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En tres volúmenes -más de novecientas páginas- acaba de publicarse una nueva edición española, bilingüe, de la poesía de Rimbaud: Una temporada en el infierno, Iluminaciones, Poesías y otros textos, introducción, traducción y notas de Juan Abeleira (Hiperión, Madrid). La edición recoge las principales novedades hermenéuticas del centenario (1991). Rimbaud sigue vivo en español, como sigue vivo en todas las lenguas cultas. ¿Quién lo hubiera sospechado en Bruselas aquel mes de julio de 1873, hace ahora, cuando escribo este artículo, ciento veintidós años? Merece la pena evocar lo que entonces sucedió porque tiene mucho de ejemplar sobre lo que fue la parábola vital de aquel poeta adolescente.

Es la desordenada habitación de un hotelucho, cerca de la Grand Place. Dos hombres en ella. Discuten. De pronto suenan disparos que se oyen con nitidez en las estrechas calles de los alrededores. Ocurre que uno de los hombres, de cráneo orangutanesco, feo y de mirada oscura, que debe tener sobre treinta años, ha disparado sobre su compañero de cuarto, que aún no ha cumplido los veinte. Éste baja aterrado a aquel dédalo de calles y lo denuncia a la policía, que ya tenía conocimiento de la singularidad de la pareja. Dos años pasará el agresor en la cárcel, condenado por su homosexualidad más que por la agresión.

Es una historia vulgar, con ribetes de bajos fondos. Quienes no son hoy vulgares son sus protagonistas: Paul Verlaine y Jean Arthur Rimbaud. En Londres, con asistencia de las autoridades, se descubrió en los años treinta una lápida en la casa en donde ambos vivieron. El hecho indignó a Luis Cernuda y le dictó uno de sus mayores poemas, «Birds in the night». Suele ocurrir así: la gloria de la literatura española se llama Cervantes, un oscuro y maltratado funcionario de Hacienda, que ni siquiera accedió al privilegio de ver su efigie retratada -el retrato que se suele dar es falso- y que tenía hermanas de vida fácil, por cuya causa dio con sus huesos en la cárcel siendo ya el autor del El Quijote. Y no es la inglesa la única lápida conmemorativa de desdichas y marginaciones: al cumplirse el centenario de la muerte de Rimbaud (1991), la comunidad francesa de Bruselas puso otra lápida en el lugar en el que se erigía el desaparecido hotel donde Verlaine disparó contra su amigo.

Pocas glorias póstumas como la de Rimbaud conoce la literatura mundial. Nadie hizo más obra en menos tiempo. El tiempo casi de la adolescencia. Luego, a los veintiuno, vino la huida de sí mismo. Fue traficante de armas, explorador, comerciante. Ya solo quería ganar dinero; alguna vez incluso pensó en casarse, tener un hijo, etc. Mientras tanto, su antiguo compañero se debatía en sucesivas crisis entre las llamadas de la religión y de la carne, con escándalos encadenados, borracheras continuas y sucesivas dolencias que lo hicieron un asiduo de los hospitales, pero no impidieron su consagación como poeta. Publicó los poemas más importantes de Rimbaud y dio una versión edulcorada de sus relaciones. Después llegó el naufragio final, entre las llamas verdes del ajenjo. Pero sobrevivió a Rimbaud, que, enfermo, debió regresar a Europa para morir en Marsella, bajo el obsesivo cuidado de su pía hermana Isabelle, que no cesó hasta introducir un sacerdote en su habitación de moribundo.

El genio oracular

Verlaine fue un príncipe de la poesía, Rimbaud un rey. El poeta de Romanzas sin palabras tuvo uno de los oídos más exquisitos de la poesía europea, pero perteneció inevitablemente a su tiempo. En cambio, Rimbaud fue el genio, el creador cenital que rompió moldes, quebró estereotipos y alumbró un discurso cuya radicalidad no ha sido superada. Ambos fueron vitalmente unos malditos. Pero la maldición hace tiempo que entró -o la hicieron entrar- en las Academias. ¿Y quién piensa hoy ya en «cambiar la vida»? Bretón, que al frente de los surrealistas reconoció a Rimbaud como uno de sus maestros, ligaba la apelación rimbaudiana a la de Marx de transformar el mundo. Es hipócrita hacer abstracción del propósito central que movía a Rimbaud al escribir. Era un artista, sin duda, pero escribió movido por un ansia prometeica de romper con la sociedad que le tocó vivir. Hizo de Lucifer, que es el rostro oscuro de Prometeo.

Hay un retrato muy divulgado de Rimbaud, de su primera adolescencia, cuando tenía quince, dieciséis años. Es impresionante. La amplia frente corona unos ojos de profundidades abismales. No se sabe hacia dónde mira el privilegiado adolescente. El pelo, revuelto, parece enunciar al gran rebelde. Ya entonces escribía poemas inauditos. Poco después -siempre es «poco» en la vida de Rimbaud- recibía la llamada de Verlaine, alertado por sus dotes poéticas: «venga, gran alma querida, se le llama, se le espera». Y se fue a París tras haberse escapado en varias ocasiones de su casa, hastiado de su absorbente madre; se fue a París, sedujo a Verlaine, quebró su matrimonio, «Satán adolescente», y los dos vagabundearon al margen del mundo por Inglaterra y Bélgica.

Las Academias y la gloria

Hoy nada de esto se le reprocha a Rimbaud. ¿Grandeza del arte o manipulación? Hay las dos cosas, quizá más la segunda. Pero Rimbaud es tan genial y su obra está tan ligada a su vida, uña o corazón lírico de un vivir vertiginoso, que resulta preciso señalarlo para así prevenir contra su sesgada lectura. Todo en ella habla del cambio, de la revolución, de la destrucción de la cultura judeocristiana. No hay pacto posible ni transacción. Rimbaud lo pone todo patas arriba. Odia el cristianismo, odia la democracia burguesa, se burla de la lógica cartesiana, desafía todas las convenciones. Este fin de siglo viene burgués y conservador. Mal tiempo para la gloria verdadera de Rimbaud, que es la de la aurora que él cantó: la aurora de un mundo nuevo, cuando, armados de una ardiente paciencia, entren los subversivos en las espléndidas ciudades, según proclama Una temporada en el infierno. Verdad es que las Academias, más fuertes que nunca, están dispuestas a cebarse con el gran marginado. Claro que él lo previo y jugó a fondo las cartas de la misma sociedad que detestaba; por eso se fue a África a ganar dinero, a hacerse rico, sin preocuparse demasiado de cómo.

Pero ese ya no era el Rimbaud de las Iluminaciones, ni el del «Barco ebrio». No es extraño que su hermana Isabelle consiguiera verlo formalmente reconciliado con la religión que detestaba. Las cartas de esa época hablan de dinero, de recibos, de pagos: materia abundante para los comentaristas thatcherianos, que no son, sin embargo, peligrosos. Lo realmente grave son las Academias, que están dispuestas a aceptarlo todo, sin incurrir ya en los desvarios de Paul Claudel, quien dijo haber redescubierto la fe cristiana gracias a las Iluminaciones: un ejemplo preclaro de la ambigüedad del desalojo de las sustancias primigenias de la creación, de su sustitución por los deseos y voliciones del lector.

Rimbaud es, en cualquier caso, la poesía en grado máximo: el oficio de la palabra ejercido con rigor absoluto hasta restituir al poeta su condición originaria de oráculo, de vate, de vidente, que aspira a definir «la cantidad de lo desconocido (que) se despierta, en su época, dentro del alma universal» y a convertirse en «un multiplicador de progreso», según escribió en una de las «Cartas del vidente». Tal fue su programa. Lo llevó a cabo hasta donde pudo. Hasta donde lo dejaron. Luego vino lo demás, la alienación que él había expresado de forma lapidaria: «Yo es otro».