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Concretamente, el capítulo IV de Ortodoxia muestra la maduración de conceptos chestertonianos referentes al valor sapiencial de los cuentos de hadas; sus conclusiones concuerdan con los principios expuestos por Tolkien en On Fairy Stories, el ensayo que señala las claves para entender a fondo la poética tolkieniana.

Reseñando la obra de Andrew Lang, The Violet Fairy Book, Chesterton afirma que, en su tarea compiladora, el autor «ha disfrutado [los cuentos de viejas]; yo casi diría que los ha creído». Chesterton establece así un paralelismo entre el gozo estético y la adquisición de conocimientos profundos a través de un creer literario. Ambos nacen de un mismo referente: bondad, verdad y belleza se dan juntamente en toda verdadera obra de arte. Para Chesterton, el secreto de la comprensión y aceptación del cuento de hadas radica -y lo veremos- en saber hacerse niño. Porque, en cuanto que medio para adquirir sabiduría, el cuento satisface el «ansia de verdad» que acompaña al ser humano durante las primeras etapas de su crecimiento (y siempre).

«Escuchar o marcharse a dormir»

Ese placer consecuente a la lectura de los cuentos de hadas puede libremente crecer con el tiempo o extinguirse, de manera que «quien escucha un cuento de hadas tiene dos posibilidades: o escuchar o marcharse a dormir». Tal afirmación no entra en juicios de valor sobre lo que sea mejor o peor literatura; tan solo constata que la libertad del lector desempeña un papel esencial en el desarrollo de sus preferencias literarias.

Al poner en juego el concepto de libertad, Chesterton sale al paso de cierta crítica que ha tildado peyorativamente como cosas de niños este tipo de literatura. «De todas las formas de literatura, los cuentos de hadas dan la imagen más verdadera de la vida (…). La atmósfera de las fairy tales tiene que ver con el embrujo oculto que vive en las cosas vulgares: el maíz, las piedras, los manzanos o el fuego». De las realidades naturales y ordinarias surge esa suerte de embrujo o enchantment.

El encanto de los sucesos narrados en el cuento de hadas no es el efecto de la inclusión en ellos de lo esotérico, cabalístico o preternatural (aunque sus personajes y paisajes sí lo sean). En verdad, si uno se detiene a analizarlo las cosas que ocurren en Fäerie no son extrañas porque en el país de Fantasía lo más natural es lo que solemos llamar prodigioso en nuestro mundo natural.

El cuento de hadas, tal como lo entiende Chesterton, tiene su propia lógica interna

Podríamos decir que el cuento de hadas, tal como lo entiende Chesterton, tiene su propia lógica interna: «En las fairy tales, los portentos son lo ordinario e inevitable; son parte de la auténtica textura de la vida normal». Los personajes de estas historias de fantasía, aunque se admiran (astonish) de lo que ocurre, no lo consideran extraño o fuera de lo normal, ya que consideran normal lo que está de acuerdo con las normas internas del relato.

La capacidad de asombro ante lo que sucede a nuestro alrededor es para Chesterton algo muy saludable (para comprender mejor esta disposición de ánimo ante las fairy tales, es recomendable la lectura de la Metafísica de Aristóteles, en especial el principio del tratado). Y lo es porque, por mucho que el hombre crezca, siempre será más joven que este maravilloso mundo donde vivimos; así pues, la admiración es la actitud justa del hombre frente al mundo. Chesterton considera equivalentes ese astonishmenty la juventud de espíritu, porque esta juventud consiste en la saludable capacidad de poder quedar deslumhrados con cierta facilidad por cosas que la mayoría considera banales a fuerza de acostumbrarse a ellas como ordinarias.

El acierto en la selección de los cuentos para The Violet Fairy Book radica en el hecho de que Andrew Lang era —se había hecho— un niño. La capacidad de asombro que caracteriza a la infancia, identificada con un ansia de saber -con sed de verdad, con filo-sofia en su sentido etimológico- permite que parezcan naturales algunas realidades que la lógica adulta rechaza como sobrenaturales, anormales e imposibles en el mundo real. El niño, en este sentido de juventud espiritual -y no en el meramente fisiológico— cree porque acepta sin reservas las reglas que el autor le propone como camino para llegar al conocimiento de la verdad (literaria) de la historia; esa verdad literaria puede ser reflejo de verdades humanas profundas, normalmente de tipo ético.

El poder transformador del amor

En este punto, Chesterton se plantea la cuestión central del ensayo: el gran error que supone imaginar que los cuentos de hadas son de suyo inmorales o amorales. Ciertamente, como obras de arte que son «no se acomodan a las trivialidades de cada código moral concreto»; sin embargo, en ningún otro lugar como en los cuentos de hadas se puede observar las líneas maestras de las leyes e ideales morales más elementales: todas las acciones que podemos presenciar en Fäerie tienen una trascendencia que alcanza al destino del mundo. Como ilustración de este aserto, destaca tres grandes ideas morales comunes a todos los cuentos de calidad literaria:

Tolkien señala sobre El señor de los anillos: «El verdadero tema para mí se centra en algo mucho más permanente y difícil: la Muerte y la Inmortalidad»

a) Que nada puede perderse: todo acto o toda esencia son inmortales, indestructibles, porque tienen un valor perenne, tanto en el tiempo —poseen un alcance eterno- como en el espacio —sus consecuencias alcanzan a todos— En este sentido, Tolkien señala acerca de El señor de los anillos. «El verdadero tema para mí se centra en algo mucho más permanente y difícil: la Muerte y la Inmortalidad; el misterio del amor por el mundo de los corazones de una raza condenada a partir y aparentemente a perderlo; la angustia en los corazones de una raza condenada a no partir en tanto su entera historia no se haya completado» (Letters, n° 186, pág. 289, Minotauro, Barcelona, 1993). No quiero decir con esto que El Señor de los Anillos sea un cuento de hadas, sino poner de manifiesto la conexión en el punto de vista de ambos autores respecto a la universalidad de las ideas morales recurrentes en los cuentos de hadas (sobre este asunto se puede consultar el apéndice sobre los cuentos de hadas de Mito y realidad de Mircea Eliade).

b) Que amando algo podemos llegar a hacerlo hermoso. En los cuentos encontramos ese poder transformador del amor que nos previene frente a lo engañoso de las apariencias y nos anima «a saludar con una sospecha divina y esperanzada todo lo que aparece al exterior acerca del concepto «niño» en cuanto que receptor y destinatario principal de las fairy tales (On Fairy Stories, págs. 45 a 49, en Árbol y Hoja, como desagradable y repelente».

c) La idea más importante contenida en las fairy tales es que nada es capaz de dañar al hombre a menos que tengamos miedo de ello. La lucha contra lo que excede las fuerzas humanas es lo que ha puesto en marcha el mundo. «Porque el cuento de hadas es tan solo la historia del Hombre mismo, a la vez el más débil y el más fuerte de los seres creados (…). La fuerza del hombre ha surgido enteramente del desprecio de la fuerza». Eso le ha permitido enfrentarse a gigantescos poderes y hacer que el cuento de hadas que es la propia epopeya humana comenzase a rodar.

J.R.R. Tolkien y las fairy tales

Antes he mostrado cómo para Chesterton la capacidad de asombro (astonishment) —propia de los niños— sustenta la credibilidad y aceptación de los cuentos de hadas por parte del lector. Esta capacidad es aptitud para el conocimiento, ansia de saber y de verdad. Análoga concepción puede encontrarse en el ensayo de Tolkien On Fairy Stories (1939), cuando el autor reflexiona acerca del concepto «niño» en cuanto que receptor y destinatario principal de las faire tales (On Fairy Stories, págs. 45 a 49, en Árbol y Hoja, Barcelona, 1994).

En primer lugar, el niño se muestra propicio a la credibilidad no solo por lo maravilloso de la historia sino, simplemente, porque la historia que le cuenta cómo es la realidad ya le parece suficientemente maravillosa. La amplitud de la experiencia cognoscitiva del niño, por ser necesariamente limitada, le hace especialmente susceptible de asombrarse ante lo que escucha o lee como real. Hay una etapa de maduración y toma de contacto con la realidad, en la que el niño no distingue los límites de lo fantástico porque todo es mágico, fruto de unas leyes cuya comprensión se le escapa. La aceptación de la literatura que se le ofrece está sometida al ideal de la verdad como meta del conocimiento.

Para Tolkien, la validez de los cuentos se inserta en un contexto epistemológico: el cuento de hadas es un medio de alcanzar la sabiduría. De ahí que cualquier niño tenga por los cuentos el mismo aprecio, o incluso mayor, que el que siente hacia las ciencias naturales o la aritmética. El atractivo de esos saberes radica en la verdad que transmiten, en su coherencia propia. La belleza de las formas, el «envoltorio», es secundario en este plano de la ciencia.

Pero nuestro autor va aún más lejos. En On Fairy Stories la cuestión radical que se plantea es: «¿Hay algún nexo esencial entre, los niños y los cuentos de hadas?¿Hay algún comentario que hacer, en caso de que un adulto llegue a leerlos?». Tolkien piensa en las fairy tales como vehículo para la transmisión de un cierto tipo de verdad. De hecho, da por sentada esta relación cuando él mismo se describe, como de pasada, «entre los que aún conservan suficiente sabiduría como para no estimar perniciosos los cuentos de hadas (…)». Tolkien está en contra de considerar al niño un ser no-racional, susceptible de ser engañado con cualquier historia a la que supuestamente él prestará asentimiento en virtud de una también supuesta infinita capacidad de creer —que, en definitiva, sería el signo de la ignorancia suprema— Por el contrario, el niño establece su relación con una historia en pie de igualdad a la que se plantea entre un adulto y la misma historia: una relación epistemológica, sapiencial.

Los niños son «miembros normales, si bien inmaduros (…) de la familia humana en general»

Los niños son «miembros normales, si bien inmaduros (…) de la familia humana en general». El único denominador común que cabe atribuirles como grupo homogéneo es, en todo caso, la falta de experiencia. Por lo que respecta al afán de saber, al ansia de verdad, se encuentran unidos al común de los seres humanos, pues el corazón del hombre ha sido creado para conocer y amar la verdad. Solo la observación individualizada de cada niño nos permitirá conocer, en definitiva, las causas de su gusto o disgusto ante las historias. Porque, a fin de cuentas, tal afición se apoya en el libre albedrío, así como en el inmenso cúmulo de circunstancias que forman la personalidad de cada irrepetible ser humano.

Sin embargo, Tolkien no se para ahí. Si lo hiciese, habríamos de concluir que a todos los niños les debería agradar este género literario. El gusto por los cuentos de hadas no va unido al mero crecer en edad. Ya he explicado cómo. Ya se ha visto cómo Chesterton afirmaba que el posible público de un cuento tiene dos posibilidades: escuchar o marcharse a dormir. Tolkien, por su parte, compuso unos jocosos versos sobre El Señor de los Anillos, que dicen así:

The Lord of the Rings /
is one of those things / if you like you do, /  if you don’t, you boo!

El amor a la verdad que contiene un cuento solo crece con los años en quien ya sentía un placer especial por ellos en la infancia. Por otra parte, aunque en la mayoría de las personas esté presente al principio de su vida espiritual, luego desaparece (cfr. OFS, p.47).

En todo caso, es un craso error, según Tolkien, identificar «fe» (en cuanto que capacidad de creer) con «avidez de prodigios». El escritor lo explica así: «Tengo la sospecha de que fe y avidez de prodigios se consideran aquí [se refiere a las recopilaciones hechas por Andrew Lang] idénticos y estrechamente relacionados. Son radicalmente diferentes, si bien una mente humana en desarrollo no diferencia ni enseguida ni al principio su avidez de prodigios de su avidez general. El narrador de cuentos maravillosos para niños (…) explota la falta de experiencia de los niños que les hace menos sencillo distinguir en casos concretos la realidad de la ficción, a pesar de que esa diferenciación sea básica para una mente humana sana y para los mismos cuentos de hadas».

Subcreación y fe literaria

Llegamos así a un punto de la mayor importancia para Tolkien: la sub-creación como vehículo capaz de provocar fe literaria, a través de la magia del lenguaje: «Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del escritor de cuentos es lo bastante buena como para producirla (…). Lo que en verdad sucede es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado «sub-creador». Construye un Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es «verdad»: está en consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él. Cuando surge la incredulidad, el hechizo se quiebra; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelves a situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó».

El público de los cuentos de hadas espera que el autor le cautive con un destello (glimpsé) de la verdad. Esa habilidad que Tolkien califica de «mágica» es lo que mantiene viva la «fe secundaria» (fe literaria), la creencia en que lo que está ocurriendo dentro del relato es verdad, es decir: es coherente en sí mismo -guarda una lógica interna— y concuerda con la verdad profunda que se oculta en las cosas reales del Mundo Primario.

Cuando el niño pregunta «¿es eso verdad?», puede ser que lo que pretenda sea delimitar si aquello es bueno o malo, o bien si está sucediendo realmente; porque los cuentos no se ocupan tanto de lo posible cuanto de lo deseable. El detonante del gusto o disgusto ante una obra concreta es la habilidad de tal relato para despertar lo que podríamos llamar un «sentido de realidad», una marca de «verosimilitud primaria», de credibilidad real; una especie de «ojalá fuese cierto»…

En definitiva, la relación que Tolkien establece entre el cuento y el niño es una «relación natural, porque los niños son seres humanos y los cuentos son algo connatural a la sensibilidad humana (aunque no tenga por qué ser universal)». El error de establecer esa inconsciente relación entre niño y cuento sobre la base de la irracionalidad infantil, error muy común en la modernidad, deriva de tres factores: no comprender la relación natural que media entre ser humano y literatura; el hecho circunstancial de que muchas personas, al madurar, envían los cuentos al desván; una idea equivocada de lo que es «ser niño».

Con el estudio de este último punto concluiré el análisis del ensayo de J.R.R. Tolkien, quien explica la relevancia literaria que entraña tener «corazón de niño». Para el autor de El Señor de los Anillos, el niño es receptor del cuento de hadas no en cuanto niño, sino en cuanto inocente y humilde, cualidades que no le pertenecen en exclusiva y que también se encuentran en muchas personas adultas a quienes realmente agrada este tipo de literatura. Lo más destacable del niño, en este sentido, es su apertura al conocimiento cabal de la realidad. Su atracción por el cuento de hadas se explica porque estos relatos son fruto de la sabiduría popular, en la que el paso del tiempo ha acrisolado hondas verdades sobre el hombre y el mundo, a las que el conocimiento humano aspira. En última instancia, el cuento es un modo de acceder a la verdad y de escapar por tanto de la gran ignorancia de la que habla Chesterton. En una de sus cartas, Tolkien afirma «que los cuentos tienen como objeto el desvelamiento de la verdad y avivar los grandes valores éticos en este mundo real, mediante el viejo artificio de ejemplificarlos en situaciones extrañas para presentarlos como válidos en nuestro mundo real». Y en su poema «Mythopoeia» (On fairy Stories, op.cit., pág. 137) delimita el alcance de esa afirmación:

«El corazón del hombre no está
hecho de engaños,
y obtiene sabiduría del único
que es Sabio,
y todavía lo invoca.
(…)
y aún lleva los harapos de su
señorío,
el dominio del mundo con
actos creativos:
y nunca adora al Gran
Artefacto,
hombre, sub-creador, luz
refractada
a través de quien se separa en
fragmentos de Blanco
de numerosos matices y
continuándose sin fin
en formas vivas que van de
menteen mente.
(…)
Aún seguimos la ley por la que
fuimos creados».

Existe una gran afinidad entre las ideas bosquejadas aquí por Tolkien y las que Chesterton evoca en Ortodoxia.

El acercamiento fragmentario a la Verdad que el cuento proporciona se apoya en la libertad individual

Como es sabido, Tolkien era católico. Desde la conversión de su madre en 1900, recibió una intensa formación doctrinal que creció con el paso de los años (para el estudio de la importancia de la fe cristiana en la vida de los Tolkien, véase J.R.R. Tolkien: Una Biografía, de Humphrey Carpenter, Barcelona, 1990.

En las cartas 153, 156, 183, 195, 200, 211, 212 y 246 se puede observar la profunda formación filosófica y teológica que Tolkien poseía). Así pues, Tolkien conocía por el dogma cristiano del pecado original que el hombre, aunque «desgraciado» (dis-graced) «no ha sido destronado,/ y aún lleva los harapos de su señorío». Late en estas palabras una afirmación categórica de la bondad inicial del hombre, así como un sincero optimismo —un sentido, por tanto, realista de la condición humana— que se apoya en el hecho inefable de la Redención y la previa elevación del hombre al estado de gracia.

El dominio del mundo se traduce, para Tolkien, principalmente en «actos creativos»: siendo sub-creador, es capaz de fragmentar la Luz inicial que recibió de su Creador «en fragmentos de Blanco/ de numerosos matices y continuándose sin fin / en formas vivas que van de mente en mente». Encontramos aquí la importante noción tolkieniana de «aplicabilidad»: el acercamiento fragmentario a la Verdad que el cuento proporciona se apoya en la libertad individual; es algo vivo, de manera que la recepción e interpretación del mensaje o código ético propio del cuento se hace siempre desde una óptica estrictamente personal (lo cual no excluye todo posible determinismo coincidente en la interpretación).

De acuerdo con la teoría tolkieniana de la sub-creación, el escritor debe tener un algo de «mago del lenguaje» que le haga capaz de recrear el Mundo Primario, transformándolo en un microcosmos -Mundo Secundario— donde el lector puede penetrar, como a través de un encantamiento. Si ese Mundo Secundario es consistente, el receptor acepta las reglas del juego: las puertas del País de Fantasía le son franqueadas.

Profesor de Filología inglesa y alemana. Autor de "Tolkien, el mago de las palabras".