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Sigmund Freud y Clive Staples Lewis nunca llegaron a conocerse en la vida real. Pero habría sido posible, ya que del 4 al 6 de junio de 1938 Sigmund Freud consigue emigrar a Londres, pasando por París. Por aquel entonces, C. S. Lewis ejercía de profesor en Oxford y pertenecía al eminente círculo de los «inklings», entusiastas de la literatura y en su mayoría cristianos, al que también asistía J. R. R. Tolkien.

Lewis estaba al corriente de las teorías de Freud; el psicoanálisis era ampliamente debatido e influía en muchas disciplinas intelectuales. Lewis utilizó en su época de juventud, caracterizada por su negación de Dios, los argumentos de Freud para reforzar su postura atea. Finalmente, en su obra Cautivado por la alegría, describe su conversión al cristianismo.

Freud, padre del psicoanálisis, y Lewis, genio de la literatura anglosajona, reviven en nuestros días de la mano del gran dramaturgo y guionista norteamericano Mark St. Germain, recreados en la escena gracias a un diálogo lleno de ingenio. Para ello se apoya en el libro del psiquiatra estadounidense Armand Nicholi, La cuestión de Dios, que mira la vida humana desde dos puntos de vista opuestos: el de un creyente y el de un no creyente. Freud acostumbraba a dividir a la gente en estas dos categorías.

La obra de Mark St. Germain, La sesión final de Freud, si bien se nutre de latigazos verbales llenos de ingenio que emergen de dos mentes prodigiosas, se propone que los argumentos hablen por sí mismos. Mark St. Germain logra captar con finura, expresividad y sentido del humor las posturas intelectuales de Freud y Lewis, de tal manera que los noventa minutos de duración de la obra transcurren en un abrir y cerrar de ojos, dejando en los espectadores un «cerebro transformado», es decir, con un gran incremento de sinapsis neuronales.

Haciendo un símil gastronómico, esta obra teatral chispeante no es «comida rápida», sin sustancia y que nos deja indiferentes, sino un alimento sumamente nutritivo, un suculento solomillo que atrapa emocionalmente al espectador interesado, provocando el hecho escénico, la contemporaneidad, y —desde el punto de vista de la neurobiología— contribuyendo a un mejoramiento notorio de la estructura cerebral.

Sin duda, una de las virtudes de la obra es que provoca que el espectador valore críticamente los argumentos tanto de Freud como de Lewis, siguiendo así uno de los muchos consejos llenos de sabiduría del gran Sócrates: «La vida sin examen no vale la pena vivirla». Efectivamente, cada uno de nosotros tiene su cosmovisión, su Weltanschauung, que influye en cómo nos percibimos a nosotros mismos, cómo nos relacionamos con los demás y cómo sabemos acomodarnos a la realidad de las cosas. La felicidad se halla en el encuentro con la realidad —personas y cosas—, no en simulacros, mundos virtuales o situaciones de enajenación.

La sesión final de Freudnos sitúa en el año 1939, exactamente el día en que Inglaterra entra en guerra y comienza la Segunda Guerra Mundial. Freud escucha por radio el discurso que el primer ministro británico, Arthur Neville Chamberlain, dirigió a la nación. Son momentos de congoja en los que flota una presión lúgubre sobre los ciudadanos, una penumbra tenebrosa que parece gemir con frecuencia bajo el sonido de las sirenas antiaéreas y precipitarse de modo cruel sobre el cuerpo moribundo de Sigmund Freud. Lo vemos anciano y con un cáncer de paladar muy avanzado, pero con gran lucidez mental.

Hemos de tener en cuenta que tanto Freud como Lewis experimentaron el dolor exacerbado, que golpeó tremendamente sus vidas. Ambos se preguntaron: «Si Dios es todopoderoso, ¿cómo puede permitir que yo sufra así?». Las respuestas fueron radicalmente distintas: Lewis afirmó la existencia de Dios, Freud la negó. Durante la obra, los dos ahondan en sus distintas posturas y se entabla un diálogo entre el escritor y el padre del psicoanálisis. «En el tiempo que me quede estoy decidido a entender lo que pueda de la realidad. Por lo que sé, posee usted una inteligencia superior y un talento para el razonamiento analítico», le dice Freud a Lewis en un momento de la obra. Y añade en otro: «Quiero entender por qué un hombre de su intelecto, alguien que compartía mis convicciones, ha podido abandonar la verdad y abrazar una mentira tan insidiosa». A lo que Lewis contesta: «Pero ¿y si no es una mentira? ¿Ha considerado lo aterrador que sería darse cuenta de que está equivocado?».

Son precisamente las diferentes respuestas ante el dolor, ese misterio universal e inevitable que sobrecoge y desconcierta al ser humano, las que van a singularizar más específicamente a estas dos personalidades sabias. Freud experimentó el antisemitismo, que conllevó el dolor debido a la marginalización. Durante su juventud sufrió por no ser aceptado por sus compañeros, siendo esta una de las mayores necesidades de un adolescente. Pero fue rechazado por ser judío toda su vida, incluso durante su estancia en Inglaterra, donde básicamente —así decía Freud— todos eran antisemitas. Ese menosprecio provoca sobrecargas de tensión en el córtex del cíngulo anterior, región clave del cerebro perteneciente a la red del dolor.

También padeció el dolor físico, sobre todo durante los últimos dieciséis años de su vida, debido a un cáncer en la parte derecha del paladar. Fue operado por un conocido que no tenía experiencia con la anestesia local, por lo que surgieron complicaciones serias con grandes pérdidas de sangre. Poco después se realizó otra operación más radical y más profesional requerida por el cáncer invasor. Durante el resto de su vida le fueron efectuadas un total de treinta operaciones y tenía que vivir con una prótesis metálica que separaba la cavidad nasal de la boca. Esta terrible experiencia se refleja en la obra cuando pronuncia palabras como estas: «Tengo cáncer de boca. Tuvieron que extirparme la mandíbula superior y el paladar. Lo que a usted quizá le parezca una dentadura postiza mal ajustada es una prótesis. Separa la parte superior de mi boca de la cavidad nasal. Pero siempre tengo rozaduras. Y el olor…, por la carne en descomposición, es ciertamente repugnante».

Freud resolvió el problema del dolor mediante el suicidio, utilizando para ello la morfina, pero previamente se valió de drogas cómo anestésicos. En el año 1884 el oftalmólogo Carl Koller, buen amigo de Sigmund Freud, había descubierto los efectos anestésicos de la cocaína en intervenciones oftalmológicas. En el mismo año Freud había escrito un apasionado artículo, «Über Coca» (Sobre la coca), en el que informaba de las consecuencias de la cocaína en los seres humanos, destacando sus efectos terapéuticos sobre la histeria, la hipocondría y la depresión. Pero también valora sus efectos anestésicos en multitud de operaciones y, en algunos momentos, se muestra casi entusiasta en sus alabanzas de esta droga, que tomó con frecuencia, llegando a padecer una adicción notable.

Hemos de tener en cuenta que, cuando Freud era joven, la cocaína se podía adquirir en farmacias e incluso en droguerías, dado que en Europa central se le atribuían efectos milagrosos, estando más extendida, a finales del siglo XIX, que algunos sedativos en la actualidad.

El encuentro más inquietante con la cocaína se produjo en 1895, después de que Freud y su amigo el otorrinolaringólogo Wilhelm Fliess estuvieran a punto de matar, mediante una operación fallida y dosis excesivas, a una paciente de nombre Emma Eckstein, hoy en día conocida como Irma, el seudónimo que le dio Freud en su obra maestra, La interpretación de los sueños.

Con el paso de los años y con el aumento de los dolores físicos, sobre todo en la boca, Freud quiere tener dominio sobre la muerte y, de hecho, le da a su hija Anna cápsulas de cianuro cuando las tropas de las ssse la llevan para interrogarla, con el fin de que las tomase en caso de ser torturada.

A partir de 1929, Max Schur fue el médico de cabecera de Freud, reemplazando a Felix Deutsch, quien había perdido su confianza por haberle ocultado el diagnóstico de la lesión cancerosa que le afectaba en el paladar (la regla fundamental del psicoanálisis consistía en decirlo todo, sin filtrar ni seleccionar la información que se entregaba) y, por otra parte, porque con Schur —que se convirtió en un buen amigo de Freud y consiguió como él emigrar a Londres— el padre del psicoanálisis sabía que, llegado el momento, se le evitarían los «sufrimientos inútiles». Cuando el cáncer, que se había extendido hasta la laringe, era ya terminal, Schur, de acuerdo con su hija Anna, adelantó la muerte de Freud administrándole sucesivamente tres dosis de morfina, de tres centigramos cada una. Freud murió en la madrugada del 23 de septiembre de 1939. Este es probablemente el primer caso documentado de sedación terminal.

En La sesión final de Freud le oímos decir: «Mis padres me dieron la vida, y esa vida es mía, no de ellos». Lewis le replica haciéndole reflexionar con las palabras: «Es usted espantosamente egoísta, colocando su propio dolor por encima del dolor de sus seres queridos. Se miente a sí mismo al creer que puede mandar sobre la muerte igual que lo hace con su mundo y con su hija. Cree que puede dejar de pensar en su miedo escondiéndose tras su escritorio lleno de dioses muertos, pero la verdad es que está aterrorizado».

También C. S. Lewis tuvo que pasar por momentos de dolor y sufrimiento terribles. Sobre todo, la pérdida de seres queridos. «Cáncer y cáncer y cáncer. Mi madre, mi padre, mi mujer. Me pregunto quién será el siguiente en la lista», solía decir quejándose de esa situación. Cuando Lewis combatió en la Primera Guerra Mundial fue herido y pensó que iba a morir. En la obra, rememora aquellos momentos con estas palabras: «El olor de los explosivos. Los cuerpos a mi alrededor, hombres espantosamente despedazados tratando aún de moverse, como escarabajos a medio aplastar. Bombas como granizo. Un amigo explotó a diez metros, golpeando mi pecho, mi cara». Pero Lewis nos recuerda que Dios no creó el mal. «Son los hombres, no Dios ni Lucifer, quienes han creado las prisiones, la esclavitud, las bombas. El sufrimiento es culpa del hombre». Cuando, en 1940, C. S. Lewis escribió El problema del dolor, sus célebres reflexiones sobre el sufrimiento, observaba que una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico para eliminarlo. Tampoco la fe cristiana podrá evitar la experiencia lacerante del dolor. Pero sí que permitirá abrir una ventana de esperanza y producir tesoros de fortaleza y de humildad, incluso en personas carentes de buenas cualidades, porque han sabido hacer buen uso de su libertad.

El hombre es libre frente al dolor porque es capaz de no sucumbir ante él, y, además, posee la paradójica capacidad de reconducir el dolor hacia su propia felicidad. En la obra de teatro que evocamos, tanto Lewis como Freud adoptan posturas opuestas ante el dogma cristiano del pecado original. En El problema del dolor, Lewis utiliza el argumento de la caída original de modo sugestivo para la comprensión del sufrimiento. Por el pecado original nuestro entendimiento y nuestra voluntad quedan torcidos, aunque no aniquilados, pero hemos de rectificar el rumbo equivocado de nuestra naturaleza para ser dignos de Dios. El amor de Dios busca nuestra felicidad, pero no se puede contentar con lo que ahora somos, nos quiere enderezar. Este proceso de corrección del hombre caído es costoso, porque implica en parte violentar tendencias espontáneas, lo cual es percibido en forma de dolor cuya función habitual es la de actuar como despertador, avisando de que algo va mal en la vida humana.

El dolor nos obliga a que nos ocupemos de él. Lewis observa que es uno de los vehículos más eficaces para que se despierte en el hombre la conciencia de la existencia de Dios, porque insiste en ser atendido: «El dolor reclama insistentemente nuestra atención. Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor, es su megáfono para despertar a un mundo sordo».

Lewis siempre afirmó en sus escritos que la realidad es la gran iconoclasta de los subjetivismos enfermizos, la piedra de toque que debe medir nuestras ideas y emociones. Por eso, también con la muerte de seres queridos y de nosotros mismos no podemos dejar de atender a la realidad.

El gran filósofo alemán Robert Spaemann ante la pregunta ¿qué es lo que más se echa en falta en la humanidad de hoy?, contesta: «Saber sufrir». Y continúa con sus observaciones: «Aceptarse a sí mismo no es posible sin ser capaz de aceptar el sufrimiento. La condición fundamental de la felicidad es asumir e integrar en mi propia realidad todo aquello que no depende de mí. Yo no hago el mundo tal como es, eso es algo que me viene dado. En relación con esto me viene siempre a la mente lo que el escritor alemán Matthias Claudius escribía a su hijo: “La verdad, hijo mío, no se dirige hacia nosotros, sino que somos nosotros los que tenemos que ir hacia ella”. Aquí hay una gran sabiduría: un hombre es feliz si realiza lo que quiere y lo que puede, pero desde luego no de forma ilimitada, sin fronteras, sino solamente cuando es capaz al mismo tiempo de aceptar los hechos reales, la realidad, tal como viene dada, e igualmente cuando es capaz de aceptarse a sí mismo y a los demás» (Ética, política y cristianismo, p. 92).