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Luis Rodríguez Gordillo nació en Sevilla en 1934. Hoy se llama simplemente Luis Gordillo y lleva unos cuarenta años siendo -complejamente- pintor. Entre otras muchas distinciones, Premio Nacional de las Artes Plásticas en 1981, aunque a estas alturas insistir en premios, o en que Luis Gordillo es un gran pintor, viene a ser como decir que un Cadillac es un buen coche, una obviedad. También lo sería ponerse a explicar el porqué de esta entrevista, si no fuera por el recuerdo de la definición terrible de «entrevista a la española» que daba César González Ruano: «es la necesidad al servicio de la vanidad -escribió-. Casi nadie ha ido a hacer una entrevista a nadie con ganas, sino por ganarse unos duros con la colaboración de un tío conocido que el ochenta por ciento de las veces, a la juventud naturalmente iconoclasta del que hace la entrevista le parece una especie de memo afortunado. Este tipo de entrevistas no puede quedar bien nunca, como no puede quedar bien nada que no se haga con amor». Pero Ruano no era infalible: con Gordillo es muy fácil que siempre quede bien, porque ha pintado mucho (y lo que le queda), ha dicho mucho y todavía tiene mucho que decir. «A mí me gustaría ver mi obra como un mapa -ha dicho en otra entrevista-. Es decir, en el futuro, si alguien se refiriera a mi obra preferiría que más que fijarse en un cuadro concreto lo hiciera en la obra entera, como si fuera un mapa». El mapa pictórico que ha levantado Gordillo es amplio y se mueve como si estuviera vivo, porque hay muchas simpatías entre ese mapa y nuestro tiempo. Por ahí se nos fue esta conversación. Su columna vertebral es eso que resulta irrenunciable en el pintor Luis Gordillo: qué pinta un artista en estos tiempos que corren.

Luis Gordillo (L.G.)— Me gustaría decir algo para empezar: a mí, en conversaciones como ésta, me interesa lo que puede aparecer de nuevo, la sorpresa. Siempre se escurre algo nuevo, y eso me parece más importante que lo conocido y lo preparado en frío…

Manuel Fontán del Junco (M.F.J.)De acuerdo. Aunque yo pensaba empezar por algo tan conocido para Vd. como Vd. mismo: por sus principios, los biográficos, me refiero. Por cómo empieza Vd. a ser pintor, por esa conciencia dramática que ha acompañado a su idea de la pintura…
L.G.— Pues para mí eso apunta a las relaciones entre el artista y el hombre corriente… tengo una especie de «teoría» sobre eso. Yo diría que, a lo largo de los años, el artista va creciendo a costa de la persona, del individuo… y al final le usurpa, le sustituye del todo, incluso en el nivel…neuronal, a escala microscópica, vamos, en el DNA. A lo que me refiero con esa teoría es a que aparece otro modo de percibir la realidad; uno tiene, como cualquier individuo, su sistema de percepción, pero con el tiempo se va acoplando al del otro, al del artista, y llega a formar una especie de red paralela. Bueno, no; no paralela, sino que más bien se va…

M.FJ.—¿ superponiendo ?
L.G.— O sintetizando. Sintetizándose con la otra. Y al final se produce la unión de los dos sistemas…. Es el artista. Y ahora, yendo a tu pregunta sobre…

M.F.J.— Era sobre los comienzos; aunque, claro, seguro que la historia de su carrera pictórica es la historia de esa síntesis… Vd. ha dicho alguna vez que la pintura pasó de ser un hobby a ser una necesidad esencial, una parte de su cuerpo.
L.G.— Eso es. Con el tiempo, poco a poco, te vas dando cuenta de que «esa otra parte» se va aposentando en tu cuerpo y se va convirtiendo en algo tan necesario que puede sustituir, como estábamos diciendo, a tu propia personalidad…si has leído el Doktor Faustus, ésa es la historia. Lo que ocurre es que Thomas Mann le daba a eso un tono radicalmente peyorativo, porque él afirma que esa, digamos, «trayectoria», por la que el artista se come al individuo, es demoníaca. La adjetiva así porque, además, no hablaba de un artista concreto…

M.F.J.— El Doktor Faustus es una imagen del artista moderno…
L.G.— Del artista en general, sí. Eso pensaba Mann. Y es que, evidentemente, algo tiene de «demoníaco» el proceso: yo pienso que siempre hay momentos en los que uno piensa: «¿realmente es bueno esto?¿Tiene sentido?¿Debo ir todavía más lejos en este proceso?» En mi caso, por ejemplo, recuerdo que durante mi primer psicoanálisis, a principios de los sesenta, uno de los grandes problemas que tenía era el de aceptar la pintura como normalidad. Yo pensaba que la pintura era una cosa de locos, algo inferior, un sustitutivo de cosas más importantes.

M.F.J.— Gordillo, ese sentido «demoníaco» es una variante histórica de la presencia de lo sobrehumano en el arte, la de lo satánico no solo como tema, sino también como fuente de la creación artística. Pero hoy en día tiene mucha menos vigencia en la conciencia de los artistas. El artista moderno podía creerse un auténtico semidiós, un ángel -benéfico o malvado-, un enviado, o un profeta de lo nuevo, de lo utópico. El de hoy ejerce una función más bien «sacerdotal». Quiero decir que la idea de autenticidad, que es artística y moral, tenía antes mucha más vigencia que ahora.
L.G.— Esa cuestión es central, amplísima, y alrededor de ella casi se podrían describir los cambios estéticos que han tenido lugar, que, a mi modo de ver, son cambios revolucionarios. El caso es que esa conciencia utópica y auténtica de las modernas Vanguardias ha estado en el centro de esos cambios, así que entro por ahí a tu pregunta acerca de la conciencia del artista de nuestro tiempo. A ver: cuando se habla de «revoluciones» se habla casi siempre de revoluciones al servicio de utopías que se entienden progresistas y que van a cambiar la historia y la vida de los hombres. Bien, pues yo diría que lo que ha cambiado es que hoy, por primera vez -al menos en nuestro siglo-, empieza a haber utopías negativas. Por ejemplo: el marxismo quiso ser una utopía positiva. Que tuviera o no razón es otra cuestión, pero ellos pretendían la fraternidad entre los hombres, la igualdad, un mundo maravilloso, paradisíaco, en fin, presentaban una utopía positiva. Ahora se están gestando utopías negativas. Me refiero a ideas como la siguiente: «el hombre ideal es la medianía, el hombre medio». Eso sería una utopía negativa, a mi modo de ver: esa idea de que «lo bonito» es el papá, la mamá, el nene, el cochecito, la tele, y todos contentos, incluso sin religión: esa especie de mundo laico de fines de semana, que ha perdido cualquier tipo de sentido de la trascendencia, tanto la religiosa como la estética.

M.F.J.— O sea, un mundo superficial, que también lo sería en términos artísticos.
L.G.— Claro, en el ámbito del arte se está pasando de estéticas épicas a estéticas complacientes: en estética se va de nuevo a utopías negativas, en las que se intenta que todo el mundo comprenda el arte, más que pretender hacer propuestas estéticas «fuertes» -no haría falta usar la palabra «innovadoras», que hoy día está en cuestión-, estéticas «auténticas», arte «de verdad». Lo que abunda es el arte consumible, digerible, para las masas, y cuanto más fácil mejor.

M.F.J.— Para acotar esta cuestión, me fijaría en lo que ocupa el centro de esa situación de la que estamos hablando, creo: la palabra «Vanguardia».
L.G.— Vamos a ver… es que hoy cualquier palabra está cargada con tal cantidad de significados que emplearla es peligrosísimo. La palabra «Vanguardia», es un ejemplo. Yo la cojo y me da calambre. Es que me da miedo cogerla.

M.F.J.—Lo malo quizá es que demasiada gente la coge y no le da ningún calambre: se usa como si careciera de la carga eléctrica -positiva y negativa- con la que se ha cargado desde que se puso en circulación…
L.G.— Sí… estoy hablando de Vanguardia y estoy pensando en una de esas arañas venenosas, o en esas pequeñitas, que apenas se ven, pero que te pican y te mueres o por lo menos te ponen nerviosísimo. «Vanguardia» es un vocablo bomba. Es un vocablo radioactivo. Hoy en día es ya casi imposible abarcarla. Es tal la complejidad que ha adquirido que habría que hacerle una disección, ponerla en la mesa de operaciones, sacar un trocito del hígado, hacer una biopsia, decir «bueno, vamos a ver, vamos a estudiar un trocito del hígado de esta señora, la Vanguardia, otro día sacaremos un poquito del pulmón, a ver cómo es…»

M.F.J.— Quizá la pregunta sea qué salvaría Vd. de esa «señora», la Vanguardia, ahora que la tiene dormida en la mesa de operaciones…
L.G.— Bueno, pues veamos algunas de sus partes, aquellas que yo conozco, porque a estas alturas resulta casi imposible hablar de estos temas globalmente. Es cierto que durante gran parte de mi vida he pensado que, para mí, la profesión artística se identificaba con la actividad vanguardista; yo no concebía otra posibilidad. Y si he ido cambiando no es, como tú ápuntabas, y me gustaría aclararlo, por el psicoanálisis, porque el psicoanálisis no cambia nada, el que te cambias eres tú. Lo que sí ha cambiado es la historia a mi alrededor, y eso sí me ha ido obligando a hacer digestiones distintas de situaciones distintas, y ha hecho que mi posición ahora sea otra. Es evidentemente otra porque yo no estoy en la punta de lanza de las artes. Yo podría estar quizá en la punta de lanza del desarrollo de la pintura, que es distinto. Y, mira, en relación con esto hay un fenómeno muy importante: hoy puedes estar en la punta del, digamos, «progreso» de la pintura y sin embargo no se te considera un artista de vanguardia. Es muy curioso: yo me sigo moviendo en una línea de apertura de la pintura, y también ahora pinto cuadros que no han sido pintados antes. No lo digo por vanagloria o por narcisismo: es así, pinto cuadros que no existían en la historia de la pintura, y igual que lo hago yo lo hacen otros pintores en todo el mundo. Y sin embargo eso no tiene, insisto, el status de Vanguardia. ¿Por qué? Pienso que porque lo vanguardístico, para serlo, siempre se ha considerado como algo que debe morderte, pincharte, cuestionar tu vida en profundidad, algo que debe producirte alguna náusea…

M.F.J.— …como que uno tendría que «sintetizarse» con aquella figura del artista maldito o salvaje si quiere gozar de ese status.
L.G.— Hombre, es que la Vanguardia, como es evidente, siempre se ha dado a través de un tipo de artista muy específico: el artista como ese hombre al margen, ese hombre muerto de hambre…y esto no lo digo en broma.

M.F.J.— Ya. En realidad, es terriblemente serio.
L.G.— Pues así ha sido. El artista de vanguardia como una especie de santo, como el santo que se va al desierto y se alimenta de ratas, el hombre que se olvida de su cuerpo, de lo confortable…

M.F.J.— ¿De la sociedad?
L.G.— No, de eso no se olvidaba. Quizá era el más consciente de la sociedad, el que vivía más esencialmente los problemas, los problemas del hombre. Y sin embargo, hoy, y con esto matizaré lo que he dicho de las utopías negativas, existe el artista que pinta cuadros nuevos sin tener el status de vanguardista. Los cuadros que hace no son excesivamente molestos, no cuestionan excesivamente las estructuras, y él no se considera un hombre excepcionalmente agresivo, ni peligroso…

M.F.J.— Ni transgresor.
L.G.— Ni transgresor. Por eso creo que en el horizonte de la pintura está apareciendo un artista de nuevo cuño, junto al vanguardista clásico, que todavía está muy vivo. Esto último es importante: está vivo porque todavía no se ha descartado del imaginario colectivo la idea de que un artista es un transgresor. Pero junto a eso, en el nivel de la pintura está apareciendo -y ahí es donde yo creo que me puedo incluir- un artista de nuevo cuño, que -sin ser vanguardista- tampoco hace un arte complaciente, que no cae bajo lo que antes llamé «utopías negativas». Ese nuevo pintar representaría otra manera de estar en vanguardia. Quizá una Vanguardia menos neurotizada, más cercana, por ejemplo, al desarrollo de las ciencias, al proceso por el cual un investigador hace progresar la ciencia en su laboratorio. Ése es un señor que no se tiene que tirar por la ventana todos los días, ni poner en cuestión su vida; es un hombre que se mete en una tradición en la que se ha construido un lenguaje y lo va transformando, poco a poco. Ese hombre representaría una vanguardia quizá mas serena. De alguna manera volveríamos a la figura del artista tradicional, a la anterior al final del siglo XIX. Vamos, que yo no me imagino a Velázquez como un vanguardista. El fue un renovador de las artes plásticas. Quizá Caravaggio se pareció mas al vanguardista clásico. Pero… ¿Velázquez? ¿Jan Vermeer? Yo no me los imagino como vanguardistas. Ni a Piero della Francesca tampoco: eran artistas, revolucionarios que organizaron nuevos universos, pero no vanguardistas. Eso es un invento de nuestro siglo. Con todo, yo, desgraciadamente, pienso que el carácter de la Vanguardia en el siglo XX es esencial. Es un fenómeno de una entidad cultural enorme, es uno de los síntomas más importantes del siglo: quiero decir que ese carácter con el que se ha revestido el arte en el siglo XX, que es el de la ruptura constante, el de la destrucción continua del lenguaje para construir otro lenguaje, es uno de los grandes rasgos del siglo; yo no soy historiador, y por lo tanto no tengo pruebas y me puedo equivocar, pero yo no veo la historia del arte como una historia de rupturas vanguardistas, sino como una evolución en la que las cosas se van transformando, pero lentamente. En cambio, en el siglo XX los cambios son radicales: lo anterior tiene que ser sistemáticamente destruido y eso es algo absolutamente novedoso. Sin embargo, tiene truco, oculta una trampa que significa la derrota de la Vanguardia. Por ejemplo, ahora tendemos a ver todos los «ismos» vanguardistas como un solo «paquete», a pesar de que eran distintos entre sí, y de un modo irreconciliable como los estrategas revolucionarios de principios de siglo, Stalin, Trotski. Mondrian se peleó con Theo Van Doesburg ¡porque éste empezó a pintar líneas oblicuas! Entonces una cosa así equivalía a una declaración de guerra. Es curioso que a todos esos «ismos» que eran enemigos mortales entre sí los veamos hoy en día casi como un único movimiento. Ésa es la trampa. Ésa es la gran derrota de la Vanguardia.

M.F.J.— Que consistiría en que les hemos encontrado raíces comunes.
L.G.— Sí. La raíz común del temperamento neurótico de la destrucción. Y claro, cuando en el futuro tengan que decir que «lo característico del siglo XX es el vanguardismo», eso de alguna manera invalida lo que cada una de las corrientes de vanguardia pretendía. El carácter propio de cada corriente o de cada artista ya no será lo importante. Lo importante será lo que los engloba: y eso contradice la propia idea de Vanguardia. Pero, ojo: eso no excluye el carácter mítico del hecho vanguardista, que me parece esencial. Es algo que descubrió el siglo XX, y aún lo tenemos entre las manos. Y eso es aplicable a la Vanguardia, a los fenómenos utópicos y revolucionarios, a todos los fenómenos de transformación cruenta del siglo. Están ahí. Todavía tenemos entre las manos esa patata caliente.

M.F.J.— Y ahora no sabemos que hacer con ella, no sabemos cómo proseguirla. Por acotar: Vd. ha dicho que estamos en un momento en el que es necesario «redefinir radicalmente la pintura «. ¿ Cómo podría hacerse eso desde esa tradición serenamente vanguardista, pictórica, a la que aludía antes?
L.G.— En primer lugar te diría que yo mismo no tengo resuelto ese problema. Es tan complejo…yo, la verdad, soy como un naúfrago en un mar tormentoso…

M.F.J.— Bien, pero…¿se ha encontrado con algún otro naúfrago que le haya hecho pensar algo así: «pues este tipo parece que navega bien, que lleva algún rumbo…»
L.G.— Bueno, lo primero que he constatado es que el espíritu de la Vanguardia sigue estando vivo sobre el horizonte de ese mar. Y yo, ante ese espíritu, sigo teniendo todavía «mala conciencia».

M.F.J.— ¿Mala conciencia?
L.G.— Sí. A pesar de que, por la práctica de la pintura, que es lo que me define y me compromete, yo esté en otra situación. Vamos a ver: por una parte, yo creí tener de joven la experiencia de que los viejos se hacían primero conservadores y más tarde reaccionarios, y he estado siempre esperando el momento en el que me convertiría en un conservador. Y, hombre, si ahora me comparo con las expresiones más vanguardistas, lo soy; por tanto, por un lado, he caído en lo que esperaba. Y sin embargo, me doy cuenta de que ese fenómeno no es hoy en día exactamente igual al que yo percibí de joven. Y no es igual porque algo ha cambiado radicalmente. Un ejemplo de ese cambio es que hoy hay teóricos y artistas jóvenes que empiezan a pensar de distinta manera, de modo distinto al progresismo vanguardista habitual. Es decir, que el patrón «progreso rabioso en punta de vanguardia» está siendo cuestionado, y no solo por viejos conservadores, sino en general: hoy en día es toda una línea cultural. Y, por otro lado, está eso a lo que me refería cuando hablaba de que, respecto a la pintura en concreto, puede existir otro tipo de progreso, no tan crítico, no tan destructivo. Y, además, cada día más -y lo estoy viendo por declaraciones y artículos de Saura o de Arroyo, aunque hay más síntomasse está produciendo una separación dura, importante, entre lo que a grandes rasgos se podría llamar «arte conceptual» y lo que podemos llamar la pintura, o la escultura…quizá sería muy drástico decir «arte conceptual», así, tan en en general: habría que matizarlo. El caso es que esa ruptura es muy real. Yo lo veo cada vez más claro. Algo en lo que no me gustaría caer es en el odio que está generando esa división. Porque esa fractura se esta desarrollando con tensiones violentas.

M.FJ.— Yo veo una paradoja aquí: por un parte, Vd. siempre ha hablado de su evolución artística como una suma de crisis. Y sin embargo se siente más cerca de lo que ha llamado una «vanguardia más serena» que de la tradición de rupturas que llega hasta lo que hemos llamado, de un modo muy general, «arte conceptual» ¿Cómo se explica eso?
L.G.— Pues yo creo que se explica porque mi evolución se ha dado siempre dentro de la pintura. Lo que ha pasado es que de pronto el mundo ha corrido demasiado deprisa. Vamos a ver: yo he sido vanguardista; en su momento, fui informalista, que era una vanguardia; después tuve mis experiencias Pop, y el Pop también era una vanguardia; después, mis escarceos con el geometrismo, y hoy día estoy dentro de lo que se llama «nuevas abstracciones» o «abstracción redefinida». Ahí está el problema: ¿es eso una nueva vanguardia? Eso es lo que no me atrevo a calificar. El caso es que yo sigo estando abierto, pero dentro del marco de la pintura. Y cuando voy a exposiciones -y aquí me estoy definiendo radicalmente-, lo que me emociona de verdad es la pintura. Incluso los cuadros mediocres me entusiasman. La cuestión es que mi lenguaje es el de la pintura. Yo soy pintor. Y por ahora encuentro atractivos y suficiente trabajo como para seguir pintando. ¿Por qué me voy a poner a decir cosas en un lenguaje que no es el mío? Yo he dicho muchas veces que en las artes plásticas ha habido como un Big-Bang. Por eso te decía antes que el mundo ha corrido demasiado aprisa: cuando yo era joven había grandes tensiones vanguardistas… pero cuando yo empecé a pintar, había informalismo, geometrismos y diversos tipos de realismos y expresionismos. Y se acabó, no había más en el mundo de la pintura. Hoy ¿cómo puede un experto abarcar todo el campo de las artes plasticas -por no hablar del campo de la pintura en concreto-? Por ahí va también eso que decías de la necesidad de redefinir el campo de la pintura… Porque es que la pintura no tiene nada que ver con el Land Art o con los vídeos… Vamos a ver: el teatro evolucionó hasta el cine, y el cine ha evolucionado hasta la televisión. Y cada uno de ellos es un campo distinto. ¿Por qué va a ser lo mismo un cuadro que una instalación con vídeos? Yo no lo veo. Y por eso la ruptura a que me refería antes se está consumando de modo radical, doloroso; se nos ha querido decir que ha sido la pintura la que, al expansionarse, ha ido originando todo eso; pero si nos ponemos así…

M.F.J.— ...todo origina todo…
L.G.— Todo origina todo. Operas a una persona, le practicas una incisión y sale sangre, y eso puede considerarse un dripping, una «acción»; o como Beuys: montas un partido político para reclamar la democracia directa y eso también es pintura. Ese Bing-Bang ha acabado por transformar cualquier experiencia en pintura; pero la cuestión es: ¿por qué en la pintura ha habido Big-Bang y no lo ha habido en el cine? tú haces una película y, para que lo sea, tiene que tener acción y besos, y un final concreto. ¿Por qué en la pintura, en cambio, hay esa obligación de «mundialización»? ¿Por qué este deseo de incluirlo todo en la pintura? En este sentido es en el que he hablado de la necesidad de redefinir el campo de la pintura.

M.F.J.— Todo esto me recuerda que hoy, cuando muchos artistas han trabajado conscientemente lo feo, el Kitsch, parece imposible pintar un cuadro malo o un mal cuadro. Y, sin embargo, creo que sigue haciendo falta mucho talento para pintar un «buen » cuadro «malo» o un «mal» cuadro «bueno».
L.G.— Vamos a ver: yo he dicho que hoy es muy difícil pintar un cuadro. Y lo ¿s porque la pintura es una práctica muy antigua, con muchos siglos, y se la ha recorrido en todos los sentidos. En el cuadro se han hecho ya todas las diabluras que se pueden hacer. Por eso no me parece tan loca la pretensión de ciertos teóricos, que afirman que la pintura ha muerto.Yo me levanto todos los días con esa idea rondándome la cabeza.

M.F.J.— Eso no es una idea. Eso es la espada de Dâmocles.
L.G.— Yo es que siempre, durante toda mi carrera, he vivido junto al otro termino de una pareja de contrarios. En un momento fue el realismo social, después el geometrismo. Mi opuesto siempre ha vivido conmigo, lo cual es una práctica muy sana para un pintor. Y ahora una de mis parejas favoritas es esa idea de que la pintura ha muerto. Así piensan creo yo, la mayoría de los teóricos actuales y la mayoría de los artistas. Yo soy consciente de que la pintura está muy agotada y por eso es tan difícil hoy día pintar un cuadro que no haya sido pintado, o un cuadro que esté vivo porque esté en relación con los problemas de nuestro tiempo, porque sea un cuadro de verdad. Aunque se están dando respuestas a esa muerte, a esa «inexistencia» de la pintura, sin embargo me parece que en muchos casos es pintura débil, no es pintura en la que realmente se arriesgue nada. Pero, ojo: me gustaría dejar muy claro a lo largo de esta entrevista que todas éstas no son cuestiones en las que yo haya obtenido una victoria, sino todo lo contrario. Son problemas míos diarios, en los que me debato, y que muchas veces percibo como problemas de culpabilidad, incluso de inferioridad. Antes dije que tenía «mala conciencia» ante la Vanguardia: me sigo debatiendo en estos problemas porque no veo claros ninguno de los dos extremos.

M.F.J.— Esa situación suya debatiendose todavía entre los problemas tiene que ver con una impresión mía: yo he tenido la impresión ante su pintura y sus escritos de que Vd. ha estado siempre en la situación que los griegos aplicaban al extranjero en la fiesta: participa de ella, la vive, pero por su condición de extranjero le falta la inmediatez con la que los de dentro la celebran; vive la fiesta hasta el final, pero conserva también hasta el final una distancia, la propia del que observa desde el exterior. Eso es lo que haría problemática, compleja, su pintura. De entre esa complejidad a mí me interesa que me hable de esa descripción suya de su pintura en términos de «destrucción y construcción de imágenes «.
L.G.— Bueno, yo empezaría contestándote que toda vida es un problema, un drama y más toda vida de artista, como decía al principio, y yo no me considero un caso especial respecto al mundo que me ha tocado vivir: en el siglo xx podemos presumir mucho de dramatismo, pero seguramente vivimos en la época más dulce de la historia. Lo que sí hay en mi caso es que me ha tocado pechar con una psicología difícil; vamos, que en mi caso, al drama de la existencia le echo «azuquita» por encima… Paco Calvo se preguntaba si ese tema al que tú aludías antes, el de lo constructivo/destructivo en mi pintura, era una postura estética o psíquica…yo pienso que no se pueden separar. Recuerdo que María Corral se enfadaba mucho, porque los estudios que hacía Calvo Serraller siempre tenían en cuenta textos míos en los que yo siempre estaba «largando» problemas psíquicos, y claro, el texto de Paco se teñía de psicología y todo lo explicaba a través de la psicología. Pero pienso que si mi psicología es tan protagonista en mí, pues entonces -aun con el peligro de exagerar esa zona de mi vida y de alterar los estudios formales y todo eso-, sería un fraude ignorar toda esa parte, porque yo seguramente soy pintor por eso y sigo pintando por eso. Y ver mis cuadros desde otra óptica sería un error.

M.F.J.— De los textos sobre Vd. que yo he leído, la otra óptica sobre su obra sería la de Dan Cameron, que tiende a explicar todo por mera referencia al contexto de las artes plásticas. Cameron ha escrito que Vd. es «el arquetipo del postmoderno…
L.G.— Sí. En un libro sobre mi pintura de los años ochenta, Gordillo, The Eighties… Lo que pasa es que este tema de la modernidad y la postmodernidad en las artes es de tesis doctoral. Veamos…: lo primero que se me ocurre es que yo no sé qué es eso del postmodernismo.

M.F.J.— Pues lo ha definido Vd. maravillosamente al principio de la entrevista. En el peor y más superficial de los sentidos, viene a ser la idea según la cual lo que Vd. llama «utopía negativa » es el estado natural del mundo.
L.G.— Sí, pero aún no lo sé…, bueno, si te refieres a la idea de generar lenguajes con lenguajes existentes, entonces sí… y es verdad que en mi lenguaje hay esa constante de construcción y destrucción de imágenes. Eso ha sido algo que nunca he podido superar y que me ha hecho una pupa espantosa. Es lo que hace vivir a mi pintura, pero tiene costes altísimos. Tiene un gasto existencial brutal, brutal.

M.F.J.— Como la vida…
L.G.— Si puedo decirlo así, lo de mi pintura es todavía mas fuerte que lo de la vida.

M.F.J.— ¿Porque representa la dureza de la vida? ¿Porque representa exageradamente el drama de la vida?
L.G.— Porque de alguna manera se puede pensar que interviene algún tipo de obsesión mía que la complica más, y mi pintura está a la altura de eso, ¿comprendes?

M.F.J.— Sí. Por eso Vd. es «complejamente » pintor y su pintura un problema vital… porque la vida, en buena parte, viene a ser como ir quitándose sucesivos trajes y poniéndose otros, lo que pasa es que son trajes hechos de la propia piel. Construyendo y destruyendo… además, como Vd. dice que todavía está esperando a convertirse en un conservador, pues más complejo todavía.
L.G.— Mira, lo que todo eso muestra radicalmente es hasta qué punto mi pintura se muere y resucita constantemente. Quizá eso es lo más característico de mi obra. Por ejemplo: este último año he hecho muy pocos cuadros: «Malestar óptico, malestar épico», que estuvo en Joan Prats y en Luis Adelantado; ése es un cuadro de medio año de trabajo. Otro es «Sinfonía Bisagra», que estuvo en ARCO en el stand de Luis Adelantado: son cuadros muy grandes, de meses. Pero los termino y no me sirvo de los materiales sobrantes para hacer el siguiente.

M.F.J.— No hay eso que se llama en terminología militar «aprovechamiento del éxito». Toma Vd. una posición y a por otra…
L.G.— Sí. Me voy a extender en eso, porque me parece importante. «Sinfonía Bisagra», por ejemplo, ha tenido una evolución complicadísima, parece mentira cómo se ha gestado, lo que empezó siendo y lo que llegó a ser. Conservo cientos de fotos de todo el proceso…todo eso sería material aprovechable. Yo podría buscarme un par de estudiantes de Bellas Artes, enseñarles las fotos y decirles: «me vais a hacer este cuadro y este otro»… Y yo me limitaría a supervisar. O podría hacerlo yo mismo: con ese material sobrante tendría para pintar el resto de mi vida. Y, en cambio, hay como una especie de amnesia del cuadro, es un capítulo cerrado, y entonces lo que hay que hacer es irse al campo a coger flores.

M.F.J.— Pues eso, Gordillo, también es paradójico: Vd., como artista reflexivo, le ha dado muchas vueltas al proceso de creación: esa práctica de fotografiar cada fase del proceso, su «teoría de la nevera», toda esa especie de redención de lo que ha sido discriminado en el proceso artístico. Y sin embargo, una vez pintado el cuadro, dice Vd. que le queda todo un cajón con todo el material y que se olvida de él y se va al campo. Entonces ¿por qué o para qué lo guarda?
L.G.— Porque eso es un hecho.

M.F.J.— ¿El de la historia del cuadro?
L.G.— No, no: un hecho. Un hecho artístico. No solamente lo es el cuadro, sino también el proceso. Ese proceso quizá sea «más arte» que el cuadro. Por eso lo fotografío. Y cada foto es un hecho artístico. De eso no me cabe la menor duda. Me parece vital: todo ese material sobrante es totalmente religioso.

M.F.J.— Bueno, yo pensaba que toda esa preocupación analítica suya en trono al proceso de creación no respondía solo a su perfil psicológico. Porque todo eso es una forma de hacer frente al olvido, y el arte se podría definir como lo que hacemos con lo que nos pasa para que lo que nos pasa no pase del todo…
L.G.— Sí, es hacer frente a la muerte, desde luego es algo contrario a la muerte.

M.FJ.— Quizá entonces todo el arte era y es eso, una gigantesca maquinaria contra la muerte, o contra la muerte lenta, o sea, contra el aburrimiento, la rutina, la banalidad de tantos momentos de la vida…
L.G.— Sí. El arte siempre ha sido eso. El mío no es especialmente original.

M.F.J.— Pues en este sentido no lo es, es verdad, porque también es un intento de mantenerse vivo…
L.G.— Hombre, tu podrías decir: este tío que se pasa la vida sacando fotos continuamente es un neurótico.

M.F.J.— No. Yo no lo diría.
L.G.— ¿No? ¿Por qué no?

M.F.J.— Lo sería si fuera un mero coleccionista de minucias, como lo sería alguien que, por ejemplo, quisiera escribir sus memorias y éstas consistiesen en el registro, minuto a minuto, de su vida. Eso sería patológico.
L.G.— Bueno, hacer unas memorias es un acto neurótico, obsesivo. Lo cual no quiere decir que quien lo hace no esté haciendo una labor creativa. Son el haz y el envés del mismo hecho. Los hechos tienen su causalidad psíquica, eso es impepinable, hasta para el formalista más puro…Y el buen crítico, a mi modo de ver, sería aquél que, partiendo de causalidades psíquicas, supiera encontrar el engranaje formal y estructural en el que esas causalidades se encarnan. Y eso se convertiría en hecho histórico, entraría en el ámbito de lo compartido colectivamente, de lo universal.

M.FJ.— Acaba Vd. de decir lo que haría el buen crítico. ¿ Y el malo?
L.G.— Se quedaría en cualquiera de esos estadios. No completaría la explicación. En el caso concreto de mi obra habría que ofrecer un «paquete» completo. Pero en general, pienso que lo que debe hacer el crítico es convertir las causalidades psíquicas privadas en un hecho público, cuya explicación se pueda compartir colectivamente. En el fondo, también el artista hace algo así con la obra de arte.

M.FJ.— Sí, consigue contar algo universal al contar algo particular, consigue, al contar su vida, contar la de muchos otros. Eso lo hace el artista de genio, claro, la mayor parte de nosotros nos ponemos y nos sale lo que a cualquier mal novelista primerizo: la inevitable y privadísima novela familiar, en la que resulta muy difícil reconocerse, o compartirla. En cambio lo hace un tipo de genio, un Proust, y al contarse a sí mismo está «contando » a mucha gente de su tiempo. Está contando su tiempo.
L.G.— Esa fue la trampa de la crítica literaria marxista: que lo de Proust era onanismo mental, imaginaciones particulares… pues no. ¡Proust! Apenas cabe pensar en alguien más individualista. Y sin embargo es de una objetividad…

M.F.J.— A propósito de ésto último, de lo objetivo y lo subjetivo en la estética… Leyéndole, he tenido la impresión de que, en su caso, algunos tópicos con los que habitualmente articulamos nuestra conversación (ya sabe, esas parejas: o las cosas son objetivas o son subjetivas, o son bellas o son feas, o son vanguardistas y progresistas o son conservadoras), han estallado. Eso le da carácter, fondo, a su pintura, me parece.
L.G.— Es que esas parejas son siempre falsas. Pero además, y sobre todo hoy, es que ya no existen: las cosas son pluricentrales, no tienen necesariamente un centro, tienen miles. La verdad ha estallado, como el Big-Bang, y está en todas partes, y por eso es difícil enhebrar tantos pedazos de verdad y por eso nuestra situación ante la verdad es muy distinta. En parte de ahí viene mi falta de radicalismo ante el arte conceptual: mi postura ante él es «flotar». Por eso mi obra es un fluido. Quiero flotar en él, porque hoy en día radicalizar el discurso es imposible y absurdo. Esto de flotar es distinto de huir del discurso o de negarlo o de refugiarse en una utopía negativa. Es compatible con pensar que uno puede decir algo concreto, y también con pensar que eso, hoy, es tan difícil… Yo he querido que mi pintura fuera esencialmente así. El otro día lo escribí, escribí que mi pintura hoy es «multifocal». Creo que lo ha sido siempre, pero últimamente lo es mucho más.

M.F.J.— Gordillo, ha dicho un par de veces durante esta conversación que quería hablar desde la humildad del pintor. Hay gente que dice que nuestro tiempo es un tiempo de pensamiento «débil», o sea, de un pensar «humilde» en el sentido de más bien «modestito «. Me da la impresión de que lo que es débil es la verdad y también la realidad, pero con una debilidad saludable; ahora se piensa que hemos de pensar débilmente porque durante mucho tiempo se ha pensado con un pensamiento muy fuerte, el de la razón con mayúscula, que se creía con fuerzas para explicar demasiadas cosas…
L.G.— Un pensamiento demasiado radical, dices. O blanco o negro. Pues sí.

M.F.J.— Eso es. O eso me parece. Y ahora la situación quizá no sea tanto que hayamos descubierto que el pensamiento es débil, como más bien que hemos descubierto que la realidad es más sutil… y que le hemos hecho daño a base de explicarla…
L.G.— Sí. Y ahí sí que pienso que el psicoanálisis ha influido mucho en mi personalidad. Como divagas tanto hablando de tí y al hablar de tí hablas evidentemente de lo real, eso te lleva a dudar, en el sentido bueno de la palabra, en su sentido creativo…Yo creo que estamos siempre como a punto de conocer algo, pero el conocimiento divaga, se abre, aparecen siempre nuevas posturas. No es que la estructura de conocimiento del psicoanálisis promocione eso. Simplemente puede ayudar a darte cuenta de la complejidad del conocimiento. Y en ese sentido me ha influido mucho, a mí y a mi obra.

M.FJ.— Pero en su caso, al contrario que a otros, no le ha hecho un cínico. Le ha dado humor e ironía a su pintura. Kierkegaard decía que la diferencia entre el cinismo y el humor es que el cinismo consiste en que uno se ríe del mundo, y el humor en saber que es el mundo el que se ríe de uno…
L.G.— Sí. Yo no soy un cínico en absoluto, nada más lejos de mí o de mi pintura. Me tomo las cosas demasiado en serio para ser un cínico. Pero he aprendido a posponer el acceso a la verdad, a posponerlo indefinidamente, y eso es lo que ha hecho que mi pintura formara como un mapa, un fluido, una cosa amplia, porque tó no puedes hacer una constatación de verdad radical. Por eso creo que mi estética divaga. Es que no puede ser de otra manera, porque es que el conocimiento es así. A las cosas no se las puede clausurar, no se acaban…

M.F.J.— Pero la cinta, Gordillo. La cinta sí que se ha acabado.
L.G.— Pues entonces lo que se nos ha acabado es la entrevista. •

Doctor en Filosofía. Director del Instituto Cervantes de Lisboa