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Nada sería lo mismo en las confrontaciones bélicas tras la Gran Guerra. No solo por su dimensión global, sino por el poder destructivo de las armas modernas, que causaron millones de víctimas, y las convulsiones sociales. Tenía entonces el cinematógrafo la tierna edad de veinte años y todavía no había aprendido a hablar, aunque sus balbuceos ya producían obras notables como El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, David Wark Griffith, 1915).

No obstante, en el periodo 1914-1918 se filmó un valioso material documental. Mucho se ha perdido, pero parte está a disposición de los investigadores en The European Film Gateway 1914, proyecto de la Comisión Europea con motivo del centenario de la Gran guerra, con más de 650 horas de metraje digitalizado de 29 filmotecas y archivos europeos. Ahí hay imágenes del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, el día de su asesinato, detonante de la guerra, y, por supuesto, de las trincheras. Este material fílmico permitió elaborar trabajos de divulgación, como The Great War, serie documental de la BBC de 1964-65 donde intervinieron los historiadores militares John Terraine y Correlli Barnett.

En el terreno de la ficción, y próximas temporalmente al conflicto, no hay películas que lo aborden con hondura. Excepción parcial sería ¡Armas al hombro! (Shoulder Arms, 1918). Mucho antes de su demoledora mirada a Adolf Hitler en El gran dictador (The Great Dictator, 1940), y cuando la Primera Guerra Mundial se acercaba a su final, Charles Chaplin orquestó este divertido slapstick, donde sus heroicas ensoñaciones como soldado propiciaban la captura del káiser. Un humor muy diferente al de la sátira musical ¡Oh, qué guerra tan bonita! (Oh! What a Lovely War, Richard Attenborough, 1969), o al de la serie televisiva Blackadder Goes Forth (Richard Boden, 1989), con Rowan Atkinson, el popular Mr. Bean.

Por su parte, Cecil B. DeMille citaba el hundimiento del Lusitania en La pequeña americana (The Little American, 1917), donde el barco de Mary Pickford, joven heredera estadounidense con dos pretendientes europeos, es torpedeado por un submarino alemán.

Las películas de entreguerras

El transcurso de una década, la llegada del sonoro y el desarrollo de una literatura sobre la Primera Guerra Mundial propició una serie de películas importantes en el periodo de entreguerras. Si tenemos en cuenta la extendida opinión de que la Segunda Guerra Mundial no fue más que la continuación de la primera, cerrada en falso, no resulta disparatado considerar tales novelas y filmes como parte del sincero esfuerzo de los artistas por restañar las heridas bélicas en la memoria colectiva, una expresión del deseo de dar la guerra por concluida, y no de continuarla. Prima así en las películas un tono realista, nada glorificador de las acciones bélicas, narradas con tal minuciosidad técnica que de algún modo marcaron las pautas para cualquier filme posterior que quisiera narrar con credibilidad lo acontecido en la Primera Guerra Mundial. Y los soldados aparecen como personas normales, que nunca tienen la sensación de hacer algo extraordinario, más allá de cumplir con su deber, primero con entusiasmo, luego con resignación.

Título importante fue Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, Lewis Milestone, 1930), Oscar a la mejor película. Hollywood adaptaba la novela del alemán Erich Maria Remarque publicada un año antes, y abría con unas significativas palabras del autor: «Esta historia no es una acusación ni una confesión, y menos aún una aventura, pues la muerte no es una aventura para aquellos que se enfrentan de pie a ella. Trata simplemente de una generación de hombres que, aunque escaparan de las bombas, quedaron destrozados por la guerra». El horror bélico que sigue a la ilusión de los jóvenes alemanes podía ser entendido por ambos bandos. Pero grupos nazis protestaron con violencia por el estreno en Berlín y la película fue prohibida en Alemania.

Remarque volvió a ser adaptado en Tres camaradas (Three Comrades, Frank Borzage, 1938), con guión de Francis Scott Fitzgerald, donde se reincide con marcado romanticismo en la necesidad de superar las heridas de la Gran Guerra, a través de tres amigos excombatientes, prendidos de la misma mujer. El filme, aunque esperanzado, no negaba las dificultades reales: la crispación del ambiente político, las dificultades laborales, e incluso una enfermedad fatal.

El mismo año de Sin novedad en el frente, G.W. Pabst entregaba Cuatro de infantería (West Front, 1930), película alemana que transcurre hacia el final de la guerra. Basada en la novela de Ernst Johanssen, mostraba los efectos del bloqueo aliado en los civiles: el hambre empuja a la esposa de un soldado a favores de alcoba, y a su madre a no dejar la cola de las raciones para saludarle, recién llegado de permiso. A los nazis no les agradó, su pesimismo apuntalaba su teoría de la puñalada en la espalda, según la cual la Primera Guerra Mundial se perdió por culpa de dirigentes poco patriotas. Aun así, también por parte aliada se mostraba en El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, James Whale, 1931) —basada en la obra de Robert E. Sherwood, versionada luego por Mervin LeRoy en 1940— esta degradación moral de los civiles.

También influyó en ambos bandos End’s Journey, de R. C. Sherriff, éxito en la escena con Laurence Olivier. Escrita en 1928, se sitúa en las trincheras británicas en Aisne, en plena Operación Michael. La humanidad de los personajes y sus temores los entendía cualquiera, así que fue objeto de sendas adaptaciones fílmicas británica —El final del viaje (End’s Journey, James Whale, 1930)— y alemana —El otro lado (Die andere Seite, Heinz Paul, 1931)—, además de versiones posteriores como Ases del cielo (Aces High, Jack Gold, 1976), que traslada la acción a las fuerzas aéreas, y la televisiva Final de partida (End’s Journey, Michael Simpson, 1988).

John Ford abordó una historia de alemanes y americanos, Cuatro hijos (Four Sons, 1928), que sigue a los cuatro vástagos de una viuda bávara, uno de los cuales marcha a Estados Unidos. Al estallar la guerra, su nuevo país es neutral y sus hermanos luchan por Alemania. Pero llegará el momento en que se encontrarán en bandos opuestos.

Ya en la Alemania nazi se filmó Stoßtrupp 1917 (Hans Zöberlein, 1934). Producción de la UFA destinada a elevar la autoestima nacional, evitaba la propaganda de trazo grueso. El director y coguionista, distinguido militarmente en la Primera Guerra Mundial, adaptaba su propia novela, un best-seller presentado por Adolf Hitler. Contra pronóstico, no es una historia especialmente beligerante, y recrea con realismo la guerra de trincheras en 1917, en Champagne, Flandes y Cambrai. Llama la atención la calidad de los planos generales, con auténticas explosiones de artillería, lo que permite apreciar las técnicas de creación de cortinas de fuego para permitir avanzar a la infantería. Aparecen también los tanques, el gas letal y las máscaras, y el lanzamiento de panfletos para minar la moral del enemigo. Resultaba muy emotiva la escena en que un soldado improvisa un árbol de Navidad y un camarada toca con la armónica «Noche de paz».

La cinta francesa Verdun, visions d’histoire (Léon Poirier, 1928) usa metraje auténtico de esa batalla y adopta un enfoque pacifista en la escena celestial con dos ángeles que se llevan a dos combatientes muertos, uno francés, el otro alemán. Mientras que Las cruces de madera (Les croix de bois, Raymond Bernard, 1932), según la novela de Roland Dorgèles, se fija en las personas desde las primeras imágenes de los soldados, sobreimpresionadas con las cruces mortuorias de los campos, como canta la tropa «si no obtienes la cruz al mérito militar, conseguirás al menos la cruz de madera».

El frente occidental, que iba del mar del Norte a la frontera de Francia con Suiza, se mantuvo casi inalterado durante toda la contienda, y la guerra de trincheras allí desarrollada ha sido repetidas veces representada en el cine, en títulos como los ya citados. Camino a la gloria (The Road to Glory, Howard Hawks, 1936), en cuyo guión intervino William Faulkner, transcurre en Champagne, con detalles argumentales como la coincidencia de un soldado con su padre en la misma unidad.

La entrada de Estados Unidos en la guerra en 1917 propició que el cine hollywoodiense retratara la participación de sus soldados en la contienda. Bastante tempranamente King Vidor filmó El gran desfile (The Big Parade, 1925), donde un joven madura a raíz de su participación en la guerra. También destacan las dos versiones de El precio de la gloria (What Price Glory, 1926 y 1952), de Raoul Walsh y John Ford, que a partir de la obra teatral de Maxwell Anderson y Laurence Stallings, de 1924, dibujan la rivalidad sentimental de dos soldados recién llegados a Francia. Y las de la novela de Vicente Blasco Ibáñez, de Rex Inham y Vincente Minnelli, Los cuatro jinetes del apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse, 1921 y 1961).

La guerra está en el aire, y los otros frentes

La guerra en el aire, aunque no tuvo la misma importancia que en la Segunda Guerra mundial, atrajo enseguida a los cineastas, por las espectaculares imágenes que se podían filmar. Así, la primera película de la historia en ganar un Oscar fue Alas (Wings, William A. Wellman, 1927), basada en la experiencia bélica del director. Un gran amante de los aviones, el millonario Howard Hughes entregó Los ángeles del infierno (Hell’s Angels, 1930). La escuadrilla del amanecer (Dawn Patrol, 1930 y 1938) conoció dos versiones de Howard Hawks y Edmund Goulding. Y alcanzó cierta aureola mítica el piloto alemán Manfred von Richthofen, conocido como el Barón Rojo, personaje central en películas de Roger Corman (1971) y Nikolai Müllerschön (2008).

En consonancia con el mejor conocimiento y divulgación de la lucha en el frente occidental, el resto de escenarios bélicos ha sido menos tratado en el cine. Sin embargo hay películas notables en esos otros teatros de operaciones.

Discurre en el frente oriental Arsenal (Aleksandr Dovzhenko, 1929), críptico pero elocuente cine mudo que juega con el simbolismo en la yuxtaposición del montaje, por ejemplo con las escenas de los efectos del gas de la risa en el combate, y donde a la Primera Guerra Mundial siguen los combates de la guerra civil revolucionaria. Y Suburbios (Okraina, 1933) muestra la Rusia zarista al estallar la Primera Guerra Mundial, con la ironía de que un trabajador en la fábrica de zapatos marcha al frente dejando atrás un posible amor, y le reemplaza un prisionero de guerra alemán, del que una muchacha se enamora. Boris Barnet destaca el papel clave de los trabajadores, intercambiables pese a su distinta nacionalidad, ellos no entienden de guerras por motivos bastardos, frente a las autoridades a punto de ser barridas de la historia por los vientos revolucionarios. En torno a la revolución ocurrida en plena Primera Guerra Mundial, destacan los filmes de Sergei M. Eisenstein como Octubre (Oktyabr, 1927), que conmemoraba el décimo aniversario.

De tono muy diferente, Mata Hari (George Fitzmaurice, 1931) retrata con Greta Garbo a la espía que obtenía información para los alemanes en campo ruso gracias a sus dotes seductoras. Producción de la Metro, tuvo respuesta de Paramount con Fatalidad (Dishonored, Josef von Stern-berg, 1931), con Marlene Dietrich espiando al servicio del imperio austrohúngaro.

En el frente italiano, en los Alpes dolomitas, se sitúa Las montañas en llamas (Berge in flammen, Karl Harti y Luis Trenker, 1931). El tirolés Trenker adaptó su propia novela, inspirada por la vivencia personal del conflicto y su amor a la montaña, él asume el papel protagonista y realiza sin dobles las escenas de escalada y esquí. Con tono documental se muestra la dureza física y psíquica de la guerra, más porque los combatientes austríacos pueden divisar desde las alturas su pueblo tomado por los italianos. Como otros filmes, es muy ilustrativo de las entonces novedosas técnicas de guerra, como el uso de la artillería y las ametralladoras, las trincheras y la tierra de nadie rodeada de alambre de espino, los ataques al enemigo socavando su posición y colocando debajo explosivos.

Transcurre también en Italia Adiós a las armas (A Farewell to Armas, Frank Borzage, 1932), según la novela de Ernest Hemingway, en que el director intensificaba la mirada romántica del amor entre un voluntario conductor de ambulancias convaleciente y su enfermera, las personas resultaban ser más importantes que determinadas causas, lo que disculpaba deserciones y permitía poner en solfa ciertos juicios sumarios. El filme —versionado por Charles Vidor en 1957— se basaba en la experiencia personal de Hemingway, tratada por Richard Attenborough en En el amor y en la guerra (In Love and War, 1996).

El italiano Ermanno Olmi está ultimando Torneranno i prati (2014), situada en la víspera de la batalla de Caporetto de 1917. Para Olmi, la Primera Guerra Mundial es «la última guerra con trazas de humanidad» y señala, al reivindicar la importancia de obrar en conciencia, que la guerra más importante se libra «dentro de nosotros, contra las omisiones cotidianas».

Y quizá en esa mirada al interior de las personas, sobresale La gran guerra (La grande guerra, Mario Monicelli, 1959), donde convive la picaresca de los dos protagonistas, que buscan como sea evitar el frente —inmensos Vittorio Gassman y Alberto Sordi—, con la realidad que obliga a tomar decisiones que comprometen y ponen a cada uno en su sitio.

Un escenario bélico poco visto en las pantallas es el turco, donde estratégicamente destacó la lucha por el estrecho de los Dardanelos, que comunica el mar Egeo con el mar de Mármara, y este por el Bósforo con el mar Negro. Gallipoli (Peter Weir, 1981) describe la contribución de los australianos contra el imperio otomano, a través de dos jóvenes atletas alistados como voluntarios. Impactan las imágenes de una auténtica carnicería ante las ametralladoras turcas, con unos oficiales empecinados en mandar a sus hombres a la muerte. A Weir le respaldó Rupert Murdoch, y usó con maestría el adagio de Albinoni para recrear el mood que embarga a los soldados antes del combate.

Palestina, Siria y la futura Jordania tienen protagonismo en la épica Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962), biopic de T. E. Lawrence, joven oficial del Imperio Británico que apuntaló el liderato del príncipe Faysal en la lucha de los árabes contra los turcos, lo que llevó a la conquista de Aqaba y Damasco.

Un escenario más exótico de confrontación es la áfrica negra. En las colonias de Alemania, la actual Tanzania, se sitúa La Reina de África (The African Queen, John Huston, 1951), comedia de aventuras según la novela de C.S. Forester. Sigue a dos hermanos misioneros, víctimas de los atropellos alemanes, que propician el incendio de su aldea. Él enloquece y muere, y ella emprende el regreso a casa a bordo del paquebote de un canadiense de costumbres muy diferentes; pese al choque de caracteres, acabarán congeniando y haciendo su particular contribución a la guerra.

Se busca la paz y la fraternidad

Bastantes películas inciden en las secuelas físicas y psíquicas del conflicto, la llamada «fatiga de guerra», aspectos de la salud entonces poco estudiados y que una mirada superficial confundía con cobardía y falta de patriotismo. La más dura es Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971), donde Donald Trumbo adaptaba su propia novela, y a cuyo guión contribuyó Luis Buñuel. La peripecia de Joe, postrado en un hospital tras un ataque, sin vista ni habla, con brazos y piernas amputados, encerrado en la oscuridad de sus pensamientos e incapaz de comunicarse, resultaba angustiosa. Casos menos extremos presentaban El pabellón de los oficiales (La chambre des officiers, François Dupeyron, 2001), donde el rostro del protagonista estaba terriblemente desfigurado, y Regeneration (Gillies Mackinnon, 1997), ambientado en un hospital que trata el estrés postraumático, donde coinciden los poetas Siegfried Sassoon y Wilfred Owen.

El creciente poder destructor de la guerra, puesto de manifiesto en la Primera Guerra Mundial, junto a las diferencias de clase de la época, dieron pie en los contestatarios años sesenta y alrededores a títulos de corte pacifista, donde se presentan muy marcadas las distancias jerárquicas. Con frecuencia los oficiales se muestran inhumanos, parece no importarles el coste en vidas de determinadas acciones bélicas, sus hombres son carne de cañón, y la desobediencia y el miedo merecen castigos severos. Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), inspirada en hechos reales novelizados por Humphrey Cobb, resulta emblemática. No seguir las órdenes de un general de bombardear a sus propios hombres, para obligarles a atacar una posición alemana, se traduce en consejo de guerra con arbitraria solución de compromiso, tres hombres pagarán por la desobediencia del resto. En el caso real, los ejecutados serían rehabilitados veinte años después. Ante episodio tan poco honorable, se puede entender que Francia prohibiera el estreno del filme.

El esquema de desobediencia a órdenes poco racionales de superiores que viven en su particular burbuja también se observaba en Rey y patria (King & Country, Joseph Losey, 1962) y Hombres contra la guerra (Uomini contro, Francesco Rosi, 1970).

En el horror bélico destacaron al inicio de la contienda las inesperadas treguas de Navidad en 1914, con momentos de confraternización con el enemigo. Abordó el tema Feliz Navidad (Joyeux Noël, Christian Carion, 2005), con la hermosa escena en que unos y otros comparten la misa del gallo. A raíz del filme, Carion creó con su colega Bertrand Tavernier la asociación Noël 14, para promover un monumento conmemorativo. Tavernier demostró sensibilidad por la Gran Guerra en Capitán Conan (Capitain Conan, 1996) —situada en el frente de los Balcanes— y La vida y nada más (La vie et rien d’autre, 1989) —donde acabada la guerra, una mujer busca noticias de su esposo, desaparecido en combate—.

Entre las incursiones fílmicas más recientes sobresale Caballo de batalla (War Horse, 2011), donde Steven Spielberg sigue a partir de la novela de Michael Morpurgo el modelo de Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), lo que permite una mirada poliédrica del conflicto a través de un caballo que conoce varios dueños, británicos y alemanes, oficiales, soldados y civiles.

Los títulos citados inciden en el clasismo trasnochado que separa a oficiales de soldados, aunque la Primera Guerra Mundial fue sintomática de que ciertas barreras empezaban a caer. Series televisivas como Arriba y abajo (Upstairs, Downstairs, 1971) y Downton Abbey (2011), señalaban que pese a las diferencias entre nobles y servidumbre, al servir al propio país unos y otros podían acabar en la misma trinchera. Aunque es Jean Renoir quien mejor apuntó lo artificial de las diferencias sociales en La gran ilusión (La grande illusion, 1937), donde el trato caballeresco que el comandante alemán Von Rauffenstein dispensa a su aristocrático prisionero, el capitán De Boeldieu, no impide que este se encuentre más cerca de su compañero, el alférez Maréchal, de humilde condición, y es que los lazos de nobleza son algo más complejo.

Crítico de Cine. Director de www.decine21.com