Tiempo de lectura: 9 min.

La colección Popular culture and philosophy debe andar ya por el centenar de volúmenes y merece por sí sola atención. El concepto de «cultura popular», unido al de «filosofía», ya induce a suponer que el resultado es una suerte de antropología cultural tamizada por la antropología filosófica, y eso puede sonar a cosa muy elevada. Lo que ofrece la colección es mucho más sencillo y asequible; trata de personas «populares» en el sentido de conocidas del llamado «gran público», pero sometidas a reflexión de un grupo de filósofos que, como tales, rumian la personalidad de que se trata, incluida su popularidad. Puestos a encasillar, uno diría que este volumen y todos o casi todos los demás de la colección se acercan más a la reflexión fenomenológica.


 

Steve Jobs and Philosophy: For Those Who Think Different (Colección: Popular Culture and Philosophy), editado por Shawn E. Klein. Chicago, Open Court Publishing Co, 2015, 288 páginas.


Se trata de un libro coordinado por Shawn E. Klein, conocido por este tipo de experiencias tras haber coeditado Harry Potter and philosophy (2004) y por coordinar toda una serie de Studies in the philosophy of sport. El volumen que ha caído en mis manos se refiere a Steve Jobs and philosophy y lleva un subtítulo que parece dedicatoria e indica en realidad el núcleo filosófico del asunto: For those who think different. Cabría añadir que Steve Jobs no requiere presentación; pero es imprescindible recordar que se trata de un empresario de tecnología informática que tiene en su haber la difusión de los ordenadores Apple, los móviles iPhone, las tabletas iPad, los reproductores de audio iPod y los «movies» Pixar, entre otras cosas.

Sobre su personalidad escriben diecinueve filósofos, lo cual quiere decir que sus contribuciones rondan las diez páginas. Son artículos breves que proyectan esa forma de ser del empresario sobre determinados conceptos filosóficos, agrupados en cuatro partes: Steve Jobs como el disparatado (The crazy one), el provocador (The troublemaker), el rebelde (The rebel) y el inadaptado (The misfit). A la hora de la verdad, hay un motivo principal de atención y contraste: su enorme éxito profesional. El objeto en el que se centran los filósofos que escriben es ciertamente otro, su carácter —el psíquico— en diversos aspectos. Se trata de entenderlo, comprenderlo, sin juzgarlo (pero sin rehuir los juicios que se han hecho y su rigor o su arbitrariedad). Lo que se busca es entender a esa persona que, tal como es, ha logrado tal éxito.

Los capítulos resultantes dan diecisiete; dos de ellos son firmados por dos parejas de filósofos. Así suman los diecinueve. No es preciso argüir por qué no vamos a detallar lo que trata cada uno de ellos. No podríamos hacer otra cosa que dedicarle un par de líneas a cada uno, un pequeño párrafo como mucho. Intentaremos extraer la unidad que nos resulta de perspectivas tan distintas y consignar el nombre del filósofo que es padre de la idea correspondiente, en su caso.

El disparatado (The crazy one)

Se adivina la pregunta que late en el punto de partida: cómo ha llegado a tener éxito una persona como Jobs, extravagante, defensor de mentiras paradójicas porque las emplea para desmentir a otros, impertinente, reticente ante el capitalismo filantrópico, acusado de explotador de la gente de los países infradesarrollados donde fabrican elementos necesarios para sus creaciones, al mismo tiempo insatisfecho empedernido. Biondi da la primera respuesta: nos encontramos ante un exponente principal de la contracultura existencial que se impuso en el mundo anglosajón en los años setenta del siglo XX. Podría decirse, por lo tanto, que es exponente del capitalismo surgido del 68 (lo cual implica nada menos que eso: que el movimiento contracultural tuvo esa facies con frecuencia ignorada, la de un capitalismo precisamente «existencial», ajeno a los razonamientos lógicos o a la veleidad de las emociones).

Es el sujeto llamado Steve Jobs quien crea su propio código, dado que todo procede de su propia creatividad sin barreras.

Un paso más allá, cabría interpretarlo como un capitalismo que se alimenta de la idea de que la subjetividad —la pura existencia— está en el punto de partida de lo que llamamos «realidad» y, por tanto, no hay nada por encima de ella —la subjetividad—, ni mucho menos un código moral. Es el sujeto llamado Steve Jobs —igual que todos los demás seres humanos— quien crea su propio código, dado que todo procede de su propia creatividad sin barreras, la del sujeto que decide existencialmente.

Noel no tiene inconveniente en proyectar una personalidad delineada así sobre las cuatro virtudes cardinales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— y, contrastada una por una, llega a la conclusión de que solo la fortaleza cuadra a Steve Jobs. Porque hay que ser fuerte para lograr la libertad mental (independencia de la mente, prefiere llamarla), el espíritu visionario y la audacia de que Jobs daba muestra.

Sin poner énfasis en la matriz nietzscheana de ese planteamiento, Munkettrick lo prolonga de hecho al observar en algunas creaciones de Jobs la preocupación por la ética, centrada no obstante en los animales como actores que superan moralmente a los humanos. Se ve esto último ante todo en los movies de Pixar Animation, y eso lleva al filósofo al eterno problema de definir a la persona: qué es la persona humana si la supera moralmente un animal. Una persona cuya definición se busca ahí, en la comparación moral con una ética de comportamiento que se supone impersonal —mejor, «no personal»—, el de los animales, y sin embargo es superior, por lo menos en ocasiones, es la cuadratura del círculo, y el filósofo no llega a dar respuesta a la pregunta. Pero la reflexión es útil precisamente para poner de manifiesto la paradoja. Luego es asunto del lector vincularlo con el carácter de la ética que practicaba, según parece, Jobs.

El provocador (The troublemaker

Todo lo expuesto entra en la parte del Crazi one, a la que sigue —lo hemos dicho— la del provocador (troublemaker). Y es que, en efecto, una persona como Jobs no solo prueba una gran creatividad como empresario, sino además la mayor ambición, la productividad también y, por último, el liderazgo —todo ello en el análisis de Hicks—, y valorarlo justo así puede servir de ejemplo, en adelante, de lo que debe ser un empresario en el mundo de hoy. Así que el filósofo desbroza en este caso cómo adecuar esa experiencia suya —la de Jobs— a las escuelas de formación empresarial.

Salvino ve su personalidad de una manera parecida, pero intenta apurar las conclusiones por la vía de la moral y, de ese modo, prosigue la reflexión que dejamos en Munketrick. Salvino llega a concluir que el carácter de visionario y todo lo demás que acaba de decirse como propio de Jobs nada tiene que ver con la conciencia (recordemos lo dicho sobre los códigos morales como realidades necesariamente supeditadas a la creatividad del sujeto concebido como absoluto creador); un empresario como Jobs —viene a decirnos el filósofo— tiene criterio propio en el sentido más fuerte que pueda darse a la expresión, precisamente el de «criterio» como parte de su código de conducta, en este caso empresarial. Steve Jobs blasonaba de su contribución a la felicidad de los seres humanos al mismo tiempo en que empleaba piezas fabricadas a cambio de salarios infrahumanos en algún país oriental. Ese contraste forma parte —parece deducirse de Salvino— de su criterio de no aceptar la realidad, sino crearla. Pero crearla de resultas de su propio criterio ético, que, a los efectos, era este: mejor que ser filántropo es crear un iPhone que haga feliz a mucha gente.

Según su criterio ético, mejor que ser filántropo es crear un iPhone que haga feliz a mucha gente.

Eso —advierte el filósofo— acabó con su vida; le diagnosticaron un cáncer, le prescribieron el tratamiento necesario y no aceptó esa realidad ni, por tanto, se aplicó el tratamiento. Y murió (en 2011). El filósofo advierte sin embargo que lo uno y lo otro —el acierto y el desacierto— es una muestra de su genuina independencia.

En nivel más prosaico, Krause y Parker afirman que fue un puro «hombre-marketing». Pero la conclusión abona lo anterior: para Jobs, lo valioso era lo socialmente útil e incluso placentero; esto es: el valor de carácter social. Como explica Thomas, no pretendía tanto responder a necesidades como crear mecanismos —artilugios, artefactos— que suscitaran el deseo de tenerlos y, una vez poseídos, fueran verdaderamente tan útiles —para lo que fuere— que su propia eficacia los convirtiera en felizmente necesarios.

Se podría decir que suscitar deseo antes de probar la eficacia (real) de lo que se pretende que los demás deseen es lo que Jobs fiaba al marketing; pero no queda claro que fuera así sin más. Podemos entender que un triunfo siguió a otro, primero por inercia y, segundo, por la calidad de lo ofrecido. El problema es saber cómo obtuvo el triunfo inicial y, sobre eso, solo se nos recuerda de vez en cuando algo que ya hemos dicho: que recurría, si hacía falta, a la mentira (entendida como tal en términos «objetivos») como forma de anular al contrario, pero de modo que eso le permitía —al triunfar— probar que, ciertamente, lo que ofrecía era mejor.

No hablamos de un planteamiento —el suyo— que se basara en razonamientos lógicos, sino en algo que podría mezclar la reflexión y la corazonada. Walker, de hecho, lo relaciona con Aristóteles, y eso para decir que se fundaba en crear hábitos. Pero se verá que la manera de entender estos últimos remite, en Jobs, a la reflexión propiamente dicha.

El rebelde (The rebel)

Estamos ya en la tercera parte, la del rebelde (rebel), y esa apelación a los hábitos hay que entenderla así: Steve Jobs no trataba de dar (soluciones, por ejemplo), sino de habituar —justamente «habituar», suscitar «hábitos»— a lo que, en efecto, resultaba que era mejor sin necesidad de que el consumidor lo previera. Ese era su arte. Y no basta que recurriera a la mentira para explicar su triunfo.

White no cree que eso fuera fruto de reflexión propiamente dicha —aunque reflexionara, claro está—, sino del hábito de practicar la independencia —la suya propia— como manera de pensar. Es decir: habituarse a pensar de forma diferente a los demás. Esta era la clave.

¿Que eso no basta para explicar el primer éxito —el que pudo darle a conocer y acarrear los demás— y que, por otro lado, eso es precisamente reflexionar? No en su caso, que era el de dejarse llevar de la corazonada (la inner voice, que me permito traducir de esa otra manera). Ninguno de los diecinueve autores desarrollan la raíz de esa forma de actuar; pero Klein y Fundadora y alguno más lo relacionan con el budismo zen como una práctica que llevó a Steve Jobs a la India y se esforzó en asimilar. Podría explicarse con el rechazo de la idea del mal consentido por Dios a que se refiere White en las páginas anteriores como algo propio de Steve.

Esa vinculación al ámbito del espíritu, si queremos llamarlo así, es importante porque debió relacionarse con el perfeccionamiento moral del propio Jobs de que habla Meyer. Dice que creció interiormente al actuar de la manera en que actuó. El filósofo lo vincula con el concepto clásico de «vida buena». No entra en él como tal sino para decir que la «vida buena» la alcanzó Steve Jobs según fue descubriéndose a sí mismo y que en ello influyó la práctica budista (que había sido resultado de su afán de encontrar algo que le satisficiera). Deja caer que la denominación «Apple» tuvo que ver también con ello y, al leerlo, uno recuerda que la manzana de Apple está mordida y que, por tanto, evoca la explicación bíblica de la injerencia del mal en el mundo y en la historia (aunque también puede ser símbolo de la importancia de suscitar deseo en el consumidor).

La manzana de Apple está mordida y, por tanto, evoca la explicación bíblica de la injerencia del mal en el mundo y en la historia.

Para Jobs, la sabiduría es práctica o no es y tiene que ver con la experiencia del fracaso. Claro que eso impulsa a Iuliano a preguntarse si se trata, de nuevo, de alguien que profesaba de esa forma una subjetividad sin límites y —atención otra vez— si esa subjetividad basta para justificar las prácticas inmorales de Apple (otra vez la alusión al empleo de piezas fabricadas a sabiendas de que los trabajadores que las hacen viven en condiciones infrahumanas). El filósofo se extiende sobre el asunto —tan importante por sí solo— de la responsabilidad moral corporativa y no valora propiamente el comportamiento de Jobs. Lo que hace es mostrar la complejidad de la cuestión: de qué manera, en una reunión empresarial, pueden tomarse por votación mayoritaria decisiones que rechazarían los propios responsables que votan a favor si lo hiciera cada uno por su cuenta. En la votación corporativa suelen aportarse más elementos de juicio que en la decisión individual; pero, además, el propio hecho de opinar en contraste directo —cara a cara— con otras opiniones puede reorientar la opción.

El inadaptado (The misfit)

En puridad, esto adelanta ya la última parte, la referida al misfit (inadaptado). En ella, los filósofos ilustran de maneras diferentes lo dicho hasta ahora. Pardí compara el pragmatismo (filantropía incluida) de Billy Gates con el existencialismo de Steve Jobs; Cohen explica de qué modo los responsables de Apple vencieron a los de Amazon en la venta de e-books en competencia cuya deslealtad llegó a ser tan visible que acabó ante los jueces; Ketcham idea un diálogo inexistente entre Heidegger y Steve Jobs. Knepp, en fin, concluye que la clave del éxito de este último está en la sencillez (simplicity) de sus soluciones.

El libro, en suma, es un reto para el lector. Se le ofrece un sinfín de elementos de juicio —y de sentencias— que es él —el lector— quien ha de asimilar y ver si tienen coherencia (o si es que no tiene sentido buscar en ello coherencia, precisamente porque expresa el primado absoluto de la subjetividad en el comportamiento).


© Crédito de la imagen: shutterstock_407447278

Catedrático de Historia Contemporánea en el CSIC.