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Bajo un título equívoco, premeditadamente equívoco, Andrés Ollero ha dado a la luz un libro muy serio de filosofía del derecho, y también de filosofía moral y política. Es equívoco porque los destinatarios naturales de la obra son los estudiantes, no de un derecho en teoría, sino de una teoría del derecho; y lo es también porque recordando el famoso opúsculo de Kant, parece sugerir que su preocupación se circunscribe a lo que pudiera ser un derecho «en teoría», distinto y más elevado que el derecho «práctico», es decir, el derecho que condiciona efectivamente la vida cotidiana de sus destinatarios. Pero ninguna de estas dos primeras impresiones resulta por completo acertada: ante todo, éste no es un manual universitario corriente, no es un libro para estudiantes, no al menos para estudiantes que busquen claros y lineales esquemas de verdades concluyentes que permitan eludir la siempre enojosa tarea de pensar. Y mucho menos su objeto es un presunto derecho ideal, «en teoría», alejado de la realidad y de los problemas más acuciantes de nuestros ordenamientos jurídicos; todo lo contrario, el análisis y la reflexión es un continuo ir y venir entre los principios y valores «teóricos» y sus plasmaciones legislativas o jurisprudenciales «prácticas». De ahí lo ajustado del subtítulo: las perplejidades jurídicas son las que nacen de la contemplación de un derecho real o vigente desde la atalaya en la que se mantienen sólo quienes no han abdicado a esa idea de derecho «en teoría», es decir, los crédulos. En cualquier caso, si los filósofos del derecho tenemos fama de cultivar una especulación accesible e interesante sólo para los propios colegas, ajena a las preocupaciones más inmediatas o terrenales, este libro creo que constituye un claro desmentido.

Resulta imposible sintetizar en unas pocas líneas el contenido de una obra trabajada y compleja que recoge con palabras de hoy muchos de los grandes temas de la reflexión jurídica y política occidental: el sentido de un derecho que se nos muestra como la voz y la espada del poderoso, pero que al mismo tiempo quiere ser la defensa del débil, una tensión de siempre tan sólo amortiguada en el marco del Estado democrático, donde el principio de las mayorías se muestra en ocasiones como una fuente inapelable de legitimidad absoluta y sin freno, cuando no directamente de verdad; el valor de unos derechos humanos instalados resueltamente en el interior del derecho positivo pero que encarnan asimismo la moral pública de la modernidad y que nunca dejan de interpelar al poder y a ese mismo derecho positivo; los límites, discutibles y variables, de un Estado que pretende garantizar un común orden de valores pero que simultáneamente está llamado a respetar las barreras infranqueables de las convicciones individuales, tarea de armonización por cierto cada vez más difícil en el seno de sociedades pluralistas; y, en fin, todo ello sin que tampoco falten respuestas a varias cuestiones centrales de la filosofía jurídica más actual, desde el debate sobre el positivismo y sus implicaciones a las renovadas perspectivas de la epistemología jurídica o de la propia teoría del derecho.

La posición desde la que Andrés Ollero aborda estas y otras muchas cuestiones es, confesadamente, la de un crédulo en el derecho, es decir, en el valor del derecho como instrumento de paz y de cooperación y como escenario de realización de la justicia; más allá de su ineliminable historicidad, el derecho presenta «una realidad permanente que le es esencial»; lo que supone admitir nada menos que «la existencia de una verdad jurídica y considerar posible el acceso cognoscitivo a esa realidad del derecho, resistiéndose a reducirla a mera imposición arbitraria» (p. 258). Sin embargo, no estamos en presencia de un iusnaturalimo abstracto o «more geométrico» que desde un cielo religioso o secular confíe en guiar a los hombres mediante la luz de una justicia intemporal. La razón no es una herramienta para conocer un objeto externo y acabado, sino que el derecho mismo, intrínsecamente unido a la justicia, se configura como el más cabal ejercicio de la razón práctica, como una actividad que conjuga teoría y praxis en el marco de un círculo (hermenéutico) para alcanzar «el mejor derecho posible». Ese es el anhelo de un derecho ideal (pero no idealista ni idealizado) en cuya construcción todos estamos llamados a participar mediante esa empresa común que es la filosofía práctica, que es decir comunicación, diálogo y consenso; todos, pero muy especialmente la jurisdicción, que es la sede donde culmina ese continuo «hacerse» del derecho desde las exigencias y la vocación por la justicia hasta los requerimientos de la práctica.

Esta actitud metódica no es un simple brindis a la hermenéutica transpositivista, sino que orienta de modo efectivo el tratamiento de los problemas prácticos; por ejemplo, de uno tan delicado y dramático como es el de la eutanasia y su posible reconocimiento jurídico, donde confluyen muy distintas concepciones éticas, convicciones morales y hasta presupuestos antropológicos. Ollero que, además de un crédulo en el derecho, tampoco oculta ser un creyente, reconoce que para quien sostiene una visión trascendente de la existencia, la vida es un bien por completo indisponible, de manera que ninguna formula de eutanasia resulta moralmente viable. Aquí hubiese finalizado seguramente la argumentación de un iusnaturalista a la vieja usanza: el derecho no puede respaldar una conducta que interfiere tan decisivamente en el orden y en el plan divino del universo y de la vida. Sin embargo, la razón práctica en que consiste el derecho nos estimula justamente a seguir razonando, algo por lo demás indispensable desde el momento en que no todos comparten el mismo sentido transcendente de la existencia; y esto es lo que hace nuestro autor, ofrecer argumentos serios y susceptibles de compartirse desde la común racionalidad, que muestran los riesgos que a su juicio tendría un reconocimiento legislativo, esto es, general, abstracto y con vocación de permanencia, de la muerte anticipada; pero admitiendo también casos límite donde eventualmente pesen más las consideraciones en sentido contrario, casos que bien podrían encontrar en la vía judicial una respuesta atenuante o eximente que moderase el rigor de la ley.

El ejercicio de la racionalidad práctica que propone Ollero tal vez pudiera ser mal interpretado, como una concesión por parte de unos, o como un intento de encubrir el dogmatismo por parte de otros. Desde perspectivas fundamentalistas, en efecto, acaso cabría calificar de concesión, no la renuncia a una verdad que se juzga incuestionable, pero sí el estar dispuesto a someterla al escrutinio de la razón y del diálogo orientado al consenso. Pero desde la perspectiva contraria y en aparente paradoja, tampoco es infrecuente que se desacredite a priori y a veces con «argumentos» ad personam cualquier posición que vagamente suene a confesional, por mucho que no apele a la fe sino a las buenas razones. Sin embargo, no estamos en presencia de ninguna estrategia defensiva o encubridora: la racionalidad resulta ser el único camino para la convivencia a partir del reconocimiento del otro como un sujeto diferente (de hecho) pero igual (en derecho y derechos). Las más profundas convicciones morales, que tenemos todos, incluso los más neutrales y no sólo quienes hacen pública confesión de las mismas, no puede esgrimirse para poner fin al diálogo, y ello en ninguno de los sentidos en que el diálogo puede colapsar, esto es, imponiendo las propias convicciones o excluyendo de la razón pública a quienes ostentan alguna determinada.

Esta concepción armónica del derecho y de la justicia al amparo de la racionalidad práctica no llega al punto de cancelar toda posible tensión. No es el idealismo sino precisamente el realismo el que impide cerrar los ojos al fenómeno perenne del orden (o desorden) jurídico inicuo y con ello al problema de la obediencia al derecho. La respuesta de Ollero no deja de ser estimulante, tanto para quienes proceden del iusnaturalismo como para quienes se muestran positivistas consecuentes; y tal vez no deje de sorprender a los iniciados que nuestro autor cite al más consecuente de todos, Felipe González Vicén. El derecho en su dimensión formal «no genera en realidad obligación alguna»; «la llamada obligatoriedad jurídica aparece como un mero espejismo» (pp. 238239). Más allá de actitudes estratégicas o prudenciales, la obligación de obediencia al derecho sólo puede tener —cuando lo tiene— un fundamento moral. Poco importa que, como los antiguos iusnaturalistas, digamos que el derecho notoriamente injusto no debe ser obedecido porque en realidad no es derecho, o que prefiramos, como prefiere el propio Ollero (aquí más bien en compañía de los positivistas), ver en ese orden normativo injusto un derecho tan pésimo como se quiera, pero derecho al fin y al cabo. Esta no deja de ser una polémica verbal. Lo importante es afirmar «que no tenemos obligación moral de obedecer siempre al derecho, e incluso que más de una vez estaremos moralmente obligados a desobedecerlo» (p. 244). Esta saludable perspectiva explica la seriedad con que en varios pasajes del libro se tratan dos fenómenos que algunos quisieran ver arrinconados en el museo de la arqueología predemocrática, pero que cíclica y a veces inopinadamente renacen de sus cenizas, la objeción de conciencia y la desobediencia civil.

En suma, nos hallamos ante un libro sólido y maduro, escrito desde el rigor que se le debe suponer a un profesor universitario que nunca ha dejado de serlo, ni siquiera durante el desempeño de importantes funciones parlamentarias como diputado; y, sobre todo, ante un libro que, sin abandonar la «teoría», en ningún momento esquiva su confrontación con la práctica, abordando con claridad pero sin concesiones muchos de los problemas que hoy son objeto de debate cotidiano, no ya en los círculos académicos, sino incluso en los medios de comunicación. El razonamiento práctico, que él sitúa en el centro mismo de la experiencia jurídica, es también el estilo que domina el enfoque de tales problemas. Por eso, sus conclusiones podrán ser más o menos compartidas, pero justamente en el seno de esa filosofía práctica a la que nos invita y en la que es preciso penetrar si de verdad se quiere dialogar a partir del reconocimiento del otro.