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LA CALIDAD DE VICENTE CACHO como historiador quedó acreditada desde su espléndido libro sobre los primeros tiempos de la Institución Libre de Enseñanza. Tan fuerte fue el atractivo del tema, que se diría que el autor quedó seducido por él; pero no llegó a continuar esa historia hasta tiempos más recientes, y más conocidos para mí, que, en esto, he tenido una experiencia inversa respecto a la que parece haber tenido el autor.

Aquel primer libro, no sólo por su erudición, sino también por el aliento y gran estilo, permitía esperar de Vicente Cacho una continuidad de alto nivel. He de reconocer, sin embargo, que este otro libro reciente (Vicente Cacho Viu, Revisión de Eugenio d’Ors, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Quaderns Crema, Barcelona, 1997) que el autor tuvo la gentileza de enviarme y muy sinceramente agradezco, no es una revisión, sino tan sólo una visión muy tangencial de la personalidad del biografiado. Con todo, la maestría del oficio sigue brillando en este nuevo libro por la hábil distribución de los capítulos, para reflejar cada uno de ellos un sector de vida, a modo de espejos concertados. Un libro, pues, que no deja de ser interesante, por representar una actitud ideológica—intelectual, pero muy sectorial.

En efecto, la pretensión de revisar la personalidad de Eugenio d’Ors y su significación en la cultura española quizá resulte excesiva a la vista del resultado de este libro. La investigación que ha realizado el autor ha estado condicionada por una doble limitación de método. En primer lugar, por la ocasión de una beca de un solo año cerca de los archivos y bibliotecas barcelonesas, de lo que depende la reducción a la etapa catalana de Xenius —por lo demás, con importantes intervalos parisinos y madrileños—, es decir, desde 1906 a 1922, año del exilio definitivo a Madrid; el autor habla todavía de unos pocos años más, hasta 1930, en que, según él (p. 148), empieza una etapa parisina que dura hasta el retorno a España en 1937 —bajo el régimen de Franco—; más sumariamente, de los últimos años, hasta la muerte en 1954, sin consideración especial de la vuelta a Cataluña, vuelta sentimental de estío, a la Ermita de San Cristóbal en Villanueva y la Geltrú, que culmina con su enterramiento en Villafranca del Panadés.

A esta deliberada reducción del tiempo investigado se une una segunda limitación, que es la de haber fundado su estudio en las cartas dirigidas por Eugenio d’Ors a distintas personalidades intelectuales —las dirigidas a su mujer no aportan nada al tema del libro, precisamente por su carácter íntimo y familiar—, que el autor encontró en los archivos barceloneses, completadas por otras conservadas en la Fundación Ortega y Gasset de Madrid, en la Casa-Museo de Unamuno en Salamanca y en la Academia de la Historia. No sólo por su mayor extensión (109 cartas, de la página 151a la 372), sino por el mismo contenido de las cartas, esta parte del libro es la de mayor interés; pero las páginas precedentes no valen como simple introducción al epistolario, y por esto requieren una consideración crítica independiente: es lo que pretendo hacer aquí, dejando la estimación del epistolario para quien pueda valorarlo con mayor imparcialidad que la mía.

Ambas limitaciones —la temporal y la documental— determinan que la visión —mejor que revisión— del autor resulte, no sólo fragmentaria, sino también tangencial, algo sesgada y hasta esquinada, sin aludir con ello a los presupuestos ideológicos del autor y del editor.

LOS AÑOS EN CATALUÑA

En la reducción a los años catalanes, el autor viene a coincidir con el criterio catalanista —que él pudo percibir en el ambiente barcelonés en que trabajó— de que la figura de Eugenio d’Ors pierde su interés desde el exilio de Cataluña. Sobre este reduccionismo tuve yo ocasión de tratar en mi recensión al libro de Enrique Jardí de 1967, publicada con el título «Xenius y Cataluña», en Atlántida, 1969 (reproducida en mis Nuevos papeles del oficio universitario). Hay una coincidencia reductiva entre ambos biógrafos —el catalán y el madrileño—, pero con un sentido contrario: Jardí, hijo de un apasionado y resentido orsiano, cuida de no dejar entrar contrabando español en Cataluña, en tanto Cacho, madrileño él, cuida de no dejar entrar mitos catalanes en Madrid, el Madrid de Ortega. Coinciden los dos en la frontera, pero se hallan en distinto lado de ella, aunque el madrileño se aventura a entrar en el otro lado para detectar preventivamente el contrabando; dos carabineros a un lado y otro de la misma frontera. Pero, precisamente, por su posición madrileña, el autor alarga su inspección hasta comprender ocho años tras el exilio de Eugenio d’Ors. Quizá hubiera sido más exacto prolongarlos hasta 1931, pues fue precisamente la irrupción de la democracia, en ese año, lo que indujo a Eugenio d’Ors a vivir preferentemente en París, donde encontraba un ambiente mucho más propicio para su temperamento y trabajo intelectuales. Porque él repudió desde un principio esa República grosera que Ortega tardó algo en reconocer con su pirandeliano «no es eso, no es eso», lo que él defendía.

Pero no se puede olvidar, como parece hacer el autor, la importancia de la presencia de Eugenio d’Ors en la prensa madrileña de esos años; entre otras, su colaboración regular en ABC, y luego, precisamente desde la República, en El Debate. Si el autor no ha elegido ese momento —1931— como término final de su biografía, quizá se deba a que las dos últimas cartas por él recogidas en este libro son de 1930, y no ha visto las posteriores.

A pesar de este pequeño desfase, el autor procura dar noticia de la continuidad y cambios en la prensa durante la época estudiada por él, pero sin considerar la contemporánea publicación de libros —en editoriales, esto sí, no muy adictas a su persona, como iba a ser su sino constante—, ni el indiscutible éxito de algún libro como Tres horas en el Museo del Prado (la primera edición es de 1922). Se trata de una producción fecunda, cuya calidad no deja de apreciar el autor cuando habla —por ejemplo, en la entrevista de ABC del 7 de julio de 1997)— de Eugenio d’Ors como de «uno de los más fabulosos escritores del siglo XX español». Es así: aunque por circunstancias muy coyunturales se haya podido ensordecer la fama de ese escritor, y negado la autoridad de su doctrina, no puede ignorarse su fuerte presencia en el momento de la publicación de su obra, a pesar de las muchas contradicciones del ambiente político.

Para la visión del autor, esta prolongación temporal de los primeros ocho años de Madrid carece de importancia; antes bien, él procura insistir en la dificultad con que tropezó el intruso catalán en su empeño por seguir ejerciendo un discutible hegemonismo de Cataluña. Es muy cierto que el mundo intelectual madrileño se hallaba dominado por la figura de Ortega, pero el autor pretende demostrar que tampoco en Cataluña había tenido Xenius el protagonismo que los mismos catalanes le reconocen. Para el autor, dominaban en la intelectualidad catalana, no Xenius, sino Prat de la Riba, e incluso Puig y Cadafalch, causante más directo, este último, del exilio de 1922. Con ese fin, establece un cierto paralelismo, aunque sólo en función negativa, entre Prat de la Riba y Ortega; algo del todo forzado, pues Prat de la Riba fue, sobre todo, un político —y en función de tal, protector de la gran labor cultural de Eugenio d’Ors, del que recibió muchas ideas, como puede verse en su libro Historia de l’Hegemonia Catalana en la Política Espanyola—, en tanto Ortega fue siempre un intelectual —de autoridad sin potestad—, mucho más próximo al talante de Xenius, el intruso catalán este, aunque no adversario, pues se dio entre ellos una admiración y respeto recíprocos. Ortega le había dado su voto en las desgraciadas oposiciones de 1914, y creo que se lo hubiera dado igualmente después de la instalación de Eugenio d’Ors en Madrid.

Esta actitud negativa —de aduanero de Madrid— se detecta ya en la poca atención que el autor presta a algunos acontecimientos personales de esos primeros años madrileños por él estudiados.

Por ejemplo, tan sólo menciona de pasada la docencia que Eugenio d’Ors profesó en la Escuela Social de Madrid, con asistencia de figuras intelectuales adictas y nada irrelevantes; con esa docencia venía él a suplir el apartamiento del magisterio universitario causado por el fracaso en las oposiciones de 1914, que habían sido determinantes de toda su vida profesional. Por cierto, debo advertir incidentalmente que ese momento de su vida ha sido recientemente aireado por la publicación de las actas de esas oposiciones en los Cuadernos informativos de J. M. Peláez, que sin duda el autor habría tenido en cuenta, de haberlo sabido.

LA REAL ACADEMIA Y EL GOLPE DE ESTADO DE 1923

Asimismo, no se detiene el autor en un acontecimiento que fue muy importante para la vida de Eugenio d’Ors en Madrid: el ingreso en la Real Academia Española en 1927. Fue muy importante para él, porque venía a suplir también la falta de un rango profesoral superior. El autor (p. 147) extrae de una carta a Ortega (núm. 106, de 17-3-27), la razón que le daba de haber aceptado el sillón académico: «Ponga Vd. que lo he hecho para poder usar un papel de cartas que no sea el de un círculo o un café». Esto no lo decía «con amargura», como cree el autor, sino por ironía, pues, a continuación, en esa misma carta a Ortega, recordaba la respuesta de Barrés a Henri de Montherlant, en parecida ocasión: «On est tout de méme hereux de n’avoir plus á démontrer son talent tous les jours». Ésta es la auténtica razón. En efecto, quien carece de una oficial autoridad académica no pasa de ser un artista, que debe luchar constantemente por su propia reputación. Y a eso se debe también esa preocupada defensa de sí mismo que el autor censura en Eugenio d’Ors. Es así: el rango profesoral permite al intelectual una cierta humildad que es mucho más difícil para un artista, incluso académico. Pero, en esta vida, todo tiene sus compensaciones, y quizá fue esa liberación del oficio profesoral, y de su inevitable rutina docente, lo que contribuyó a elevar esa superior categoría, que el autor le reconoce, de artista de la lengua y del pensamiento.

Pero dice el autor (p. 147) que Eugenio d’Ors fue «hecho Académico de la Lengua por el Dictador». Esto es falso. La creación de dos sillones para académicos procedentes de provincias no se destinaba a Eugenio d’Ors. Su contrincante, el filólogo Montoliu, contaba, de entrada, con muchos votos; entre ellos, si mal no recuerdo, el importante de Menéndez Pidal, y el trámite de la elección fue muy reñido, sin que Miguel Primo de Rivera interviniera en él para nada. Creo recordar que el voto decisivo para mi padre fue el del Duque de Maura, y que fue don José María Chacón y Calvo, escritor cubano y amigo, que vivía en Madrid, quien más se afanó por recaudar los votos favorables.

Habiendo sucedido en 1923 el golpe de Estado que dio el gobierno de España, bajo el rey Alfonso XIII, al General Primo de Rivera, parecía necesario que el autor se hubiera detenido en considerar cuál fue la postura de Eugenio d’Ors ante el Dictador, y hubiera leído el artículo de R. Gibert en Razonalismo: homenaje a Fernández de la Mora (1995).

Está claro que, con sus antecedentes ideológicos, Eugenio d’Ors no podía adherirse al frente liberal de izquierdas, como hicieron tantos otros intelectuales del Madrid de entonces. Esta su tolerancia del nuevo régimen autoritario no implicaba relación personal con el Dictador, como la que sí existió con el Ministro de Trabajo Aunós, introductor, por lo demás, de las  Casas del Pueblo, que habían de caer en manos socialistas; pero sí fue causa del rechazo que sufrió por parte de la intelligentsia de la época. En esta animadversión se colocan los ataques, en El Sol, de Andrenio (Gómez de Baquero), que disgustaron mucho a mi padre. Si no estoy equivocado, a esos ataques de Andrenio se refería él al decir a Ortega, en marzo de 1927 (carta núm. 106), que no se le ocurría atribuir a éste «ni siquiera el menor contacto en las rufinianerías con que me ha obsequiado El Sol». Esto parece haberse escapado a la curiosidad del autor (pág. 355).

En mi citada reseña al libro de Jardí traté yo de dejar constancia de la primera reacción de mi padre ante el golpe de Estado de 1923, a la vez que aclaraba cómo el Guillermo Tell no debía interpretarse como un alegato a favor del nuevo Dictador: el Guillermo Tell estaba ya escrito cuando Primo de Rivera accedió al poder. Entre esta obra y el Nou Prometeu hay una profunda conexión, que el autor debería haber tenido en cuenta. Se trataba de un doble desahogo dramático; de la protesta de un intelectual contra, a la vez, la burguesía catalana —el Nou Prometeu— y el concomitante cantonalismo tradicional de los catalanistas —el Guillermo Tell—, asociados ambos como causantes del exilio de Cataluña: eran ésos, para él, los «filisteos» del argot europeo de la época.

Estas incidencias deberían haber sido tomadas en consideración por el autor; tanto más por cuanto su atención se centraba precisamente en la ruptura de Eugenio d’Ors con el catalanismo, y, en concreto, con la Lliga y su jefe, Cambó; no debía de haber dejado de ver cuánto pudo influir en el rechazo madrileño esa tácita y nada rentable adhesión de Eugenio d’Ors a la Dictadura; la Dictadura, en mi opinión benéfica, del muy paternal don Miguel. Y así se explica también la adhesión, pocos años después, al Alzamiento de 1936, y el propósito de ajustar su personal sindicalismo al de la Falange. No dejaba de influir en esta otra actitud ante la guerra española el hecho de que sus tres hijos militaban en las trincheras nacionales. Algo parecido sucedió entonces con el Dr. Marañón, también desde París en esa ocasión. Y no es ocioso recordar aquí, en relación con el rechazo intelectual de Madrid, cómo esta insigne personalidad que fue don Gregorio mantuvo, excepcionalmente, amistad con mi padre, y cómo llegaron a asociarse como codirectores de los Cuadernos de Ciencia y de Cultura (La Lectura, Madrid), donde apareció una lección de Eugenio d’Ors como «Una primera lección de Filosofía. Con dos apéndices esquemáticos sobre Doctrina de la Inteligencia » (1920), y, entre otros números de la misma hechura, el «Gordos y flacos. Estado actual del problema de la patología del peso humano», de  Marañón. Intentos como éste revelaban el constante empeño de Eugenio  d’Ors por una amplia divulgación de la cultura, como la por él lograda en  Cataluña, precisamente con la publicación de series económicas, y de  pequeño formato, como la alemana de Reclam, o la de la Colección Austral  de Espasa-Calpe, pábulo feliz de mi adolescencia.

LA LIMITACIÓN DOCUMENTAL

Si la amputación del cuarto de siglo final de la vida de Eugenio d’Ors reduce  la visión del autor a un torso incompleto de la figura estudiada, la reducción  documental resulta igualmente defectiva, no sólo por la arbitrariedad  de la selección de las cartas, sino, sobre todo, por haber prescindido de las  recibidas en correspondencia a las escritas por Eugenio d’Ors que, en buena  parte, quizá hubiera encontrado el autor en el Archivo Nacional de Cataluña  por él visitado y parcialmente empleado. En mi opinión, la publicación  de un epistolario debe comprender la correspondencia recíproca para ser  aquél bien entendido; prescindir de esa correspondencia es como registrar  una conversación telefónica de un solo lado. Esta deliberada reducción del  epistolario priva de un más pleno interés al libro. No hay que negar, sin  embargo, el servicio prestado por el autor, aunque nos dé una visión sesgada,  como una mirada por una puerta sólo entreabierta; eso sí, no sin discreción  y tacto apreciables. 

Por lo que se refiere al juicio del autor sobre la personalidad de Eugenio  d’Ors, no seré yo quien la censure por su calificación de fascista avantla~lettre para referirse a lo que con similar anacronismo podría haber llamado  despotismo ilustrado. Si esta designación retrospectiva podría aludir  a una adicción al siglo XVIII y al modelo goethiano, aquella otra anticipativa  puede explicar justamente una clara simpatía por la revolución de  Mussolini —gran estadista, por lo demás, al que Italia debe su actual rango  internacional— y por el régimen de Salazar, salvador de Portugal; y digo  salvador recordando la frase de Salazar confidencialmente comunicada a  mi padre: «Portugal se salvará, pero el Dictador no se salvará», porque,  efectivamente, él sacó a Portugal del caos, pero nadie le saca a él de la  damnada memoria.

Tampoco me parece del todo injusto que el autor presente a Eugenio d’Ors  como influido por la cultura francesa, y, en concreto, por el pensamiento de  Sorel y de Maurras. Pero también esta visión es sesgada, como la de todo el  libro. La idea imperialista de Eugenio d’Ors es anterior a los posibles influjos  franceses; el autor parece olvidar, por ejemplo, el Noruega imperialista de  1905 (Bibliografía de Alicia García-Navarro, núm. 32). Un análisis menos  parcial del pensamiento de Eugenio d’Ors llevará a descubrir no sólo su originalidad  —y, concretamente su crítica de Maurras, sino también la variada  constelación de influencias, incluso aparentemente contradictorias—.  Así, es interesante la presencia de la filosofía escocesa del sentido común,  recibida en Cataluña por Martí d’Eixalá y Llorens y Barba, contra la que  Eugenio d’Ors reacciona, orientado hacia William James, como ha sabido  rastrear Jaime Nubiola en Convivium (revista de la Universidad de Barcelona),  de 1995. 

En fin, el uso de la bibliografía que hace el autor no es del todo transparente.  Va citada en las primeras notas, a las que debe volver el lector para  identificar las referencias sueltas del autor, y no siempre en el lugar más  oportuno; alguna publicación de interés más general aparece sólo incidentalmente  aludida, incluso en el lugar póstumo de la Coda (pág. 145, núm.  273), como el artículo de mi difunto hermano Juan Pablo publicado en  Razón Española de 1987. Este escrito hubiera podido dar al autor, ya de  entrada, alguna clave sobre la auténtica personalidad de Eugenio d’Ors,  vista por un hijo. Es natural que un buen hijo tienda siempre a magnificar la  figura de su padre, y debemos contar siempre con cierta rebaja impuesta por  los más críticos, pero me parece que, cuando existe un documento de esa  magnitud, no se debe relegar como inservible para un planteamiento crítico  general.

Es comprensible que algunos lectores desprevenidos no adviertan en  este libro de Vicente Cacho mucho de lo que he apuntado en este comentario.  He leído, por ejemplo, el artículo incluso del buen conocedor de  Eugenio d’Ors, Carlos Pujol, en el ABC del 18 de julio de 1997, donde se  repite la popular pero falsa anécdota del glosador que desea oscurecer su  prosa, contra lo que fue una constante voluntad de clásica claridad y de  lucidez indiscutible; esa anécdota fue inventada por algunos menos doctos  o, en todo caso, menos asiduos lectores del Glosario cotidiano, que no  se prestaban a seguir el diálogo con el glosador. Quiero aclararle también  que esa Adelia de Acevedo, que dice el autor de ese artículo no saber  «quién es», era una dama argentina que ocupó un papel no insignificante  como confidente culta en el mundo intelectual de entreguerras; y a ella se dirige la carta 109, de 1930, que sí me parece una pieza importante para la  interpretación de la existencia intelectual de mi padre. Evidentemente, el  epistolario publicado por Vicente Cacho habría ganado bastante con  notas explicativas.

También he leído el comentario al libro de Cacho que publicó Alberto  Manent en La Vanguardia el 29 de julio de ese mismo año. En él puede  advertirse ya un discreto reproche a Cacho por la omisión de la bibliografía  catalana, y por el desconocimiento de lo que realmente fue la obra cultural  de Xenius en Cataluña, su «enorme impacto social» en la Dirección General  de Instrucción Pública de la Mancomunidad de Cataluña y en la Secretaría  del Institut d’Estudis Catalanes. Esto puede silenciarse desde Madrid,  pero los catalanes no lo olvidan. 

Con todo, debemos reconocer el servicio que el autor ha hecho al publicar  estas cartas dirigidas a intelectuales ilustres como Unamuno y Ortega, y  destacar con ello un nivel de comprensión cultural con el que pudimos contar  los jóvenes de la época, más que los de hoy. También servirá este libro  para la recuperación de una figura estelar; aunque hubiéramos podido esperar  una visión más cabal, siempre es esto mejor que el obstinado silencio de  otros autores afines. 

Catedrático de Derecho Romano. Profesor Honorario de la Facultad de Derecho, Universidad de Navarra