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En 1986 el escritor anglonigeriano Wole Soyinka, perteneciente a la etnia yoruba y nacido en el seno de una familia de fervientes cristianos, obtenía el Premio Nobel de Literatura. Cinco años después, el disputado y prestigioso Booker Prize británico, recaía de nuevo en un autor anglonigeriano, en este caso la joven revelación Ben Okri (La carretera hambrienta, Espasa Calpe). Son los primeros pasos internacionales y clamorosos para el reconocimiento de una realidad que se había ido forjando en silencio, o al menos con una atención minoritaria, sobre todo en el campo de la poesía, a través del movimiento literario más conocido del África negra, la Negritud.

Este movimiento se articulará desde los años treinta del siglo pasado en torno a dos célebres poetas, el senegalés Léopold Sédar Senghor -recientemente fallecido y que llegaría a ser presidente de su país- y el martiniqueño Aimé Césaire. Un movimiento que, aparte de ser un canto al orgullo de la pertenencia a una raza tradicionalmente excluida, la raza negra, significaba a la vez un diálogo que se establecía con otras culturas. La Negritud tenía por objeto rescatar la cultura, la historia y todas las tradiciones de origen africano, tanto de África como de la diáspora.

Todo esto lo explicará en su excelente y detallada introducción a la antología Voces africanas (Poesía de expresión francesa, 1950-2000) el ensayista y profesor Landry-Wilfrid Miampika (Congo Brazzaville, 1966). En ella se reúnen poemas de veintiún autores, pertenecientes a diez países africanos, y que cubren un amplio y variado marco de estilos y temas, partiendo de grandes clásicos como el poeta, novelista y dramaturgo Sony Labou Tansi (1947-1995) hasta otros más recientes, pero igualmente de notable calidad, como Kama Kamanda del Congo Democrático, Vinod Rughoonundun de Mauricio, la joven escritora de este mismo lugar Ananda Devi (de la que Ediciones del Bronce publicó una estupenda novela no hace mucho, Pagli), el poeta metafísico moderno Alain Mackanckou (Congo Brazzaville, 1966) o también otro de los más interesantes, el nacido en 1967 en Madagascar, Jean-Luc Raharimanana, que ha sabido condensar por su parte, de forma espléndida y creativa, el tema del exilio y la diáspora, fundamental para muchos de estos autores.

Y algo distintivo y esencial -la asimilación, la combinación mental y lingüística de las lenguas y tradiciones locales, orales y autóctonas, con las también locales pero traídas de Europa y otras tradiciones escritas lejanas- con lo que la literatura de estos autores tendrá que crecer y desarrollarse por fuerza. Ahí se encontrará el sedimento de un fantástico y rico imaginario común a todos ellos que, por su lado, el lenguaje literario tendrá que transformar, inventar y adaptar día tras día. Lo ha dicho en alguna ocasión un gran clásico vivo de la literatura francófona, Ahmadou Kourouma: «El francés que se habla en París no es el mismo que se emplea en África y tampoco la realidad cotidiana es algo que muchas veces encuentre una fácil traducción». También algo parecido, en torno a esta reivindicación de nuevos niveles expresivos, sería lo que recordaría no hace mucho otro de los más grandes escritores africanos actuales, Chinua Achebe (que recibió el Premio de la Paz de los libreros alemanes en la última Feria de Fránfort): «Durante cierto tiempo fui consciente de que mi verdadera historia no se había contado. Había leído novelas, pero nada de lo que veía me concernía, sobre todo en lo que se había escrito acerca del pueblo africano».

En ese mismo sentido, en el deseo de reconocerse incluso «en los sueños grabados desde la infancia», dirá escribir el nigeriano en lengua inglesa Ben Okri. Culturas ya para siempre mestizas, provenientes de «una niñez esquizofrénica», como alguna vez la ha definido el Premio Nobel antillano en lengua inglesa, Derek Walcott. Niñez que comparten muchos de estos autores de las ex colonias: es decir, dos vidas, la vida interior, de la cultura y las lecturas -«a través de la literatura de los imperios griego, romano y británico y sus clásicos esenciales», dirá Walcott en su libro de ensayos La voz del crepúsculo, editado por Alianza- y la vida exterior de «la acción y el dialecto (o las lenguas locales) habladas en la calle».

Pero si todos ellos manifiestan una y otra vez la tensión de tener que escribir con dos dccionarios al mismo tiempo, el mental e íntimo y el de uso convencional y reconocido por las academias correspondientes de las antiguas metrópolis, la angustia nuestra, la del lector interesado y que sin embargo sabe haber sido ajeno a toda esta problemática hasta hace poco, no es menor. Sólo hay que estar dispuesto a una cosa: a conocer y conociendo valorar y, en muchos casos, restituir el enorme potencial, la calidad, en tantos casos no otorgada simplemente por una mala difusión y por un cierto retraso en la puesta al día de traducciones esenciales.

En 1927, el quizá más famoso y genial reportero de entreguerras, el francés Albert Londres (1884-1932), se embarcó en un periplo de cuatro meses, recorriendo las colonias francesas de África. Vuelve con un relato virulento y cáustico, o lo que es lo mismo, con un feroz alegato contra el colonialismo, que titulará Terre de’béne. En él denunciaba los miles de muertos en nombre de la explotación de bosques y de la extracción de las inmensas riquezas naturales de aquella tierra. Los insultos con los que sería obsequiado de vuelta a su país no se harían esperar: traidor, vil denigrador de la obra francesa, payaso…

También, un poco antes, en 1926, el gran escritor francés André Gide había viajado para conocer de cerca la realidad del África negra y volvió con dos libros esenciales, que significaron una dura recusación contra el colonialismo (Voyage au Congo y Le retour du Tchad) y que provocaron una comisión de investigación que, por supuesto, en la época quedó en nada. Ambas obras, fundamentales para tener una idea histórica y completa de la presencia europea en el continente africano, están aún sin traducir a nuestro idioma, lo mismo que el espléndido diario de la misión etnográfica, de Dakar a Djibouti, llevado a cabo en su día por Michel Leiris, L’Afrique fantôme (1934). Todos ellos son clásicos indispensables, como lo será ya en el futuro un libro excelente, de referencia obligada hoy en día para estos temas: el del célebre reportero polaco Ryszard Kapuscinski, Ébano (Anagrama, 2000).

Pero se trata de un vacío vergonzoso que, poco a poco, y de forma esperanzada, hemos visto cómo se subsana en los últimos años. Ahí estarían editoriales especializadas como Ediciones del Bronce (del Grupo Planeta), Ediciones del Cobre (ahora autónoma, a cargo de Miriam Tey) y otra más que próximamente hará su aparición, Zanzíbar, y que demuestra el interés creciente por acercar al lector español -un lector que viaja cada vez más lejos físicamente-a la múltiple realidad africana y, sobre todo, ponerlo al día, de una forma seria, exigente y a través de las mejores obras literarias que se están produciendo en la actualidad.

Editoriales que, junto a otras de implantación más amplia, nos han traído excelentes descubrimientos y sorpresas estos últimos años. No hace mucho, por ejemplo, tuvimos la ocasión de acceder a uno de los grandes clásicos pendientes del África negra subsahariana. Es decir, la novela de uno de los más importantes intelectuales africanos actuales, Henri Lopes (Congo, 1937), antiguo subdirector general de cultura de la UNESCO, junto a Mayor Zaragoza: Reír y llorar (Ediciones del Bronce, 2001). Una novela que se unía a otras fundamentales, estudiadas en todas las escuelas africanas, como Los soles de las independencias de Ahtmadou Kourouma (Alfaguara), Mi vida en la maleza de los fantasmas, de Amos Tutuola (Siruela) O Todo se desmorona, de Chinua Achebe (Ediciones del Bronce).

Pero no hay que olvidar, por supuesto, otras más actuales, aparecidas estos últimos años, como las del excelente escritor somalí, uno de los nombres esenciales en estos momentos, que cuenta con numerosas traducciones a otras lenguas, Nuruddin Farah (Regalos, Ediciones del Bronce, y Secretos, en Muchnick Editores). O las de ese gran maestro del lenguaje que es el mozambiqueño Mia Couto (Tierra sonámbula y El último vuelo del flamenco, ambas en Alfaguara). Y otros muchos interesantes como el ugandés y residente en los Países Bajos, Moses Isegawa (Crónicas abisinias, Ediciones B), el guineano en lengua española Donato Ndongo {Las tinieblas de tu memoria negra, Ediciones del Bronce) o los pertenecientes al África lusófona José Eduardo Agualusa (Nación criolla, Alianza, y Estación de lluvias, Ediciones del Bronce), Germano Almeida (El testamento del señor Napumoceno da Silva y Los dos hermanos, Ediciones del Bronce) o Pepetela (El deseo de Kyanda y Parábola de la tortuga vieja, Alianza).

El escritor Ahmadou Kourouma (Costa de Marfil, 1927) junto al congoleño Henri Lopes, son actualmente los grandes nombres de la literatura africana francófona. Esperando el voto de las fieras, ahora editado en nuestro país, obtuvo en el momento de su aparición, en 1998, prestigiosos premios como el Prix Livre Inter y el Prix des Tropiques, y también una espléndida acogida por parte del público, que le hizo vender -sólo en Francia- más de cien mil ejemplares.

Ya en 1976 este escritor publicó una de las obras básicas de la literatura africana nacida después de las independencias, la mayor parte de ellas acaecidas entre los años sesenta y setenta, con todos los desencantos, injusticias y frustraciones que eso supuso y que duran hasta hoy, como una herencia maligna, difícil de recomponer. Independencias que llegaban después de un largo camino recorrido. Es decir, después de las etapas de la esclavitud y más tarde del colonialismo europeo, que se haría efectivo en la famosa conferencia de Berlín de 1884, donde los principales imperios, el francés y el británico, junto a los alemanes, portugueses y belgas, se repartieron zonas y trazaron las ya famosas líneas rectas que aún perviven y definen caóticamente todo un continente. La obra en sí llevaba por título Les Soleils des indépendences (Los soles de las independencias, Alfaguara, 1986) y provocó una gran conmoción en su día, teniendo que ser publicada por primera vez en Montreal porque, tanto en Francia como en Africa, se negaron a hacerlo. Igualmente, en el año 2000, Kourouma recibiría el premio Renaudot por su excelente novela Alá no está obligado, que tocaha de cerca un iacerante tema, tristemente actual en Africa: el de los ni ñossoldados que son utilizados como ejércitos baratos por los señores de la guerra y drogados y pagados con hachís, a la vez que amedrentados con los más terribles rituales de sangre.

Por su parte, Esperando el voto de las fieras narra la historia del presidente, general y dictador Koyaga (nombre que oculta en realidad uno de los más eternizados y sanguinarios tiranos de Africa, Eyadema, deTogo). Hijo de un famoso y fiero cazador mítico de la tribu de los hombres desnudos («salvajes entre los salvajes») esta tribu sería luego reciclada por los poderes coloniales como feroces guerreros sin miedo en las distintas contiendas y levantamientos de las colonias, desde Indochina a Argelia. La novela se enclava en la tradición de retratos magistrales, no exentos de humor, de feroces dictadores, como también hizo, acentuando el lado satírico, Henri Lopes en Reír y llorar. Y una tradición que igualmente enlaza con espléndidas novelas latinoamericanas como Yo, el Supremo de Roa Bastas, El otoño del patriarca, de García Márquez, o la reciente La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. La historia del feroz déspota Koyaga, que acostumbraba a emascular a sus víctimas y enemigos, para evitar así que el alma de los asesinados se volviera contra sus verdugos, es narrada por dos oficiantes, convocados por el dictador para una ceremonia de exaltación y a la vez de exorcismo. Por un lado, está Bingo, el sora, cuya función es alabar, relatar tas hazañas de los héroes y cazadores, y por otro lado, está el bufón Tiecura, su respondón, al que le será permitido todo: «Denunciar las mentiras, los numerosos crímenes y asesinatos, y decir toda la verdad sobre la dictadura».

Otro estupendo descubrimiento para el lector español será una novela reciente: El mayor de los huérfanos, de Tierno Monénembo (Guinea, 1947). Una obra que se impone en todo momento por su gran calidad literaria, su lirismo y su condensado vigor en el relato, por encima del impacto emocional que puede causar el tema narrado. Algo que también sucedía en Alá no está obligado de Kourauma. Es decir, infancias a las que les han sido arrebatados sus más legítimos derechos: gozar de la niñez, de los juegos, aprender en escuelas, recibir afecto familiar. Cuando los bestiales asesinos, armados con machetes y cuchillos, irrumpan en la aldea del protagonista de El mayor de los huérfanos, éste, tan sólo un niño, no dejará de jugar en ningún momento con su cometa, hasta que alguien venga a quitársela.

La historia de Monénembo está narrada por un adolescente ruandés de quince años, Faustin, fatal mestizo, hijo de un hutu y de una tutsi. Faustin está recluida en el corredor de la muerte de una prisión de Kigali, acusado de un genocidio que han cometido casi todos menos él. Pero ¿quién va a querer escucharlo, una vez asesinados sus padres, perdida toda su familia, con sus hermanos pequeños que sobrevivieron a la matanza deambulando por ahí? «¿Realmente crees que soy un genocida?», le preguntará Faustin a su captor. «¡Todo el mundo lo es! Niños que han matado a niños, sacerdotes que han matado a sacerdotes, mujeres que han matado a mujeres preñadas… Aquí ya no hay inocentes», le responderá el soldado. Aunque Faustin, preparado ya para la muerte, diga no recordar en su corta vida «ni una pizca de desgracia», o lo que es lo mismo, no tenga nada de loque arrepentirse en su nunca perdida inocencia, sí recordará en cambio las sabias frases de su padre, que sin embargo, paradójicamente, siempre fue considerado el idiota del pueblo: «¡Si odias a un hombre deja que viva!, decían nuestros antepasados».

El volumen colectivo, nacido del Simposio organizado en 2001 por el Festival del Sur, en Agüimes (Oran Canaria), recientemente aparecido en nuestro país, con el título de Mamáfrica, es una excelente ocasión para que lectores aún escasamente iniciados en temas y estudios africanos se adentren en ellos, de una forma variada y bastante completa.

A través de especialistas y conocedores de las materias tratadas, a las que se añade una breve selección de textos literarios, se nos exponen temas muy diversos como la vida cotidiana de las mujeres africanas (Tanella Boni), el papel fundamental de la oralidad en la cultura africana (Juan Goytisolo), la tremenda tragedia del sida (Maite Serrano), la sangrante deuda exterior de la región más empobrecida del mundo, el África subsahariana, sin embargo de enorme recursos y riquezas naturales (María Villanueva y Bárbara Judel), el legado de la legendaria Biblioteca deTombuctú, constituida durante siglos por una familia española islamizada (Ismaël Diadié Haïdara), o la emergencia y afirmación de las literaturas africanas en el siglo XX (Landry-Wilfrid Miampika), junto con otros trabajos sobre la enigmática etnia de los peul (Antonio Lozano), sobre músicas africanas (Soeuf Albadawi) o sobre arte primitivo y actual (Elvira Djangani Ose).

El volumen se completa con dos interesantes diálogos, conducidos por Carla Marteini, y protagonizados por Ahmadou Kouiouma y Mbuyi Kahunda, por una lado, y por Donato Ndongo y Boniface Ofogo, por otro. En ellos se revisan diversas y muy variadas cuestiones, desde la influencia que tuvieron en la situación actual de neocolonialismo la perpetuación de los regímenes coloniales a través de políticas globales y nefastas como la guerra fría, o la caída del muro de Berlín posterior; y, sobre todo, el papel primordial que tienen que jugar los intelectuales africanos en la actualidad, en lucha contra una nueva lacra muy común: el afropesimismo. Algo que, simplemente, como dicen estos ensayistas, puede llevar «a la muerte o a la regeneración del continente».

Por su parte, un interesante ensayo, que viene a cubrir un espacio esencial del continente africano -el del impacto o presencia del «hombre blanco en el continente negro» (así se subtitula la obra)- ese) actualmente aparecido de Laurens van der Post (Sudáfrica, 19061996): El ojo oscuro de África. Escritor, granjero, soldado, prisionero de guerra, consejero político de jefes de Estado británicos, profesor, filósofo, explorador pero, sobre todo, firme opositor al sistema del apartheid que durance años fue algo vivido y establecido con total impunidad en su país por seres que se habían declarado a sí mismos de una raza superior, sin necesidad de lanzarse para ello a mortíferas guerras como hicieron los nazis, Van der Post dejaría escrito este honesto testimonio privado {en realidad, una serie de conferencias pronunciadas en el Club de Psicología de Zurich en 1954) de admiración por las culturas indígenas africanas, de temor {«que este conflicto se resuelva sin que sobrevenga una catástrofe»), de esperanza («la gran África está por venir»), y sobre todo de profunda vergüenza por la obra de sus compatriotas («el escritor en afrikáans – lengua de los primeros colonos neerlandeses de Sudáfrica- ya no puede seguir fingiendo que no tiene conciencia de lo que pasa… Ha de saber que lo que estamos haciendo a los negros y a los y mestizos en África es un deshonor y una maldad. Ya no puede seguir rebajando sus propios criterios personales hasta alcanzar el nivel de un abyecto instinto de tropa o manada»).

Bula Matari, historia de un explorador (Autobiografía de Henry M. Stanley) es la a ratos fantástica y legendaria narración, de una indudable calidad literaria, de alguien que nació para encarnar la figura del héroe, del aventurero tal y como se entendía en el último tercio del siglo XIX: alguien que, crecido en las más impensable y locas empresas humanas, recorría y trazaba los mapas aún tenuamente esbozados por los occidentales. Geografías aún inmersas en la más total oscuridad y enigmas. No hay que olvidar que en la infancia miserable del niño galésjohn Rowlands, luego llamado Henry M. Stanley, niño criado en siniestros orfanatos dickensianos de la Inglaterra victoriana, que luego, en 1871, encontraría al misionero perdido Livingstone a orillas del lago Tanganika y fundaría el Congo, para entregárselo a Leopoldo II de Bélgica, en la infancia de ese mismo niño, el contomo de África era lo único que en los mapas se hallaba más o menos bien trazado. Pero en el límite sur de lo entonces llamado «Sudán o Nigricia» de repente se entraba en un inmenso vacío que se extendía a lo ancho y a lo largo del África, hasta el trópico de Capricornio. «Inexplorado» era la palabra que, en grandes letras espaciadas -como cuenta la esposa de Henry Stanley, que se encargaría de editar las memorias incompletas de su marido fallecido- abarcaba un trecho de más de dos mil quinientos kilómetros, desde el círculo tropical hasta rebasar el Ecuador. Stanley sería, fundamentalmente, esto: el reportero de pluma ágil que viajaba sin descanso y que, a la vez, en su calidad de explorador, trazó caminos, desbrozó y señaló posibles piedras (los nativos lo bautizaron como Bula Mari, el Rompedor de Rocas) pero, sobre todo, esculpió mapas con el propio avance de sus pies. Alguien que descubría territorios inexplorados para el empuje insaciable del hombre blanco y para las poderosas naciones europeas, arrogantes representantes de la civilización, la única posible, que ya habían advertido, tras la guerra de Secesión americana, que un hecho de explotación frontal como lo era la esclavitud no podía seguir manteniéndose de la misma manera. Y que, en cambio, los recursos nacidos y surgidos de la misma África, podían ser casi infinitos.

Una cosa sí le dolió al célebre explorador y nunca se lo perdonó a sus numerosos enemigos y envidiosos detractores de su época, arrellanados en cómodas butacas de la altiva y aristocrática Royal Geographical Society londinense, prontos a evaluar los descubrimientos de hombres de acción como Stanley o Richard Burton («geógrafos de butaca, despertándose de su modorra para dogmatizar acerca del Nilo», los definió mordazmente Stanley): que se pusiera en duda su más loca empresa, es decir, la búsqueda y el mítico encuentro posterior del perdido Livingstone, en medio de la imponente e indescifrada África.

Escritora, editora y crítica literaria. Su última obra es «Humanismo cosmopolita» (Gedisa) del que es coautora con Rafael Argullol.