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En Putin y la reconstrucción de la Gran Rusia, Sergio Romano descifra los elementos que han ido configurando personalidad política del dirigente ruso que se está convirtiendo quizá en el principal protagonista de los cambios geopolíticos en nuestra época. Con las dotes de fino analista político e historiador que el personaje requiere, este antiguo embajador de Italia en Moscú y representante ante la otanlogra reducir a líneas de cierta coherencia lo que se califica a menudo como imprevisible, en la tradición churchilliana de reconocer tres capas de misterio que envuelven todo lo que germina en Rusia.

Un sorprendente encuentro que trasluce cierta empatía entre Kissinger y Putin inicia el libro. Sirve para escenificar cuánto marcó al entonces agente del KGB en Dresde la desmembración caótica de la Unión Soviética, víctima apresurada, tras el colapso comunista, del que Carrère d’Encause llamó triunfo de las nacionalidades, y del desmantelamiento de su patrimonio industrial bajo las leyes de Anatoli Chubáis. «Tuve la sensación de que en aquel momento el país ya no existía. La Unión era un paciente terminal por la parálisis del poder. Nada se podía hacer sin Moscú, y Moscú callaba». Así evocaba Putin sus impresiones de entonces, en una entrevista concedida poco después de su primera elección presidencial. Sergio Romano encuadra ese recuerdo entre una novelesca quema de papeles reservados y la huida de Putin de la sede del KGB que requirió de su hábil mediación para apaciguar a la masa agitada de manifestantes que la rodeaban. El resto de la biografía da la impresión de estar edificado sobre estas amargas reflexiones: «Hubiera querido que el papel de la urss en Europa se hubiera reemplazado por algo diferente. Lo que me dolía es que nadie propusiera nada. Lo dejaron caer todo y se marcharon». Con esa experiencia se vinculan, en efecto, dos importantes capítulos de la consolidación del poder de Putin, según Romano: la desmesura de la violencia y el terrorismo relacionados con la guerra en Chechenia, y la lucha por el control de los oligarcas y los gobernadores de los oblast.

Nada se podía hacer sin Moscú, y Moscú callaba

Vladimir Putin, nacido en 1952, licenciado en derecho y aficionado desde muy pronto al kárate y la aviación, recibió después la formación propia de un agente del KGB destinado al extranjero. Su entrada en política se produjo de la mano de Anatoli Sobchak, el alcalde que había devuelto a San Petersburgo su nombre presoviético, y que puso a Vladimir Putin al frente de las relaciones internacionales de esa ciudad. Reincorporado a la KGB en Moscú, en agosto de 1999, Eltsin lo nombró pronto primer ministro y, en diciembre de ese mismo año, lo designó como su sucesor, cuando la salud no le permitía seguir ejerciendo la Presidencia. Primakov —ministro de Exteriores y primer ministro de Eltsin— afirmaba que, de entre los apoyos que lo encumbraron, sin duda Boris Berezovski había sido el principal, como lo sería después entre sus enemigos.

Y es que, según la distribución de fuerzas descrita por el autor, los llamados oligarcas estaban entonces en el cénit de su poder. Durante el mandato de Eltsin y del primer ministro Gaidar, explica Romano, estos exmiembros destacados del Komsomol (rama juvenil del Partido Comunista) se habrían apropiado de inmensos recursos de petróleo, gas, madera, metales y minerales, adquiriéndolos con cargo a deuda que la hiperinflación evaporó enseguida. Romano narra cómo se asentó así el poder mundial de personajes entre los que incluye a Abramovich, el propio Berezovsky, Gusinsky, Khodorkovsky, Potanin o Deripaska, a quienes un Estado exangüe tuvo pronto que acudir para poder pagar las nóminas de funcionarios y fuerzas armadas —la táctica exitosa seguida por Putin para mermar su poder es objeto de otro interesante capítulo—.

Los llamados oligarcas estaban entonces en el cénit de su poder

Paralelamente, en el mandato de Eltsin, las alteraciones de fronteras con las que Stalin y Khruchov habían jugado sin escrúpulos (Osetia, Nagorno-Karabaj, Crimea, Transnistria) amenazaban con pasar también su factura al centro debilitado abriendo a la vez todos los conflictos, al convertirse los límites internos en potenciales brechas de ruptura. Por su parte, describe Romano, los gobernadores de los oblast se enseñorearon de las recaudaciones, y las repúblicas asiáticas oscilaban entre la dictadura y el caos. En Ucrania, la fisura más delicada y potencialmente peligrosa, el conflicto directo con Rusia se logró posponer mediante un acuerdo entre Eltsin y Kutchma, que incluía señaladamente el uso de la base naval de Sebastopol.

Fue en Chechenia donde el conflicto se hizo más agudo: evitar el efecto contagio tras el golpe de Dudaev, pero sobre todo después de la invasión de Daguestán por Basaev fue vital para Rusia, según el autor. Y ese espinoso episodio coincide con la entrada de Putin en el poder. Los sangrientos atentados de Moscú y Volgodonsk propiciaron la entrada del ejército en Grozny, que utilizó métodos que Romano califica como propios solo de las guerras coloniales. Respaldado por Berezovski, el exagente del KGB Litvinenko acusó a Putin de estar relacionado con los atentados y haberlos utilizado como justificación. Murió asesinado con polonio en pleno Londres. La periodista Anna Politkovskaja, que denunció las violaciones de derechos humanos en la guerra chechena, murió también asesinada. Desde estos episodios, afirma Romano, John McCain se manifestó como el principal detractor de Putin en Estados Unidos. Entretanto, el terrorismo checheno islamista continuó actuando con ataques de una magnitud inusitada, como el de la escuela en Beslán, en que murieron 300 personas, de las cuales 186 niños.

Tras haber narrado el ascenso de Putin y sus primeras acciones en el poder, Sergio Romano dedica la parte central del libro a analizar las bases intelectuales del periodo putiniano. Reflexiona sobre la idiosincrasia política rusa: «El poder del Estado ruso necesita un fuerte consenso popular; pero ese consenso es tanto más fuerte cuanto el líder demuestre […] que sabe actuar con autoridad y firmeza». En ese campo manifiesta su preferencia por la síntesis del alma rusa lograda por Berdiaev en su estudio sobre los orígenes del comunismo. Romano reflexiona también sobre la base del apoyo popular de Putin: «Rusia es demasiado grande y está demasiado poco poblada para […] el gusto de la libertad, ese nivel de conflicto e inestabilidad que es casi siempre el precio de la democracia. Rusia es demasiado patriótica y recelosa del mundo exterior como para no apreciar el estilo de un líder que quiere reconquistar el prestigio de su país en el mundo». Y recuerda que en El gran juego, Peter Hopkirk afirma que durante cuatro siglos Rusia se extendió al ritmo medio de 150 kilómetros cuadrados al día. Para gobernar ese inmenso espacio, que ha forjado sus instituciones y cultura política, Rusia necesita una ideología y una misión. Sergio Romano sostiene que lo que orienta a Putin en la selección de referentes ideológicos es el deseo de encontrar una narrativa que proclame la originalidad de Rusia en un mundo dominado por las modas y modelos occidentales, a menudo de evidente origen americano (una difícil tarea de resistencia al soft power). Exponiendo los arsenales a disposición de los asesores más cercanos a Putin (menciona a Alexander Dugin como el más influyente), Romano confronta las visiones del determinismo geográfico occidentalista de Chaadayev —Rusia entró en la civilización con la europeización de Pedro el Grande— y las teorías eslavófilas y eurasianistas —por lo general, más identitarias, que promovieron entre otros los lingüistas Trubetzkoy y Jacobson y predominaron entre los exiliados de la Revolución bolchevique—. Contextualiza también las citas de Lev Gumilev que Putin introdujo en su discurso presidencial de diciembre de 2012, para referirse al concepto de «pasionarnost», esa capacidad de sacrifico relacionada con la energía interior de una nación, tan al caso para pedir esfuerzos en el contexto de los últimos años. Romano llega por último a la conclusión de que el teórico alejamiento de Europa alentado por Putin es una reacción a la excesiva vulnerabilidad rusa frente a una influencia occidental que la puede hacer cada vez menos gobernable. Por ese motivo, afirma Romano, se trata de una posición que puede revertirse cuando lo aconseje la necesidad.

Sergio Romano dedica la parte central del libro a analizar las bases intelectuales del periodo putiniano

Un lugar no secundario en esta búsqueda de referentes lo ocupa, siempre según el autor, la relación con el patriarca Kirill de un presidente que a menudo se deja retratar rodeado de la simbología identitaria prestada por la Ortodoxia. Esa fuente de legitimación le ha llevado a revivir, como hiciera Pedro el Grande, la tradición bizantina según la cual el apóstol Andrés, en cuanto primer llamado a su misión (protocletos), sería en realidad el legítimo depositario del primado apostólico y el que llevó originalmente la fe a tierra eslava después de Constantinopla. Moscú como tercera Roma. La cruz de San Andrés, que ondeaba en las naves de la marina blanca que huyó de los bolcheviques, volvió por eso a izarse en los barcos rusos.

Sobre la muy actual cuestión de cómo se gestionará en Rusia la conmemoración del Octubre Rojo, el libro de Sergio Romano aporta interesantes reflexiones. Por una parte, explica cómo en la Rusia de Putin no se celebra hoy ya el levantamiento de 1917 sino la insurrección antipolaca de 1612, que culminó en 1613 con la coronación del primer Romanov (y es el argumento de los Boris Godunov de Pushkin y Musorgsky). Por existir desde 1818 un monumento conmemorativo de esa efeméride en la misma Plaza Roja y coincidir las fechas en noviembre —tras el paso al calendario gregoriano— con las de la Revolución de Octubre, los fastos de ambos eventos ocurren en el mismo lugar y tiempo.

Romano describe la dificultad que Vladimir Putin encuentra para recordar el pasado soviético, compartida con gran parte de la ciudadanía rusa, que añora la grandeza nacional a la vez que trata de obviar los más aberrantes frutos de la locura totalitaria. Es revelador de esta actitud el rescate de la estatua de acero del fundador de la Checa, arrebatado a las masas que querían destruirla, por miembros de la KGB que le encontraron acomodo en un museo de arte contemporáneo; también la mención de las calles que recuperaron su nombre prerrevolucionario solo en la mitad de su recorrido.

Cabe mencionar que entre otras consideraciones sobre los procesos de transformación de la memoria nacional, Romano afirma que la controversia abierta en España por Rodríguez Zapatero —y en Polonia por los Kaczy ski— es en realidad el mismo debate revisionista que los demás Estados europeos atravesaron en el 68, pospuesto en España como consecuencia de nuestras particularidades históricas y con la definitiva diferencia de que, según Romano, mientras en otros lugares había partido de la población, en el caso español venía impuesta desde arriba. Esa provocadora acotación le sirve para afirmar que es posible que en Rusia esté aún pendiente la digestión del periodo estaliniano.

El libro continúa revisando todos los principales episodios y elementos de los mandatos de Putin como presidente o primer ministro, y demorándose en sus antecedentes. La evolución del problema ucraniano pasando por la Revolución Naranja y los episodios de febrero de 2014 —que Romano califica de golpe de Estado—, hasta finales de 2016; la guerra en Georgia y la situación en Osetia del Sur y Abjasia; la relación con los países bálticos; la expansión de la OTAN  y el escudo antimisiles; el papel de Polonia en la visión occidental sobre Rusia; el asunto Magnitski —cuya vinculación a negocios turbios Romano da como cada vez más clara—; el uso de la guerra electrónica (incluida la campaña americana) o la intervención en Oriente Medio.

Aunque la visión de cada episodio es poliédrica y Romano no oculta su complejidad, hay unas líneas de análisis comunes a todos ellos, inspiradas en los determinantes que hemos mencionado. Anticipan un inquietante último capítulo sobre el incremento de la actividad militar en las zonas fronterizas con Rusia en el último año. Operaciones en las que «mucho de lo que puede ocurrir queda a merced del sistema nervioso de pocas personas».

Las durísimas conclusiones que cierran el libro levantan acta de la gravedad de la crisis que está atravesando Occidente y de la consiguiente pérdida de atracción hacia el sistema democrático para otras áreas del mundo.

Profesor de Relaciones Internacionales