Tiempo de lectura: 7 min.

Parece que no mucho. En el reciente debate sobre la reforma de las Humanidades, pocas lanzas se han roto en favor de la música y, todavía hace pocos días, los profesores de música se vieron impulsados a manifestarse por las calles. Se resistían a aceptar que esta actividad fuera cosa privada más que pública. Lejanos parecen aquellos días en que, después de haber desterrado de su república a los poetas (ellos corrompían a los niños con historias de dioses más lúbricos que piadosos), Platón admitía de buen grado a practicantes y amantes de la música. Es conocido que la cultura de las musas —mousike— era el apoyo sobre el que, junto a la gymnastike, la escritura y la lectura, se alzaba el imponente edificio de la ciudadanía griega. Los soldados que, desnudos, entrenaban cada día en el gimnasio, sabían gobernar los movimientos de sus almas. Y, como buen político, Aristóteles defendía el cultivo de la música cuando, más cauto que su maestro, proscribía de la república a los ritmos y melodías frigias, por considerarlas corruptoras de la juventud, pero a las dorias las contrataba como ayas educadoras de los demócratas de Atenas.

Si alguno pensase que hablamos de otros tiempos, de otras culturas, en mi opinión se equivoca. Pocos días atrás la prensa nacional daba cuenta del milagro de un santo extraño, llamado Beethoven. Resulta que unos niños de Medellín, condenados a la violencia por el destino asociado en aquellas latitudes a la miseria, han visto que el sentido de la propia dignidad y el deseo de trabajar por un mejor futuro germinaba y se robustecía en ellos gracias a la música. Menos Prozac, más Platón, más armonía.

Mirando nuestro país y su actual coyuntura, ¿no es verdad que necesitamos también nosotros «un milagro de Beethoven» en el terreno de la cultura? España ha entrado a velocidad de vértigo en el círculo de los países más desarrollados del mundo. La vida económica y la influencia política de España en el orbe se mueve cada vez más en la longitud de onda de Alemania, de Francia, de Gran Bretaña, de Italia, de Japón o de los Estados Unidos. Pero si, en ese nuevo contexto, miramos su actual producción musical, ¿podremos decir que está a la altura de los tiempos? ¿Creamos, al menos, de un modo consciente, las condiciones de posibilidad para ser capaces de protagonizar, en un futuro no lejano, la creación de cultura en un mundo material y espiritualmente globalizado?

Creo que es necesario empezar a hablar de educación musical con la responsabilidad de quien no quiere entretenerse con juegos en casas de muñecas. Hay que abandonar los viejos esquemas tradicionales, legítimos acaso en otras circunstancias históricas, pero claramente inadecuados para una política cultural ambiciosa, de prestigio.

Ello, en primer lugar, por la verdadera valía de nuestros jóvenes. A lo largo de mi camino artísticopedagógico he tenido oportunidad de tratar en las aulas a niños rusos, franceses, belgas y españoles. Me ha asombrado, por regla general, la buena disposición para aprender de éstos últimos, al compararlos con los demás: su energía, su pasión, su facilidad para avanzar rápidamente por las etapas, siempre arduas, de la asimilación de un lenguaje artístico, incluido el musical. Pero a partir de los doce o trece años, este material psicológico espléndido empieza a malograrse; las promesas se truncan y la energía inicial se trueca en una falta de ilusión que sólo cabe atribuir a la ineptitud del sistema educativo. Cuando los jóvenes españoles deberían empezar a saber por experiencia qué hermosa e inolvidable puede ser una vivencia musical no mediatizada por los sistemas de transmisión, un exangüe sistema de «información cultural», de tópicos vacíos de conocimiento directo, acaba por frustrar las esperanzas. Y ello a pesar de los excelentes profesores de enseñanzas medias que, por lo general, encontramos en nuestras aulas.

Hay un punto del desarrollo psicológico y espiritual en que nada puede sustituir la experiencia directa de los fenómenos estéticos: la audición musical en directo, con la posibilidad de «ver» la interacción entre el director y el sonido y de apreciar la compleja relación entre los grupos orquestales; una exposición sin distorsiones del colorido o del tamaño; una proyección cinematográfica, vivencia de soledad compartida en la aura sacra de la oscura sala de proyecciones; ninguna de estas experiencias estéticas podrá encontrar sustitutos educativos adecuados en reproducciones en libro, audio o vídeo. Se precisa de otros medios para roturar un terreno en el que los verdaderos fenómenos artísticos van a liberar en nosotros potencias espirituales dormidas.

Pero el problema de la educación musical no afecta solamente a los jóvenes adolescentes de nuestro país. Por lo que a los creadores se refiere, España representa una superpotencia cultural en pintura no menos que en escultura, en novela y en lírica, en teatro y, acaso algo más modestamente, también en cine. Pero esta espléndida facultad creativa nacional no encuentra la adecuada correspondencia en el nivel de la formación artístico-cultural de los consumidores, de los apreciadores de cultura.

A medio plazo esto lastra el desarrollo del país sin duda en términos de capital humano: nos quejamos cuando los espectáculos de masas son manifiestamente toscos, de poca calidad, pero las huestes de licenciados y diplomados que, por fortuna, han salido de las aulas de nuestras universidades, no se revuelven contra ello ni hacen nada por remediarlo. Pero hay algo más inmediato y palpable: según las previsiones macroeconómicas, la cultura (especialmente la de calidad) va a ser una de las «mercancías» que más dinero moverá en un futuro próximo —¿cuántos millones de individuos han visitado ya el Gugenheim?—. Todo esto se resume en la pregunta clave: ¿podemos permitirnos el lujo de menospreciar uno de los pocos campos de la actividad humana donde lo individual y lo social, lo espiritual y lo económico, tienden a fundirse en una perfecta armonía, si encuentra las condiciones adecuadas?

La necesidad de formar a los «demandantes de cultura» no puede ni debe ser satisfecha con productos de baja o dudosa calidad; así, no sólo ahogaríamos los mercados sino encogeríamos también las posibilidades expresivas y culturales de las nuevas generaciones. No basta con aumentar el número de conciertos para los jóvenes de todas las edades: a la calidad nunca se ha llegado por incremento de la cantidad. Hay que diseñar una estrategia educativa que, dentro de la pluralidad conceptual propia de las actividades artísticas, permitirá a los futuros oyentes, espectadores y amantes de la cultura rechazar todo lo que se conciba como sucedáneo, plagio o fenómeno de imitación. El logro de una vida buena, a la que aspira toda sociedad democrática, tal vez no sea un negocio inmediatamente rentable, pero las sociedades que la hacen posible tienen asegurada, por el género de vida de sus ciudadanos, su permanencia a medio y largo plazo: ¿quién deseará que algo así desaparezca?

UNA PROPUESTA: LA ORQUESTA EDUCATIVA

Si echamos una mirada a nuestro pasado no tan lejano, encontramos un ejemplo para el proyecto que vamos a exponer a continuación. Se trata de la Barraca lorquiana, que llevaba la cultura a los más recónditos rincones del país. Pero como el interés general se centra actualmente en torno a la música como medio aún más universal que el teatro, la propuesta de una orquesta educativa podría convertirse en el centro de una amplio proyecto cultural.

Un proyecto de estas caractarísticas no puede ser realizado únicamente a partir del entusiasmo de los artistas con vocación para esta noble labor. Serían precisos esfuerzos privados y públicos de todo tipo para trabajar al unísono en una empresa musical que persiguiera sistemáticamente los siguientes objetivos:

Facilitar a los jóvenes el acceso a productos culturales creados de acuerdo con los más altos estándares de calidad. No queremos ciudadanos tullidos, ciegos y sordos para las más altas manifestaciones de la cultura, no queremos organizaciones musicales sucedáneas de una gran orquesta, ni programas de conciertos que sirvan como «ensayos» para otros conciertos considerados, éstos sí, como «importantes». Insisto en hablar de la labor sistemática de un colectivo de alto nivel especializado, consagrado a la tarea de propagar la mejor música entre los jóvenes de todo el país.

Educar a quienes viven o van a vivir «en» y «de» su cultura, de tal manera que posean los valores y criterios que les permitan exigir, distinguir y apreciar obras musicales de cuaquier género procedentes de Viena, Berlín, Moscú o Nueva York, o de nuestro propio glorioso y a menudo semiolvidado pasado musical.

Desarrollar los grandes acontecimientos culturales en el cruce de diferentes artes para potenciar el desarrollo armonioso y polifacético de los jóvenes. Una orquesta como ésta no puede centrarse única y exclusivamente en la formación musical, por paradójico que esto parezca. Reivindico para nuestros jóvenes el antiguo concepto educativo. Como la estructura psíquicocultural de una persona se forja con la interacción complementaria de sus diferentes facetas, la educación musical debe ser entendida como una experiencia artística compleja.

La orquesta de la que hablamos habría de convertirse en el instrumento principal de un amplio programa educador capaz de comprender elementos de diferentes artes. Los conciertos podrían conjugarse con exposiciones temporales, representaciones teatrales, proyecciones cinematográficas y conferencias. Hay que crear «parques temáticos» de cultura, que contribuyan a crear el clima espiritual que tanto nos fascina cuando lo experimentamos y que es el elemento de cultivo adecuado para el desarrollo de los jóvenes.

Una orquesta educativa no debería tener un lugar fijo de actuación, sino que habría de moverse continuamente por la geografía nacional. Actuaría en cada provincia allí donde se pudiera acoger una interpretación orquestal: un teatro o un centro cultural, fundaciones o iglesias, aulas magnas o colegios que dispusieran de esa posibilidad.

La programación debería abarcar toda clase de estilos musicales, organizados conforme a su valor educativo: desde las primeras obras orquestales barrocas hasta las tendencias más modernas (jazz, música de cine, etc.), pasando por el más amplio espectro de obras musicales de clasicismo y romanticismo.

Un continuo cambio de condiciones acústicas como éste redundaría en la creación de una orquesta versátil y flexible. Asimismo, el previsible gran número de actuaciones y programas variados implicaría el continuo «rodaje» de la orquesta. Invertir en abundantes horas de trabajo será un factor clave para crear un colectivo excelente y con tradiciones interpretativas propias.

La creación de una orquesta que pretende convertirse en el centro de un proyecto educativo-cultural sólo puede justificarse si se apoya en los criterios de excelencia interpretativa y de gestión empresarial impecable. Lo primero debe asegurarse por medio de la adecuada selección de los artistas (preferiblemente jóvenes músicos españoles, cuyo nivel de formación musical no tiene nada que envidiar a los músicos de los países tradicionalmente considerados como musicales). A su vez, la gestión tiene que apoyarse en la adecuada estructura de remuneración y en las formas de contratación acordes con los tiempos actuales.

Recordemos que, en la cultura de no pocos países europeos, las creaciones artísticas que más pronto lograron prestigio internacional nacieron de proyectos educativos: los programas de la Bauhaus dieron lugar a una de las tradiciones de diseño más prestigiosas del mundo, del mismo modo que la abstracción plástica buscó comunicar los contenidos de «lo espiritual en el arte» y se impuso como una tendencia universal en la cultura de las vanguardias.

España ha crecido y seguirá haciéndolo previsiblemente en el futuro. Su prestigio internacional no debería depender solamente de las abultadas cuentas de resultados de las empresas que trabajan en el extranjero. Si nuestros proyectos culturales no nos ganan nuevo prestigio, seremos en Europa y en el mundo los últimos nuevos ricos. La creación ni se planea ni se improvisa: sólo cabe preparar sus condiciones de aparición. Elevemos la temperatura del magma social en España; democraticemos el culto del gusto más exigente; ideemos medios para dar en nuestro país carta de ciudadanía a la excelencia.

Director de orquesta. Doctor en música