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Ya desde la víspera del Movimiento de Oxford, el cual encabezó indiscutiblemente, John Henry Newman publica su estudio The Arians of the Fourth Century (1833), en el cual proclama como héroe a aquel gran padre de la Iglesia griega, quien hizo pasar a la historia la famosa expresión Athanasius contra mundum. De manera similar, se podría decir del propio Newman que fue el padre único tanto del Movimiento de Oxford de la Iglesia anglicana como de la Segunda Primavera de la Iglesia católica. Contemplaba al mismo tiempo a los arios del siglo IV y a los luteranos del siglo XVI y veía en sí mismo al gran defensor de la ortodoxia católica, junto con Atanasio frente a los arios y junto con Tomás Moro frente a los luteranos. Al mismo tiempo, se podría añadir, Newman no se limitaba a echar la vista atrás para observar lo que Shakespeare llama la «oscura lejanía, allá en el abismo del tiempo», sino que también miraba hacia delante, al Segundo Concilio del Vaticano, en el cual se le ha reconocido una influencia dominante.
Si comienzo este ensayo con una breve descripción de Newman como defensor de la ortodoxia católica, es con objeto de establecer adecuadamente un contexto universal para centrarnos más particularmente en aquellos a quienes doy en llamar los «tres testigos de la cristiandad en la época de los Tudor». Con la palabra «cristiandad» me refiero al sistema de naciones cristianas que surgió de la conversión no solo del Imperio Romano, sino también de las tribus bárbaras que invadieron sucesivamente ese imperio del siglo IV en adelante, y que llegó a quedar definido como Europa desde la época de Carlomagno, en contraste con la potencia del islam del siglo VIII en adelante. Fueron además este sistema y esta unidad los que, a pesar de lo inestables que puedan haber parecido muchas veces durante la Edad Media, ahora se veían efectivamente debilitados en el siglo XVI, no tanto por Martín Lutero en Alemania como por Enrique VIII y su hija Isabel I en Inglaterra. Es en el marco de este periodo Tudor donde, yendo más allá que Newman en su época, ahora deseo señalar tres testigos de la ortodoxia católica y al mismo tiempo del ideal de cristiandad que la acompaña. Dos de ellos ya han recibido reconocimiento por ello y están debidamente canonizados por la Iglesia católica, habiendo ambos atestiguado notablemente su fidelidad durante su juicio en Westminster Hall, y sufrido a continuación la pena de muerte pronunciada en su contra, uno en Tower Hill y el otro en Tyburn. La Iglesia católica todavía no ha otorgado reconocimiento al tercero, como él mismo lo lamentó («No podré desde hoy reconocerte»), aunque el testimonio que dejó a la cristiandad católica goza de un reconocimiento aún más amplio en el mundo entero, si bien inconsciente, lo cual procuraré demostrar ahora.
Al elegir a Tomás Moro como el primero de mis tres testigos de la época Tudor, le contemplo no solamente como él mismo, sino como una figura central de un grupo de cinco testigos durante el reinado de Enrique VIII. Ya antes del impresionante testimonio que pronunció sobre lo que él llamaba «el cuerpo de la cristiandad» al final de su juicio en Westminster Hall el 1 de julio de 1535, había otros dos testigos cuyos pasos estaba siguiendo a conciencia. El primero fue la reina, Catalina de Aragón, de la cual el rey Enrique estaba procurando divorciarse, y por quien estaba dirigiendo a su país hacia la segregación del cuerpo de la cristiandad. Fue con ocasión de su juicio en la gran sala de Blackfriars el 21 de junio de 1529, cuando ella formuló su memorable apelación desde el rey y sus jueces hasta el mismo Papa, y por lo tanto implícitamente a aquel que reconocía como la cabeza suprema de la cristiandad.
En todo este proceso, su gran apoyo fue el que encontró entre los obispos de aquella esfera, los cuales no solamente la defendieron constantemente a ella, sino que también defendieron la cristiandad, como John Fisher, quien también fue juzgado en Westminster Hall el 21 de junio de 1535 y sentenciado a muerte por traición, y seguidamente decapitado en Tower Hill apenas dos semanas antes que Tomás Moro. Huelga decir que el propio Moro apoyó firmemente, aunque no abiertamente, a la reina. Lo que diferenció al testimonio de Moro, sin embargo, fue la manera en que rompió su silencio voluntario una vez que se le condenó a muerte a la conclusión del juicio, y apeló desde los reducidos dominios de Inglaterra con sus pequeñas leyes y costumbres al juzgado universal y «cuerpo» de la cristiandad, el cual podría considerarse como un cuerpo viviente, el sistema internacional del Místico Cuerpo de Cristo, pero que Enrique VIII estaba procurando por todos los medios reducir a un mero «cadáver»… En cuanto a los otros dos testigos junto a quienes se puede considerar que Moro dejó su huella, surgen dos reinados más tarde, personificados en la reina María, la verdadera hija de la reina Catalina y el rey Enrique (a pesar de todo el rechazo de este a legitimarla) y Reginald Pole, quien no solo era el arzobispo de Canterbury y le respaldaba en el proceso parlamentario de reconciliación con Roma, sino que también fue cardenal de la Iglesia romana, como también llegó a serlo Fisher de mano del papa Pablo III poco antes de su ejecución.
Pasando ahora a mi segundo testigo, durante el largo reinado de Isabel I tenemos al jesuita Edmund Campion, que viajó de Roma a Inglaterra en 1580 acompañado por su condiscípulo jesuita Robert Persons, con el objetivo explícito de lograr que su país volviera a unirse con Roma. No era solamente un sacerdote a quien se enviaba de regreso a su casa para atender al bienestar espiritual de los pobres y asediados católicos, contra los cuales estaba a punto de surgir una persecución en toda regla, bajo la dirección de la propia reina y con la ayuda incondicional de sir William Cecil Lord Burghley y sir Francis Walsingham. Más bien, como predicador y debatiente consumado, albergaba la vana esperanza de retar a sus adversarios protestantes, especialmente en la Universidad de Oxford, a participar en un enfrentamiento dialéctico completo respecto a los méritos relativos del catolicismo frente a los del protestantismo, para lo cual incluso escribió un libro en latín titulado Rationes Decem quibus fretus certamen Anglicanae Ecclesiae obtulit in causa fidei Edmundus Campianus, o «Diez razones en las que se basaba Edmund Campion para desafiar a la Iglesia de Inglaterra en la causa de la fe». Había impreso este libro en la imprenta privada Stonor, a tiempo para repartir ejemplares por los bancos de la iglesia de Santa María la Virgen de Oxford para la ceremonia de graduación del 27 de junio de 1581 (casualmente, el aniversario de la muerte de John Fisher como mártir en 1535). Ante todo, es el testimonio que pronunciaría en Westminster Hall, tras escuchar su propia sentencia de muerte por traición junto con la de sus siete compañeros, el que constituye un paralelismo significativo no solo con el testimonio de Tomás Moro que antes mencionábamos, en sus reivindicaciones de inocencia, sino también con el testimonio que se indicará más abajo, según lo expresó Shakespeare (a quien seguidamente presentaré como mi tercer testigo) por la boca de la reina Catalina en el romance histórico del rey Enrique VIII así como de la reina Hermiona en El cuento de invierno, el romance que le precedió.
Al proponer a Shakespeare como mi tercer testigo, me refiero más a una voz que a una persona, la voz de uno que clama en el desierto de la época isabelina y jacobina, la voz de uno que se esconde tras sus personajes, pero expresa sus sentimientos más preciados y profundos por medio de ellos. Comenzando por el final de su sensacional trayectoria, en su intervención (junto con el más joven dramaturgo John Fletcher) en la obra de teatro histórico Enrique VIII, el gran Dr. Johnson dijo de ella algo que quedó para la historia: «El genio de Shakespeare entra y sale con Catalina», y el clímax de las apariciones de Catalina llega con su «apelación al Papa». Curiosamente, no se menciona nada acerca del apoyo que le prestaron Fisher y Moro, ninguno de los cuales aparecen entre los dramatis personae, ni se representa su martirio de ningún modo. Al mismo tiempo, resulta interesante comparar su apelación al Papa en Enrique VIII con la extrañamente similar apelación de Hermiona al oráculo de Apolo en El cuento de invierno. Ambas reinas apelan desde un tribunal terrenal por la cuestión del matrimonio, la validez de uno y la criminalidad del otro, a un tribunal superior, celestial, mediante el cual son justificadas separadamente. Ambas reinas lamentan que son meras extranjeras en una tierra ajena, pese a ser hijas del rey de España una y del emperador de Rusia la otra. Los que llama «[peligrosos] arranques de locura del rey» Leontes de Sicilia, presentan un hábil reflejo del carácter real de Enrique VIII, aunque se atenúan en la obra. Lo que es más, la forma tan triangular de Sicilia (conocida en la Antigüedad clásica como Trinacria, o isla de tres esquinas) corresponde con la de Inglaterra (según la traspuso el dramaturgo desde su fuente, Pandosto de Robert Greene, donde el reino de Leontes es Bohemia, no Sicilia). En cuanto a la declaración de Hermiona en su propia defensa, ha sido comparada (por Hugh Ross Williamson, en The Day Shakespeare Died, 1962) con la declaración previamente mencionada de Campion en Westminster Hall, donde afirmó su inocencia y la de sus compañeros ante las vagas acusaciones de sus adversarios.
Por otro lado, aparte de la similitud entre estas dos escenas de Catalina y Hermiona en el juicio, y sus respectivas apelaciones al Papa y al oráculo de Apolo (donde también se puede destacar que en sus escritos controvertidos en contra de los católicos, los protestantes comparaban despectivamente la autoridad del Papa de Roma con la del oráculo de Apolo), hay otra escena interesante que alude al Papa en El cuento de invierno, la cual dejan pasar los comentaristas bajo un incómodo silencio. Se produce hacia el final feliz de la pieza, con la llegada del príncipe Florizel de Bohemia (hijo del rey Políxenes) y su prometida Perdita (la hija «perdida» del rey Leontes). Al recibir a la pareja en Sicilia, el arrepentido Leontes le dice al joven: «Tenéis por padre a un caballero, a un santo, contra cuya persona, sagrada como es, he pecado». Hay, se me antoja, solamente una manera posible de interpretar estas palabras, en vista del previamente mencionado paralelismo entre Leontes y Enrique VIII, y Hermiona y Catalina: Un nuevo paralelismo, esta vez entre Políxenes y el Papa, quien ciertamente es un santo padre, un «caballero», y cuya persona, en contra de la cual Enrique ha «pecado», es «sagrada». Después podríamos seguir trazando paralelismos entre Perdita y la princesa María, y entre Florizel y el cardenal Pole, quien en cierto momento fue propuesto como esposo apropiado a María, mientras todavía era laico a pesar de su cargo de cardenal. Todo esto se puede denominar (según la terminología postmoderna) como un «patrón histórico» implícito en El cuento de invierno.
El cuento de invierno tampoco es el único que presenta tal patrón. Va de la mano del romance histórico anterior, Cimbelino. En el orden de las obras de teatro jacobino de Shakespeare, podemos colocar Cimbelino entre El rey Lear y El cuento de invierno, a igual distancia de ambos, dejando de lado Enrique VIII. El rey Lear y Cimbelino tienen en común que están ambientadas en Gran Bretaña, pero no se menciona el nombre «Bretaña» ni una sola vez en el primero y en cambio se repite unas 27 veces en el último. Esta notable diferencia se puede explicar por el paralelismo que pretendía establecer el dramaturgo entre la Bretaña de Cimbelino, quien reinó en tiempos del Imperio Romano y pagó impuestos a los romanos, y la Bretaña de Enrique VIII, quien prefería el nombre «Bretaña» por su asociación con el legendario Arturo y su disociación del poder de Roma. En esta obra, además, la segunda esposa de Cimbelino, cuyo nombre no se menciona, le disuade de pagar su habitual tributo a Roma; se trataría entonces de Ana Bolena, mientras que la heroína Imogena es la hija que tuvo con su primera esposa, cuyo nombre tampoco se indica, y que correspondería a la princesa María. Al principio, se nos enseña a Cimbelino indignado con su hija al haberse casado con un caballero pobre llamado Leonato Póstumo, a quien se destierra a Roma. En el destierro, recibe unos insólitos honores por parte de los romanos, como se lo comunica a Imogena su traicionero amigo Iachimo: «Reina en medio de los hombres como un dios descendido del cielo; posee una especie de dignidad, que le da más que la apariencia de un mortal». El amigo la felicita por «escoger un esposo tan perfecto, que, lo sabéis, es impecable». Una vez más, se hace una obvia referencia al Papa, quien en efecto reina entre los hombres «como un dios descendido», que accede a este gran oficio tras ser escogido, y que reivindica el carisma de la infalibilidad cuando enseña a la Iglesia universal en cuestiones de fe y moral. Una vez más, si Imogena es la princesa María, Póstumo debe de ser el cardenal Pole, al cual le faltó un voto en un cónclave para ser elegido Papa. Así se explica que el final tanto de Cimbelino como de El cuento de invierno, según corresponde al género del romance, sea una expresión no tanto de realidad histórica como de las esperanzas del dramaturgo, según se expresan notablemente en las últimas palabras de Cimbelino: «Pongámonos en marcha; que una bandera romana y otra bretona floten amigablemente reunidas».
En todos estos testimonios de William Shakespeare, mi tercer testigo del ideal de la cristiandad católica, me he centrado en tres de sus últimos romances, con apenas un vistazo a El rey Lear. Aun así, en todas sus obras encuentro la presencia de su constante testigo, como he procurado demostrarlo en mi libro Shakespeare the Papist, donde también abogo por un análisis de las obras basado en lo que Newman denomina en su Grammar of Assent «una convergencia de probabilidades independientes», y lo que el propio Shakespeare llama el crecimiento «hacia algo de gran constancia». De cualquier modo, parece que hacia el final de su sensacional trayectoria, una vez salió airoso de la sombra de la reina Isabel y de las secuelas de la Conspiración de la Pólvora, considera que puede permitirse ser más explícito en su testimonio en los romances previamente mencionados. En ellos constato también la presencia de Tomás Moro en Camilo, tan leal a Leontes como a Políxenes (tanto al rey como al Papa) en El cuento de invierno, en Belario, exiliado por haber «confederado con los romanos» en Cimbelino, y en un tercer romance que todavía no he tratado, La tempestad, en el personaje del leal consejero Gonzalo, quien destaca (como Moro) por su descripción de un estado ideal que él desestima tachándolo de «especie de bobada». En la obra de Enrique VIII, quizá no aparezca entre los dramatis personae, pero Wolsey menciona su nombre de manera favorable como su sucesor en el cargo, en un pasaje que frecuentemente se atribuye a Fletcher. En cuanto a la presencia de mi segundo testigo, encuentro a Edmund Campion en El rey Lear, como el verdadero hijo de Gloucester, no su tocayo Edmund sino su otro yo, Edgar, quien al igual que Campion es perseguido por proclamaciones, persevantes, informantes y grupos de búsqueda, y quien es obligado a recurrir a los más abyectos tipos de disfraces, hasta que llega a decir de sí mismo: «Edgar no existe».
Finalmente, si con este segundo testigo puedo llevar mis palabras a una conclusión oportuna, y si con El rey Lear puedo dar continuidad a mi mencionada pasión por los paralelismos, lo cierto es que encuentro en esta suprema obra maestra de Shakespeare no solo uno sino tres testigos jesuitas del ideal de cristiandad: en Edgar, dos mártires canonizados, no solo Edmund Campion, sino también Robert Southwell, y en Kent el compañero de Campion en el viaje a Inglaterra, Robert Persons. Cada uno de los tres, entre ellos los mencionados en Campion’s Brag como «todos los jesuitas del mundo, cuya sucesión y multitud debe sobrepujar a todas las prácticas de Inglaterra», dejando a un lado todas las naciones de la cristiandad, pueden tomarse como representantes no solo del segundo testigo (Campion) sino también del tercer testigo (Shakespeare), quien llega a su clímax no solo en sus últimos romances, sino también y sobre todo en El rey Lear, a partir del cual se puede considerar que los romances emprenden el vuelo. Después de todo, en el marco de esta obra, la función de Edgar y Kent está subordinada a la de Lear y Cordelia, quienes considero que representan al antiguo rey y su reino (Enrique VIII y Catalina), y ella a su vez defiende la fe católica de su reino. En el renuncio del rey a ella, le encuentro reducido a la nada, pero durante las calamitosas consecuencias en medio de la tempestad, gradualmente vuelve en sí a lo largo de tres etapas, bajo tres tutores: primero el loco sin nombre, segundo el loco pedigüeño Edgar, y tercero Cordelia, y desde la nada se descubre a sí mismo cuando ella repite «Soy yo, soy yo». En ella también descubre a Cristo tanto por su pasión, como Varón de Dolores, como implícitamente por su resurrección, cuando en la Madre en duelo se nos muestra el cuerpo de su Hijo inocente en la Pieta al final de la pieza. Cuando Albany exclama: «¡Ah, mirad, mirad!», ahí termina el testimonio del dramaturgo sobre el ideal de la cristiandad.
Traducción de Jaime Bonet