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¿Qué es el arte puro según la concepción moderna?
Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto
y el sujeto, el mundo exterior al artista y al propio artista.
Ch. Baudelaire, Los paraísos artificiales

Diría Bretón, trastabillado de juerga surrealista y recién expulsado del partido comunista: «la belleza convulsiva será erótico-velada, explosivo-fija, mágico circunstancial o no será»1; y hay en sus palabras un resquemor de aún pataleo, de niño cansado de jugar que no quiere, sin embargo, que nadie le expulse de su patio, ni que nadie, más grande o más fuerte que él, venga a tratar de compartir sus dominios. Se ha ido voluntariamente porque, dice, rechaza el sometimiento del ser humano a las directivas de cualquier política. La realidad es que tan inmotivado fue su ingreso eufórico como su rechazo visceral, semejante, por cierto al de Aragón, quien no tarda demasiado en cambiar declaraciones como «Mi partido me ha devuelto los colores de Francia», por otras como «Fuego os digo / fuego bajo la dirección del partido comunista»2. ¿Qué hay en el entreacto de semejantes euforias? ¿Qué podía conseguir que escritores de la talla de Borges, Tzara, Huidobro, Vallejo, Eluard, Reverdy, se amaran, odiaran, citaran y denigraran con tanta pasión en tan poco tiempo? ¿Son reales sus odios; sus amores, son de verdad?

El entreacto es la vanguardia y uno de los primeros elementos que debe considerar cualquiera que se acerque a ellas con serio afán de entenderlas es su condición teatral. Lo emocional – el camino. Fingimos en orden a ser entendidos, teatralizamos nuestras pasiones, nuestros sentimientos, para hacerlos comprensibles ante los demás; vivimos así en constante estado de «fechoría», porque mentimos y porque es al mentir, curiosamente, cuando somos comprendidos con veracidad. Llora el niño al que otro niño más fuerte ha quitado el juguete no porque desee llorar, sino porque ha aprendido que el llanto es la expresión social a través de la cual su indignación va a ser comprendida.

Es el descubrimiento de esta verdad, entre otras que analizaremos luego, el que posibilita el nacimiento social de la vanguardia como movimiento. Reducir la vanguardia a sus expresiones artísticas (literarias, pictóricas, cinematográficas) sería no entender un hecho básico; el de que la vida de los artistas de vanguardia, o al menos la de los que fueron más conscientes de serlo, era la teatralización en estado puro de su afectividad.

La concentración excesiva que estos autores daban a sus estados de ánimo, sus euforias y desagrados no podía darse, tampoco, de forma aislada, precisaba de una colectividad a la que comunicarse, una colectividad que ayudara, asimismo, a destruir, que es el origen básico de la violencia vanguardista. Una emoción, explica Sartre, es «una transformación del mundo. Cuando los caminos trazados se hacen demasiado difíciles o cuando no vislumbramos caminos, ya no podemos permanecer en un mundo tan urgente y difícil. Todas las vías están cortadas y, sin embargo, hay que actuar. Tratamos entonces de cambiar el mundo, o sea, de vivirlo como si la relación entre las cosas y sus potencialidades no estuvieran regidas por unos procesos deterministas sino mágicamente»3, y esto es, precisamente, lo que hace la vanguardia en un mundo que la imagen ha tomado en posesión.

Desde la primera vanguardia dadaísta, y todavía mucho después del primer manifiesto surrealista de 1924, la imagen se hace vacía, carente de significado, se agota en su puro mostrarse y, por tanto, no puede (no debe) ser tomada en serio. La superficialidad es, por tanto, la única vía para acercarnos al arte, lo mismo que el humor, ya que nada de lo que hacemos tiene importancia, ya que verdades y dogmas se alzan y desmoronan, ya que nada de lo que hacemos debe perdurar (y sin embargo no ha habido acciones tan sedientas de inmortalidad como las grandes guerras), debemos destruir lo hecho y reírnos de lo que somos en aras a nuestra más pura y simple supervivencia.

El primer problema llega con el hecho de que vaciar de significación una imagen no significa vaciarla de posibilidad de significado, no anula su «interpretabilidad». Al vaciar la imagen de su significación, al reducirla a sí misma, conseguimos todo lo contrario en realidad; hacerla polisémica. El juego, por tanto, tiene otra cara; la cara de la interpretación por parte del espectador. El espectador juega a observar y el creador a crear, y tan significativo (y tan poco significativo a la vez) es un acto como el otro.

Pensar que sin el cine habría sido posible el nacimiento de la vanguardia sería tan absurdo como pensar que se puede concebir un hijo a distancia. Es en la primavera de 1919 cuando Griffith construye, entre naranjos californianos, la Mesopotamia más real que pueda imaginarse, y lo hace con una montaña de cartón piedra y ocho descomunales elefantes de yeso y escayola. He ahí Babilonia. O lo que es lo mismo; he ahí la imagen, y por tanto, he ahí la cosa. Tal vez la Babilonia real nos habría resultado menos real que ésta en la que las milicias medas y asirías están compuestas en realidad por chicos de Idaho y Kentucky. La imagen, y esto es algo que la vanguardia entendió primero de forma intuitiva y después muy conscientemente, se hace más real que la cosa misma, o lo que es igual: la representación contiene la esencialidad de lo representado más que lo representado mismo. La imagen visual adquiere un poder que nunca había podido soñar hasta entonces porque posee, más que la palabra, solidez de especificación. Esto es, una suerte de fuerza que la especifica (la hace concretísima, efímera) pero al mismo tiempo la trasciende, la hace capaz de convertirse en icono.

No es casual el nacimiento de la estrella cinematográfica, de su valor social a principios de los años veinte, como tampoco es casual la fascinación religiosa que prodigaban los vanguardistas por actores como Buster Keaton o Charles Chaplin. La imagen de un batacazo de Chaplin se convierte en la gran concreción de lo que somos, a saber, lo grotesco-hilarante de un golpe junto a la melancolía que nos produce su vergüenza. No es que la dos imágenes formen parte de una consecución lógica sino que se superponen en nuestra percepción y, al hacerlo, producen una posibilidad de identificación radical por parte del espectador.

Pero sigamos. «La naturaleza escupe en su cajita nocturna / Su pincel fluido comienza a hacer que brillen las aristas de los matorrales y de los navíos», dice Bretón4; contesta Borges: «Más vil que un lupanar, / la carnicería infama la calle»5; sigue Huidobro: «¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?»; Apollinaire se enfada y reprende: «Pastora torre Eiffel el rebaño de los puentes bala esta mañana»6 y a Vallejo su madre le ajusta el cuello del abrigo «no porque empiece a nevar, sino para que empiece a nevar»7.

¿Qué fantasma ha revolucionado este magma de novedad en que toda imagen fluye con la violencia de lo recién encontrado? Se habla con frecuencia de que no es gratuito el hecho de que la primera vanguardia documentada adoptara, como definición, el dadaísmo, de que el primer movimiento es «regresivo» e intenta asimilar sus recursos a los de un niño que balbucea intentando pronunciar el mundo, que es por tanto violento y que se guía tan sólo por las formas de un capricho intelectual que lo cree todo realizado, menos la destrucción de lo realizado. No es sin embargo así, o no enteramente.

LENGUAJE DE VANGUARDIA

Para muchos de estos autores la distinción entre creación y destrucción se funde y confunde en la (precisamente) creación de lo que Marinetti llamaba «el primer lenguaje necesario». En un mundo cambiante la palabra que lo describa ha de ser cambiante también, y si el mundo se aparta de la lógica ha de hacerlo también la palabra que intente pronunciarlo. Entendemos que a lo largo de un paseo tranquilo por una calle de Buenos Aires la visión de una carnicería pueda ser en ocasiones desagradable, pero decir que la infama, como dice el texto de Borges citado más arriba, es decir mucho más. Es pronunciar la dificilísima sensación de grotesca obscenidad que puede producir una carnicería, pronunciar la íntima comunicación con una calle en la que de pronto un elemento grotesco resulta ultrajante, pronunciar que eso no se había dado antes con semejante intensidad de la misma forma que la sensación de absurdo que supone la pérdida de una inocencia inmaculada sin renegar tampoco de la visión realista que nos 

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describe un hombre caminando agradablemente por la calle y encontrándose de pronto ante una carnicería que le desagrada. Decir, por tanto, que una carnicería «infama» a una calle, es darle la vuelta a las miles de tortillas insípidas que se limitaban a describir un objeto y a describir, por otra parte, las sensaciones concretas que ese objeto provocaba en la voz narrativa o lírica; ahora ya no es válida una literatura que no aglutine percepción-experiencia subjetiva-realidad objetiva, una literatura, en fin, que no produzca una sensación de realidad (o irrealidad) mayor que la realidad misma.

La palabra que mejor describe la estética de la imagen vanguardista es, por tanto, adanismo. El lenguaje de vanguardia es adánico no porque intente pronunciar el mundo, sino porque intenta pronunciarlo por primera vez, o porque el lugar desde el que lo hace es absolutamente nuevo. Atendiendo a los postulados de Piaget8, uno de los psicólogos que más violentamente renovó las tesis referentes a la adquisición del lenguaje infantil, el primer paso de la adquisición se produce en la imagen. El niño señala un objeto con el índice y el cuidador dice: «árbol». Se ha producido aquí, de forma natural, lo que todo vanguardista procura de forma artificial, lo que en forma cartesiana sería la mayor experiencia de claridad y distinción acerca de la realidad y el lenguaje que la describe, porque la experiencia de la percepción y de la comunicación están indisolublemente unidas en el acto creador de la adquisición del objeto, tanto de forma verbal como no verbal. Así el niño adquiere el objeto de forma simbólica aglutinando las experiencias de percepción física y las de percepción verbal. El verdadero acto creativo llega cuando el niño responde (o repite) la palabra «árbol», un acto que podríamos describir como de «fijación» verbal del objeto pero que responde, a la vez, a la experiencia dichosa de lo recién engendrado.

Esta visión radicalmente creativa del lenguaje es la que transforma el vocabulario de la poesía de vanguardia y la eleva a su expresión más elocuente. Cuando Paul Eluard recomienda a sus discípulos sudamericanos (especialmente a Huidobro) que escriba en francés en vez de hacerlo en castellano porque en una lengua que no es la materna fluyen de forma más intuitiva las relaciones entre fonética y realidad, está apelando clarísimamente a esta concepción del lenguaje. Cuando Paradas pinta un paisaje con palabras también lo está haciendo. Y el mismo Girando en el prólogo a su primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) hace una auténtica declaración de intenciones: «Cortar las amarras lógicas ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? (…) Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio -sinónimo de vida— no renuncio a mi derecho de renunciar, y tiro mis veinte poemas como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto»9.

EL PAPEL DE LA INTUICIÓN

¿Qué es, por tanto, lo que se copia? ¿Cuál es el objeto del arte? Representar la realidad, comunicarla, sí, pero desde una imitación de los objetos a la que se ha añadido el filtro de la subjetividad. El resultado es que podemos completar nuestro conocimiento del mundo desde la intuición; que es posible que, después de haber leído un voluminoso libro sobre los ciclos lunares, después de haber contemplado la luna real durante largas horas, no hayamos tenido la experiencia estética que puede producir en nosotros el dibujo de una luna pintada con las palabras «luna» entrelazadas, y que, curiosamente, esa experiencia completa nuestro conocimiento real acerca del objeto real «luna». La vanguardia adopta, por tanto, la imagen como parte de nuestro conocimiento necesario del mundo y aboga por la idea de que ese tipo de conocimiento sólo puede darse a través del arte.

Todas estas ideas, especialmente la del juego, la del absurdo («imitación de la vida» como dice Girondo en el texto citado), la de la superficialidad y la del conocimiento intuitivo a través de la imagen serán recuperadas en la posmodernidad de forma aún más desmesurada. El mismo rey Midas de la imagen contemporánea, Andy Warhol, que tenía el raro poder de convertir en icono toda imagen que tocaban sus manos, argumentaba que la única diferencia entre un bolígrafo y el bolígrafo (o la imagen física de bolígrafo que aglutinara todos los bolígrafos) es que uno estaba en manos de una tendera y el otro en un museo, sobre un pequeño cartel que decía «1.000.000 $».

Lo esencial, en este sentido, del idioma (que es el instrumento de la literatura) es que, hasta en su sintaxis, apunta una superación de la temporalidad siempre que en ella sujeto y objeto estén situados en relación simultánea. Cualquiera que sea el contenido de un verso ha sido arrancado del devenir del tiempo y, al haber adquirido forma verbal se ha hecho inmediatamente interpretable. Es en la plurisignificación de la poesía donde la vanguardia hace su apuesta más importante y atemporal. La imagen pasa a ser un instrumento a través del cual podemos adquirir, en un instante, complejos significados acerca del mundo. Tal vez uno de los ensayos más interesantes sobre los dominios del logos fuera el que hizo Hermann Broch acerca de la prosa de Joyce10, donde defiende que es precisamente en la experiencia de esa simultaneidad entre logos y vida donde se esconde el destello de eternidad «que es el verdadero objetivo de toda poesía». Se abre aquí, como decíamos, un nuevo proceso, una nueva posibilidad de conocimiento que es radicalmente antirracionalista.

Pero expliquemos este concepto con mayor profundidad. La gran mayoría de los postulados vanguardistas concernientes a la imagen y a la teoría de la literatura se establecen por contraposición a los postulados decimonónicos. El ciudadano del siglo XIX era tan racionalista como el romano; al igual que éste, construyó imperios y máquinas de guerra, pero jamás fue un Nerón o un Borgia, pues para ello se sentía demasiado humano («fieramente humano» dirá mucho después Blas de Otero) y en cierto sentido lo era. Cuando ensalzaba su mundo lo hacía ocultando su miseria y su manía decorativa era más hipócrita, si cabe, que la de sus crueles predecesores romanos, lo que le acarreó el desprecio de Nietzsche. El ciudadano del XIX no era cruel, pero algo en su actitud prepara la crueldad de la vanguardia. En todo esteticismo, en toda decoración, se esconde el cinismo y el escepticismo (productos ambos del pensamiento racionalista); el ser escéptico es terreno y necesita mirarse en modelos terrenos, de ahí su historicismo y su maniática revisión constante de los acontecimientos pasados. El barroco de este realismo que olvida la realidad es precisamente el neorromanticismo, e históricamente, el renacimiento de los nacionalismos.

Los nacionalismos del siglo pasado resultan impensables sin la imagen. Riffensthal, directora de cine encargada de la propaganda nazi por propio designio del Fürer, lo entendió perfectamente al rodar los grandes batallones nacional socialistas atravesando Berlín en El poder de la voluntad, de la misma forma que lo entendió Chaplin en El gran dictador —en mi opinión una película perfectamente vanguardista, regida por la idea de que acabar con la imagen, ridiculizar la imagen, era ridiculizar todo el sistema— cuando nos presenta a un dictadorcillo persiguiendo secretarias y bailando con un globo del mundo a modo de juguete.

Me he extendido en este asunto porque me parece que, sin comprender este contexto histórico y filosófico, no se puede entender tampoco el valor que adquiere la imagen en el movimiento de vanguardia. Los poetas sudamericanos y franceses que habitaron en París entre los años 1919 y 1933, años de la gran fascinación (y también desencanto) vanguardista, eran hijos de un sistema histórico en el que la imagen empezaba a ser el resultado del poder, en el que tener la imagen era tener el poder. De acuerdo con su actitud puramente estética en este sentido, el vanguardista hace una obra de arte sibarítica en contraposición con el arte realista (monacal) que está determinado por una actitud ética. Ambas actitudes están definidas y se adaptan a una realidad concreta. En el caso vanguardista su actitud primitiva es la de ostentación. Pretende transformar la vida del hombre mediante la artificiosidad de la neurosis, es decir, mediante obras de arte que someten la realidad a una actitud totalmente irreal. Estos hijos del realismo, naturalismo y romanticismo (dependiendo de sus tradiciones respectivas) habían sido educados en un mundo literario plagado de tragedias amorosas, muertes y suicidios dobles, y para ellos esos convencionalismos ideales habían cobrado valor simbólico. Es precisamente contra la maldad de la hipocresía de la vida toda, perdida en el laberinto del sentimentalismo y de los convencionalismos contra lo que reaccionan con más violencia los vanguardistas.

Yo creo que aquí es donde nace el Kitsch. No es casualidad que Hitler fuera un seguidor incondicional. Vivió el Kitsch sangriento como Nerón (otro gran entendido en belleza) estableció un artificio pirotécnico en Roma a cuenta de cuerpos de cristianos. Tenían ambos cierto valor artístico si, en aras al esteticismo, se conseguían callar de alguna forma los alaridos de dolor. O, por poner un ejemplo más al uso de nuestro tiempo, resulta subyugante la imagen de las torres gemelas de Nueva York desmoronándose, y en este sentido podría resultar incluso una imagen hermosa si no fuera porque miles de personas morían bajo aquellos escombros. De esta forma, a nosotros mismos no nos es muy difícil crear cierta simpatía por el Kitsch si apelamos a lo que apelaron los vanguardistas de los primeros manifiestos Dadá, es decir, a la liberación de lo oscurecido, de lo irracional, de lo inmotivado aparentemente en la condición humana.

La vanguardia no es más que una forma contemporánea de romanticismo y, como tal, cae presa de sus propios postulados, se devora y ridiculiza a sí misma, incluso sin pretenderlo. La diferencia es que la vanguardia es un romanticismo desdogmatizado en su origen, es decir, que añade, a los parámetros de exaltación individualista, la coordenada juego y la coordenada gratuidad. Se podría decir así que la vanguardia contiene, en su origen, su misma parodia, que el movimiento natural de la vanguardia habría sido el de parodiarse a sí misma y morir, no el de convertirse en dogma, como ocurrió finalmente. Paul Celan, en un prodigioso poema de musicalidad e imágenes difícilmente superables («Todesfuge» o «Fuga de muerte») considerado como el mejor poema alemán de posguerra, une magistralmente el desencanto ético, histórico y artístico de la posguerra. Desencanto artístico porque en definitiva los juegos de la imagen y los juegos de palabras se han vuelto contra nosotros para devorarnos, desencanto histórico porque los muertos aún están calientes bajo la tierra: «(…)En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe / que escribe al amanecer Alemania tu cabello de oro Margarete /
lo escribe y sale a la puerta de casa y brillan las estrellas silba llamando a sus perros silba /y salen sus judíos manda cavar una fosa en la tierra/ nos ordena tocad ahora música de baile(…)»11.

Esta especie de «danza de la muerte» moderna recoge muy bien otra idea muy peculiar de la vanguardia, la de la «reescritura» de modelos antiguos, en este caso se trata de un modelo medieval, pero no es necesario buscar demasiado para encontrar otros. Así encontramos tonos bíblicos de literatura apocalíptica en Altazor de Huidobro, «Altazor, ¿Por qué perdiste tu primera serenidad?» (del Cantó I) muy emparentable con textos como «Pueblo de Israel, ¿por qué perdiste tu primera caridad?» (Ap. 2, 5), o el de otro egregio vanguardista, Ramón Gómez de la Serna, que reelabora el género medieval de la sentencia en el nuevo género de la greguería, describiéndolo como «metáfora+humor». La vanguardia es así, ecléctica, se conforma mediante la reelaboración de elementos y modelos anteriores, pero lo hace siempre desde el punto de vista de una imaginería que, por una parte, ha instaurado el humor como forma de salvación («la lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces»12), y por otra no entiende otro lenguaje que el de la exaltación y fragmentarismo; términos «populares» confluyen con otros sumamente arcaicos y cultos, se modernizan géneros en desuso, y el nuevo lector empieza a exigir como placer estético el hecho de ser sorprendido por la imagen, por la sagacidad o la precisión de la metáfora. La imagen, repetimos, vuelve a ser el instrumento en el que de forma instantánea e intuitiva podemos adquirir complejos significados acerca del mundo.

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Baste un ejemplo para ilustrar esta idea. Se puede describir una ciudad en estado posbélico de muchas formas, atendiendo a los efectos producidos en la estructura de la misma o en las gentes que la habitan. Un escritor realista habría optado, muy probablemente, por una suerte de colectivización del espíritu de la ciudad para describir después la concreción de ése espíritu en un caso o en unos casos concretos.

Veamos cómo lo hace Oliverio Girondo: «En la terraza del café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana»13. Es fácilmente apreciable que aquí la percepción del todo viene dado por fortísimas concreciones de lo particular, de nuevo la solidez de especificación nos produce una sensación de comprensión de lo global formalmente mucho más rápida e intensa que la que podría darnos una larga descripción tradicional, realista.

De alguna manera se aprecia aquí un trastorno de los sistemas de valoración de lo artístico. Ante el principio fundamental y cómodamente platónico de «bello es lo que agrada» del realismo, se alza toda la fuerza de un tiempo en transformación, de una poesía también en transformación que intenta describirlo y responde «no, bello es lo que subyuga, lo que sorprende», de esta forma el rostro de la muerte se convierte en el gran estimulante; son las grandes guerras, con sus millones de muertes clamando al cielo, las que de verdad pusieron de manifiesto la ruina de todos los valores, el miedo de perder todos los valores se abatió sobre la humanidad y surgió la pregunta de si había realmente alguna posibilidad de reconstruir el mundo.

La vanguardia fracasó en el intento de describirla cuando optó por una actitud juvenil, cuando intentó superar la muerte con un sencillo vitalismo optimista o juguetón y sin embargo calcó todo su horror (su hermoso horror, por qué no, su horror estético que no podemos negar sin mentir) cuando probó a fragmentarlo, a describirlo en lo grotesco de su fragmentarismo. «Venga aquel que me odie y máteme / toda mi sangre le dará las gracias»14 termina diciendo Aragón, en un estallido de profunda veracidad, cuando toda la poesía surrealista de vanguardia se volcaba sobre el difícil propósito de describir el horror de la sangre y la destrucción. Constante liberación del miedo: éste es el secreto de la imagen vanguardista; liberación del miedo que produce la contemplación de una realidad desmembrada y sin lógica.

Es necesario establecer una distinción entre liberación de la muerte y huida de la muerte, entre eliminación de lo irracional y huida de lo irracional. La vanguardia opta por una huida de lo irracional a través, precisamente, de la irracionalidad. Con este planteamiento resulta significativo que la vanguardia, carente en realidad de recursos propios, se vea obligada a echar mano de los recursos más primitivos y con ellos llega, cómo no, la primera dialéctica seria sobre la extinción del arte. Adorno lo explica así: «sobre la extinción del arte es elocuente la creciente imposibilidad de representar lo histórico. El hecho de que no exista ningún drama suficiente sobre el fascismo no se debe a la escasez de talento, sino a que el talento decae ante la insolubilidad de los problemas más acuciantes del literato. Este tiene que elegir entre dos principios, ambos igualmente inadecuados; la psicología o el infantilismo»15. En un primer momento la vanguardia opta por el infantilismo, pero todo lo presentado infantilmente queda evidenciado y muere en su puro mostrarse. La única forma de salvar el arte sería dirigirlo hacia el que fuera ya su único objeto artístico; lo puro inhumano, pero lo puro inhumano escapa al sujeto precisamente en su exceso e inhumanidad.

Lo inhumano, por tanto, se concreta —y muy acertadamente además—, en la pervivencia de las literaturas vanguardistas en Hispanoamérica, cuya asimilación supera a la cronología histórica propiamente dicha de la época de vanguardia. Así un poeta como Octavio Paz todavía en 1969 puede adscribirse a esos ensayos vanguardistas de intento de expresión del dolor en la concreción de la imagen. El poema «El otro» (de Ladera Este) resulta especialmente afortunado en este sentido, pese a su brevedad, porque contiene el proceso completo de concreción y disolución del sujeto:

«Se inventó una cara
Detrás de ella
Vivió, murió y resucitó.
Muchas veces.
Su cara
Hoy tiene las arrugas de esa cara.
Sus arrugas no tienen cara.»

Tanto el poeta como el vidente hablan el lenguaje de la oscuridad. No necesitan inventar ningún medio de expresión nuevo sino que utilizan el idioma tradicional aun cuando éste resulta insuficiente para expresar lo «nuevo», para clarificar las realidades que es necesario alumbrar. Es por esto que la vanguardia nunca intenta evitar esta «incomprensibilidad» que le es aneja. La torsión manierista, vuelta en algunos casos hacia el colmo del mal gusto o la ironía salvaje, es extremada en la necesidad de corroer las formas estetizantes de un «buen decir» que ya no nos es propio. Nace y muere así esta poética de la inconveniencia, esta poética salvaje e incandescente en su juego de superficies resbaladizas, sabiendo que va a morir sumergida en sus propios lodos, tal vez por eso tan perturbadora, en la que algunos aún encontramos el mensaje fragmentado y ambiguo de nuestros rostros. O su imagen, al menos.

NOTA S

1 · Andrés Breton, El amor loco, Alianza, Madrid 2000, p. 30.
2 · Louis Aragon, Habitaciones, Hiperión, Madrid 1982, p. 10.
3 · Jean-Paul Sartre, Bosquejo de una teoría de las emociones, Alianza, Madrid 1971, p. 85.
4 · André Breton, Poemas II, Visor. Madrid 1993, p. 11.
5 · J. L.Borges, «Fervor de Buenos Aires», en Obra poética (1), Alianza, Madrid 1999, p. 36.
6 · Guillaume Apollinaire, Alcoholes, Hiperión, Madrid 1995, p. 9.
7 · César Vallejo, Obra poética completa, Alianza, Madrid 1982, p. 179.
8 · A este respecto el libro más interesante es el de Jean Piaget, La formación del símbolo en el niño, FCE, México 1966.
9 · Oliverio Girondo, Obra completa, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Madrid 1999.
10 · Hermann Broch, Poesía e investigación, Seix Barral, Barcelona 1974, pp. 231 y ss.
11 · Paul Celan, Amapola y memoria, Hiperón, Madrid 1985, p. 79.
12 · Ramón Gómez de la Serna, Greguerías 1910-1960 , Editorial Óptima, Madrid 1970, p. 127.
13 · Oliverio Girondo, O.C., p. 12.
14 · Louis Aragon, O.C. , p. 127.
15 · Theodor W. Adorno, Minima moralia, Taurus, Madrid 1999, p. 143.

Novelista, ensayista, traductor, guionista y fotógrafo español