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 António Vieira −más conocido como Padre António Vieira−, escritor, filósofo, orador y religioso jesuita, nace en Lisboa el 6 de febrero de 1608 y muere, muy longevo para la época, en Salvador de Bahía, Brasil, el 18 de junio de 1697. A los seis años, y siguiendo a su progenitor,  recién nombrado escriba de la Capitanía de la Bahía de Todos los Santos, se instala en Brasil. Estudió en la única escuela de Bahía, que pertenecía a la Compañía de Jesús, y en la que arranca su carrera religiosa, si bien no será hasta 1625, tras las invasiones holandesas de Brasil y su forzado refugio en el interior del país, que descubra su vocación de misionero, actividad que le acompañará a lo largo de toda su vida. Gran defensor de los derechos de los pueblos indígenas, combatió fervientemente su esclavización, además de posicionarse en contra de la Inquisición y en defensa de los judíos. Su figura, una de las más importantes del siglo XVII portugués, trasciende lo meramente religioso, llegando a ser considerado por el propio Fernando Pessoa como el “emperador de la lengua portuguesa”; sus “Sermones”, junto con la célebre y atrevida “Historia del futuro”, constituyen su más valioso legado bibliográfico. El texto que a continuación tenemos el honor de presentar, “Sermón de San Antonio a los peces”, fue escrito y predicado en São Luís de Maranhão, Brasil, en 1654 y apenas unos días antes de embarcarse rumbo a Lisboa, hacia donde se dirigía para defender, junto a su gran valedor el rey João IV, los derechos de los indios esclavos. Considerado casi unánimemente como el mejor de sus sermones, aún hoy, camino a los cuatro siglos de su creación y prédica, continúa siendo objeto de admiración y estudio en el ámbito educativo de la mayoría de los países lusófonos por su rico estilo, su originalidad, sus asociaciones de ideas, su fina ironía y su carácter didáctico. Demos, pues, la palabra al Padre Vieira, apenas deseando que la traducción, en la que se ha tratado de actualizar ligeramente la alambicada estructura gramatical del texto original sin renunciar en punto alguno a su evidente carácter barroco y doctrinal, sea de su agrado y su disfrute.

Predicado en São Luís do Maranhão, Brasil, tres días antes de embarcarse ocultamente con destino al Reino. (Nota del editor: se predicó el 13 de junio, día de San Antonio)

Vos estis sal terrae (San Mateo 5, 13)

I

Vosotros, dice Cristo Nuestro Señor hablando con los predicadores, sois la sal de la tierra: y les llama sal de la tierra porque quiere que hagan en la tierra lo mismo que hace la sal. El efecto de la sal es impedir la corrupción, pero cuando la tierra se ve tan corrupta como está la nuestra, habiendo tantos en ella que tienen oficio de sal, ¿cuál será, cuál puede ser la causa de esta corrupción?  O es porque la sal no sala, o porque la tierra no se deja salar. O es porque la sal no sala, y los predicadores no predican la verdadera doctrina, o es porque la tierra no se deja salar, y los oyentes, siendo verdadera la doctrina que les dan, no la quieren recibir. O es porque la sal no sala, y los predicadores dicen una cosa y hacen otra, o es porque la tierra no se deja salar, y los oyentes prefieren imitar lo que aquellos hacen antes que hacer lo que dicen. O es porque la sal no sala, y los predicadores predican de sí mismos y no de Cristo, o es porque la tierra no se deja salar, y los oyentes, en lugar de servir a Cristo, sirven a sus apetitos. ¿No es verdad todo esto? ¡Aún peor!

Suponiendo que, o bien la sal no sala, o la tierra no se deja salar, ¿qué hay que hacer con esta sal, y qué hay que hacer con esta tierra? ¿Qué hay que hacer con la sal que no sala? Cristo lo dijo: Quod si sal evanuerit, in quo salietur? Ad nihilum valet ultra, nisi ut mittatur foras et conculcetur ab hominibus. “Si la sal pierde la sustancia y la virtud, y el predicador falta a la doctrina y al ejemplo, lo que hay que hacer es lanzarla fuera, como inútil que es, para que sea pisada por todos”. ¿Quién se atrevería a decir tal cosa, si el propio Cristo no lo hubiera hecho? Así como no hay quien sea más digno de reverencia y de ser elevado que el predicador que enseña y hace lo que debe, así es merecedor de todo el desprecio y de ser metido bajo los pies el que con la palabra o con la vida predica lo contrario.

Esto es lo que se debe hacer con la sal que no sala. Y con la tierra, que no se deja salar, ¿qué es lo que hay que hacer? Este punto no lo resolvió Cristo Nuestro Señor en el Evangelio, pero tenemos al respecto la resolución de nuestro gran portugués San Antonio, que hoy celebramos, la más gallarda y gloriosa resolución que ningún Santo tomó.

Predicaba San Antonio en Italia, en la ciudad de Arimino, contra los herejes, que allí eran muchos; y como los errores del entendimiento son difíciles de solucionar, no sólo no obtenía fruto el santo, sino que el pueblo llegó a levantarse contra él, y faltó poco para que le quitasen la vida. ¿Qué haría en una situación como esta el ánimo generoso del gran Antonio? ¿Sacudirse el polvo de los zapatos, tal como Cristo aconseja en otro momento? Antonio, con los pies descalzos, no podía llevar a cabo esta propuesta; por otra parte, unos pies a los que no se les pegó nada de la tierra, nada tenían que sacudir. ¿Qué haría a continuación? ¿Se retiraría? ¿Callaría? ¿Disimularía? ¿Daría tiempo al tiempo? Eso es lo que enseñaría la prudencia o la cobardía humana, pero el celo de la gloria divina, que ardía en su pecho, no se rindió ante semejantes partidos. ¿Qué hizo, pues? Cambió únicamente el púlpito y el auditorio, pero no desistió de la doctrina. Deja las plazas y se va a las playas; deja la tierra y se va al mar, y comienza a decir en voz alta: ¡ya que no me quieren oír los hombres, que me oigan los peces! ¡Oh maravillas del Altísimo! ¡Oh poderes del que creó el mar y la tierra! Comienzan a hervir las olas, comienzan a aproximarse los peces, los grandes, los mayores, los pequeños, y colocados todos en orden, con sus cabezas fuera del agua, Antonio comenzó a pregonar, y ellos escuchaban.

Si la Iglesia quiere que prediquemos de San Antonio, que nos dé otro. Vos estis sal terrae: es muy buen texto para los otros santos doctores, pero para San Antonio es demasiado poco. Los otros santos doctores de la Iglesia fueron sal de la tierra, pero San Antonio fue sal de la tierra y sal del mar. Este es el asunto que yo tenía hoy para tratar. Pero hace muchos días que me ronda el pensamiento que, en las fiestas de los santos, es mejor pregonar como ellos que pregonar de ellos. Cuanto más que lo son de mi doctrina, y que cualquiera de ellos ha tenido en esta tierra una suerte tan parecida a la de San Antonio en Arimino, por lo que es necesario seguirla en todo. Muchas veces he predicado en esta iglesia, y en otras, por la mañana y por la tarde, de día y de noche, siempre con una doctrina muy clara, muy sólida, muy verdadera, la más necesaria e importante para esta tierra como enmienda y reforma de los vicios que la corrompen. El fruto que he recogido de esta doctrina, y si la tierra ha tomado la sal, o si han tomado de ella, sólo vosotros lo sabéis, y yo por vosotros lo siento.

Supuesto esto, quiero hoy, a imitación de San Antonio, pasar de la tierra al mar y, ya que los hombres no lo aprovechan, predicar a los peces. El mar está tan cerca que me oirán bien. Los demás pueden abandonar el sermón, pues no es para ellos. María quiere decir Domina Maris, “señora del mar”, y, dado que el asunto está tan en desuso, espero que no me falte la gracia habitual. Ave María.

II

En fin, ¿qué es lo que vamos hoy a predicar a los peces? Nunca hubo un auditorio peor. Aunque al menos los peces tienen dos buenas cualidades como oyentes: escuchan y no hablan. Una única cosa podría desconsolar al predicador: que los peces sean una especie que no se ha de convertir. Pero este dolor es tan común que, por costumbre, ya casi ni se siente. Por este motivo no hablaré hoy de Cielo ni de Infierno, y así será menos triste este sermón de lo que mis sermones suelen parecerles a los hombres, al dirigirlos siempre hacia el recuerdo de estos dos finales.

Vos estis sal terrae. Tenéis que saber, hermanos peces, que la sal, hija del mar como vosotros, tiene dos propiedades, las cuales se experimentan en vosotros mismos: conservar lo sano y preservarlo para que no se corrompa. Estas mismas propiedades tenían las prédicas de vuestro predicador San Antonio, como también han de tenerlas las de todos los predicadores. Una es alabar el bien, la otra reprender el mal: alabar el bien para conservarlo y reprender el mal para protegerse de él. No creáis que esto pertenece únicamente a los hombres, pues también en los peces ocupa su lugar. Así lo dice el gran doctor de la Iglesia San Basilio: Non carpere solum, reprehendereque possumus pisces, sed sunt in illis, et quae prosequenda sunt imitatione: “No solamente hay que hacer notar y reprender cosas a los peces, sino que también hay cosas que imitar y alabar”. Cuando Cristo comparó a su Iglesia con una red de pesca, Sagenae missae in mare, afirmó que los pescadores “recogieron los peces buenos y desecharon los malos”: Elegerunt bonos in vasa, malos autem foras miserunt. Y donde hay buenos y malos, hay que alabar y reprender. Dicho esto, y para que procedamos con claridad, dividiré, peces, vuestro sermón en dos puntos: en el primero, alabaré vuestras virtudes; en el segundo, reprenderé vuestros vicios. Y de este modo satisfaremos las obligaciones de la sal, que os será mejor para vosotros escucharlas vivos que experimentarlas después de muertos.

Comenzando, por tanto, por vuestros méritos, hermanos peces, bien podría deciros que, entre todas las criaturas vivas y sensitivas, vosotros fuisteis las primeras que Dios creó. Os creó antes que a las aves del aire, antes que a los animales de la tierra, antes que al mismo hombre. Al hombre, Dios le dio la monarquía y el dominio de todos los animales de los tres elementos, y, al proveer, los primeros mencionados fueron los peces: Ut praesit piscibus maris et volatilibus caeli, et bestiis, universaeque terrae. Entre todos los animales del mundo, los peces son los más numerosos y los de mayor tamaño. ¿Cómo comparar, en términos numéricos, vuestra especie con la de las aves o la de los animales terrestres? ¿Cómo comparar la grandeza del elefante con la de la ballena? Por eso Moisés, cronista de la creación, callando los nombres de todos los animales, solamente mencionó el de la ballena: Creavit Deus cete grandia. Y los tres músicos del horno de Babilonia la cantaron también como algo singular: Benedicite, cete et omnia quae moventur in aquis, Domino. Estos y otros méritos, estas y otras excelencias de vuestra generación y grandeza podría mencionar, oh peces: pero esto va dirigido a los hombres, que se dejan llevar por estas vanidades, y también para los lugares en los que tiene lugar la adulación, y no para el púlpito.

Viendo pues, hermanos, vuestras virtudes, que son las únicas que pueden generar la verdadera alabanza, la primera que hoy se me ofrece a los ojos es la de aquella obediencia con la que, tras ser llamados, acudisteis todos a la honra de vuestro Creador y Señor, y del orden, tranquilidad y atención con que escuchasteis la palabra de Dios de boca de su siervo Antonio. ¡Oh, gran alabanza para los peces, y gran afrenta y confusión para los hombres! Los hombres persiguiendo a Antonio, queriendo expulsarlo de la tierra e incluso del Mundo si pudiesen, porque les reprendía sus vicios, por no querer condescender con sus errores, y, al mismo tiempo, los peces, en innumerable concurso, acudiendo a su voz, atentos y colgados de sus palabras, escuchando en silencio, con señales de admiración y asentimiento (como si tuvieran entendimiento), lo que no entendían. ¿Qué pensaría alguien que mirase en ese momento hacia el mar y hacia la tierra, y viese en la tierra a los hombres tan furiosos y obstinados, y en el mar a los peces tan quietos y devotos? ¿Qué diría? Podría pensar que los peces irracionales se habían convertido en hombres, y los hombres no en peces, sino en fieras. Dios dotó a los hombres del uso de razón, y no a los peces, pero en este caso los hombres tenían la razón sin el uso, y los peces el uso sin la razón.

Mucha alabanza merecéis, peces, por este respeto y esta devoción que tuvisteis hacia los predicadores de la palabra de Dios, y tanto más cuanto que no fue esta la única vez que lo hicisteis. Iba Jonás, predicador del propio Dios, a bordo de un navío, cuando se levantó aquella gran tempestad; ¿y cómo fue tratado por los hombres y por los peces? Los hombres lo lanzaron al mar para que los peces se lo comieran, y el pez que se lo comió lo llevó hasta las playas de Nínive, para que allí predicase y salvase a aquellos hombres. ¿Cómo es posible que los peces ayuden a la salvación de los hombres y los hombres lancen al mar a los ministros de la salvación? Ved, peces, y no caigáis en la vanagloria, cuánto mejores que los hombres sois. Los hombres tuvieron entrañas para dejar a Jonás en el mar, y el pez recogió en las suyas a Jonás para llevarlo vivo a tierra.

Pero como en estas dos acciones tuvo más parte la omnipotencia que la naturaleza (así como también en todas las acciones milagrosas que obran los hombres), paso a vuestras propias virtudes naturales. Hablando de los peces, Aristóteles dijo que, entre todos los animales, son los únicos que no se doman ni se domestican. De los animales terrestres, el perro es tan doméstico, el caballo tan obediente, el buey tan servicial, el macaco tan amigo o tan lisonjero, y hasta los leones y los tigres se amansan con arte y beneficios. De los animales del aire, quitando aquellas aves que se crían y viven con nosotros, el papagayo nos habla, el ruiseñor nos canta, el azor nos ayuda y nos divierte, y hasta las grandes aves de rapiña, encogiendo las uñas, reconocen la mano de la que reciben el sustento. Los peces, al contrario, viven en sus mares y sus ríos, se sumergen en sus pozas, se esconden en sus grutas, y no hay ninguno tan grande que se fíe del hombre ni ninguno tan pequeño que huya de él. Los autores generalmente condenan esta condición de los peces, y la atribuyen a su poca docilidad o a su demasiada brutalidad, pero yo soy de muy diferente opinión. No condeno, sino que mucho alabo a los peces por su retiro, y me parece que si no fuera cosa de la naturaleza, sería un acto de gran prudencia. ¡Peces! ¡Cuanto más lejos de los hombres, tanto mejor: Dios os libre del trato y de la familiaridad con ellos! Si los animales de la tierra y del aire quieren ser sus familiares, que lo sean, allá ellos. Que cante el ruiseñor para los hombres, pero desde su jaula; que les diga refranes el papagayo, pero desde su celda; que les acompañe el azor a la caza, pero desde su ceñidor, que les haga bromas el macaco, pero en su cepo; que se contente el perro con roer un hueso, pero llevado donde no quiere por la correa; que se precie el buey de que le llamen hermoso o hidalgo, pero con el yugo sobre la cerviz, empujando el arado y el carromato; que se enorgullezca el caballo de masticar frenos dorados, pero bajo la vara y la espuela; y si los tigres y los leones les comen la ración de carne que no cazaron en los bosques, que sean presos y encerrados tras rejas de hierro. Y mientras tanto vosotros, peces, lejos de los hombres y ajenos a esas cortesanías, viviréis apenas con vosotros mismos, sí, pero como peces en el agua. De casa y de puertas adentro tenéis el ejemplo de toda esta verdad, lo que he de recordaros, pues hay filósofos en el mundo que dicen que no tenéis memoria.

En tiempos de Noé sucedió el diluvio que cubrió e inundó el mundo, y, de todos los animales, ¿quiénes se adaptaron mejor? De los leones escaparon dos, un león y una leona, y así ocurrió con otros animales de la tierra; de las águilas escaparon dos, macho y hembra, y así ocurrió con las otras aves. ¿Y los peces? Todos escaparon, y no sólo eso, sino que se quedaron con mucho más espacio que antes, pues la tierra y el mar todo era mar. Si en aquel castigo universal murieron todos los animales de la tierra y todas las aves, ¿por qué no murieron también los peces? ¿Sabéis por qué? Lo dice San Ambrosio: porque los otros animales, al ser más domésticos o más vecinos, tenían más comunicación con los hombres, mientras que los peces vivían lejos y retirados de ellos. Fácilmente Dios habría podido tornar las aguas venenosas para que muriesen todos los peces, así como murieron ahogados el resto de animales. Bien lo experimentáis en la fuerza de algunas hierbas que, al infectar los pozos y los lagos, consiguen que el propio agua os mate: pero como el diluvio era un castigo universal que Dios dio a los hombres como castigo por sus pecados, y al Mundo por los pecados de los hombres, fue altísima providencia de la divina Justicia que en él hubiese esta diversidad o distinción, para que el propio mundo viese que de la compañía de los hombres le venía todo el mal y que, por tanto, los animales que vivían más cerca de ellos serían también castigados, mientras que los que andaban lejos quedarían libres.

Ved, peces, qué gran bien es estar lejos de los hombres. Cuando a un gran filósofo le preguntaron cuál era la mejor tierra del mundo, respondió que la más desierta, porque así los hombres estarían lejos. Si fue esto lo que también os pregonó San Antonio, bien podría haber añadido que, cuanto más buscaba a Dios, más huía de los hombres. Para huir de los hombres dejó la casa de sus padres y se acogió a una religión en la que pudiera entregarse a una clausura perpetua. Y porque ni así le dejaban los que él había dejado, primero abandonó Lisboa, después Coímbra y finalmente Portugal. Para huir y esconderse de los hombres cambió de hábito, cambió de nombre y hasta se cambió a sí mismo, ocultando su gran sabiduría bajo un aspecto de idiota, de manera que no fuese conocido ni buscado, sino abandonado por todos, como le ocurrió con sus propios hermanos en el episodio general de Asís. De allí se retiró a hacer vida solitaria a un páramo del que nunca salía si Dios, con su fuerza, no le obligaba, y al final acabó su vida en otro desierto tanto más unido a Dios como apartado de los hombres.

III

Esta es, peces, la condición común que en todos vosotros alabo y por la que, no sin envidia, os felicito. Descendiendo a lo particular, habría muchísimo que discutir sobre las virtudes con las que el autor de la naturaleza la dotó y la hizo admirable en cada uno de vosotros. De algunos casos concretos haré mención. Y el que ocupa el primer lugar entre todos, por ser tan celebrado en la Escritura como es, es el de aquel santo pez de Tobías, al que el texto sagrado no da otro nombre que el de Grande, como verdaderamente lo fue en las virtudes interiores, que son de las que se compone únicamente la verdadera grandeza. Iba Tobías caminando con el arcángel San Rafael, que lo acompañaba, y al bajar Tobías a lavarse el polvo de los pies en los márgenes de un río, he aquí que fue atacado por un gran pez con la boca abierta, como si quisiera tragarle. Tobías gritó asustado, pero el arcángel le dijo que cogiese al pez por la aleta y lo arrastrase hasta la tierra, y que lo abriese y le arrancase las entrañas y las guardase, pues habrían de serle de mucha utilidad. Así hizo Tobías, y, tras preguntar qué virtud tenían las entrañas de aquel pez que le había mandado guardar, el arcángel respondió que la hiel era buena para curarse de la ceguera, y que el corazón era bueno para arrojar fuera a los demonios: Cordis eius particulam, si super carbones ponas, fumus eius extricat omne genus daemoniorum: et fel valet ad ungendos oculos, in quibus fuerit albugo, et sanabantur. Así habló el ángel, y así lo demostró después la experiencia pues, siendo ciego el padre de Tobías, le aplico su hijo un trocito de hiel en los ojos y recuperó enteramente la visión; y, habiendo matado el demonio Asmodeo a los siete maridos de Sara, el propio Tobías optó por casarse con ella y, tras quemar dentro de la casa una parte del citado corazón, el demonio huyó de allí y jamás volvió. De modo que la hiel de aquel pez curó la ceguera de Tobías el Viejo y expulsó los demonios de la casa de Tobías el Joven. A un pez de tan buen corazón y de tan provechosa hiel, ¿quién no lo alabaría? Muy cierto es que si a ese pez lo vistieran con un hábito y lo ataran con una cuerda, parecería un retrato marítimo de San Antonio.

San Antonio abría la boca contra los herejes llevado por el fervor y el celo de la fe y la gloria divina. ¿Y qué hacían ellos? Gritaban como Tobías, se asustaban de aquel hombre que pensaban que se los quería comer. ¡Ah hombres, si hubiera un ángel que os revelase cómo es el corazón de este hombre, veríais lo provechosa y necesaria que es esa hiel que tan amarga os resulta! Si le abrieseis el pecho y vieseis sus entrañas, qué claro veríais que solamente pretende dos cosas de vosotros: una, iluminar y curar vuestras cegueras; la otra, expulsar los demonios de vuestras casas. ¿De modo que, al que os quiere curar la ceguera, al que os quiere librar de los demonios, lo perseguís? Apenas había una diferencia entre San Antonio y aquel pez: que el pez abrió la boca contra quien se estaba lavando, mientras que San Antonio abría la suya contra los que no se querían lavar.

¡Ah moradores del Maranhão, cuánto os podría decir ahora a este respecto! Abrid, abrid estas entrañas; ved, ved este corazón. ¡Ah, pero lo había olvidado! Yo no predico para vosotros: predico para los peces.

Pasando de los de la escritura a los de la historia natural, ¿quién habrá que no alabe y admire la virtud tan celebrada del pez rémora? En el día de un santo menor, los peces más pequeños deben ser preferidos a los otros. ¿Quién habrá, digo, que no admire la virtud de aquel pececillo tan pequeño de cuerpo y tan grande de fuerza y de poder que, no siendo mayor que un palmo, si se agarra al timón de un navío en la India, a pesar de las velas y del viento, y de su propio peso y su grandeza, lo prende y amarra más que las propias anclas, sin que se pueda mover ni avanzar hacia delante? Oh, si hubiera una rémora en la tierra que tuviese tanta fuerza como la del mar, ¡cuántos peligros menos habría en la vida, y cuántos naufragios menos en el Mundo!

Si alguna rémora hubo en la tierra, fue la lengua de San Antonio, en la que, como en la rémora, se verifica el verso de San Gregorio Nacianceno: Lingua quidem parva est, sed viribus omnia vincit. El Apóstol Santiago, en aquella Epístola tan elocuente, compara la lengua con el timón del navío y con el freno del caballo. Una y otra comparación, unidas, declaran maravillosamente la virtud de la rémora, la cual, pegada al timón del navío, es freno del navío y timón del timón. Y tal fue la virtud y la fuerza de la lengua de San Antonio. El timón de la naturaleza humana es el albedrío, y el piloto es la razón; pero qué pocas veces obedecen a la razón los ímpetus precipitados del albedrío. Este timón, sin embargo, tan desobediente y rebelde, mostró la lengua de San Antonio con toda su fuerza, como rémora, para domar la furia de las pasiones humanas. ¿Cuántos, corriendo fortuna en el navío de la Soberbia, con las velas hinchadas por el viento y por la propia soberbia (que también es viento), se irían a deshacer en los bajos, que reventaban ya en la proa, si la lengua de Antonio, como rémora, no tuviese mano en el timón hasta que las velas amainasen, como manda la razón, y cesase la tempestad por fuera y por dentro? ¿Cuántos, embarcados en el navío de la Venganza, con la artillería preparada y los botafuegos encendidos, correrían a darse batalla, donde se quemarían o se irían a pique, si la rémora de la lengua de Antonio no detuviese la furia hasta que, vencidos ira y odio, se salvasen amigablemente con banderas de paz? ¿Cuántos, navegando en el navío de la Codicia, sobrecargado hasta las gavias y abierto por el peso en todas sus costuras, incapaz de huir y de defenderse, entregarían a los corsarios lo que llevasen y lo que fueran a buscar si la lengua de Antonio, como rémora, no los hiciese parar y, aliviados de la carga injusta, escapasen del peligro y llegasen a puerto? ¿Cuántos, en el barco de la Sensualidad, que siempre navega con cerrazón, sin sol de día ni estrellas en la noche, engañados por el canto de las sirenas y dejándose llevar por la corriente, se irían a perder ciegamente, en Cila o en Caríbdis, donde no aparecería navío ni navegante, si la rémora de la lengua de Antonio no lo contuviese hasta que clarease la luz y quedaran visibles?

Esta es la lengua, peces, de vuestro gran predicador, que también fue rémora vuestra mientras lo escuchasteis; y como ahora está muda (si bien aún se conserva entera), se ven y se lloran en la tierra tantos naufragios.

De la admiración de una virtud vuestra tan grande pasemos a la alabanza o envidia de otra no menor, pues es igualmente admirable la calidad de aquel otro pececillo al que los latinos llamaron torpedo. A estos peces los conocemos más por su fama que por haberlos visto, pero así son las grandes virtudes: cuanto mayores son, más se esconden. Está el pescador con la caña en la mano, el anzuelo en el fondo y la boya sobre el agua, y al picar el torpedo en el cebo, comienza a temblarle el brazo. ¿Puede haber mayor, más breve y más admirable efecto? En apenas un momento, la virtud del pececillo pasa de la boca al anzuelo, del anzuelo al sedal, del sedal a la caña y de la caña al brazo del pescador.

Con mucha razón dije que tendría que referir esta alabanza con envidia. ¡Quién les diera a los pescadores de nuestro elemento esta cualidad de temblar con todo lo que pescan en la tierra! Mucho pescan, pero yo no me espanto de lo mucho: lo que me espanta es que pesquen tanto y que tiemblen tan poco. ¡Tanto pescar y tan poco temblar!

Se podría plantear otro problema: ¿dónde hay más pescadores y más modos y formas de pescar? ¿En el mar o en la tierra? Es cierto que en la tierra. No quiero discurrir por ellos, incluso aunque fuera un gran consuelo para los peces; baste hacer la comparación con la caña, dado que es el instrumento que nos compete. En el mar pescan las cañas, mientras que en la tierra pescan las varas (y hay tantos tipos de varas), pescan las lanzas, pescan las bengalas, pescan los bastones y hasta los cetros pescan, y pescan más que el resto, pues pescan ciudades y reinos enteros. ¿Acaso es posible que, pescando los hombres cosas de tanto peso, no les tiemble la mano y el brazo? Si yo predicase a los hombres y tuviera la lengua de San Antonio, los haría temblar.

Si veintidós pescadores de estos se toparan por casualidad con un sermón de San Antonio, y las palabras del Santo los hicieran temblar a todos de manera que, temblando, se echaran a sus pies, todos, temblando, confesarían sus robos; todos, temblando, restituirían lo que pudiesen (pues esto es lo que hace temblar más en este pecado que en los otros); todos, finalmente, cambiarían de vida y de oficio, y se enmendarían.

Quiero acabar este discurso de las alabanzas y virtudes de los peces con uno de ellos que no sé si fue oyente de San Antonio y aprendió de él a predicar; lo cierto es que me predicó a mí, y, si yo fuera otro, también me habría convertido. Navegando desde aquí hasta el Pará (pues es bueno que no queden olvidados los peces de nuestra costa) vi en el agua, saltando de cuando en cuando, a un banco de pececillos que no conocía; dado me habían dicho que los portugueses los llamaban cuatro ojos, quise averiguar ocularmente la razón de este nombre, y me pareció que verdaderamente tenían cuatro ojos, cabales y perfectos. Da gracias a Dios, le dije, y alaba la liberalidad de la Divina Providencia para contigo, pues a las águilas, que son los linces del aire, les dio solamente dos ojos, y a los linces, que son las águilas de la tierra, también dos; y a ti, pececillo, te dio cuatro. Más me admiré todavía al considerar en esta maravilla la circunstancia del lugar. ¡Tantos instrumentos de visión a un bichito del mar, en aquellas playas de aquellas tierras vastísimas, donde Dios permite que estén viviendo en ceguera tantos miles de personas desde hace tantos siglos! ¡Oh, qué altas e incomprensibles son las razones de Dios, y qué profundo el abismo de sus juicios!

Filosofando, pues, sobre la causa natural de esta providencia, me di cuenta de que aquellos cuatro ojos están colocados ligeramente fuera de su lugar ordinario, y cada par de ellos unido como los dos vidrios de un reloj de arena, de tal forma que los de la parte superior miran directamente hacia arriba, y los de la parte inferior directamente para abajo. Y la razón de esta nueva arquitectura es que estos pececillos, que siempre andan por la superficie del agua, no son únicamente perseguidos por otros peces mayores del mar, sino que también lo son por gran cantidad de aves marítimas que habitan en aquellas playas, y como tienen enemigos en el mar y enemigos en el aire, la naturaleza duplicó sus centinelas y les dio dos ojos que directamente mirasen hacia arriba, para vigilar a las aves, y otros dos que directamente mirasen hacia abajo, para vigilar a los peces.

¡Oh, cuánto bien le suponían estos cuatro ojos a un alma racional, y que bien empleada fuera en ellos, mejor que en muchos hombres! Esta es la prédica que me hizo aquel pececillo, enseñándome que, si tengo fe y uso de razón, sólo tengo que mirar directamente hacia arriba, y sólo directamente hacia abajo: para arriba, considerando que hay Cielo, y hacia abajo, recordando que hay Infierno. Me enseñó lo que quiso decir David en un pasaje de las Escrituras que yo no entendía: Averte oculos meos, ne videant vanitatem. “Giradme, Señor, los ojos, para que no vean la vanidad”.

¿Acaso David no podía girar sus ojos hacia donde quisiera? Del modo que él quería, no. Él quería girar sus ojos de modo que no vieran la vanidad, y esto no lo podía hacer en este Mundo, apuntase la vista donde apuntase, pues “todo en este mundo es vanidad”: Vanitas vanitatum, et omnia vanitas. Por tanto, para que los ojos de David no viesen la vanidad, tendría Dios que girarlos de modo que apuntasen a otro Mundo en sus dos hemisferios; o hacia arriba, mirando directamente al Cielo, o hacia abajo, mirando directamente al Infierno. Y esta es la merced que le pedía a Dios aquel gran profeta, y esta es la doctrina que me enseñó aquel pececillo tan pequeño.

Pero aunque el Cielo y el Infierno no se hiciese para vosotros, hermanos peces, acabo, y pongo fin a vuestras alabanzas, dándoos las gracias por lo mucho que ayudáis a que los que se sustentan de vosotros vayan al Cielo y no al Infierno. Vosotros sois los que sustentáis a las Cartujas y a los del convento de Buçaco, y a todas las santas familias que profesan la más rigurosa austeridad; vosotros sois los que ayudáis a todos los verdaderos cristianos a llevar la penitencia de la cuaresma; vosotros sois aquellos con los que Cristo celebró la Pascua las dos veces que comió con sus discípulos después de resucitar. Que se precien las aves y los animales terrestres de convertir en espléndidos y costosos los banquetes de los ricos, que vosotros os enorgullecéis de ser compañeros del ayuno y de la abstinencia de los justos. Tenéis todos tanto parentesco y simpatía con la virtud, que, prohibiendo Dios en el ayuno la peor y más grosera carne, concede el mejor y más delicado pez. Un único lugar os dieron los astrólogos entre los signos celestes, pero los que sólo de vosotros se sustentan en la tierra son los que tienen más seguro su lugar en el Cielo. En fin, sois criaturas de aquel elemento cuya fecundidad entre todos es propia del Espíritu Santo: Spiritus Domini faecundabar aquas.

Os dio Dios la bendición de que crecieseis y os multiplicaseis, y para que el Señor confirme esta bendición, acordaos de no faltarles a los pobres con su remedio. Comprended que en el sustento de los pobres tenéis seguros vuestros aumentos. Tomad el ejemplo de vuestras hermanas las sardinas. ¿Por qué creéis que el Creador las multiplica en número tan enorme? Porque son sustento de pobres. Los esturiones y los salmones son mucho más escasos porque son servidos en las mesas de los reyes y de los poderosos, pero al pez que cura el hambre de los pobres de Cristo, el propio Cristo multiplica y aumenta. Aquellos dos peces compañeros de los cinco panes del desierto se multiplicaron tanto que dieron de comer a cinco mil hombres. Pues si los peces muertos, que sustentan a los pobres, se multiplican tanto, ¡cuánto más y mejor lo harán los vivos! Creced, peces, creced y multiplicaos, y que Dios confirme su bendición.

IV

Antes, sin embargo, de que os vayáis, de igual modo que escuchasteis mis alabanzas, escuchad ahora también mis reprensiones. Os servirá de confusión, que no de enmienda. La primera cosa que me desconcierta, peces, de vosotros, es que os coméis los unos a los otros. Gran escándalo es este, pero la circunstancia lo hace aún mayor. No solo os coméis los unos a los otros, sino que los grandes se comen a los pequeños. Si fuera al revés, sería un mal menor. Si los pequeños se comieran a los grandes, bastaría con uno grande para muchos pequeños; pero como los grandes se comen a los pequeños, no basta con cien pequeños, ni con mil, para uno grande. Ved como le extraña esto a San Agustín: Homines pravis, praeversisque cupiditatibus facti sunt, sicut pisces invicem se devorantes: “Los hombres, con sus malas y perversas codicias, vienen a ser como los peces, que se comen los unos a los otros”. ¡Qué cosa tan ajena, no solo de la razón, sino de la propia naturaleza, que, siendo todos creados en el mismo elemento, todos ciudadanos de la misma patria, y al final todos hermanos, viváis comiéndoos! San Agustín, que predicaba a los hombres, para resaltar la fealdad de este escándalo, lo mostró en los peces, y yo, que predico para los peces, para que veáis lo feo y abominable que es, quiero que lo veáis en los humanos.

Mirad, peces, desde el mar hacia la tierra. No, no: no es eso lo que os digo. ¿Giráis los ojos hacia los matorrales y las regiones agrestes? Hacia aquí, hacia aquí, tenéis que mirar a la ciudad. ¿Pensáis que únicamente los Tapuyas se comen los unos a los otros? Mucho mayor carnicería es la de aquí, mucho más se comen los blancos. ¿Veis todo aquel bullir, todo aquel caminar, ese concurrir a las plazas y cruzar las calles, ese subir y bajar las calzadas, ese entrar y salir sin tranquilidad ni sosiego? Pues todo eso es la manera como los hombres buscan lo que han de comer, y cómo se han de comer. En cuanto muera uno de ellos, veréis de repente a muchos otros hombres lanzándose sobre el miserable para despedazarlo y comérselo. Se lo comen los herederos, los testamentarios, los legatarios, los acreedores, los oficiales de los huérfanos y los de los difuntos y ausentes; se lo come el médico, que lo curó o lo ayudó a morir; se lo come el sangrador que le sacó la sangre, se lo come la propia mujer, que de mala voluntad le da como mortaja la sábana más vieja de la casa; se lo come el que cava la fosa, el que hace sonar las campanas, y los que, cantando, lo llevan al entierro; en fin, todavía al pobre difunto no lo ha comido la tierra, y ya le ha comido la tierra toda.

Si los hombres se comieran solamente después de muertos, parecería menos horroroso y menos materia de sentimiento. Pero para que sepáis hasta donde llega vuestra crueldad, considerad, peces, que también los hombres se comen vivos como vosotros. Vivo estaba Job, cuando decía: Quare persequimini me, et carnibus meis saturamini?: “¿Por qué me perseguís tan deshumanamente, vosotros, que me estáis comiendo vivo y hartándoos con mi carne? ¿Queréis ver a un Job así?

Ved a un hombre de aquellos que andan perseguidos por pleitos o acusados de crímenes, y mirad cuántos se lo están comiendo. Se lo come el oficial de justicia, se lo come el carcelero, se lo come el escribano, se lo come el solicitador, se lo come el abogado, se lo come el inquiridor, se lo come el testigo, se lo come el juez y, antes de ser sentenciado, ya ha sido comido. Los hombres son peores que los cuervos. Lo más triste es que los cuervos no se lo comen hasta después de ejecutado y muerto, y en cambio el que está en juicios, antes de ser ejecutado y sentenciado, ya ha sido comido.

Para que veáis como estos que son comidos en la tierra son los pequeños, del mismo modo del que vosotros coméis en el mar, escuchad a Dios quejándose de este pecado: Nonne cognoscente omnes, qui operantur iniquitatem, qui devorant plebem meam, ut cibum panis. ¿Creéis, decía Dios, que no habrá de llegar el tiempo en que conozcan y paguen su merecido aquellos que cometen la maldad? ¿Y qué maldad es esta, a la Dios llama singularmente maldad como si no hubiera otra en el mundo? ¿Y quiénes son aquellos que la cometen? La maldad es que los hombres se coman los unos a los otros, y los que la cometen son los mayores, que se comen a los pequeños: Qui devorant plebem meam, ut cibum panis.

En estas palabras, por lo que os toca a vosotros, peces, es muy importante que advirtáis otras cosas. Dice Dios que los hombres no se comen a su pueblo, sino declaradamente a su plebe, Plebem meam, pues la plebe y los plebeyos, que son los más pequeños, los que menos pueden y los que menos abultan en la república, son los comidos. Y dice también que no se los comen de cualquier modo, no, sino que los engullen y devoran: Qui devorant. Porque el hambre de los grandes, que tienen el mando de las ciudades y de las provincias, no se contenta con comerse a los pequeños uno por uno, sino que devoran y engullen pueblos enteros: Qui devorant plebem meam. ¿Y de qué modo los devoran y comen? Ut cibum panis: no como las otras comidas, sino como si fuesen panes.

La diferencia que existe entre el pan y las otras comidas es que, para la carne, hay días de carne, y para el pescado, días de pescado, y para las frutas, varios meses al año; sin embargo, el pan es algo que se come todos los días, que se come siempre, continuadamente; y esto es lo que padecen los pequeños. Son el pan cotidiano de los grandes, y así como el pan se come con todo, así con todo y en todo son comidos los miserables pequeños, no habiendo oficio en el que no los ataquen, no los multen, no los defrauden, no se los coman, traguen y devoren: Qui devorant plebem meam, ut cibus panis.

¿Os parece bien esto, peces? ¡Tengo la impresión de que, con el movimiento de vuestras cabezas, estáis diciendo que no, y que os miráis unos a otros sorprendidos de que entre los hombres haya tal injusticia y maldad! Pues esto mismo es lo que hacéis vosotros. Los mayores se comen a los pequeños, y los muy grandes no sólo se los comen uno por uno, sino bancos enteros, de manera continuada y sin diferencia de tiempos, no solamente de día, sino también de noche, con la claridad y con la oscuridad, al igual que hacen los hombres.

Si acaso pensáis que estas injusticias se toleran y pasan sin castigo entre vosotros, os engañáis. Así como Dios las castiga en los hombres, así también las castiga en vosotros. Los más viejos, que me escucháis y estáis presentes, habréis visto, o al menos habréis escuchado, a los pasajeros de las canoas  (e incluso a sus miserables remeros) lamentarse de que los mayores que fueron mandados aquí, en lugar de gobernar y aumentar el Estado, lo destruyeron: porque todo el hambre que traían lo saciaron comiendo y devorando a los pequeños.

Así fue. Pero si entre vosotros se encuentran algunos de los que, siguiendo la estela de los navíos, van con ellos hasta Portugal y regresan a los mares patrios, bien habréis escuchado esto mismo allí en el Tajo: que esos mayores, que aquí se comen a los pequeños, cuando llegan allí se topan con otros mayores que se los comen también a ellos. Este es el estilo de la divina justicia, tan antiguo y manifiesto que hasta los gentíos lo conocen y celebran:

Vos quibus rector maris, atque terrae

Ius dedit magnum necis, atque vitae;

Ponite inflatos, tumidosque vultus;

Quidquid a vobis minor extimescit;

Maior hoc vobis Dominus minatur.

Recordad, peces, aquella definición de Dios: Rector maris atque terrae: “Gobernador del mar y de la tierra”, para que no dudéis de que el mismo estilo que Dios observa en los hombres en la tierra lo observa también en vosotros en el mar. Es necesario, por tanto, que miréis hacia vosotros mismos y que no hagáis poco caso de la doctrina que os enseñó el gran doctor de la Iglesia San Ambrosio cuando, hablándoos, os dijo: Cave nedum alium insequeris, incidas in validiorem: Tenga cuidado el pez que persigue al más débil para comérselo, no vaya a ser que termine en la boca del más fuerte, y lo engulla a él. Nosotros lo vemos aquí cada día. Va el pez xareo tras el pez bagre, como el perro tras la liebre, y no ve el ciego que a sus espaldas viene el tiburón, con cuatro órdenes de dientes, a engullirlo de un mordisco. Es lo mismo que, con mayor elegancia, os dijo también San Agustín: Praedo minoris fit praeda maioris. ¿Acaso no os bastan, peces, estos ejemplos para que acabe de persuadirse vuestra gula, para que entendáis que la misma crueldad que usáis con los pequeños trae emparejado el castigo en la voracidad de los grandes?

Ya que así lo experimentáis con tanto dolor vuestro, es importante que de ahora en adelante seáis más atentos y celosos con el bien común, y que este prevalezca ante el apetito particular de cada uno, para que, del mismo modo que hoy vemos a muchos de vosotros tan disminuidos en número, no vayáis vosotros a consumir de todo. ¿No os basta con tener tantos enemigos externos y tantos perseguidores tan astutos y pertinaces como son los pescadores, que ni de día de noche dejan de cercaros y de atacaros de tan diversos modos? ¿No veis que contra vosotros se enredan las redes, que contra vosotros se tejen las nasas, que contra vosotros se doblan los anzuelos, contra vosotros las fisgas y los arpones? ¿No veis que contra vosotros las cañas son lanzas y los corchos armas ofensivas? ¿No os basta, por tanto, con tener tantos y tan armados enemigos externos, sino que también vosotros mismos, de puertas adentro, os comportáis con crueldad, persiguiéndoos en una guerra más que civil y comiéndoos los unos a los otros? Parad, parad ya, hermanos peces, que toque a su fin algún día esta discordia tan perniciosa; y dado que yo os he llamado hermanos, acordaos de las obligaciones de este nombre. ¿Acaso no estabais muy tranquilos, muy pacíficos y muy amigos todos, grandes y pequeños, cuando os pregonaba San Antonio? Continuad así, y seréis felices.

Me diréis (como también dicen los hombres) que no tenéis otra manera de sustentaros. ¿Y de qué se mantienen los muchos de vosotros que no se comen a los demás? El mar es muy extenso, muy fértil, muy abundante, y apenas con lo que se arroja a las playas podéis sustentaros una gran parte de los que vivís dentro del mar. Comerse unos a otros es síntoma de voracidad y sevicia, y no un estatuto de la naturaleza. Los de la tierra y los del aire, que hoy se comen, no se comían al principio del mundo, pues era conveniente y necesario para que las especies de todos ellos pudieran multiplicarse. Lo mismo ocurrió (más claramente aún) después del diluvio, pues habiéndose escapado apenas dos elementos de cada especie, difícilmente podrían conservarse si me comiesen. Y finalmente, en el tiempo del propio diluvio, en el que todos vivían juntos dentro del arca, el lobo contemplaba al cordero, el gavilán a la perdiz, el león al gamo, y cada uno a aquellos animales de los que se suele alimentar, y si tuvieron entonces esa tentación, todos se resistieron y se conformaron con la ración que Noé les repartía. Por tanto, si los animales de otros elementos más cálidos fueron capaces de tal templanza, ¿por qué no ibais a serlo los del agua? En fin, si ellos, en tantas ocasiones, y gracias al deseo natural de la propia conservación y del aumento, hicieron de la necesidad, virtud, hacedlo vosotros también, o haced la virtud sin necesidad y será aún mayor virtud.

Otra cosa muy general, que no tanto me desconcierta como que me lastima en muchos de vosotros, es esa ignorancia tan notable, esa ceguera que en todos los viajes experimentan los que navegan por estas partes. Toma un hombre de mar un anzuelo, le ata un trozo de tela cortado y abierto en dos o tres puntas, lo lanza con una cuerda hasta tocar el agua, y el pez, al verlo, arremete ciego contra él y se queda preso y boqueando, hasta que, suspendido en el aire o arrojado a la cubierta, acaba por morir. ¿Puede haber mayor ignorancia y más rematada ceguera que esta? ¡Perder la vida por el engaño de un trozo de tela!

Me diréis que los hombres hacen lo mismo. No os lo niego. Un ejército batalla contra otro ejército, se ensartan hombres en las puntas de las picas, de los chuzos y las espadas, ¿y por qué? Porque hubo alguien que los engatusó con dos trozos de tela. La vanidad, entre todos los vicios, es el pescador más astuto y el que con más facilidad engaña a los hombres. ¿Y qué hace la vanidad? Pone como anzuelo en la punta de esas picas, de esos chuzos y de esas espadas dos trozos de tela, bien de color blanco, llamado hábito de Malta, bien de color verde, al que llamado de la Casa de Avís, o bien de color rojo, llamado de Cristo y de Santiago, y los hombres, por llegar a colocarse ese trozo de tela en el pecho, no dudan en tragar y engullir el hierro. ¿Y qué les sucede después? Lo mismo que a vosotros. El que engulló el hierro, o en esa o en otra ocasión, muere, y los mismos trozos de tela vuelven de nuevo al anzuelo para pescar a otros hombres.

Con este ejemplo os concedo, peces, que los hombres hacen lo mismo que vosotros, si bien me parece que no fue este el fundamento de vuestra respuesta o excusa, porque aquí en el Maranhão, aunque se derrama mucha sangre, no hay ejércitos ni esa ambición de hábitos.

Pero ni aun así os negaré que también aquí se dejan pescar los hombres con el mismo engaño, menos honrada y más ignoradamente. ¿Quién pesca las vidas de todos los hombres del Maranhão, y con qué? Un hombre de mar con unos trozos de tela. Viene un maestre de navío desde Portugal con cuatro desperdicios de las tiendas, con cuatro trapos y cuatro sedas que ya no sirven de nada, ¿y qué hace? Usa esos trapos a modo de anzuelo contra los habitantes de nuestra tierra: los estira una y otra vez, de manera que cada vez les sube más el precio, y los hombres bellos, o los que lo quieren parecer, hambrientos de trapos, quedan atragantados y presos, con deudas de un año para otro, y de una cosecha para otra cosecha, y así toda la vida. No es una exageración. Trabajan durante toda la vida, ya sea en la roca, en la caña, en el ingenio o en el tabacal; y este trabajo de toda la vida, ¿quién se lo lleva? No se lo llevan los carruajes, ni las literas, ni los caballos, ni los escuderos, ni los pajes, ni los lacayos, ni las tapicerías, ni las pinturas, ni las vajillas, ni las joyas; entonces, ¿en qué se va y se gasta toda la vida? En el triste harapo con el que salen a la calle, y para eso se matan todo el año.

¿No es acaso esto, peces míos, una gran locura de los hombres, con la que tratáis de excusaros? Está claro que sí: ni siquiera vosotros lo podéis negar. Pues si es una gran locura que aquellos que tienen la obligación de vestirse desperdicien la vida por dos trozos de tela, vosotros, a quienes Dios vistió de los pies a la cabeza, con pieles tan vistosas y colores tan apropiados, o con escamas plateadas y doradas; con vestidos, en todos los casos, que nunca se rompen ni se gastan con el tiempo, que no varían ni pueden variar con las modas, ¿no es mayor ignorancia y mayor ceguera dejaros engañar o dejaros atrapar el labio por dos trozos de tela? Ved a vuestro San Antonio, a quien muy poco le puede engañar el mundo con estas vanidades. Siendo mozo y noble, dejó las galas de las que aquella edad tanto se precia, las cambió por una sotana de sarga y una correa de canónigo, y una vez que se vio así vestido, pareciéndole aún muy cara su vestimenta, cambió la sarga por el burel y la correa por la cuerda. Con aquella cuerda y aquella tela pescó él a muchos hombres, especialmente a aquellos que no se equivocaron y fueron sensatos.

V

Descendiendo a lo particular, diré ahora, peces, lo que tengo contra algunos de vosotros. Y empezaré refiriéndome a nuestra costa, pues el mismo día en que llegué aquí, al escuchar a los peces gruñidores, y viendo su tamaño, tanto me movió la risa como la ira. ¿Cómo es posible que, siendo vosotros unos pececillos tan pequeños, seáis los gruñidores del mar? Si con una aguja de coser y con un alfiler torcido os puede pescar hasta un lisiado, ¿por qué gruñís tanto? Pero justamente por eso gruñís. Porque, normalmente, quien tiene mucha espada, tiene poca lengua. Esto no es una regla general, pero es regla general que Dios no quiere gruñidores, y que toma especial cuidado en desprestigiar y humillar a los que gruñen mucho. San Pedro, a quien coonocieron muy bien vuestros antepasados, tenía tan buena espada que fue capaz, él solo, de avanzar ante un ejército entero de soldados romanos, y si Cristo no le hubiera mandado esconderse, os prometo que habría cortado más orejas que la de Malco.  Sin embargo, ¿qué fue lo que sucedió aquella noche? Había gruñido y refunfuñado Pedro, que, si todos flaquearan, sólo él habría de ser constante hasta morir si fuese necesario, pero fue justo al contrario, ya que al final él flaqueó más que los demás, y bastó la voz de una mujercita para hacerle temblar y negar. Antes de eso, ya había flaqueado en el mismo momento en el que prometió tanto de sí mismo. Le dijo Cristo en el huerto que vigilase, y cuando volvió poco después a ver si realmente lo estaba haciendo, lo encontró durmiendo con tal descuido que no solamente lo despertó del sueño, sino también de todo lo que había alardeado: Sic non putuisti una hora vigilare mecum? Tú, Pedro, que eras el valiente que tendría que morir por mí, ¿no pudiste siquiera vigilar durante una hora? ¿Hace poco tanto gruñir, y ahora tanto dormir? Pero así fue como sucedió. El mucho gruñir antes de la ocasión es señal de dormirse durante ella. ¿Qué os parece, hermanos gruñidores? Si le sucedió esto al mayor pescador, ¿qué le podría ocurrir al menor pez? Medíos, y automáticamente veréis qué poco fundamento tenéis para alardear o gruñir.

Si las ballenas gruñesen, tendría más disculpa su arrogancia y su grandeza. Pero incluso en las propias ballenas no sería segura esa arrogancia. Lo que es la ballena entre los peces, lo era el gigante Goliat entre los hombres. Si el río Jordán y el mar de Tiberíades tienen comunicación con el Océano, como han de tener, pues de él todos manan, debéis saber que este gigante era el gruñido de los Filisteos. Durante cuarenta largos días estuvo armado en el campo, desafiando a todas las aldeas de Israel sin que nadie se atreviera a enfrentarlo; en el fondo, ¿qué finalidad tuvo toda aquella arrogancia? Bastó un pastorcillo con un cayado y una honda para hacerle caer. Los arrogantes y soberbios se enfrentan con Dios, y quien se enfrenta con Dios, siempre acaba abajo. Así que, amigos gruñidores, el verdadero consejo es el de callar e imitar a San Antonio. Hay dos cosas en los hombres que los suelen tornar gruñidores, pues ambas hinchan: el saber y el poder. Caifás gruñíade saber: Vos nescitisquidquam. Pilatos gruñía de poder: Nescis quia potestatem habeo? Y ambos contra Cristo. Pero al fiel siervo de Cristo, Antonio, teniendo tanto saber, como ya os dije, y tanto poder, como vosotros mismos experimentasteis, nadie lo escuchó jamás hablar de saber o de poder, y mucho menos alardear de ello. Y porque calló tanto, por eso generó tanto clamor.

En este viaje al que hice mención, y en todos en los que pasé el Equinoccio, vi debajo de él lo que muchas veces había visto y notado en los hombres, y me sorprendió que se hubiese extendido esta roña a los peces. Pegadores se llaman estos de los que ahora hablo, y con gran propiedad porque, siendo pequeños, no sólo se acercan a otros mayores, sino que se les pegan a los costados de tal manera que jamás los sueltan. De algunos animales de menos fuerza e industria se cuenta que van siguiendo a lo lejos a los leones en la caza, para sustentarse de lo que a estos les sobra. Lo mismo hacen estos pegadores, tan seguros desde cerca como aquellos a lo lejos, pues el pez grande no puede doblar la cabeza ni volver la boca sobre lo que acarrea en su costado, y así les sustenta el peso y más el hambre.

Este modo de vida, más astuto que generoso, si por ventura pasó y se transmitió de un elemento a otro, sin duda que lo aprendieron los peces de lo alto del mar, después de que nuestros portugueses lo navegaran, pues no existe vicerrey o gobernador que parta para las conquistas que no vaya rodeado de pegadores que se acerquen a él para saciar el hambre. Los menos ignorantes, desengañados de la experiencia, se apartan y se buscan la vida por otras vías, pero a los que se entregan a la merced y fortuna de los mayores les ocurre, al final, lo mismo que a los pegadores del mar.

Rodea el tiburón al navío en la tranquilidad del mar con sus pegadores al costado, tan pegados a su piel, que más parecen remiendos o manchas naturales que huéspedes o compañeros. Le lanzan un anzuelo con la ración de cuatro soldados, se lanza furiosamente por la presa, traga todo de golpe y queda aprisionado. Media compañía lo alza a cubierta, la cual golpea fuertemente en sus últimas agonías: al final, el tiburón muere, y con él mueren los pegadores.

Me parece estar escuchando a San Mateo, sin ser Apóstol pescador, describiendo esto mismo en la tierra. Muerto Herodes, dice el Evangelista, se le apareció el ángel a José en Egipto, y le dijo que ya podía volver a la patria, porque “habían muerto todos los que querían quitarle la vida al Niño”: Defuncti sunt enim qui quaerebant animam Pueri. Los que querían quitarle la vida al Niño Cristo eran Herodes y todos los suyos, toda su familia, todos sus afines, todos los que lo seguían y dependían de su fortuna. ¿Es posible que todos estos murieran junto con Herodes? Sí, porque al morir el tiburón, mueren también con él los pegadores: Defuncto Herode, defuncti sunt qui quarebant animam Pueri.

He aquí, pececillos ignorantes y miserables, cuán errado y engañoso es el modo de vida que escogisteis. Tomad el ejemplo en los hombres, pues ellos no lo toman de vosotros, ni siguen, como deberían, el ejemplo de San Antonio.

Dios también tiene sus pegadores. Uno de ellos era David, que decía: Mihi autem adhaerere Deo bonum est. Que se peguen otros a los grandes de la tierra, que “yo sólo quiero pegarme a Dios”. Así también lo hizo San Antonio: mirad al propio Santo, y veréis cómo está pegado a Cristo, y Cristo a él. Verdaderamente se puede dudar de cuál de los dos es en este caso el pegador: hasta parece que lo fuese Cristo, pues el menor es siempre el que se pega al mayor, y el Señor se hizo muy pequeño para pegarse a Antonio. Pero Antonio también se hizo pequeño para pegarse más a Dios. De aquí se sigue que todos los que se pegan a Dios, que es inmortal, están tan seguros de morir como los otros pegadores. Tan seguros que, si bien Dios se hizo hombre y murió, sólo murió para que no muriesen todos los que se pegaban a él: Si ergo me quaeritis, sinite hos abire: “Si me buscáis a mí, dejad ir a los demás”. Y dado que de este modo sólo se pueden pegar los hombres, y vosotros, pececitos míos, no, por lo menos deberíais imitar a los otros animales del mar y de la tierra, que cuando se acercan a los grandes y se amparan en su poder, no se pegan de tal suerte que mueran juntamente con ellos. Hablan las Escrituras de aquel famoso árbol, en el que era significado el gran Nabucodonosor, en cuyas ramas descansaban todas las aves del cielo, y en cuya sombra se recogían todos los animales de la tierra, y unos y otros se alimentaban de sus frutos: pero también dice que, en cuanto fue cortado este árbol, las aves volaron y los otros animales huyeron. Acercaos a los grandes, pero no os peguéis de tal manera que os maten por ellos, ni muráis con ellos.

Considerad, pegadores vivos, cómo murieron aquellos que se pegaron a aquel pez grande, y por qué. El tiburón muere porque comió, y ellos murieron por lo que no comieron. ¿Puede haber mayor ignorancia que morir por el hambre ajeno? ¡Que muera el tiburón porque comió, pues lo mató su gula, pero que muera el pegador por lo que no comió es la mayor desgracia que se puede imaginar! No penséis que también en los peces había pecado original. Nosotros los hombres fuimos tan desgraciados que otros comieron y nosotros lo pagamos. Toda nuestra muerte comenzó con la gula de Adán y Eva, y que tengamos que morir por lo que comieron otros  es una gran desgracia. Pero nosotros lavamos esta desgracia con un poco de agua, y vosotros no podéis limpiaros de vuestra ignorancia con todo el agua del mar.

Para los voladores tengo también unas palabras, y no es pequeña la queja. Decidme, voladores, ¿acaso Dios no quiso haceros peces? ¿Por qué os dedicáis entonces a ser aves? Dios hizo el mar para vosotros, y el aire para ellas. Contentaos con el mar y con nadar, y no queráis volar, pues sois peces. Si no lo comprendéis, mirad vuestras espinas y vuestras escamas, y veréis que no sois aves sino peces, y que, entre los peces, no sois de los mejores. Me diréis, voladores, que Dios os dio mejores aletas que a otros peces de vuestro mismo tamaño. ¿Y solamente porque tenéis aletas más grandes tenéis que convertirlas en alas? Pero vuestro castigo os lleva al desengaño. Quisisteis ser mejor que los otros peces, y por eso sois más mohínos que los demás. A los peces de lo alto los mata el anzuelo o la fisga, pero a vosotros, sin necesidad de anzuelo o fisga, os mata vuestra presunción y vuestro capricho. Navega el navío y duerme el marinero, y entonces el volador toca la vela o la cuerda, y cae palpitando. A los otros peces los mata el hambre y los engaña el cebo, pero al volador lo mata la vanidad de volar, y su cebo es el viento. ¡Cuánto mejor sería si se sumergieran por debajo de la quilla y vivir, que volar por encima de las entenas y caer muerto!

Gran ambición es que, siendo tan inmenso el mar, no le baste a un pez tan pequeño todo el mar y quiera otro elemento más amplio. Así que ved, peces, el castigo de la ambición. Dios hizo pez al volador, y él quiso ser ave, y el propio Dios permite que tenga los peligros del ave y los del pez. Todas las velas son redes para él, como pez, y todas las cuerdas, lazos, como ave. Ve, volador, qué rápido corre tu castigo. Hace muy poco nadabas vivo por el mar con tus aletas, y ahora yaces muerto en la cubierta de un navío. No contento con ser pez, quisiste ser ave, y ya no eres ave ni pez; ya no podrás volar ni nadar. La naturaleza te dio el agua pero tu quisiste el aire, y ahora te ves expuesto al fuego. Peces, contentaos con vuestro elemento. Si el volador no quisiera pasar del segundo al tercero, no vendría a parar al cuarto. Estaba muy seguro del fuego cuando nadaba en el agua, pero como quiso ser mariposa de las olas, se le quemaron las alas.

A la vista de este ejemplo, peces, guardad todos en la memoria esta sentencia: Quien quiere más de lo que le conviene, pierde lo que quiere y lo que tiene. Quien puede nadar y quiere volar, tiempo vendrá en el que ni vuele ni nade. Oíd el caso de un volador de la tierra: Simón el Mago, (al que el arte de la magia, en el que era famosísimo, le dio su sobrenombre), fingiendo ser el verdadero hijo de Dios, señaló el día en el que, a los ojos de toda Roma, ascendería al Cielo, y de hecho comenzó a volar muy alto; sin embargo, la oración de San Pedro, que se hallaba presente, voló más deprisa que él, y el Mago cayó desde las alturas. Y no quiso Dios que muriese de repente, sino que a los ojos de todos se rompiese, como se rompió, los pies.

No quiero que reparéis en el castigo, sino en el género de este. Que caiga Simón, que está muy bien caído; si hubiera muerto, también estaría muy bien muerto, pues su atrevimiento y su arte diabólica así lo merecían. ¿Pero no es raro que de una caída tan alta no reviente, ni se rompa la cabeza o los brazos, sino apenas los pies? No, dice San Máximo, porque quien tiene pies para andar y quiere alas para volar, justo es que pierda las alas y los pies. Elegantemente lo dijo el Santo Padre: Ut qui Paulo ante volare tentaverat, súbito ambulare non posset; et qui pennas assumpserat, plantas amitteret. Si Simón tiene pies y quiere alas, si puede andar y quiere volar, que se le rompan las alas, para que no vuele, y también los pies, para que no ande. He aquí, voladores del mar, lo que les ocurre a los de la tierra, para que cada uno se contente con su elemento. Si el mar tomara ejemplo de los ríos, después de que Ícaro se ahogó en el Danubio no habría tantos Ícaros en el Océano.

¡Oh alma de Antonio, que sólo tuviste alas y volaste sin peligro porque supiste volar hacia abajo y no hacia arriba! San Juan vio en el Apocalipsis a aquella mujer, cuyo ornamento gastó todas las luces del Firmamento, y dijo que “le fueron dadas dos grandes alas de águila”: Datae sunt mulieri alae duae aquilae magnae. ¿Y para qué? Ut volarem in desertum: “Para volar en el desierto”. Cosa notable, que no en balde el mismo Profeta llamó gran maravilla. Esta mujer estaba en el Cielo: Signum magnum apparauit in caelo, mulier amicta sole. Pues si la mujer estaba en el Cielo y el desierto en la tierra, ¿cómo es posible que le den alas para volar al desierto? Porque hay alas para ascender y alas para descender. Las alas para ascender son muy peligrosas, mientras que las alas para descender son muy seguras, y así lo eran las de San Antonio. Al alma de San Antonio le fueron dadas dos alas de águila, que eran aquella duplicada sabiduría natural y sobrenatural tan sublime, como sabemos. ¿Y qué fue lo que hizo? No extendió las alas para ascender, sino que las encogió para descender, y tanto las encogió que, siendo él el Arca del Testamento, era tomado, como os dije, por lego y sin ciencia. Voladores del mar (no hablo con los de la tierra), imitad a vuestro santo predicador. Si os parece que vuestras aletas os pueden servir de alas, no las abráis para ascender, no vaya a ser que os encontréis con alguna vela o algún costado; encogedlas para descender, meteos en el fondo de alguna cueva, y si ahí estáis más escondidos, estaréis más seguros.

Pero, ya que estamos en las cuevas del mar, antes de salir de ellas veamos a vuestro hermano el pulpo, contra el que tienen sus quejas, y grandes, nada menos que San Basilio y San Ambrosio. El pulpo, con ese sombrero en la cabeza, parece un monje; con sus rayos extendidos, parece una estrella; con eso de no tener huesos ni espinas, parece la propia blandura, la propia mansedumbre. Y debajo de esa apariencia tan modesta, o de esa hipocresía tan santa, los dos grandes doctores de la Iglesias latina y griega afirman constantemente que el pulpo es el mayor traidor del mar. Consiste esta traición del pulpo, en primer lugar, en vestirse o pintarse con los mismos colores que todos aquellos a los que está pegado. Los colores, que en el caso del camaleón son gala, en el pulpo son malicia; las figuras, que en Proteo son fábula, en el pulpo son verdad y artificio. Si está en el limo, se disfraza de verde; si está en la arena, se hace blanco; si está en el lodo, se hace pardo. Y si está al lado de alguna piedra, como suele ser habitual, se hace del color de la misma piedra. ¿Y qué es lo que ocurre entonces? Ocurre que otro pez, ignorante de la traición, pasa sin cautela, y el salteador, que está llevando a cabo una emboscada dentro de su propio engaño, le arroja sus brazos de repente y lo hace prisionero. ¿Hizo más Judas? No hizo más, porque no hizo tanto. Judas abrazó a Cristo, pero fueron otros los que lo prendieron; el pulpo es el que abraza y el que prende. Judas, con sus brazos, hizo la señal, y el pulpo, de sus propios brazos, hace las cuerdas. Es cierto que Judas fue traidor, pero con linternas delante; esbozó la traición a oscuras, pero la ejecutó muy a las claras. El pulpo, al oscurecerse, quita la vista a los otros, y la primera traición y robo que hace es la luz, para que no distingan los colores. ¡Observa, pez alevoso y vil, de qué tamaño es tu maldad, pues Judas, comparado contigo, es menos traidor!

¡Oh, qué exceso tan afrentoso y tan indigno de un elemento tan puro, tan claro y tan cristalino como es el agua, espejo natural no solo de la tierra, sino del mismo cielo! Ya dijo el Profeta que “en las nubes del aire, hasta el agua es oscura“: Tenebrosa aqua in nubibus aeris. Y habló particularmente de las nubes del aire para atribuir la oscuridad al otro elemento, y no al agua, la cual, en su propio elemento, siempre es clara, diáfana y transparente, en la que nada se puede ocultar, encubrir ni disimular. ¡Y que en este elemento se críe, se conserve y se ejercite con tanto daño al bien público un monstruo tan disimulado, tan fingido, tan astuto, tan engañoso y tan sabidamente traidor!

Veo, peces, que, por el conocimiento que tenéis de las tierras en las que baten vuestros mares, me respondéis que también en ellas hay falsedades, engaños, fingimientos, embustes y mucho mayores y más perniciosas traiciones. Y sobre el mismo sujeto que defendéis, también podríais aplicar otra cualidad muy propia: pero dado que vosotros la calláis, yo también la callaré. Poned los ojos en Antonio, vuestro predicador, y veréis en él el ejemplar más puro de candor, de sinceridad y de verdad, donde nunca hubo dolo, fingimiento o engaño. Y sabed también que para que hubiese todo esto en cada uno de nosotros bastaba antiguamente con ser portugués, y no era necesario ser santo.

Ya he acabado, hermanos peces, con vuestras alabanzas y reprensiones, y he satisfecho, como os prometí, las dos obligaciones de la sal, puesto que sois del mar y no de la tierra: Vos estis sal terrae. Apenas me queda haceros una advertencia muy necesaria a los que vivís en estos mares. Puesto que son tan parcelados y llenos de bajíos, bien sabéis que se pierden y llegan a la costa muchos navíos con lo que se enriquece el mar y se empobrece la tierra. Importa, por tanto, que sepáis que en esa riqueza tenéis un gran peligro, pues todos los que se aprovechan de los bienes de los náufragos son excomulgados y malditos.

Esta pena de excomunión, que es gravísima, no se os impone a vosotros sino a los hombres, pero Dios ha demostrado muchas veces que, cuando los animales cometen materialmente actos prohibidos por esta ley, también ellos incurren, a su manera, en las penas de esta, y en ese mismo momento comienzan a sucumbir, hasta que terminan miserablemente.

Le mandó Cristo a San Pedro que fuese a pescar, y le dijo que en la boca del primer pez que cogiese encontraría una moneda con la que pagar cierto tributo. Si Pedro hubiese cogido otros peces aparte de este, suponiendo que fuese el primero, con su valor y de los otros peces habría podido conseguir el dinero con el que pagar dicho tributo, que era de una única moneda de plata de poco peso. Entonces, ¿por qué misterio le mandó el Señor que tirase de la boca de este pez, y que fuera el que muriese antes que los demás?

Ahora estad atentos. Los peces no buscan monedas en el fondo del mar, ni tienen contratos con los hombres de los que puedan obtener dinero; por tanto, la moneda que este pez había tragado procedía de algún navío que naufragó en aquellos mares. Y quiso mostrar el Señor que las penas que San Pedro y sus sucesores aplican contra los hombres que toman los bienes de los náufragos también son aplicables, a su manera, a los peces, pues mueren antes que los otros, con el dinero que tragaron atravesado en la garganta.

¡Oh, qué buena doctrina sería esta para la tierra, sino la predicase para el mar! Para los hombres no hay muerte más miserable que morir con lo ajeno atravesado en la garganta, pues es pecado del que San Pedro y el Sumo Pontífice no pueden absolver. Y pese a que en los peces no concurre, como en los hombres, la muerte eterna, obtienen sin embargo su muerte temporal si materialmente no se abstienen de los bienes de los náufragos.

VI

Con esta última advertencia me despido de vosotros, peces míos. Y para que os vayáis consolados con el sermón, dado que no sé cuándo escuchareis otro, os quiero aliviar de un desconsuelo muy antiguo que todos arrastráis desde los tiempos en que se publicó el Levítico. En la ley eclesiástica o ritual del Levítico, Dios escogió algunos animales que habrían de ser sacrificados; pero todos eran animales terrestres o aves, siendo los peces completamente excluidos de los sacrificios. ¿Y quién duda de que esta exclusión tan universal era la digna causa de un gran desconsuelo en todos los habitantes de un elemento tan noble, que mereció dar la materia al primer sacramento? El motivo principal por el que los peces fueron excluidos fue porque los otros animales podían llegar vivos al sacrificio, y los peces generalmente no, sino muertos, y Dios no quiere que se le ofrezcan cosas muertas ni que estas lleguen a sus altares. También este punto sería muy importante y necesario para los hombres si yo predicase para ellos. ¡Oh, cuántas almas llegan muertas a aquel altar, pues llegan sin  horror alguno de llegar, a pesar de estar en pecado mortal! Peces, dad muchas gracias a Dios por haberos librado de este peligro, pues es mejor no llegar al sacrificio que llegar muerto. Los otros animales ofrecieron a Dios ser sacrificados; vosotros ofrecedle el no llegar al sacrificio. Que los otros sacrifiquen ante Dios la sangre y la vida: vosotros sacrificad el respeto y la reverencia.

¡Oh peces, cuánto envidio esa natural irregularidad! ¡Cuánto mejor es no tomar a Dios en las manos que tomarlo tan indignamente! En todo en lo que os excedo, peces, os reconozco muchas ventajas. Vuestra brutalidad es mejor que mi razón, y vuestro instinto mejor que mi albedrío. Yo hablo, pero vosotros no ofendéis a Dios con la palabra; yo tengo recuerdos, pero vosotros no ofendéis a Dios con la memoria; yo discurro, pero vosotros no ofendéis a Dios con el entendimiento; yo quiero, pero vosotros no ofendéis a Dios con la voluntad. Vosotros fuisteis creados por Dios para servir al hombre, y alcanzáis el fin para el que fuisteis creados; a mí, en cambio, me creó para servirle a Él, y yo no alcanzo el fin para el que fui creado. Vosotros no habréis de ver a Dios, y podríais aparecer delante de él con mucha confianza, porque no lo ofendisteis; yo espero verlo, pero ¿con qué rostro apareceré delante de su divino acatamiento, si no paro de ofenderlo? Ah, estoy a punto de decir que sería mejor ser como vosotros, pues de un hombre que tenía mis mismas obligaciones, dijo la Suma Verdad que “mejor le hubiera sido no nacer hombre”: Si natus non fuisset homo ille. Y dado que los que nacemos hombres respondemos tan mal a las obligaciones de nuestro nacimiento, contentaos, peces, y dad gracias a Dios por ser lo que sois.

Benedicite, cete, et omnia quae moventur in aquis, Domino: “Alabad a Dios, peces grandes y pequeños“. Repartidos en dos coros innumerables, alabadlo todos uniformemente. Alabad a Dios, porque os creó en tan inmenso número. Alabad a Dios, que os diferenció en tantas especies; alabad a Dios, que os vistió con tanta variedad y hermosura; alabad a Dios, que os habilitó con todos los instrumentos necesarios para la vida; alabad a Dios, que os dio un elemento tan amplio y tan puro; alabad a Dios, que, viniendo a este mundo, vivió entre nosotros, y llamó para sí a aquellos que con vosotros y de vosotros vivían; alabad a Dios, que os sustenta; alabad a Dios, que os conserva; alabad a Dios, que os multiplica; alabad a Dios, en fin, sirviendo y sustentando al hombre, que es el fin para el que os creó, y así como al principio os dio su bendición, os la dé también ahora. Amén. Como no sois capaces de Gloria ni de Gracia, no acaba vuestro sermón en Gracia y Gloria.