puede ser vitalista ni excitante: porque Auschwitz era justo lo contrario. En conclusión, algunas cosas quedarían fuera de la competencia del arte y revelarían de paso su impotencia.

Sin embargo, Rancière se rebela contra semejante proposición. A su juicio, ningún suceso o fenómeno es, en sí mismo, irrepresentable: ésta no es una propiedad predicable de las cosas. De hecho, existen un lenguaje y una sintaxis que permiten representar cualquier cosa, y son los mismos que corresponden al régimen estético del arte en general. Por eso, en sentido contrario:

La afirmación de la irrepresentabilidad sostiene que ciertas cosas sólo pueden ser representadas de un cierto modo, por medio de un tipo de lenguaje apropiado a su excepcionalidad. Stricto sensu, la idea es vacua. Sólo expresa un deseo: el deseo paradójico de que, dentro del mismo régimen [artístico] que hace posible la correspondencia entre objetos y formas, existan formas apropiadas para expresar la singularidad de una excepción.

Sugiere así Rancière que el reproche de la irrepresentabilidad nace de una insatisfacción en apariencia irremediable: el anhelo por un arte distinto, capaz de expresar lo radicalmente distinto. Quizá por eso el documental de Claude Lanzmann haya sido aceptado, junto a la mucho más breve pieza de Resnais, dentro del canon: si Shoah (1985) escenifica la renuncia a la representación visual, Noche y niebla (1955) se vale directamente de imágenes documentales. En ninguno de los dos casos habría, se sobreentiende, traición a la realidad atroz del Holocausto. Donde «atroz» ya sería, para esta escuela de pensamiento, una forma trivial de hablar: porque también de un mal partido de Cristiano podemos decir que fue «atroz». Para nuestro filósofo francés, en cambio, este purismo está desencaminado, porque ese otro lenguaje no existe. Tenemos un único lenguaje artístico y lo determinante será el uso que de él se haga; o sea, las elecciones estéticas de cada artista.

Si bien se piensa, no tiene demasiado sentido sostener que algunas cosas son irrepresentables. O bien ninguna lo es, porque el acto mismo de hacer presente lo ausente a través del artificio artístico adultera irremediablemente la realidad representada, o todas lo son sin excepción, sea cual sea la estrategia representativa empleada y la eficacia de la misma. Habrá, podemos conceder, realidades que presenten mayores dificultades; pero ninguna quedaría fuera de la jurisdicción del arte. De ahí no se deduce que el arte sea omnipotente, por la sencilla razón de que siempre habrá algo insatisfactorio en la tarea representativa (algo evidente en la esfera política, por cierto). Ahora bien, que el arte no lo pueda todo no debe llevarnos a pensar que nada puede. ¿Acaso podemos imaginar un mundo desprovisto de representaciones artísticas sobre asuntos problemáticos? ¿Qué ganaríamos con ello? Imaginemos, en relación con nuestro caso, que nunca se hubiera filmado una sola película sobre el Holocausto. ¿Seríamos más conscientes de su barbarie, nos referiríamos a ese crimen con más reverencia, estaría así garantizada su irrepetibilidad? No hay razón para ello. Cualquier representación es ya una banalización, y algunas lo son en mayor medida; pero eso no las convierte en inservibles. De hecho, la falta de ficciones cinematográficas sobre el gulag soviético no ha servido para espolear la imaginación de los ciudadanos occidentales y hacer más presente aquella otra barbarie.

La gran virtud de El hijo de Saúl en el terreno representativo -enfrentándose como lo hace al tema tabú por excelencia- estriba en su capacidad para proporcionar una experiencia sensorial de Auschwitz, arrastrados como somos desde el primer momento por una puesta en escena basada en el uso de tomas largas sin apenas montaje, en la atención a los detalles materiales y gestuales, en un movimiento incesante a través del campo y sus distintos escenarios. Su singularidad no estriba en los acontecimientos, ni en el relato, sino en la textura. Al tiempo, permanecemos siempre junto al personaje protagonista y lo que sucede alrededor de él permanece en sordina, exigiendo del espectador un trabajo permanente de deducción que haga comprensible lo que está sucediendo más allá del plano. Para Jonathan Romney, el Holocausto permanece así fuera de foco: la película trata sobre lo que vemos y no vemos, sobre lo que no puede ser mostrado, por medio de «una dialéctica de oscurecimiento y revelación». Nemes emplea así un arma específica del cine, cuyo poder comprendí el día que vi a un espectador levantarse en una sala con objeto de ver aquello que -la película era de Fritz Lang- quedaba «debajo» del encuadre. De alguna manera, esta limitación epistemológica afecta también a Ausländer, porque el personaje no sabe que está en Auschwitz, como Fabrizio del Dongo ignoraba encontrarse en Waterloo: la dimensión de semejantes acontecimientos históricos sólo es revelada a la posteridad, que convierte esos lugares y sucesos en símbolos que operan, además, como sinécdoques: Waterloo es Napoleón y Auschwitz el Holocausto.

Hay que destacar, como elemento crucial de la puesta en escena de Nemes, su uso del sonido. Ya se ha señalado antes que se trata de una banda sonora fantasmagórica -compuesta por aullidos, conversaciones en alemán y húngaro, sonidos ásperos- que no posee correspondencia literal con lo que vamos viendo en pantalla (posibilidad dramática que Orson Welles, con su experiencia radiofónica, fue el primero en comprender). Es más bien un ulular constante, que a ratos parece la xicofonía de Auschwitz invocada por un médium contemporáneo. En su repaso de las innovaciones tecnológicas en la historia del cine, el director Paul Schrader ha destacado la importancia del sonido, que obedece en primer lugar a la primacía de ese sentido en el ser humano debido al imperativo de la supervivencia: «El oído manda». Actualmente, toda la banda sonora es añadida ex post con un extraordinario grado de virtuosidad; las posibilidades técnicas (al igual que sucede con el color) son ya ilimitadas. Schrader destaca el papel del ingeniero de sonido Walter Murch, subrayando especialmente una escena de Apocalypse Now (aquella en que la barcaza comandada por Marlow llega de noche hasta una trinchera norteamericana situada en un puente donde resuenan los gritos fantasmales de los norvietnamitas) que bien podría haber servido de inspiración a Nemes. Para Grissemann, en cambio, figurarse a unos extras recreando en el estudio los gritos de las víctimas a fin de incluirlos en la película resume la obscenidad de ésta. Su reproche, sin embargo, es más puritano que razonable: las más severas obras de arte han sido creadas en condiciones que no recordaban ni por asomo las recreadas por ella. También Dante, cuando componía su Infierno, hacía descansos para comer bajo el sol italiano.

Naturalmente que no «estamos» en Auschwitz cuando vemos El hijo de Saúl, sino en la sala de cine. Durante la proyección, sin embargo, es «como si» estuviéramos en Auschwitz: la inmersión es eficaz y consigue transmitir una parte -ínfima, insuficiente- de aquel nadir de la especie. Su impacto es afectivo, opera en el nivel de las sensaciones. Para el pensador norteamericano Davide Panagia, ahí reside una de las potencialidades de la cultura popular: su capacidad para crear dislocaciones afectivas que inciden sobre nuestra percepción de las cosas. Si una determinada sensación, producida por un producto cultural, interrumpe nuestra manera convencional de percibir y evaluar el mundo, invitándonos con ello a reconfigurar nuestro cuerpo de significados o su jerarquía emocional, entonces esos momentos de cultura son también momentos políticos. Sobre la importancia política de la recepción de la obra de arte en el marco de la cultura moderna han hablado también Lynn Hunt o Richard Rorty, quienes ponen de manifiesto su capacidad para ubicarnos en lugares y experiencias de otro modo inaccesibles, generando así corrientes de empatía que nos hacen más sensibles al argumento moral. En este terreno, sensacional y afectivo, El hijo de Saúl cumple con creces su función representativa sin dejar por ello de trascender -como experiencia cinematográfica particular- esa misma función. Sobre lo que no se puede callar, parece decirnos, es mejor hablar.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).