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A Cirlot se le suele ver lejos y, además, se le suele ver fuera. Se le enfoca allá, a mucha distancia de todo y de todos, muy solo, muy refractario a cualquier compañía; y en un sitio que ya no es este sitio mayoritario, este aquí en el que pudiera caber, incluso, esa distancia, sino que parece otro lugar, un aparte incomparable, inhomologable con el espacio común de los hombres y, entre ellos, de tos poetas. Sin embargo, siendo ciertas su lejanía y su rareza, es como si esta modalidad de reconocimiento del poeta no consiguiera sino aforarlo aún más, quitárselo, en realidad, de encima, echando mano de sus extravagancias como hombre. Y ésta sería una hipermétrope, que ve a Cirlot fuera y desde fuera de cualquier tradición, complacida en su exotismo, su esoterismo, no mucho más útil a la comprensión que la otra, la mirada miope que sólo ve a Cirlot desde dentro, el dentro de la poesía profesional, enfocada desde una media altura o una medianía «democrática». Ambas resultan inservibles para quienes, como él, son y no son poetas, pertenecen y no pertenecen a la poesía, a la historia poética, a su cadena de eslabones medianos, como ocurre, por otro lado, con todas las excepciones, siempre fronterizas, que hacen que la poesía alta y grande resulte inasequible a la mirada hecha para percibir la normalidad y defendernos así del desasosiego de lo único, de lo incomparable, quizá lo monstruoso que hay en aquéllos en los que ser poeta resulta fatalmente de ser hombre hasta el extremo de esa condición.

Ese lejos y ese afuera son neutralizados, pues, de dos maneras, y una de ellas no es ya la del rechazo (muy legítimo) de su poesía, sino, curiosamente, la que quisiera valorarla en exclusiva, como una alternativa única a la generalidad, pero doliéndose, paradójicamente, de que Cirlot no ocupe -se suele decir así- «el lugar que le corresponde» y de que no sea rescatado, o sea, incorporado a esa normalidad consoladora. Pero ocurre que a Cirlot no puede corresponderle ahí lugar alguno; que es él quien se va, quien se aparta, quien se aleja y a quien, verdaderamente, no podemos seguir, y casi diríamos que no debemos seguir, porque, de hacerlo, nos convertiríamos en esa clase de amigos de Cirlot que, más cirlotistas que él mismo, se transfiguran en guerreros góticos, en cartagineses o, lo que es más terrible (porque ya no se trata de verse como personajes de su «teatro», sino como intérpretes privilegiados de su poesía), en cabalistas o en sufíes o en cátaros gnósticos. Y en ese desencadenamiento final que supone el ciclo Bronwyn (el crisol, la cota máxima, la asunción de su poesía en su propio centro), debiéramos ver que todo eso pertenece a lo poético, a lo que es sólo irrenunciable para el hombre Cirlot (y no para nosotros), a la escenografía de su representación; pero que nada de eso es, al cabo, su poesía. El paisaje de su literatura no debiera ser confundido con la sustancia propia y desnuda que su poesía revela, sobre todo, en ese tramo final de su obra que es como si se liberase de la obra misma, de su materia (digamos, contradiciendo a Eliot, que de Cirlot no se debiera esperar un material poético, sino una poesía), de la incesante fantasía bajo la que su poesía podría haber quedado enterrada, como cualquier poesía puede acabar sepultada bajo una literatura.

Aún así, Cirlot está lejos y está fuera, y resultaría estéril cualquier intento de urbanizar a Cirlot. Pero es muy posible que ya esté demasiado trillada la fase de su reconocimiento en el que había que hablar del coleccionista de espadas, del nigromante, del arcangélico Cirlot y su personalidad «monstruosa»; y que debamos comenzar a comprender su poesía como poesía y a identificarla como tal, para -no nos engañemos- abandonar después esa identidad (sólo utilitaria) y ver con quiénes se puede emparentar su grandeza al rebasarla (la tradición debe contar con las excepciones a ella que, precisamente, la hacen grande). Y, es verdad, apenas las hay. Cirlot mismo declaró muchas veces su excepción íntima; se vio como Hamlet («¿Pero, a quién te asemejas, Hamlet gris?»), como Orfeo («Yo soy un ser humano a pesar mío», en un verso que ya había aparecido en el primer cuaderno de Bronwyn); creyó, como dice en los 44 sonetos de amor (un libro anejo al «universo Bronwyn») que «Ser diferente a todos es un don./ El mundo es un relámpago, momento en el que sólo soy donde no son»; y en Bronwyn, z (uno de los libros de mayor «cesión a la realidad», a su particular realismo mágico) se vio andando «entre peatones y automóviles», «vestido de gris y con corbata rosa», pero rodeado de «seres a los que quiero y que me quieren / mas en lo humano siempre (…)». Y esa excepción sentida, profundamente existencial (de ahí que pensara que, radicalmente contrapuesto a lo existencial, lo simbólico sólo habla de lo separado, de «lo que no acontece jamás», ni el tiempo ni en el espacio), no puede ser, claro, una garantía de la excepción poética (no es excepcional quien quiere). Pero en la trágica fractura de esa autocontemplación, demediada entre el exterior de la realidad y el interior de una verdad, no debiera ser imposible ver reflejadas otras excepciones, otras extremosidades que, son, además, las que llevaron a la tradición de la poesía castellana en el siglo XX a su cima. En primer lugar, la poesía de Cirlot, y principalmente Bronwyn, resulta indisociable del problema religioso que dio tensión y aliento a la poesía de los maestros (Unamuno, Machado y Juan Ramón), hasta que, según se fue borrando el asunto, esta poesía comenzó su descenso. En su visión ante el espejo hamletiano, Cirlot dice que «No sé qué pensarás, qué pensaréis,/ pero nunca me supe de este mundo/ y odié verme encerrado en una cárcel/ idéntica a la vuestra/ indiscernible al fin entre los otros». Ese terror es el terror a la indistinción personal de Unamuno; y es también el ansia de salvación y redención que mordía en ellos el que hace que Cirlot dedique, en realidad, Bronwyn a un solo tema: la Resurrección, y a un trasunto de ese tema: la aventura de dotar de verdad a la ficción que se sabe tejida por la ilusión del pensamiento, a lo muerto, lo no sido, lo perdido en el tiempo. En Bronwyn, w, ese canto en el que su sinfonía avanza con un movimiento maestoso, dirá: «No ceso, Bronwyn de pensar en ti/ sabiendo que no existes ni en lo no»; y es la afección de ese pensamiento o, lo que es lo mismo, ese sentimiento imaginario, el que le lleva a declarar: «Y muerto te contemplo y me persuado/ de que la muerte es vida que principia», «Si nunca has existido eres posible/ porque la realidad es muerte viva». Y esto lo dice el mismo poeta heraclitiano, permanentemente trashumante entre las afirmaciones y las negaciones, que había escrito: «No hay nada, Bronwyn. No hay nada. Y todo conspira para fingir que existe», «Nunca he tocado nada de lo que tú eres». Se trata, pues, del canto de frontera machadiano y su célebre terceto («Si un grano del pensar arder pudiera…»), que Cirlot deja en el aire tras muchos versos: «Eterna prisionera del momento,/ rosa dorada y sola en el desierto,/ si todo cuanto brilla fuera cierto,/ cierto fuera también mi pensamiento.» Y esa entidad, verdadera en su ficción, incompatible «con un mundo que exige que haya cuerpo», resulta ser la milagrosa presencia anhelada que aparece cuando se cumple el deseo místico de san Juan de la Cruz de que un pensamiento valiera más que el mundo. Y es así como Juan Eduardo Cirlot, igual que san Juan, igual que Juan Ramón, es y no es un poeta, hace y no hace poesía, porque su poesía, como la de todo metafísico (digamos que Cirlot está de camino a la mística), va de paso, no se detiene en ser esa cosa artística, decorativamente artística que puede ser un poema, sino que más bien (como sugería cierta intuición de Dámaso Alonso sobre el germen del conceptismo en san Juan) se sirve de lo poético para abandonarlo después, sin importarle mucho la poesía como arte, que queda reducida a una nada, que queda atrás mientras el hombre fronterizo que es el poeta sigue su camino, espoleado por un amor más lejano, y seguramente hacia el fracaso.

La Quête (fracasada) de Cirlot, lo es de ese algo oscuro y cegador, irreal pero vivo, inexistente pero verdadero, tal como es la presencia paradójica que el sentimiento místico invoca cuando arde por la totalidad que zanje la serie de contradicciones, al modo en que era requerida por Juan Ramón en uno de los Romances de Coral Gables: «Y una sola flor se mece/ sobre la inmensa presencia /de la ausencia majistral.» Porque es verdad que Cirlot es único, que apenas le encontraremos semejantes (aunque en los años 40 y 50 hay un Cirlot-Miguel Hernández y un Cirlot-Neruda), pero esa excepcionalidad no es una monstruosidad, como la de un ornitorrinco, sino la de la más grande poesía del siglo que, por grande, es incomparable entre sí (porque es ya la misma). Y aun no encontrándole hermanos, no parece descabellado pensar en alguna posibilidad de reflejo, que yo no encuentro sino en… Juan Ramón Jiménez. Sí, en el «niñodiós» Juan Ramón, el también homenajeador de Poe y de William Blake; el Juan Ramón que, como Cirlot, y desde fechas tan tempranas como las de Piedra y cielo, repara en la verdad de un instante sin recuerdo que se hace eterno en su vivencia y que crece -los dos lo dicen con las mismas palabras- como «rosa en el desierto», o sea, de una nada, de un cero sin raíz existencial.

Las vicisitudes esotéricas que dieron lugar, desde 1967 a 1971, a la escritura de los dieciséis libros de Bronwyn son muy conocidas, y apenas dicen nada para esta comprensión de Cirlot como lo que es, uno de los cuatro o cinco más altos poetas españoles modernos. Cirlot vio aquella película, El Señor de la Guerra, en 1966, en un momento en que su producción poética, desde mediados de los años cincuenta, se había ralentizado, cansado acaso de lo que podía tener lo ya escrito de literatura fantástica y exótica (sea megalítica o altomedieval). Y había visto también (y quizá todo en un «ideal cine interior abstracto» como el de Juan Ramón) el Hamlet de sir Laurence Olivier. Y creyó ver cómo Bronwyn (la protagonista de la película) no era otra que la resucitada de las aguas en las que la propia Ofelia había sido abandonada en su muerte. Pero lo vislumbrado no eran unas figuras culturales, unos objetos artísticos, sino que Bronwyn pasó entonces de ser Rosemary Forsyth (la actriz, el ente de ficción que, sin apoyo real, se hacía verdadero a los ojos del espectador) a ser la encarnación de Daena, el Yo celeste del poeta, y luego la Shekina, la teofánica aparición de la figura femenina de Dios. Y esto pertenece a lo sabido y, sobre todo, a lo mecánicamente repetido por la explicación de Cirlot como monstruo, ya sea hecha por los detractores o por los amigos. Pero todo ello, verdadero e innegociable para él, no nos debe detener ni importar a nosotros cuando ya no se trata de describir su mundo (que es sólo suyo) sino de comprender la magnitud de su poesía (como poesía de todos). La poesía de Cirlot baja cuando es vista desde el mundo intransferible del poeta o radicalmente separada de él. Pero al sentir la sustancia poética desnuda y fronteriza, como la podemos sentir en Bronwyn, deberíamos reparar en que se trata de la única, de la común, de la invariable sustancia de toda la Poesía grande, indiferente en esa altura a quién la haya escrito y a lo loco, o surrealista, o cabalista que haya sido su autor. Y esa poesía suya todavía sube más cuando, en el cansancio de sí mismo que se ve en Bronwyn, no podemos encontrarle otra compañía que no sea la de alguien -el Juan Ramón final- al que también la institución de la poesía le resulta muy estrecha para dar cabida a algo que, además, no quiere ser vestido así y se resiste a ser cortado por ese patrón.

Cirlot, como Juan Ramón (lo que los separa es mucho, claro, lo mismo que separa a Moguer de Brabante), se sentía profundamente tradicional, pero digamos que no tuvo otro remedio que ser vanguardista; creía sinceramente (como le dijo a Bretón, indicando la razón de su ruptura con el surrealismo) «en Dios y en la poesía con metro y rima», pero se vio abocado a la distorsión del lenguaje (de ahí que, incluso en sus aliteraciones de consonantes, no veamos ninguna tontada experimental, sino la obediencia a una verdad); quiso afirmar la armonía, pero supo que todo es real e irreal al mismo tiempo, que «todo es disonancia»; y también quiso, ante el libro y su criatura, verlo «desprendido de la vida,/ como un fruto perfecto de su rama» (JRJ), o sea, terminar con Bronwyn («sin esperar a que se me muera por dentro. Quisiera mutilarme de ella en vivo»), aunque acabase aceptando otra economía, la del «poema infinito», la del canto que, como Espacio, sólo termina con la vida personal del poeta e incesantemente regresa al comienzo («Bronwyn estuvo aquí donde yo estaba/ al empezar»), en un viaje en espiral al principio de la escritura y al principio de la vivencia. Y al cabo, la poesía es… olvidada, y la mejor huella de esto no son unos antiversos que se salgan fuera de ella, sino, al contrario, unas rimas insistidas que, de tanto machacar adentro, hacen que nos olvidemos de ellas, que no las veamos («Paisaje de un país en que no hay viaje,/ centro de lo que es dentro y es encuentro»), en las que suena el inevitable eco de aquellas otras de Animal de fondo: « .. .para todo el futuro iluminado,/ iluminante,/ dios deseado y deseante», que, como las de Cirlot, quedan dentro y fuera, cerca y lejos.

Escritor, poeta y crítico de arte español