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En su último libro, Political Liberalism (Columbia University Press, Nueva York, 1993), John Rawls parte del hecho inevitable del pluralismo filosófico, moral y religioso característico de nuestras sociedades contemporáneas como precipitado necesario del ejercicio de la razón en el contexto de las instituciones libres propias de un régimen democrático constitucional1 «la cultura política de una sociedad democrática, escribe, está siempre marcada por una diversidad de doctrinas religiosas, filosóficas y morales que son irreconciliables y opuestas». Bajo este planteamiento, el problema fundamental es la organización política de unas sociedades justas y estables compuestas por ciudadanos libres e iguales que mantienen convicciones diferentes (pág. 213). Como Rawls distingue entre la razonabilidad de una doctrina y su verdad, y puesto que las condiciones que debe reunir por una doctrina para ser razonable y para ser verdadera son distintas, cabe una pluralidad de doctrinas razonables incompatibles entre sí. A continuación quisiera discutir tanto la idea de la existencia de una razón pública, proponiendo en su lugar la idea de una razón práctica, como sostener -más allá de Rawls- que hay espacio para una pluralidad de verdades prácticas incompatibles entre sí.

La razón pública de Rawls

La propuesta de Rawls de organización política de las sociedades plurales consiste a grandes rasgos en la distinción tajante entre una teoría política de la justicia, una base pública de justificación aceptable para todos los ciudadanos, y las doctrinas morales omnicomprensivas desde las que cada ciudadano entiende su vida y proyecta su existencia. En consecuencia, emprende el análisis de una teoría política -no moral- de la justicia que pueda fundar un acuerdo político, razonado, informado y libre, y ser admitida por ciudadanos que aceptan morales omnicomprensivas distintas. En este contexto analiza la idea de una razón política, o sea, el modo en que una sociedad política pluralista puede formular sus planes, introducir una jerarquía u orden entre sus diversos objetivos y tomar decisiones racionales. Se trata así de sentar las bases de una razón política como distinta de una razón moral. Como una de las diferencias más claras entre ética y política reside en que en la primera cada uno decide por sí mismo, mientras que en la segunda necesita persuadir a otros para realizar una tarea conjunta, el razonamiento político hace siempre relación a un diálogo público entre ciudadanos libres e iguales de un modo en que las morales omnicomprensivas no parecen hacerlo.

Rawls formula su tesis central al identificar la razón política -las formas de argumentación usadas en las discusiones y argumentaciones estrictamente políticas, la razón capaz de guiar nuestra conducta social- con lo que denomina «razón pública». Como la noción de «razón privada» carece de sentido, Rawls traza su distinción entre la razón pública y la social. La razón pública, la que guía la toma de decisiones políticas en una sociedad democrática, se caracteriza por tres propiedades -o es pública en tres sentidos-. En primer lugar, la razón política es pública en tanto que es la razón del ciudadano en cuanto tal; en segundo, es pública en la medida en que su objeto es el bien público y las cuestiones de justicia fundamental; y, por último, es pública porque su naturaleza y contenido lo son al quedar determinados por los ideales y principios contenidos en la concepción política de la justicia. Dejando de lado la acepción por la que Rawls denomina «pública» a la razón política en cuanto que versa sobre el bien público, interesa atender al primer y al tercer significado de su «razón pública».

Rawls define la razón pública como «la razón de ciudadanos iguales que, como un cuerpo colectivo, ejercen poder político terminante y coercitivo unos respecto de otros aprobando leyes y mejorando su constitución» (pág. 230). La razón pública se diferencia por su objeto tanto de la razón moral o incluso de la razón moral aplicada a cuestiones políticas como también de otras formas de razonamiento que podrían llamarse con propiedad «políticas». Solo son «razón pública» aquellos razonamientos políticos cuyo objeto involucra «esencias constitucionales» o problemas de justicia básica. La diferencia entre el razonamiento político en su más amplio sentido y la razón pública en su acepción restringida se debe no tanto a que el autor de Una teoría de la justicia pretenda clarificar primero los casos más difíciles en los que los debates políticos conciernen precisamente a las cuestiones más fundamentales, cuanto -lo que es mucho más relevante- porque reconoce la posibilidad de resolver los demás problemas apelando a valores diferentes de los contenidos en la teoría política de la justicia. Pues a menudo resulta razonable acudir a las morales omnicomprensivas privadas con tal de que lo discutido no involucre esencias constitucionales o cuestiones básicas de justicia. Pero la discusión de estos problemas ha de llevarse a cabo desde una razón pública y no desde las morales discrepantes.

No cabe calificar de razón política a todo pensamiento o reflexión sobre política: reflexionar moral o filosóficamente sobre cuestiones políticas difiere de tomar decisiones políticas. Pero Rawls va más allá: para él, la «razón pública» no se aplica a todas las ideas o argumentaciones políticas que los ciudadanos puedan adoptar como guía de sus decisiones, extraídas en muchas ocasiones de sus morales omnicomprensivas privadas. Como la «razón pública» cubre sólo los casos en que los ciudadanos se involucran en pleitos políticos en el foro público o cuando han de votar en decisiones que implican esencias constitucionales y cuestiones de justicia básica, no todas las ideas políticas han de amoldarse a la razón pública. Sólo aquellas que pueden usarse en una discusión política o en el proceso de deliberación que lleva a la toma de decisiones políticas que afectan las cuestiones básicas de la convivencia justa. Pero en esos casos los razonamientos políticos de los ciudadanos han de amoldarse al concepto de razón pública y no a las razones morales privadas, incluso si lo hacen «en conciencia».

Tras haber explicado su concepción de la razón pública, Rawls afronta lo que denomina «la paradoja de la razón pública»: el caso es que si son las cuestiones fundamentales las que están en juego, los ciudadanos deben invocar en sus discusiones públicas -lo mismo que en sus deliberaciones privadas- sólo principios contenidos en los estrechos márgenes de la razón pública, y no los inscritos en las morales omnicomprensivas. Pero, ¿es razonable que los ciudadanos apelen, precisamente cuando se trata de los asuntos más importantes, exclusivamente a una concepción pública de la justicia y no a la totalidad de la verdad tal como honestamente la ven? Sin duda, la respuesta a la objeción decide la piedra angular de todo el tratamiento de la razón pública por parte de Rawls que, a su vez, es nuclear en su nueva formulación del liberalismo político. La idea de una razón pública y la consiguiente distinción tajante entre los planteamientos políticos que nacen de morales omnicomprensivas -que no deben usarse en los procesos de toma de decisiones políticas- y los principios e ideales políticos pertenecientes a la teoría política de la justicia -que deben invocarse en los discursos políticos- constituye uno de los pilares fundamentales del liberalismo. Si el tratamiento de Rawls de la razón política como razón pública fracasa, su nuevo proyecto colapsa.

Rawls aduce dos razones en defensa de su restricción de la razón práctica a razón pública. En primer lugar, cuando se trata de cuestiones fundamentales, la razón práctica debe restringirse a principios y procedimientos englobados en la razón pública porque, según el principio liberal de legitimidad, «nuestro ejercicio del poder político es propia y consiguientemente justificable sólo si se realiza de acuerdo con una constitución, cuyas esencias puedan razonablemente presumirse que son aceptadas por todos los ciudadanos a la luz de principios e ideales admisibles por ellos en cuanto que razonables y racionales» (pág. 217). Así, para esta perspectiva, el fundamento de la legitimidad dél poder político y de su coacción descansa en el hecho de que son ejercidos de tal manera que podrían y deberían reconocerse como legítimos y razonables por quienes lo padecen. Hay por tanto un deber moral y no sólo político de explicar a los demás, si están sobre el tapete cuestiones fundamentales de justicia o si se está ejerciendo el poder político, «cómo las políticas y los principios por los que abogan pueden fundarse en los valores políticos de la razón pública» (pág. 217). O, incluso con palabras más fuertes, «razonables y racionales como son, y sabiendo que sostienen una diversidad de doctrinas religiosas y filosóficas razonables, los ciudadanos deberían ser capaces de explicarse unos a otros el fundamento de sus acciones en términos tales que cada uno pudiera razonablemente esperar que los demás las aceptaran como consistentes con sus propias libertad e igualdad. Intentar satisfacer esa condición es una de las tareas que el ideal de la política democrática nos plantea. Entender cómo conducirse uno mismo en tanto que ciudadano democrático incluye la comprensión de un ideal de razón pública» (pág. 218). Y más tarde subraya todavía que el núcleo central del ideal de razón pública consiste en que los ciudadanos han de conducir sus discusiones dentro del marco de lo que cada uno considera una concepción política de la justicia basada en valores que todos pueden compartir, por discrepantes que sean sus morales omnicomprensivas privadas.

La segunda razón aducida para restringir la razón práctica a razón pública alcanza mayor interés e implica claramente salirse del ámbito definido por Rawls como «teoría política de la justicia», porque supone una referencia a las morales omnicomprensivas. Los valores políticos que las sociedades democráticas realizan se fundan en morales omnicomprensivas, «de modo que, cuando la concepción política se funda en un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables, la paradoja de la razón pública desaparece. La unión del deber de civilidad con los valores elevados arroja el ideal de los ciudadanos que se gobiernan a sí mismos a través de formas tales que cada quien pueda razonablemente esperar que resulten aceptables para los demás; y, a su vez, ese ideal resulta robustecido por las doctrinas comprehensivas que las personas razonables sostienen. Los ciudadanos sostienen el ideal de la razón pública, no como producto de un compromiso político, como si de un modus vivendi se tratara, sino a resultas de sus propias doctrinas razonables» (pág. 218).

El valor del pluralismo y la «razón pública» como ideal moral

El desplazamiento desde una teoría política de la justicia a las morales omnicomprensivas no es contingente en un pensamiento como el de Rawls. Porque, para él, el único modo de otorgar valor moral al «hecho inevitable» del pluralismo cultural y político es retroceder a las doctrinas morales privadas. Al tratar del pluralismo cultural y moral de nuestras sociedades dentro de su teoría política de la justicia, Rawls lo califica exclusivamente de «consecuencia inevitable», o de «hecho característico», etc., evitando calificarlo moralmente: dentro de su teoría política el pluralismo es un hecho, no un valor. Con lo que para defenderlo en términos de valor no hay más remedio que apelar a alguna concepción del bien, es decir, a una doctrina moral omnicomprensiva. Pero entonces, en la medida en que necesita apelar a morales omnicomprensivas privadas para defender el pluralismo como valor moral, y no sólo como hecho sociológico, su teoría política de la justicia no es tan independiente de las concepciones del bien como inicialmente se pretendía. Además, si esta apelación a las morales privadas resulta indispensable para fundar el valor moral del pluralismo, se obtiene eo ipso un criterio de discriminación racional entre el conjunto de morales omnicomprensivas privadas. Porque el pluralismo ético y cultural se presenta en sí mismo como valor ético sólo en algunas morales omnicomprensivas, pero no en todas. Paralelamente, Rawls tiene que atribuir valor moral al uso de la razón pública para poder evitar una comprensión puramente técnica e instrumental de su ideal. A tenor de su investigación, la «razón pública» es un ideal moral, y no sólo algo útil para alcanzar, ejercer y conservar el poder político. En la medida en que está envuelto el problema de la legitimidad de la coacción política, la razón pública adquiere contenido moral.

El propio Rawls extrae varias consecuencias interesantes de su concepción de razón pública. En primer lugar, como la acción de votar no es una conducta privada, los ciudadanos no deben hacerlo -cuando se discuten cuestiones fundamentales- ni en razón de sus intereses ni en razón de su conciencia -o de su moral omnicomprensiva privada-, sino de acuerdo con los principios de la razón pública. En segundo lugar, aunque haya muchas razones «no públicas», sólo cabe una razón pública. En la esfera social no política cabe una pluralidad de modos de razonamiento debida a que «hay diferentes procedimientos y métodos que resultan apropiados para las diferentes concepciones que de sí mismos tienen los individuos y las corporaciones» (págs. 220-1). Pero en tanto que el poder político y coercitivo tiene un ámbito universal, su estilo de argumentación, o sea, la razón pública, debe también ser universal. Mientras que cada institución social de libre adscripción puede tener su propio modo de razonar, la comunidad política a la que obligatoriamente pertenecen los ciudadanos sólo puede tener uno. Con todo, incluso el carácter aparentemente constrictivo de la única razón pública puede superarse, pues «a lo largo de la vida, podemos llegar a aceptar libremente, como resultado del pensamiento reflexivo y del juicio razonado, los ideales, principios y pautas que definen nuestros derechos y libertades básicos, y guiar efectivamente, y moderar, el poder político al que estamos sujetos» (pág. 222). Con otras palabras: deberíamos percatarnos de que nuestra libertad depende precisamente de nuestra libre sujeción a la razón pública y, consiguientemente, no solo de que tenemos que amoldarnos a tal razón, sino de que debemos hacerlo gozosamente.

En la última sección de su libro, «Los límites de la razón pública», Rawls plantea de nuevo la relación entre la razón pública y las concepciones privadas de corte moral, filosófico o religioso con mayor amplitud de miras. Distingue entre las interpretaciones exclusiva e inclusiva de la razón pública. De acuerdo con la primera, «las razones dadas explícitamente en términos de doctrinas comprehensivas no pueden introducirse nunca en la razón pública. Podrían darse, evidentemente, las razones públicas que tal doctrina apoya, pero no la doctrina misma que sirve de apoyo». A tenor de la segunda, los ciudadanos pueden presentar en la discusión política las bases de los valores políticos, arraigadas en su doctrina omnicomprehensiva, mientras lo hagan por vías que robuztezcan el ideal de la razón pública (pág. 247). Rawls parece argumentar en favor de la lectura inclusiva o, al menos, defender la imposibilidad de desecharla en la medida en que ésta permite apelar en algunas ocasiones a morales omnicomprensivas, por lo que la inetrpretación inclusiva de la razón pública da más libertad de juego que la exclusiva. Además, la posibilidad de invocar morales privadas en determinadas circunstancias muestra que el consenso no es sólo un modus vivendi sino que alcanza valor moral, con lo que la apelación a las doctrinas omniabarcantes refuerza el ideal de la razón

Razón pública y razón práctica

La concepción de la razón pública sumistrada por Rawls parece modelada bajo la guía de la razón teórica y no la de la práctica. Su pretensión de que deberíamos pensar sinceramente, en nuestras elecciones y compromisos políticos, de que nuestra visión de los problemas se basa en valores políticos cristalinos que todos deberían aceptar parece excesiva. La transparencia y la universalidad son quizá rasgos de la verdad teórica (si es que lo son), pero no de la práctica. Del mismo modo, el principio liberal de legitimidad del ejercicio de la coacción política invocado por Rawls no carece de ambigüedad. Si se proclama que la coacción política se legitima porque su sujeto pasivo debería reconocer su razonabilidad, ¿no se está exigiendo demasiado? El principio liberal defendido por Rawls se parece demasiado a la dialéctica hegeliana entre crimen y castigo. Quizás, en un contexto sobrenatural cristiano -como el planteado por Dostoievski- pueda pensarse que el criminal debe esperar con gozo su castigo. El evangélico Buen Ladrón, Mitia o Raskolnikov pueden pensar qué su castigo forma parte de una reparación sobrenatural y que, por tanto, es justo y bueno padecerlo. Incluso se pueden alegrar por ello. Pero en un contexto político caracterizado por el pluralismo moral y religioso tal pretensión resulta desmesurada.

La razón práctica ni es ni puede intentar ser tan cristalina como Rawls pretende. En este sentido, Inciarte ha indicado certeramente que la razón solo comienza a ser práctica cuando adquiere conciencia de sus propios límites. La razón se inaugura como práctica -y no solo como una razón teórica aplicada a la práctica- cuando sospecha de sí y de su propia claridad, cuando ha adquirido la experiencia del desengaño, cuando es capaz de advertir que su propia evidencia resulta engañosa, cuando toma conciencia de que supone sólo un punto de vista entre otras perspectivas posibles y de que los problemas políticos pueden resolverse de diversos modos de acuerdo con diferentes sensibilidades.

La razón política empieza a ser práctica solo si se percata de los elementos no racionales involucrados en las concepciones y decisiones políticas que introducen necesariamente un punto de opacidad. Quizá el sujeto de la razón teórica sea como Kant pretende un yo trascendental, un sujeto intelectual puro, sin pasado ni historia, sin experiencia de la vida, sin supuestos ni prejuicios; quizá la razón teórica sea una visión desde ninguna parte, por usar la gráfica expresión de Nagel, y quizá sus contenidos sean válidos para cualquier yo que piense. Y quizá no. Pero, en cualquier caso, la transparencia absoluta y la capacidad de universalización no son los criterios que definen la razón y la verdad prácticas. La razón y la verdad prácticas están esencialmente situadas en un lugar concreto y en un tiempo preciso; responden a una determinada y siempre singular experiencia de la vida en su sentido más gadameriano. También la conciencia política de cada ciudadano tiene su historia y está sometida a los efectos de la historia. Observamos los problemas políticos desde una perspectiva que no cabe unlversalizar. La razón deja de ser teórica y se inaugura como práctica solo cuando adquiere conciencia de sus supuestos. En las cuestiones políticas, menos todavía que en otros ámbitos, ninguno es embajador de la omnisciencia divina: nadie ha presentado nunca sus credenciales en regla.

Este carácter situado de la razón práctica no es un accidente que pueda o deba resultar superable, algo que podría dejarse atrás si fuéramos mejores ciudadanos. Porque la razón práctica es esencial y constitutivamente una razón situada. Hay, como indica Rawls, un solapamiento, un overlapping consensus, pero esa coincidencia se da siempre conjugada desde una situación concreta, alcanzada desde una posición. El overlapping consensus no puede entenderse como un campo neutral y desvinculado de las concepciones del bien: ni tenemos un acceso a él que sea un acceso desde ninguna parte ni disponemos del Punto de Vista del Ojo de Dios. No hay una descripción neutral ni siquiera del solapamiento entre morales omnicomprensivas privadas. Cabe dirigir contra la presunta Descripción Verdadera de las Cosas en política todas las diatribas que le ha dirigido Putnam en el ámbito de la teoría del conocimiento.

La razón práctica es siempre la razón práctica de alguien; involucra la subjetividad individual, la particularidad del yo, de un modo en que la razón teórica no lo hace. Porque la razón práctica, como razón que guía la deliberación en la toma de decisiones, implica la voluntad, el yo quiero, de una forma en que la teórica no lo compromete. Mientras que, como advirtió Wittgenstein, «yo pienso» puede sustituirse por «se piensa» o, incluso, por «hay pensamiento»; no cabe recambiar «yo quiero» por «se quiere» o por «hay voluntad». Entre otras razones, porque una acción es libre cuando el sujeto se reconoce en ella, cuando puede decir en verdad que es suya, que él es su principio. Con lo que la decisión, según recuerda Ricoeur en Soi-meme, implica siempre un quien. Las decisiones tienen propietario de un modo en que los pensamientos no lo tienen. La verdad será la verdad, la diga Agamenón o su esclavo, pero las decisiones son decisiones de alguien.

En la medida en que la razón política versa sobre lo que -por depender de nosotros- puede ser de otro modo y en tanto que la racionalidad política supone siempre un sujeto empírico, espaciotemporalmente situado, presenta una índole hermenéutica. Hay un libre juego. En primer lugar, la verdad práctica no puede entenderse con un modelo adecuacionista que la convertiría en la concordancia con el orden ideal -esto es teórico- de la res publica. La verdad práctica no obedece al paradigma de la adecuación, sino al del desvelamiento y al de la creación. No se trata de constatar la adecuación a un orden preexistente, sino de configurarlo. Como no hay un modelo al que la realidad política deba adecuarse, la razón política tiene una dimensión creativa y heurística, es decir, estética.

En segundo lugar, en la medida en que el sujeto y la voluntad están esencialmente comprometidos en la razón práctica, no existe una racionalidad política neutral e imparcial. La racionalidad política es en sí misma una toma de postura. No cabe contemplar la realidad social y política sub specie aeternitatis. Como la razón política es de suyo una racionalidad comprometida, más que una razón absoluta representa un punto de vista razonable. Un ejemplo de Lewis ilustra la diferencia: «El sentimiento patriótico -escribe- no necesita, ciertamente, prescindir de la ética; los hombres honrados han de convencerse de que la causa de su país es justa; pero sigue siendo la causa de su país, no la causa de la justicia en cuanto tal. La diferencia a mí me parece importante. Yo puedo pensar sin fariseísmo ni hipocresía que es justo que defienda mi casa con la fuerza contra los ladrones; pero si empiezo a decir que le dejé el ojo morado a uno de ellos por razones morales, completamente indiferente al hecho de que la casa en cuestión era la mía, me convierto en un tipo inaguantable».

Como la razón práctica es la razón consciente de no ser absoluta, de ser solo un punto de vista razonable, convoca a otras perspectivas igualmente razonables a una discusión racional. Solo cuando es consciente de sus límites y supuestos, la razón se hace práctica y dialógica. De esta forma, la razón política comienza a ser práctica y a abrir un espacio para la democracia y el respeto no cuando se convierte en pública, sino cuando se sabe «privada». Mientras para Rawls hay una única razón pública, la razón práctica se sabe indefectiblemente plural. No hay una razón pública; hay muchas razones prácticas. Como el diálogo y el respeto nacen del abandono de la pretensión de universalidad y de incontaminación irracional, como viven de advertir que hay muchos presupuestos prerracionales en las posturas que nos parecen intelectualmente más cristalinas, se defiende mejor el pluralismo desde razones prácticas que se saben limitadas que desde una razón pública que se pretende absoluta.

En consecuencia, también la rígida separación entre lo justo y lo bueno, entre morales omnicomprensivas privadas y una concepción política de la justicia, o entre convicciones personales capaces de dotar de sentido a una existencia y la toma de decisiones públicas, es una separación que puede revisarse. El precio de la convivencia pacífica en el seno de una sociedad pluralista no puede ser un repliegue de las subjetividades individuales tal que abandone el campo político al anonimato constitutivo de una razón que se autoproclama pública. Por una parte, establecer una separación tan rígida entre morales privadas y públicas conduce -se quiera o no- a canonizar la irracionalidad como criterio de vida individual. Porque esa compartimentación tiende de suyo a limitar el ámbito de la verdad y de la racionalidad a la esfera de lo público e intersubjetivo, mientras deja desasistido el espacio de lo privado. Como la racionalidad queda monopolizada por la moral pública, las morales omnicomprensivas privadas que dotan de sentido la vida humana aparecen como irracionales y arbitrarias. Con todo, lo malo no es que las morales omnicomprensivas aparezcan como arbitrarias, sino que -en la medida en que la razón pierde su capacidad de crítica- llegan a serlo; quedan de facto sustraídas de la reflexión y la discusión racionales.

Desde esta perspectiva, MacLaughlin ha indicado, a propósito de la educación pública, que la solución no estriba tanto en pretender una neutralidad imposible, cuanto en asumir decididamente la discusión sobre las morales omnicomprensivas privadas sometiéndolas a una criba pública. Porque, según él mismo explica, «la idea de que ciertas cuestiones son significativamente controvertidas y requieren al final un compromiso personal por parte de los individuos se diferencia mucho de la aceptación del relativismo». Por otra parte, una sociedad organizada según los criterios de una razón que se autoproclama pública, es decir, anónima, resulta demasiado abstracta y racionalista, técnica e inhumana, de manera que la gente no puede reconocerse en ella: no llega a crear un entorno en el que pueda proyectarse la propia biografía. Genera desarraigo.

Hace ya bastantes años, Peter Berger explicó en Un mundo sin hogar que uno de los factores clave del desarraigo característico del hombre contemporáneo es su capacidad de considerarse a sí mismo desde dos puntos de vista: como persona individual e irrepetible y como ciudadano o trabajador anónimo perfectamente reemplazable por cualquier otro. Ambas apreciaciones se corresponden con la vida privada y la pública. La dualidad de perspectivas sobre sí mismo característica del hombre moderno y la distinción entre lo público y lo privado se transforman con facilidad en una escisión interna, por la que el hombre empieza a sentirse muy lejos de sí. Como hay acciones en las que pretende ser reconocido en su individualidad, mientras desarrolla otras en las que pretende ser reconocido en su universalidad, aparece toda una esfera regida por el anonimato y la intercambiabilidad, una renuncia a comparecer -como advierte reiteradamente Hannah Arendt- como un quien en la esfera política. En esta línea, la propuesta de Rawls de distinguir tan tajantemente entre razón pública y convicciones morales, su tesis de que precisamente en las cuestiones más trascendentales deberíamos decidir no según nuestro leal entender, desde nuestras convicciones morales, desde lo que sinceramente creemos que sería bueno para todos, sino exclusivamente desde lo que pensamos que una razón pública determinaría, solo puede aumentar la fractura interior, el repliegue de la subjetividad sobre sí misma y el abandono de un espacio político que pasa a regirse desde la impersonalidad y en el que ya no es posible reconocerse.

Suele decirse que la primera condición que debe cumplir una moral omniabarcante privada para poder llamarse «razonable», para no ser calificada de «fundamentalista», es admitir el hecho de la pluralidad y respetar la convivencia pacífica entre los diversos grupos morales y culturales. Por tanto, parece deducirse que todo intento de dar vigencia social y pública a los contenidos de una moral privada es un ataque directo a la convivencia pacífica dentro de la sociedad democrática, que convierte automáticamente a esa moral privada en «irrazonable».

Sin embargo, para que haya diálogo es preciso sacar a la ética de su retiro en la privacidad, el irracionalismo y el infalibilismo. Porque una ética que se entiende a sí misma como privada tiende a autocomprenderse también como infalible. El frecuente «Sí, pero para mí» o «Sí, pero a mí me parece» esconden tras su aparente humildad una pretensión de infalibilidad mayor que el uso más dogmático del «Nos». Porque parapetar una afirmación tras la trinchera del «me parece» o «del para mf’ es substraerla subrepticiamente a la discusión racional. No hace falta ser wittgensteniano ni conocer a la perfección su argumento contra el lenguaje privado y su tratamiento de la conducta de seguir una regla para percatarse de que el privatismo moral colapsa desde el punto de vista de la lógica. Si es bueno lo que a mí me parece bueno, todo el uso de la palabra «bueno» explota. Mantener que la conciencia es infalible supone el cortocircuito del concepto mismo de conciencia. Como ha probado Kripke, la conducta de seguir una norma es una práctica social que requiere criterios públicos: las éticas omnicomprensivas no pueden sustraerse al ámbito de la discusión pública. Sin embargo, llevar las morales omnicomprensivas capaces de dotar de sentido la vida humana al ámbito público de la discusión racional supone admitir criterios de verdad y falsedad y, por tanto, admitir la posibilidad del error.

Resulta ficticio pensar que la realización individual puede correr a cargo solo de la vida privada. Porque, por un lado, el desarrollo de las capacidades humanas supone la posibilidad de crear un mundo común, de diseñar proyectos políticos en los que comparecer como un quien. Lo común, el lugar de encuentro, no es lo impersonal. Por otro lado, porque, como subraya Taylor en La política del reconocimiento, los hombres necesitamos, más allá de la genérica y abstracta capacidad de autodeterminación, un reconocimiento que confirme lo que de facto hemos hecho de nosotros mismos, que es justamente lo que nos hace diferentes.

Para no ser fundamentalista, para defender la legitimidad del pluralismo y la necesidad del diálogo político racional no es necesario, y ni siquiera posible, distinguir tan nítidamente entre una teoría política de la justicia y las concepciones morales omnicomprensivas privadas. En un sentido, es suficiente con advertir que esas éticas omniabarcantes -por referencia a las cuales proyectamos nuestra existencia- tienen presupuestos prerracionales y que, por consiguiente, nuestros puntos de vista no son absolutos: caben otros. Resulta engañoso pensar que los propios planteamientos políticos deberían ser compartidos por todo agente racional. Y ni siquiera beneficia al diálogo democrático: si cada uno representa solo sus convicciones y tiene que defenderlas en buena lid, el diálogo se impone; si se cree depositario de «La Razón Pública» solo deja al resto la demencia o la mala fe. En el sentido inverso, tampoco es posible ni conveniente eliminar nuestras convicciones morales de nuestros razonamientos políticos, como la propia obra de Rawls muestra: también él necesita acudir a morales omnicomprensivas que otorguen valor moral al «hecho inevitable del pluralismo». En la práctica, él mismo parece bastante consciente de que se está moviendo dentro de una concepción inclusiva de la razón pública, de que su teoría política de la justicia tiene sentido dentro de la tradición de determinadas morales omnicomprensivas y no de otras.

El compromiso de la razón práctica

Las interpretaciones y convicciones políticas dependen de una experiencia de la vida que no puede reducirse a elementos racionales. Los planteamientos políticos se definen por muchos hechos contingentes, por acontecimientos cuya concatenación configura el decurso de la existencia. Bajo este planteamiento, Spaemann ha subrayado certeramente en Compromiso político y reflexión que la fuente de los compromisos políticos no es una idea o una concepción abstracta, teóricamente cristalina, sólidamente fundada: es más bien una experiencia vivida en muchas ocasiones en la primera adolescencia que marcó para siempre el pathos político. Además, advierte acertadamente que esas experiencias suelen ser indignaciones. Ya Platón indicó que lo que más enciende la ira es la injusticia. Y, aunque sólo un ser racional puede captar lo injusto, la ira como tal es un fenómeno afectivo que marca profundamente las convicciones políticas. En el origen de los propios compromisos, por razonables que sean, hay necesariamente componentes no estrictamente racionales: qué conductas o hechos concretos indignaron a alguien en su adolescencia depende de todo menos de la razón. Las convicciones políticas más profundas -las casi viscerales- se apoyan en vivencias contingentes, no en razones válidas para el yo pienso en general.

Compromiso político y reflexión que Como el propio Spaemann advierte, la noción de «compromiso político» nace de la de revolución, pues en la medida en que la revolución cuestiona la totalidad de un orden social obliga a sus miembros a tomar partido en su favor o en su contra. Es esta toma de postura a favor o en contra de algo, que nace de un acto interno libre y no de una necesidad externa, la que constituye el núcleo del concepto de compromiso político. Pues el compromiso se constituye como un tipo de decisión especialmente importante, como una elección en la que se pone en juego la propia existencia. Como decisión, el compromiso presenta una doble característica. Por una parte, es una decisión intrínseca, tomada desde dentro y no causada desde fuera; por otra, es una elección que afecta a la totalidad de la existencia confiriéndole sentido y dirección. Por eso, la asunción de un compromiso es la realización de la libertad, el modo en que el ser humano se autodestina, o sea, en que libremente decide qué quiere hacer consigo mismo. Desde esta perspectiva, el compromiso tomado actúa como trascendental, como aquella decisión que permite encarar y juzgar las demás decisiones.

El compromiso así entendido realiza la naturaleza misma de la razón práctica. Quizá lo que convierte a una razón teórica en razón técnica es meramente la voluntad de usar unos conocimientos teóricos para transformar la realidad. Pero en la razón práctica, razón y voluntad se articulan de otro modo: la voluntad no entra solo en el nivel de las aplicaciones, sino que es constitutiva del saber mismo. La decisión que es el compromiso abre un ámbito de racionalidad y de sentido que sin ella no existen. Es el compromiso el que posibilita un campo racional. Por eso, crea ámbitos y espacios. Por decirlo con Spaemann, «el hombre es el único ser que se relaciona con la totalidad de su existencia e intenta comprenderla. Pero éste es un pensamiento comprometido. El espíritu que piensa la totalidad y, por tanto, el fin de la acción, es parte él mismo de esta totalidad de la acción. Por tanto, puede influir y cambiar dicha totalidad según la manera como la piense. Aquí no existe todavía una instancia neutral. Cuando se trata de la totalidad, el espíritu es un divisor, lo cual significa que es político». Con otras palabras: mientras la razón teórica considera una verdad que le es independiente, la razón práctica hace una verdad que depende de ella. El conocimiento depende por tanto de lo que se quiere realmente hacer y, en consecuencia, no cabe un saber neutral.

Que existan condicionamientos no racionales del compromiso, que sus fuentes no tengan nada que ver con el concepto a priori de la justicia, sino con hechos injustos concretos, contingentes y particulares, no convierte al compromiso político en irracional. Más bien, tomar conciencia de todo lo que de no racional hay en las propias convicciones permite a la razón teórica percatarse de sus límites, comenzando a ser práctica. Una razón práctica es consciente de ser solo una perspectiva entre otras posibles. Por eso, asumir conscientemente un compromiso político implica darse cuenta de que los demás también tienen derecho a tomarlo, o incluso a no tomarlo, y que seguramente, si se deciden a tomarlo, será distinto del propio, porque sus condicionamientos biográficos son diferentes. Advertir que las propias convicciones no son la racionalidad ni la justicia sino una perspectiva o un punto de vista más o menos razonable o justo implica inmediatamente admitir la existencia de compromisos políticos diversos y, por tanto, es la condición de posibilidad del diálogo. En el fondo, los compromisos políticos se sujetan unos a otros como las cartas de un castillo de naipes. El peor modo de defender el propio compromiso político es absolutizarlo tratando de erradicar los demás, porque cuando se intenta absolutizar la razón práctica se la desnaturaliza. «La democracia liberal, ha afirmado con acierto Spaemann, no consiste en dar razón a todos, sino en conceder a los demás el mismo derecho al compromiso político y en someter a discusión, pasado algún tiempo, una solución en forma de votación. Donde se presenta como ciencia ‘lo que tanto ayer como hoy es en realidad política’, se priva de su sustancia a la confrontación democrática. Se le convierte en un concurso de belleza política. Frente a la ciencia no cabe, naturalmente, decisión de la mayoría». Con otras palabras: ¿qué lugar deja la razón pública a la discrepancia?*

*Una primera versión de este trabajo fue discutida en el Center for Philosophy and Public Affairs de la Universidad de St. Andrews (Escocia). Agradezco a su director, el profesor John Haldane y a los miembros del Departamento de Filosofía Moral tanto su cordial acogida como sus semanales discusiones sobre el libro de Rawls. Soy deudor también de los doctores Nubiola, Innerarity y Arnau por sus sugerencias en redacciones anteriores.