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La autora recupera el proyecto ilustrado que convertía el ideal estético en emblema de libertad, territorio de encuentros y de diálogo. Por eso considera que las instituciones culturales deben superar su lastre burocrático y fomentar el contacto permanente con el público.

Cualquier tipo de consideración sobre el estado de la cultura contemporánea se enfrenta a un campo de enorme complejidad en el que las perspectivas son siempre múltiples. Ello trae consigo que los métodos de la gestión cultural, los proyectos políticos y los planteamientos institucionales tengan que revisar constantemente sus estrategias para ser capaces de responder a las demandas de los distintos públicos, buscando, dentro de un rigor, una posición de pluralismo que permita reconocer las distintas cartografías de las artes.

Tendremos que convenir que el arte, en la perspectiva finisecular, aparece como símbolo del estatus social, actividad para el ocio ciudadano y, en algunos momentos, como el mismo sustituto de lo “espiritual”, que genera, en cualquier caso, un ritual en tomo al cual se desarrollan múltiples “ceremonias”. La experiencia estética, señala José Jiménez, está inmersa en la contemporaneidad dentro de una encrucijada que no es la que marcaba el corte entre vanguardia y tradición, ya que a lo que “estamos asistiendo (es) al necesario nacimiento de una nueva moral de la actividad artística o a su disolución”.

En una conversación entre Catherine David, directora de la última Documenta de Kassel y el teórico Paul Virilio, uno de los críticos más coherentes de la cibercultura, se plantea una importante reflexión sobre la “dislocación del arte contemporáneo”, su dificultad para definir su territorio y, especialmente, para sostenerse en un “aquí y ahora”: “Hay que inventar -llega a decir el autor de La máquina de visión- dispositivos de exposición (…), resulta urgente cortar el paso al zapping”. No cabe duda de que, en nuestro imaginario, se mantiene la idea de un arte que no sería en diferido, sino en tiempo real, aunque su situación sea procesual o la obra adquiera el signo del trayecto. Recuperar la dimensión testimonial de la experiencia cultural es necesario, tanto como asimilar que ya ha acontecido “el final de un mundo”, aquél en el que la obra podía mantenerse ajena a las condiciones contextuales.

El mismo Virilio ha establecido, de forma esquemática, una logística de la imagen y de sus eras de propagación. En primer lugar, encontramos la “lógica formal” de la imagen (pintura, grabado y arquitectura) clausurada en el siglo xvm; después surge, con la fotografía, la “lógica dialéctica”, para llegarse, por último, a la “lógica paradójica” de la imagen, que es la que se inicia con el invento de la videografía, la holografía y la infografía, en un agotamiento de la lógica de la representación pública. En este tránsito de la “realidad” de la representación pictórica a la actualidad de lo foto-cinemático, hay una preparación de lo “virtual”: imágenes en las que se transtoma la noción misma de realidad, capaces de producir una crisis de las representaciones públicas tradicionales (gráficas, fotográficas, cinematográficas …) en favor de una representación, de una “presencia paradójica” (telepresencia) que suple su misma existencia, aquí y ahora.

Ciertamente, el modo de difusión de las imágenes por las reproducciones ha desmaterializado en gran medida al propio arte, eliminando el espesor, las proporciones reales y los valores táctiles. El imaginario contemporáneo recompone la tabla de las semejanzas y las similitudes; la obra de arte se convierte en una unidad abstracta, integrable sin dificultad en los canales de comunicación masiva. A este respecto, Umberto Eco se cuesionaba: “¿Qué acción cultural es posible para hacer que estos medios de masa puedan ser vehículo de valores culturales?”. Esta pregunta, señala el propio autor, “mantiene toda su radicalidad desafiando a cualquier acción político-culturar’, y obliga a tomar decisiones, sin refugiarse en astucias teóricas o en las formas más elementales de la retórica de la negatividad y el resentimiento.

Resulta sorprendente la facilidad con la que las posiciones victimistas se camuflan tras el “pesimismo cultural”, reemplazando la falta de discusión de los proyectos por la descalificación sin argumentos. Conseguir crear un espacio, abrir espacios para la práctica cultural no es precisamente tarea fácil; supone, entre otras cosas, “tomar partido por la creación”, comprometerse con el tiempo en el que vivimos y abrir nuevos horizontes. La vivienda contemporánea es la del “no lugar”, tal y como lo ha denominado Marc Augé, a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, la intensidad de la experiencia o la rebelión. Podríamos pensar que la historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo “urgente”. Es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock de una inacabable historia del presente.

EL MUSEO, MONUMENTO MODERNO

En esta “dislocación” surge el Museo como uno de los dispositivos fundamentales del mundo del arte, “máquinas de cultura” que tienden a implantarse y crecer desordenadamente. En este sentido, por el tipo de preguntas a las que trata de responder, el Museo depende de una metodología o mentalidad arqueológica, mientras la museografía parece obsesionada por mantener a raya lo heterogéneo. Las instituciones culturales y especialmente el museo serían los depositarios del esfuerzo heroico para salvar el abismo, el ámbito en el que estaban localizados los testimonios de la resistencia. Caminando por el museo, Valery se pregunta qué ha venido a hacer a un sitio que tiene algo de templo y de salón, de cementerio y de escuela: “¿He venido a instruirme, a buscar un encantamiento o a cumplir con un deber y a actuar conforme a lo conveniente? O incluso, ¿no será esto un ejercicio peculiar, un paseo abigarradamente entreverado de bellezas y desviado, a cada instante, a derecha e izquierda por estas obras maestras entre las cuales es preciso comportarse como un borracho ante los mostradores?”. En algunos momentos, arrastrados por la percepción distraída, todas esas criaturas abandonadas que son las obras de arte acaban imponiendo la fatiga.

El museo actual es el monumento moderno por antonomasia, monumento que, en algunos casos, parece celebrar su vacuidad. Baudrillard hablaba de la suprema ironía del Beaubourg: las masas se vuelcan sobre el museo no porque se estremezcan ante una cultura que les viene frustrando siglo tras siglo, sino porque por primera vez tienen la ocasión de participar multitudinariamente en el inmeso trabajo de enterrar una cultura que en el fondo siempre han detestado. A su vez, Arata Isozaki, arquitecto del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, sostenía que si en el pasado los edificios religiosos desempeñaron un importante papel en la sociedad, ahora los museos van a ocupar “el lugar en el que ya no están los dioses. Hacer arte es parecido a llevar a cabo un acto religioso”.

El museo es, habitualmente, la “caja blanca”, el espacio de la pureza, un espacio que siempre dice la verdad y que sustrae de la banalidad del presente aquello que ingresará en la historia. El artista sería, en este contexto, el santo para el que son precisos los nuevos templos, los lugares de culto, allí donde el silencio celebra lo excelso. Con todo, el aumento exponencial del número de museos, como ha afirmado Jean Clair, podría ser no tanto un signo de realización como de decadencia espiritual, de la misma manera que la multiplicación de los templos romanos no marca el apogeo sino el fin de una gran civilización. Al presentar la Bienal de 1993 del Whitney Museum, el director David Ross escribió que inherente a un museo de arte es la responsabilidad de cuestionar tanto como de celebrar, de provocar tanto como de conciliar: “De hecho, el museo debe ser un santuario para un mundo cansado de guerras y, sin embargo, su grandeza reside en su capacidad para funcionar simultáneamente como un lugar para el enfrentamiento de valores e ideas”.

Sin embargo, más allá de la visión que atiende a la esclerosis institucional, algunos museos han demostrado que pueden ser algo más que imponentes máquinas de “congelación de ideas”, y que es posible romper entre sus paredes ese pacto que reduce todo al “silencio”. Desde esta perspectiva, lo que Douglas Crimp llama las ruinas del museo puede que no sea otra cosa que su “reterritorialización”.

En este sentido, he planteado en alguna otra ocasión una pregunta que considero esencial: ¿qué museos queremos? Frente a las posiciones que intentan mantenerse ajenas a todo, como si eso fuera posible y válido, lo cierto es que la realidad museográfica a la que nos encaminamos requiere de una actitud mucho más porosa en cuanto a los criterios que deben ser utilizados. Nuestros museos, de ser considerados como simples depósitos de obras o como almacenes de nuestro pasado, evidentemente estarían condenados al más recalcitrante de los inmovilismos. Los presupuestos teóricos del museo del siglo XXI no pueden responder a una suerte de “obsolescencia planificada”, sino que requieren una constante revisión, ya que su propia realidad ha de venir definida por su propio carácter no estático. Un museo que no sea capaz de generar esta movilidad y este dinamismo, es decir, que se vea imposibilitado para propiciar un debate con repercusión social, es una institución que, lamentablemente, estará cerrando las puertas al cambio y a la renovación. En cuanto al proyecto ideal de museo, considero que, en un momento en el que se cuestiona la idea ilustrada que subyace a la noción de museo, es más oportuno convertir a éste en un ámbito vivo, permeable y abierto a la discusión.

ESTIMULAR EL PLURALISMO Y LA DESCENTRALIZACIÓN CULTURAL

Vivimos en un gran momento de efervescencia cultural, tanto desde el punto de vista de la iniciativa pública como de la privada, en el que es necesario estimular una cultura viva y divergente, “dar espacio al pluralismo”. Es evidente que la descentralización cultural es una de las bases para la correcta política de difusión cultural; no se trata de dividir colecciones, ni de disgregar fondos patrimoniales, sino de que en cada zona, municipio, comarca o provincia existan instituciones culturales adecuadas a su historia y situación socio-política. Tal estrategia descentralizadora o, mejor, “creadora de un tejido reticular” para la cultura requiere de una coordinación dinámica de programaciones.

El Consorcio de Museos que impulsé en la Comunidad Valenciana ha sido un instrumento novedoso capaz de producir “vertebración” pero, sin crear por ello centros o jerarquías que, con frecuencia, son incapaces de prestar atención puntual a los ciudadanos. El sentido del Consorcio de Museos es coordinar e impulsar el patrimonio museístico de la Comunidad Valenciana, fomentar la creación de nuevos espacios expositivos, trazar las directrices de las adquisiciones y favorecer el mecenazgo, así como estimular el trabajo creativo de los artistas valencianos o relacionados con la Comunidad. La investigación y la divulgación, basada en rigurosos criterios didácticos, es también fundamental en un proyecto de esta índole. Frente a una política basada exclusivamente en la exhibición de artistas de prestigio internacional, he planteado la creación de un modelo de institución cultural que actúe como elemento dinamizador de su propio tiempo y que, a su vez, sirva como núcleo generador de propuestas artísticas multidisciplinares de carácter abierto, plural y vivo.

En relación con la labor desarrollada desde el Consorcio de Museos y con la acción cultural concreta emprendida desde el mismo destacaría, entre otras iniciativas, la creación de infraestructuras en Alicante (donde se amplió la Sala Municipal de la “Lonja del Pescado”) y en Castellón, donde se está construyendo el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC). Asimismo, estamos trabajando en la rehabilitación del antiguo convento del Carmen de Valencia, para ubicar en él un Museo del Siglo XIX. Al mismo tiempo, proseguimos con las obras de la IV fase de ampliación del Museo de Bellas Artes de Valencia … A través de todo ello, lo que buscamos es elaborar, de forma sistemática, un diseño de gestión cultural adaptado a las necesidades de nuestra Comunidad. De este modo, desde la Dirección General de Promoción Cultural, Museos y Bellas Artes de la Generalidad Valenciana se ha puesto en marcha una política de vertebración y exhibición de artistas valencianos por todo el mundo. Hemos realizado 205 exposiciones nacionales y 51 internacionales y se han editado, hasta el momento, 87 catálogos diferentes, en un esfuerzo que no tiene precedentes en la historia y estrategia cultural de las últimas décadas en nuestro país.

Es indudable que el arte necesita de un apoyo institucional, por la especificidad del objeto con el que trabaja. Este hecho, a su vez, no surge como una novedad en nuestra época, ya que históricamente ha constituido una constante en nuestra cultura. Estas apreciaciones, sin embargo, no deben llevamos a pensar que la situación ideal es aquélla en la que las instituciones apoyan de una manera absoluta toda iniciativa artística y cultural; si ello fuera así, caeríamos en un excesivo control que influiría muy negativamente en el propio desarrollo creativo. En este sentido, conviene recordar que la colaboración con la empresa privada es tan fundamental como necesaria, un hecho éste que hemos podido constatar mediante el Centro Técnico de Restauración que hemos desarrollado en el Museo de Bellas Artes de Valencia.

Junto a ello, considero importante desarrollar el campo de los contactos y la implicación efectiva del sistema educativo en el contexto de los proyectos culturales. Resulta sorprendente la vinculación, en ocasiones un tanto escasa, de la Universidad y del profesorado, especialmente el de enseñanza secundaria, en la dinamización de las instituciones culturales, como si fuera posible educar sin prolongar la formación fuera de las aulas, estimulando a los estudiantes a asistir a conciertos, representaciones teatrales o exposiciones. También es evidente que con la mera “presencia”, colectiva o individual, no basta. Se hace necesario desarrollar conjuntamente programas de participación educativa en las actividades culturales, e impedir que el aplauso o el silencio reverencial sean las únicas reacciones. Ha de existir una interacción, a partir de la cual pueda reorientarse y lograr mayor precisión o, sencillamente, diálogo.

Para contribuir a este diálogo hemos desarrollado, desde el Consorcio de Museos, ciclos de exposiciones en los que se han abordado “cuestiones problemáticas” como el multiculturalismo, el mestizaje de lenguajes, las relaciones entre el arte y el compromiso o el papel que desempeña la mujer en la creación artística. El objetivo que nos ha impulsado ha sido muy claro: fomentar una imagen y un proyecto cultural de diversidad, apertura y tolerancia.

A su vez, la propia estrategia de itinerarios de artistas valencianos, que ha venido a atajar la concepción de nuestro territorio expositivo como “mero peaje” en el que estacionaban exposiciones generadas en otras latitudes, sin conseguir prácticamente nunca introducir en esos canales nuestros proyectos, ha estado sostenida por una meditación práctica en torno a la dialéctica de “globalización y localización” .

En este sentido, ante el reto del siglo XXI, el camino más productivo y acorde con los planteamientos culturales hemos de hallarlo en el establecimiento de unos principios de diálogo. En los últimos dos años han sido frecuentes e intensos los intercambios en los que hemos trabajado con exposiciones y artistas de museos de toda América. Recientemente, celebramos en el Museo de Bellas Artes de Valencia un Simposio Internacional para tratar sobre las relaciones entre España y América en lo que se refiere a problemas museísticos, en el que se debatió sobre la identidad cultural de los museos, la experiencia estética contemporánea en una situación de hibridaciones y las estrategias que permiten una proyección, promoción y reconocimiento mutuos. No pretendo ofrecer un conjunto de “respuestas”. Tenemos que enfrentarnos a nuevas propuestas, intercambiar experiencias y contrastar métodos, para conseguir que los límites de las instituciones culturales y el “proteccionismo” se supere gracias a fórmulas de promoción cultural “dinámicas”.

Tenemos que aprender, por tanto, a pensar el espacio de la cultura o, mejor, sus múltiples manifestaciones, partiendo tal vez de la “visión de la sobremodernidad”, concebida como un territorio en el que proliferan los “no lugares”, a los que anteriormente ya me he referido. Por ello debemos recuperar, como propone el escultor Siah Armajani, el arte como “espacio para la acción comunicativa”. Pienso, en este sentido, en un proyecto tan ambicioso como el de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, en donde se crearán los institutos de música, cinematografía y restauración-conservación, así como el palacio de la ópera y el museo de las ciencias. Qué duda cabe de que puede actuar como foco privilegiado para superar la experiencia de la dislocación y ofrecer procesos culturales en los que el internacionalismo se conbine con el enraízamiento. Un buen ejemplo de ello es la creación, en un espacio arquitéctonico y urbanístico tan singular, del proyecto de un “parque escultórico” en el que intervendrán artistas de reconocido prestigio para plantear una revisión significativa de las tendencias de nuestro tiempo y un diálogo con el propio contexto.

El esfuerzo que está haciendo la Generalidad Valenciana para generar un amplio tejido cultural que se sustente en la diversidad es significativo. En este sentido, es necesario, ciertamente, realizar estudios de usuarios de las instituciones culturales para ajustar las planificaciones. En el caso de los museos, es también evidente que la asignatura pendiente es la didáctica, una materia que no es accidental, sino vertebral. Cuando pienso en la didáctica en los Museos, no me refiero a esas actividades convencionales que suelen reducirse a talleres infantiles; estoy aludiendo a una serie de programas diversificados capaces de atender a públicos tan diferentes, por ejemplo, como son los adultos que están en período formativo universitario, profesionales de distinto tipo, jubilados con intereses y situaciones distintas, etc. Paralelamente, las presentaciones de las colecciones (tanto como las de las exposiciones temporales) tienen que estar mediadas por estructuras didácticas, códigos narrativos, fórmulas que capaciten y permitan que en las solemnes salas del museo suceda algo más que “sobrecogimiento ante lo sublime” o la sensación, más común de lo que pensamos, de incomprensión.

La “tarea política” en el campo de la cultura podría sintetizarse en aquel proyecto ilustrado que convertía el ideal estético en emblema de la libertad, territorio para los encuentros y el diálogo. Las instituciones culturales tienen que superar su lastre burocrático y volverse ágiles, ofrecer información y contactos permanentes a los públicos, y combinar tanto la “poética del aquí y el ahora”, con la potencia de las redes de comunicación. El reto que se nos plantea está, sin duda alguna, lleno de complejidad. Sin embargo, resulta apasionante. Sin refugiarnos en la nostalgia, debemos por ello fomentar el diálogo y el conocimiento mutuo. A fin de cuentas, ésta es la única divisa con la que podemos enfrentarnos a un proyecto cultural de futuro.