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Los derechos de autor llegan o no llegan, pero si llegan es casi siempre tarde, razón por la cual un escritor que no sea hijo de sheik petrolero o de Henry Ford III pasa buena parte de su vida ganándosela como puede. (Falencias de la lengua: ¿Por qué no «torcidos de autor», por qué no «perdiéndosela»? Obstinada hipocresía de ese vocabulario cómplice de la sociedad en lo que tiene de peor, sepulcros blanqueados de tres o cinco sílabas).

En fin, quiero decir que como nunca esperé derechos de autor (y tal vez por eso acabaron por llegarme, consejo indirecto a muchos jóvenes ansiosos), pasé buena parte de mis ya copiosos lustros traduciendo libros, partidas de nacimiento, patentes, facturas consulares e informes del director general de la Unesco, estos últimos en colaboración con diversos y jocundos colegas catalanes, ecuatorianos, argentinos, vascos y gallegos. Trujamán silencioso, en mi juventud viví tiempos de delicia mientras traducía libros como Mémoires d’Adrien, de Marguerite Yourcenar, o L’immoraliste, de André Gide, y años después los pagué con jornadas de horror o de letargo frente a los informes de algunos expertos de las Naciones Unidas en las esferas (ellos lo escriben así) de la sociología/alfabetización/regadío/medios masivos de comunicación (sic)/biblioteconomia/reactores atómicos de agua pesada, etc., que en general merecían su denominación de «informes» pero en segunda acepción.

De todo eso me ha quedado el amor por las sutiles transmigraciones y transgresiones que se operan en la traducción de cualquier texto cuando su significado franquea los puentes idiomáticos y ahí es la de San Quintín, las pérdidas, las derogaciones, a veces las felices paráfrasis y a veces la pata hasta la rodilla; en el espejo de la traducción nada del original se refleja de lleno, las equivalencias absolutas no pasan nunca de lo más embrionario, de escribir mañana es jueves por demain c’est jeudi. No hablemos ya de la más sutil distorsión que impone el devenir histórico y cultural; Borges lo mostró como nadie en Pierre Ménard, autor del Quijote, donde ni siquiera hay traducción sino reproducción literal que, sin embargo, difiere por completo del primer texto.

El día en que gracias a mis relevantes m’éritos pasé de traductor a revisor en las organizaciones internacionales, el cotejo de las versiones ajenas me deparó momentos no fácilmente olvidables. Un ejemplo que pertenece ya a nuestro folklore profesional es el del siguiente texto en francés: Comme disait feu le président Koosevelt, ríen n’est d craindre hormis la crainte elle-méme, que fue alegremente traducido por: «Como decía con ardor el presidente Roosevelt, el miedo a las hormigas lo crean ellas mismas». Se admitiría que la versión es más rica y más metafísica que el original, cosa igualmente perceptible en el caso de un informe sobre becas de estudio otorgadas por los Estados Unidos a México, y en el que la palabra Scholars Hip fue entendida como «un barco cargado de escolares» puesto a navegar con gran soltura por páginas y páginas.

(Y cómo resistir a la historia del candidato español que pasó un examen de traducción del italiano, y le confiaba a un amigo: «facilísimo, chico, un texto de Derecho Internacional sin problemas para mí que soy abogado. Eso sí, lo que no entendí bien es por qué de cuando en cuando aparecía un loro, pero aparte de eso…»).

Está visto que no soy capaz de hablar seriamente de la traducción, porque también me estoy acordando de un ministro que padecimos los argentinos en los años veinte y que pasaba por latinista y helenista emérito. Tanto metió la pata que el pueblo le inventó, seamos piadosos, versiones memorables de locuciones como Alea jacta est, que daba «la jalea está hecha», per saecula saeculorum «por el cerco se colaron», Res non verba, «la vaca no habla» (versión muy argentina como se ve) y una reflexión profunda a un amigo el día en que a éste le falló una carambola en el billar: Nosce te ipsum, «no se te hizo».

Pocas actividades son menos aleatorias y falibles que la del traductor, cosa que le da a este oficio una especie de simpática locura cuando se lo practica con humor y bonhomía. He palidecido al releer fragmentos de mis viejas versiones literarias, como en el caso del célebre pero olvidado estudio del abate Brémond sobre plegaria y poesía, donde me equivoqué sobre el esprit en el sentido de ingenio o agudeza y lo traduje derecho viejo como «espíritu», estropeándole el pasaje al buen abate. Claro que peor le ocurrió a Borges que en un poema creo que de Francis Ponge tradujo sol por «sol» en vez de por «suelo», pero ya se sabe que esas cosas pasan en las mejores familias, vide San Jerónimo. A mí me han traducido a veces memorablemente, como cuando mi microcuento Continuidad de los parques apareció en Francia como «Continuité des Parques», lo que bien mirado lo enriquecía considerablemente gracias al inesperado ingreso de Cloto, Laquesis y Atropos. Puede ocurrir que al meter la pata se encuentre un tesoro enterrado, pero no es un sistema que deba recomendarse sistemáticamente.