Tiempo de lectura: 18 min.

Las síntesis culturales que Europa ha logrado realizar desde la antigua Grecia hasta nuestros días podrían resumirse en los siguientes modelos típicoideales -en sentido weberiano-.


LA GUERRA


El primero procede de la convicción de los diferentes pueblos asentados en suelo europeo de que entre ellos no es posible alcanzar ninguna síntesis cultural. Este modelo vale para la experiencia histórica de conflicto y guerra entre diferentes pobladores de Europa: entre las poloi de la antigua Grecia; entre el Imperio Romano y las organizaciones sociales tribales aborígenes procedentes de la Edad del Bronce; entre los ciudadanos romanos cultivados y los seres bárbaros de fuera del Imperio; entre los reinos cristianos y los musulmanes en las fronteras de Europa, desde la Baja Edad Media -península Ibérica, Rusia- hasta nuestros días -Grecia-; entre los reinos de coronas cristianas que luchan entre sí en la Alta Edad Media y Renacimiento -Francia, Bretaña, España-; entre las diferentes monarquías nacionales en competencia por el dominio de la escena europea en la Edad Moderna; entre diferentes Imperios europeos nacionalistas -inglés, francés, prusiano, austrohúngaro, ruso, turco- durante la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX.


Las aludidas y otras experiencias históricas análogas habrían confirmado a los pueblos europeos en su convicción de la inexistencia entre ellos de elementos comunes y en la consecuente necesidad de recurrir a la violencia como única vía para dirimir sus diferencias.


LA COMUNIDAD JURÍDICA


Dondequiera que distintos pueblos europeos antagónicos han concluido pactos para resolver sus diferencias, allí se han referido al modelo pacífico de síntesis cultural al que quiero hacer referencia en segundo lugar en este ensayo: al modelo del pacto jurídico. Dondequiera que individuos de diferentes tribus, localidades, regiones, países, clases sociales, etc., han reconocido que entre ellos los acuerdos son posibles, por una parte; y que pacta sunt servanda -«Los pactos deben ser respetados»-, allí los medios violentos que las partes emplean habitualmente contra sus enemigos pierden su actualidad efectiva, y permanecen al fondo de la escena como medios utilizables sólo en caso de que la parte con la que se ha llegado al acuerdo incumpla los términos de éste. El entendimiento entre partes en conflicto para firmar tratados, constituciones, leyes, protocolos, etc., ha sido en toda civilización -también la europea- el paso previo hacia los primeros niveles de síntesis cultural.


LA ECONOMÍA


A los pactos políticos suele seguir un incremento de actividades comerciales y económicas de todo tipo entre aquellos que antes eran enemigos. Cuando la guerra ha terminado, en la vida ordinaria, cotidiana, todo el mundo está interesado en resolver sus apremios de subsistencia del modo más eficiente y placentero posible. Esta tendencia universal es la razón por la cual los individuos concluyen libremente pactos comerciales acerca de las utilidades que cada uno va a lograr de su contraparte por medio del intercambio. Y cuando esto ocurre de manera habitual, la confianza mutua e incluso una suerte de simpatía o amistad tipo clientela consolida una nueva síntesis cultural, más estable y densa que el mero respeto por la ley.


LA RELIGIÓN


La religión ha proporcionado en Europa la materia prima para otro modelo de síntesis cultural -el cuarto en nuestra lista-. En Europa, como en cualquier otra parte, las religiones se han revelado vigorosos referentes para las identidades sociales en toda suerte de grupos y países no sólo en sociedades tradicionales (E. Durkheim), sino en las modernas y en los nuevos tiempos, hasta el punto de haber podido contribuir al desarrollo de un elemento tan definitorio de la sociedad occidental contemporánea como lo es el capitalismo (M. Weber).


Más allá de la comunidad jurídica propiciada por el derecho romano y el canónico de la Iglesia Católica, y después de las invasiones de los pueblos bárbaros, la primera síntesis cultural europea se logró gracias a la cultura del monacato rural cristiano. Éste, que se había originado en la parte oriental del Imperio -en los desiertos del Medio Oriente-, se expandió con éxito por todos los países de Europa, y fue posteriormente completado en Occidente en las ciudades por la cultura de las catedrales y las órdenes de predicadores. Paulatinamente, desde la conversión del emperador Constantino al Cristianismo y durante la Edad Media, la mayoría de los ciudadanos europeos, de norte a sur y de este a oeste, vivieron en consenso acerca de la naturaleza de Dios y de las consecuencias que esta naturaleza divina imponía a los individuos y a las sociedades.


Pero a la universitas christianorum medieval siguió una cultura y organización política germánica y anglosajona que no sólo nacieron enfrentándose a la Iglesia Católica -protestando contra ella- sino que poco a poco se desarrollaron contra la cultura cristiana romana y los Estados vinculados a esa confesión -Irlanda en el caso de Inglaterra, España en el caso de los Países Bajos, Francia en el caso de Alemania-. Cada moderna nación europea moldeó sus propias costumbres sociales, su idea de legitimación política y su idiosincrasia mental y espiritual sobre la base de su religión particular: Cuius regio, eius religio -«En cada país, la religión del monarca»-.


No obstante, la religión nacional sustentadora de unos Estados armados expansivos se transformó en fuente generadora de nuevos conflictos y guerras, las que han recorrido el continente europeo y las islas británicas desde la Guerra de los Cien Años hasta la II Guerra Mundial y el Holocausto.


Exhaustas después de tan colosales desastres, numerosas naciones europeas han desterrado de sus constituciones políticas la referencia al protestantismo, al catolicismo, al luteranismo, a la ortodoxia, etc., como a religiones de Estado y sustancia ideológica de la correspondiente ciudadanía. En aquellos países europeos en los que el monarca jefe del Estado permanece vinculado a una confesión cristiana -Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Noruega, etc.-, este nexo ha perdido su significación original para ser sustituido en términos prácticos por una política de amplia tolerancia con cada una de las religiones practicadas en los límites del territorio del Estado.


La aconfesionalidad religiosa constitucional y práctica de la mayoría de los Estados europeos actuales fue precedida por la crítica filosófica del rol que la religión y, en particular, el estamento y las instituciones clericales -monjes, monasterios, órdenes religiosas- habían jugado en la sociedad europea moderna. Esta fue la labor de la Ilustración francesa, que posteriormente fue continuada bien teórica, bien prácticamente, por el Código de Napoleón, las revoluciones marxistas y el pensamiento político laicista en nuestros días.


LA CIENCIA POLÍTICA


Inspeccionemos nuestro siguiente tipo ideal, que se refiere a la filosofía. Como en los viejos tiempos, entre los pensadores atenienses, la filosofía ha reclamado en los tiempos modernos su derecho a ser considerada un nuevo modelo -el quinto en nuestra lista- de síntesis cultural. Pero para alcanzar la «cultura racional» que la filosofía política de nuestra época ha asegurado es realizable si se siguen sus principios generales enteramente racionales, era necesario que se presentase a sí misma como una «ciencia». Ni a partir de la tradición, ni a partir de la autoridad -eclesiástica o de cualquier otro tipo-, ni a partir de la credulidad supersticiosa: los principios y deducciones críticas defendidos por Voltaire, Hegel, Mill, Marx, los filósofos de la Escuela de Fráncfort o por Russel se han propuesto productos descendientes directos de la ciencia.


La experiencia personal individual, como en Kierkeegard, Nietzsche y en general en los filósofos existencialistas, lo mismo que el pensamiento político universalizante hasta el final del siglo XX, cuando ocurrió la caída del Imperio Soviético, han destrozado todas las certezas acerca de la aptitud de un pensamiento político científico y universalmente válido para organizar la vida política y social de las naciones europeas. En consecuencia, no hay en nuestros días sistema filosófico en el que quepa confiar como fuerza directiva de la organización social.


LA CIENCIA EMPÍRICA


El sexto modelo europeo de síntesis cultural que queremos presentar aquí tiene su fundamento en la metodología empírica. Dondequiera que medre la ciencia moderna, el empirismo se presenta como una fuerza capaz de remover las tradiciones sociales, la religión o la filosofía abstracta del lugar que éstas han ocupado alguna vez en tanto que principios sintéticos en la cultura europea. En este concepto típico ideal, la metodología de la Física moderna y de la Cosmología, primero; y la metodología de la Química, la Mineralogía, la Biología y en general la de las Ciencias Naturales, después, han sido propuestas como guías para la metodología de las ciencias históricas, sociales y antropológicas.


Ello dio origen a una de las principales preocupaciones de esa metodología elevada a sistema, que es el kantismo, y que concluyó por afirmar que la vida práctica de los individuos y de las naciones está sujeta sólo a la voluntad humana, pero no a la razón -empírica-, es decir: que no hay lugar para una filosofía práctica empírica.


El pensamiento sociológico europeo -la ciencia pos kantiana que empezó presentándose como una metodología «empírica», no filosófica, pero con amplitud suficiente para controlar intelectualmente el desarrollo social de las naciones-, es en nuestros días poco más que una técnica para la conducción eficaz de encuestas de opinión.


Por su parte, la antropología empírica ha resultado ser mucho más exacta cuando estudia pequeñas comunidades primitivas, ya desaparecidas, que al analizar las modernas sociedades industriales de masas, en que vivimos.


LAS ARTES


Hablemos del último modelo de síntesis cultural de nuestra lista, que engloba las distintas manifestaciones artísticas desarrolladas en suelo europeo. Para la mayoría de las más antiguas de ellas, el mundo «sagrado» proporcionaba el espacio fundamental donde podían desarrollar sus principios; y los príncipes eclesiásticos -o durante periodos históricos convulsos, los monasterios- devenían la principal fuente de financiación para llevar a cabo estas obras artísticas. En estas condiciones nacieron con propósitos litúrgicos las realizaciones de la arquitectura, la música, la pintura y la escultura desde los tiempos más o menos pacíficos de las catedrales medievales hasta el de las Misas escritas por Mozart por encargo del arzobispo de Salzburgo.


Cuando las monarquías asumieron la forma de Estados nacionales, el prestigio político del soberano y de su corte fueron los principales promotores de nuevas y más modernas manifestaciones artísticas como el teatro, el ballet, la ópera, que proveían de entretenimiento a las jornadas reales; o la ebanistería, la cerámica, la tapicería y la relojería preciosas que proveían sus palacios, sitios de caza o de recreo, etc., de objetos de lujo.


Mano a mano con el despertar de las revoluciones políticas y de la conciencia del papel que los individuos pueden jugar en la transformación de las estructuras políticas y sociales en que viven, la forma más moderna de arte -la novela del siglo XIX y de comienzos del XX en Europa- vino a mostrar cómo el héroe, la heroína «de nuestro tiempo» pelean contra su entorno social, o contra las ideas y emociones y costumbres que éste trata de imponerles.


Pero de nuevo la evidencia de que hay momentos en la historia de Europa, como durante la II Guerra Mundial, en los que los seres individuales son indistinguibles del grupo social al que todo el mundo los refiere -los individuos alemanes, a la Alemania nacionalsocialista; los individuos judíos, al pueblo encaminado al exterminio por el nazismo; los individuos ingleses o americanos, a las naciones obligadas a detener el nazismo y el fascismo en Europa; los individuos ucranianos y rusos, a las naciones que debían afirmar el socialismo por medio de la derrota del fascismo-: la monstruosidad del resultado de este proceso abortó el desarrollo de la novela en la forma que había sido cultivada en los periodos anteriores, orientándose hacia las conquistas psicológicas y espirituales del individuo.


En la cuenta posmoderna de nuestros días, una vez que los diferentes nacionalismos han agotado la capacidad de los ciudadanos de responder a ningún requerimiento vital extracotidiano, parece que el heroísmo, no importa de qué género, está también fuera de lugar.


AGOTAMIENTO DE LAS FÓRMULAS


En la actualidad, la construcción jurídica de Europa ha alcanzado en mi opinión su límite. Las dificultades para aprobar el Tratado Constitucional de la Unión Europea muestran a las claras qué lejos queda la simple elaboración de leyes por políticos profesionales del logro de una comunidad cultural efectiva.


Lo mismo cabría decir acerca de la aptitud de las actividades mercantiles, empresariales o financieras para crear una nueva síntesis cultural. Más bien hay que pensar que el éxito económico de la Unión Europea ha producido un problema cultural: el de la integración de los millones de individuos de otras áreas culturales, venidos hasta nosotros legal o ilegalmente para buscar oportunidades vitales.


Razones más poderosas nos permitirían sacar conclusiones todavía más sombrías al pensar en la religión como uno de los posibles principios para rellenar el vacío de cultura civil que se observa en la actualidad en Europa. No es sólo que muy probablemente sensibilidades religiosas de variado tipo estén en la base de la escasa o nula inculturación de amplios sectores de la población inmigrante en nuestro entorno: es más bien que el fanatismo religioso nutre sin duda el terrorismo que constituye la preocupación número uno de los actuales gobiernos europeos.


El hecho de que los sistemas filosóficos no pueden satisfacer con sus cantos de sirena las distintas formas de unidad que demanda Europa en nuestros días, se muestra palmariamente en las distintas formas que la filosofía ha adoptado para no desaparecer del mapa. Es evidente que desde el pensiero debole hasta la concepción habermasiana de la validez como metodología procedimental de discusión en público, la filosofía actual es incapaz de señalar ningún contenido significativo para la vida individual o social. La filosofía es un entretenimiento, o una plantilla para discutir con pulcritud en público, o no es nada.


Y por lo que se refiere a las ciencias empíricas, sigue siendo absolutamente válido aquello que Max Weber ofreció como conclusión de su estudio sobre los efectos de las ciencias empíricas en la sociedad de su tiempo -la nuestra-: que cuanto más eficiente y exactamente desarrollan las ciencias empíricas su materia específica por medio de un conocimiento cada vez más especializado internamente, menos sabe el ciudadano común, no especializado acerca de los fundamentos racionales de las esferas de acción tecnológica, económica o jurídica que resultan de aquellas ciencias y en las que se ve envuelto cada día. El ciudadano actual cree en la naturaleza racional del mundo práctico en el que vive, pero sabe de ella probablemente menos que el cazador primitivo sabía acerca de la condición mágica del medio en el que se movía, y en el que lograba hacerse valer con bastante solvencia, por cierto.


Quiero acabar este ensayo hablando de la belleza como posiblemente nuestra mejor oportunidad para alcanzar en un grado significativo cierta integración cultural en Europa.


AFIRMACIÓN DE LA SENSIBILIDAD Y DE LA IMAGINACIÓN


Así lo pienso, en primer lugar, porque las artes no impiden el libre progreso de las facultades de conocimiento sensible, como la ciencia filosófica siempre lo ha hecho, las religiones habitualmente y la ciencia empírica hasta cierto punto. Es por el contrario una cuestión de principio que las artes promueven toda suerte de conocimientos sensibles, caracterizados por su inmediata evidencia a las correspondientes capacidades humanas: la de ver, oír, palpar, intuir el espacio, percibir el volumen de los cuerpos o su movimiento, imaginar caracteres humanos extremos, etc.


Todos los conocimientos sensitivos se caracterizan además por estar al alcance de todo ser humano orgánicamente maduro; y por la gozosa conciencia, en principio también universal, de que la propia sensibilidad se va ensanchando gracias a la acumulación de experiencia de cualidades y armonías compositivas, que percibimos en cada forma particular de arte.


Las artes, pues, son formas democráticas de conocimiento.


EL PRINCIPIO DE NO CONTRADICCIÓN, INACTIVO


Además, y de modo contrario a lo que sucede en otro tipo de conocimientos, las artes no quedan sujetas al principio de no contradicción.


Una afirmación artística, no importa si relativa o absoluta, sobre determinada materia no es incompatible, como lo es en toda ciencia, con la afirmación simultánea del valor artístico de la cualidad opuesta aplicada a exactamente la misma materia. La apariencia grave y seria de una mujer retratada por Da Vinci no excluye la presencia en la misma figura y al mismo tiempo de otras cualidades contrarias a las mencionadas, como la ironía, la coquetería, etc. Más aún, la presencia simultánea de esas cualidades contradictorias referidas a la misma materia, incrementa la atención y el interés que tendremos que prestarle si queremos discernir a fondo esos contenidos, de modo que el efecto artístico de la obra como un todo queda reforzado.


De nuevo, un drama, una novela o incluso una película mostrará habitualmente los caracteres más nobles tratando socialmente con los más villanos, los cínicos en confrontación con los ingenuos, los débiles con los fuertes, la persona fiel obligada a convivir con un traidor. Ni el teatro ni la novela ni el cine deben demostrar, como sí tienen que hacerlo las ciencias filosóficas moral o política, que el cinismo o la infidelidad o la ruindad producen actos despreciables, cualidades odiosas en los seres humanos, de modo que esos actos deben considerarse vergonzosos y censurables ética o políticamente; ni deben demostrar tampoco que la sinceridad, la fidelidad o la justicia hacen dignos de amor a los seres humanos, y que por tanto son dignas de elogio y ética o políticamente recomendables.


Es verdad, pues, que las artes no juzgan las materias de las que tratan, sino que simplemente las muestran en su carácter de justas y elogiables o injustas y despreciables. No es el escritor, ni el dramaturgo ni el cineasta quien debe juzgar sus creaciones, sino los receptores de sus obras. Además, éstos no lo harán habitualmente, ni sólo ni principalmente, por medio de razonamientos, sino concediendo o denegando su simpatía a los caracteres que le son presentados y a la evolución de los mismos al interactuar con los avatares de la casualidad, el trato social con otros individuos, sus desarrollo individual mental o afectivo, etc.


LA INTUICIÓN ARTÍSTICA


Pero esta capacidad del artista para hacer convivir a dos o más cualidades opuestas en el mismo espacio o en la misma materia no sólo no le exime de un gran esfuerzo mental, antes al contrario: se demanda de él una síntesis intelectual más elevada que aquella que las ciencias reclaman habitualmente de quienes las practican. Lo que cada arte exige de sus practicadores tiene poco que ver con la facultad de deducción lógica a partir de determinados principios dados, que las ciencias demandan de los suyos. La creatividad artística solicita de cada persona que se le aproxima el descubrimiento mediante la intuición espiritual -emocional al tiempo que intelectual- de unos más amplios principios compositivos, que permitan observar los fenómenos de la vida como una nueva y más comprensiva síntesis.


O por decirlo de otro modo: las artes buscan principios que permitan componer cualidades nunca vistas, nunca oídas, nunca referidas en los respectivos dominios artísticos; o bien componer determinados fenómenos de un género con los de otro género con el que no se sospechaba que pudiera guardar relación alguna o que, inclusive, se supusiera que estaban en una, más bien, de antagonismo.


La intuición intelectual creativa tiene que ver, en último término, con la habilidad para establecer metáforas y contrametáforas que Aristóteles atribuía a los grandes poetas y a los grandes retóricos, pero en absoluto a los filósofos científicos.


Las metáforas hacen reconocible de manera sensible y consciente la similitud en una misma materia o sujeto de dos o más fenómenos considerados en la vida cotidiana heterogéneos o independientes: la relación entre las revoluciones políticas y la delación, por ejemplo, según mostró por primera vez y de la manera más clara Dostoyevski en Los demonios.


O bien, las metáforas muestran como dos fenómenos heterogéneos, haciendo manifiesta su disimilaridad, aquello que el sentir común supone ser lo mismo en una materia o sujeto. La idea de que la rectitud moral habita en todos los individuos de determinado grupo eclesiástico es la que, por ejemplo, trata de combatir como universal La Regenta de Clarín.


Si esa nueva síntesis intelectual, pero metaargumentativa acerca del modo como se componen o descomponen algunos rasgos o características de la vida humana, se logra hacer sensible o imaginable para el lector o el espectador, entonces todo ser humano podrá reconocerla y hacerse consciente de ella. Los descubrimientos intelectuales del arte tienen también, por tanto, su vertiente democrática.


Pero por importante que fuera ahondar aquí en cómo los dramaturgos o los novelistas o los realizadores de cine han hecho importantes descubrimientos acerca de la vida individual y social y los han comunicado a sus contemporáneos, quiero referirme ahora a un género de resultados más hondamente democráticos que cabe esperar de la intuición artística. Me refiero a los efectos que las obras de arte pueden tener y tienen en las esferas de la ética y de la política.


ARMONÍA SENSITIVA Y ARMONÍA MORAL


La armonía compositiva lograda por una obra de arte, gracias a la cual determinados elementos o conceptos opuestos se muestran viviendo uno junto al otro, referidos al mismo marco de espacio o de tiempo, en el mismo lienzo o en el mismo curso de acción, puede ser considerado como una suerte de guía espiritual para el manejo de las contradicciones morales.


Todo ser humano experimenta de vez en cuando el esfuerzo moral que tiene su origen en ese dualismo en el que parece hemos sido modelados. Podemos, por ejemplo, sentir atracción sexual por la mujer de nuestro vecino o la mujer de nuestro hermano, pero nuestra razón nos conmina a no ceder a ese deseo. O tenemos oportunidad de ganar ilegalmente cierta importante cantidad de dinero si nos aprovechamos de un secreto profesional sin hacernos, por lo demás, sospechosos ante nadie, pero al mismo tiempo nuestra conciencia moral puede no sentirse tranquila al verse siguiendo ese posible curso de acción. O sentimos que determinados deberes políticos, derivados de nuestra pertenencia al Estado, entran en conflicto con otros sentimientos que tienen su origen en la comunidad o localidad en la que hemos nacido. Para la resolución de estos y similares casos, la lógica de la ciencia nos será de poca ayuda: si aplicamos el principio de no contradicción y la capacidad de deducción lógica, no hay modo práctico de conjuntar las esferas antagónicas de acción en las que nos vemos envueltos.


CONVIVIR CON LA CONTRADICCIÓN


Por su parte, capaces como son de colocar cualidades antagónicas unas junto a otras, las artes sin embargo demandan de sus espectadores y lectores una amplitud de miras intelectual y emocional normalmente más comprehensiva que la que la ciencia demanda a sus cultivadores. El efecto continuado de la belleza sensible e imaginativa sobre el espíritu ensancha la liberalidad individual, gracias a la cual los beneficiados por ella tenderán a aceptar en sus mentes dos ideas opuestas sobre un mismo concepto, o a aceptar en su capacidad emocional dos movimientos afectivos opuestos acerca de la misma persona o un modo de comportarse.


Como en los productos de ficción creados por las artes, los conflictos reales -personales-, mentales tanto como emocionales que se ven forzados a convivir en nuestras almas pueden concluir en un drama colosal. O en una grave enfermedad. O en un crimen. Pero también pueden concluir en una sonrisa, o incluso en una sonora carcajada.


Más allá de las patologías clínicas o de las ofensas tipificadas como delitos penables, el resultado final de las energías que combaten como opuestos en nuestro ser depende de cada persona. No hay soluciones ni remedios universales, de esos que las ciencias han asegurado ser capaces de proporcionar, sino sólo soluciones personales. El rango de la amplitud espiritual de cada persona depende de su sensibilidad, de sus experiencias vitales y también de su experiencia en la percepción de producciones artísticas. Cuanto más acostumbrado esté uno a admitir en su sensibilidad y en su imaginación fenómenos de ficción contradictorios, tanto mejor podrá gobernar sentimientos e ideas realmente contradictorios.


Cuando menos, a esos individuos les cabe esperar que las contradicciones que están experimentando en carne propia en la hora presente se verán resueltas, o disueltas, en el futuro. La esperanza es uno de los grandes efectos que artes de todo género han alumbrado en los espíritus humanos. Si la experiencia sensitiva o imaginativa de productos de ficción abandona a los espectadores sin paz mental o emocional, sin esperanza de que en último término todas las contradicciones y fenómenos opuestos alcanzarán reconciliación, en ese caso, esos productos podrán difícilmente ser llamados artísticos -resultado de la proporción y la armonía en cualidades y cantidades perceptibles compuestas-. Esto es al menos lo que Aristóteles exigía de la catarsis, un momento enteramente subjetivo pero esencial en la experiencia de toda obra poética.


Además, es difícil imaginar a nadie saliendo de un teatro o de un cine, después de haber presenciado la representación o la proyección de una obra maestra, con ánimo de pelear contra nadie. Lo contrario es lo más usual, porque la experiencia personal de la armonía y la proporción en materias sensiblemente perceptibles favorece en nosotros una amnistía siquiera temporal con la humanidad, con los conflictos que teníamos pendientes de juicio con ella. Por descontado que no hay ninguna relación causal directa, razonable, entre los dos fenómenos -una buena sesión de cine y la benevolencia universal-, pero a pesar de todo es verdad que las experiencias estéticas nos reconcilian con la vida en general, y por tanto con los seres humanos en particular.


Además, una elevada educación estética, desarrollada con éxito entre los ciudadanos de un país produce, sin duda, numerosos beneficios políticos.


ARMONÍA SENSITIVA Y ARMONÍA POLÍTICA


Un ciudadano que se ha desarrollado y madurado a la luz de las experiencias estéticas no se precipitará, por ejemplo, a demandar de la comunidad civil la realización inmediata y absoluta de eso que las así llamadas ciencias sociales han declarado «consecuencias lógicas» de sus principios. Al menos, ese ciudadano o ciudadana no condenará a la manera hegeliana todo aquello que no sea racional, dando por supuesto, como Hegel lo hizo, que «la razón» y «la ciencia» están enteramente de nuestra parte, mientras que ellos -la otra parte- están desprovistos de todo asomo de racionalidad. Éste es el motivo por el cual el ciudadano de alto desarrollo estético actuará aún menos en sentido marxista, es decir, dándose prisa en emplear medios violentos para alcanzar inmediatamente ese estado social final que la así llamada ciencia histórica de Marx sostiene que es por necesidad el final lógico del proceso -la única solución social enteramente racional-.


No es mi propósito discutir aquí si las revoluciones políticas violentas que han tenido lugar en Europa, y de las que han resultado en gran parte los sistemas de representación política democráticos de que gozamos en nuestros días, pueden ser justificados o, por el contrario, condenados con base en razones solamente estéticas. La realización del ideal de Justicia -así, con mayúscula, por representar toda la belleza social que cabe imaginar-, ¿demanda toda esa fealdad moral que las revoluciones han generado y arrastrado consigo, para lograr hacerse efectivas? No puedo entrar en esta importante cuestión, que enlaza directamente con el problema planteado por Platón en la República y con Tolstói en Mi confesión; sino concluir sólo a manera de tentativa provisional que si el conjunto de la población europea coetánea de esas revoluciones hubiese conocido un mayor desarrollo en valores estéticos -un desarrollo reservado entonces, como es sabido, a la clase de la aristocracia-, esas revoluciones políticas podrían haber tenido unos resultados más enriquecedores.


En todo caso, si hace dos o tres siglos la belleza y los bienes artísticos no estaban suficientemente democratizados, en nuestros días ya lo están y ahora podemos exigir de esa democratización nuevos resultados políticos.


FINAL DEL BIPOLARISMO LÓGICO


Especialmente si prestamos atención al hecho de que, en la mayoría de las artes, las cualidades o condiciones opuestas entre sí no constituyen habitualmente un par de elementos contradictorios, omniabarcantes y excluyentes entre sí, como ocurre en las ciencias, sino que crean un campo complejo de relaciones de oposición abierto y de juegos indirectos.


Por ejemplo, tratándose de los colores, lo opuesto a una mancha roja es una mancha azul no menos que una mancha amarilla: los colores básicos irreductibles entre sí no son dos, sino tres. Más aún, estos colores básicos se encuentran los tres en relación de oposición con el negro y con el blanco, que a su vez son opuestos entre sí. O tratándose de las figuras perceptibles, el círculo se opone al cuadrilátero tanto como al triángulo, y el punto a la línea no menos que al volumen. En el drama, el personaje liberal se opone al avaricioso tanto como al pródigo y al nuevo rico. Tratándose de sonidos musicales -y refiriéndonos sólo a la cultura occidental-, hay siete sonidos perceptibles como tonos completos, que pueden combinarse entre sí armónica o disarmónicamente.


En cambio, si en la ciencia Física, por ejemplo, un fenómeno se explica con ayuda del modelo corpuscular, no puede ser explicado al mismo tiempo de acuerdo con el modelo ondular. Al menos, como cuando se trata de la luz, si nos vemos obligados a explicar diferentes aspectos de un mismo fenómeno con la ayuda de modelos opuestos, debemos admitir que la naturaleza final, real del fenómeno permanece ignota para nosotros.


Algo análogo sucede con la lógica de la vieja política, para la cual la afirmación del Reino Unido, o de España, o de Alemania, o de Turquía en Europa equivalía a la negación -en términos de política pragmática: aniquiliación- de Irlanda, de los Países Bajos, del pueblo judío, de Grecia.


Esta lógica política forma parte del pasado; en nuestros días, la lógica creativa de las producciones artísticas señala el camino hacia la composición de oposiciones múltiples entre partes o partidos que, tomados como elementos no binarios de un conjunto más amplio, no son enteramente contrarios entre sí ni enteramente contradictorios: las oposiciones son siempre relativas, abiertas a ulteriores determinaciones a cuenta de otros elementos y paralelas a unas fuerzas de atracción que, por lo mismo, tampoco son exclusivas sino abiertas a posibles contradicciones parciales y llamadas a crear síntesis superiores, al modo de las buenas obras de arte.


Que en el espacio político europeo actual intervengan veinticinco unidades nacionales, cada una con sus propios intereses, con sus viejas amistades y sus enemistades viejas; con sus nuevos socios y sus secretos o declarados competidores; con inéditas vías de circulación, central o periférica: toda esa diversidad de la multiafirmación particular y de la multinegación también particular es la condición de posibilidad de un juego constructivo a partir de elementos opuestos y sin embargo constituyentes de un espacio de convivencia atractivo y sólido.


Finalmente, las artes prometen que en Europa recuperaremos el espacio público para la religión. No, desde luego, para el uso monopolístico de una religión oficial, sino para la tolerancia mutua de variadas y numerosas prácticas y ritos religiosos, unas privadas y otras públicas. Esto hará justicia al sentir de aquellos ciudadanos para los cuales la religión es importante civilmente, sin inquietar al mismo tiempo a aquellos otros que se reconocen «faltos de oído musical en materia religiosa» (L. Tolstói) o a aquellos que simplemente quieren negar la existencia de Dios, lo mismo en público que en privado: si la esfera pública no está enteramente consagrada al teísmo o al ateísmo, al judaísmo o al mahometanismo, a la mentalidad protestante o a la mentalidad católica, sino a todos ellos por igual, la religión en su conjunto creará en Europa un escenario público más rico, más ampliamente diferenciado y por tanto más atractivo y hermoso.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005