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El señor Ibrahím y las flores de Cuba

Hace un año por estas fechas el cine francés nos deleitó con una película en la que un adolescente judío trababa amistad con un viejo tendero moro. La historia se desarrollaba en el París previo a los excesos del 68 y su protagonista era Ibrahím, un silencioso musulmán que veía y sabía más de lo que revelaba. La cinta —premiada en Venecia, en España y en los Estados Unidos con un Globo de Oro— tenía un diálogo fascinante en el que el señor Ibrahím (¡exquisito Ornar Sharif!) aseguraba que «en la lentitud está la sabiduría». Buena enseñanza para los tiempos que corren… y que corren cada día a más velocidad.

Hace apenas unas semanas murió en La Habana otro Ibrahím, pero éste verdadero. Se llamaba Ibrahím Ferrer y era una estrella tardía de la música cubana. Más que eso. Era un genio del son, el rey del bolero, un grande entre los grandes. Al contrario que el personaje de la película francesa, su maldición estuvo en la lentitud, en el retraso con que el éxito vino a visitarlo. Ahora bien, esa tardanza le hizo sabio y por eso decía que «cantando pausado me desenvuelvo mejor».

En uno de esos guiños a la vida tan propio de los cubanos, Ibrahím Ferrer nació en una pista de baile de San Luis (Santiago de Cuba). Dicen que su madre lo parió entre instrumentos y que la primera luz del mundo que vio, allá por los años veinte, estaba preñada de música y ron. Su vida no fue fácil y tuvo que trabajar de peón, de albañil, de mozo. Sin embargo, al caer el sol, Ferrer salía a las calles y cantaba. Cantaba sin descanso, con esa voz triste y nasal que le dio cierto reconocimiento en la Cuba anterior a la hecatombe de Fidel. La verdadera Cuba, diría yo.

Allí le conocí hace una década. No era nadie. Bueno, sí, era un viejo sonero retirado que limpiaba zapatos y que veía la vida agotarse en la calle Heredia, a la vera del local del Vieja Trova. Yo acababa de salir del Casa Granda y paseaba sin otro afán que sacudirme el calor. Al acercarme a la barra vi a un viejo sentado en una esquina. Era chato como un pequinés e iba tocado con una cachucha de visera. A sus pies una caja de limpiabotas y en la mirada la tristeza infinita del que se sabe derrotado por la vida y la revolución. Le pregunté al barman por aquella curiosa figura, entre tímida y distante. «El tipo está jubilado, pero canta boleros mejor que cualquiera de los que oiga aquí», me aseguró el camarero con ese acento oriental tan sabroso.

Me acerqué a él y le invité a tomar algo. Me miró cansado sin verme e hizo con la mano un gesto de rechazo. «En un tilín me voy pa’la casa. Gracias, compay». No quise insistir y a los pocos minutos agarró su caja de betunes y desapareció dando pasos cortos y elásticos. Como si bailara.

Apenas un par de años más tarde llegó a la isla el guitarrista estadounidense Ry Cooder. Quería olvidar un proyecto fracasado (grabar con músicos africanos en dos o tres regiones del continente negro) y darle un giro a la idea. Alguien le habló de los viejos soneros cubanos, los olvidados restos de un naufragio que dura casi medio siglo. Leyva, Ferrer, Galván, González. Así nació el celebérrimo «Buena Vista Social Club», un verdadero fenómeno que ha recuperado a lo mejor de la música de Cuba. A su lado, no me duele decirlo, silvios y milaneses son enanos musicales. Con mucho compromiso político, eso sí.

Buenavista trajo consigo el milagro. Discos, giras, fama. ¿Dinero? Poco dinero que siempre terminaba en los bolsillos del comandante, que para eso es el gallo del corral. «Estoy viviendo un sueño de joven en el cuerpo de un viejo» le confesó con emoción a Cooder tras cantar en el Madison Square Garden. Poco después grabó su primer disco en solitario. El último nos lo presentó este mismo verano en una gira que iba reventando locales allá por donde iba. Así fueron sus últimos años de vida.

El señor Ibrahím y las flores de Cuba. Lástima que se vayan muriendo enterradas por un jardinero verde olivo que no piensa morirse.

Otra vez tocó perder

Sentado en el Malecón. Así pasa las tardes el viejo Liborio d’Espaigne, un guajiro medio negro medio chino que llegó a La Habana en enero del 59. Entonces era apenas un muchacho largo y huesudo, con muchos sueños y pocas palabras. Un ignorante que sabía lo suficiente para darse cuenta de que se merecía otra vida. Por eso se dejó barba.

Jamás había pisado la capital y siempre pensó que así debía ser. La Habana era muy grande y estaba muy lejos de su bohío. En la capital no había sitio para un campesino como él. Lo suyo era reventar en el cafetal La Isabelica por un jornal miserable y tres libras de arroz a la semana. Como cualquier otro de su color.

En su adolescencia, apenas vivida, Liborio tenía un sueño a plazo fijo: los carnavales de Santiago de Cuba. Cada mes de julio la isla larga se desparramaba en una fiesta donde todas las locuras y amoríos eran posibles. Negros y blancos, machos y hembras, ricos y pobres. Eso sí que era una guaracha, caballero. Todos se hermanaban en una locura de alegría y alcohol, mientras las comparsas inflamaban las calles con sus hierros y tambores voceando sin pudor: «El blanco pa’la loma, el negro pa’la conga». ¿Revolución? Eso era cosa de blancos. «Gane quien gane —le amenazaba su padre— tendrás que seguir doblando el lomo. Batistianos o revolucionarios, son todos iguales. Ambición pura». Por eso —y por el miedo que le tenía— Liborio nunca se metió en jamaqueos.

Sin embargo, un día llegaron los rebeldes a su pueblo. Limón Palmero era una pequeña aldea sin agua corriente en el fin del mundo. Allí había nacido Liborio y en ella estaba escrito que moriría. Pero a veces Dios yerra el tiro. Será porque las montañas del Oriente cubano tienen un aire de presidio, de cárcel de piedra y palmas de la que es imposible salir. Sobre todo si eres pobre y analfabeto. Esa iba a ser su historia. La misma historia de su padre, su abuelo y de ahí para arriba en el desconocido y sospechoso árbol genealógico de los d’Espaigne, negros franceses por vía seminal. Quizá haitianos. Con seguridad, miserables.

Iba a ser así, pero no lo fue. Todo cambió el día en el que llegaron los comandantes con su carretón de ilusiones, con sus promesas de libertad para todos, de igualdad entre todos, de fraternidad con todos. ¿Quién se hubiese resistido? Y allá que se fue el guajiro con sus diecisiete años recién planchados, dispuesto a morir (y matar) por una revolución que era una visa a otra vida. Quizá, a la otra vida. Sin mirar atrás huyó lomas arriba con aquellos idealistas verde olivo que iban regalando esperanza. Sin despedirse. Temeroso de que su padre le diera una paliza al enterarse.

Aquellos años en Sierra Maestra fueron los mejores de su vida. Por primera vez le trataban con dignidad y respeto. Además le enseñaron a leer y le presentaron a unos hombres buenos de los que nunca había oído hablar: Marx, Lenin, Mao. En un par de ocasiones le hirieron. Nada grave, aunque de la segunda herida le quedó para siempre la cicatriz de un tiro a sedal. Lucía esa orgullosa marca como una condecoración. Días
más tarde conoció a Fidel, que le felicitó por su valor y le dio un abrazo. Nada presagiaba que años más tarde le daría la espalda. También a él.

Pero aquel 8 de enero de 1959 en La Habana todo fue magnífico y excesivo., Todo fue liberación. Por eso la fecha se le grabó a fuego en el alma. Porque Cuba estaba sus pies. Porque la revolución había triunfado. Porque todo iba a cambiar. Porque estaba viviendo el sueño prometido. Igualito que en esas películas a colores en las que siempre ganan los buenos. Y esta vez él estaba en las filas de los buenos. Por eso la gente les besaba, les abrazaba, les amaba. También a él, un mulato asustado con fusil Garand en las manos y el hambre atrasada que crió en las lomas.

Sin embargo, ahora era un dios, uno de los héroes de la nueva Cuba —eso le dijeron y él se lo creyó—. Desde ese momento tenía la obligación de ser intachable, austero, desprendido de afectos. El perfecto Hombre Nuevo del que les hablaba el Che, que también iba para hombre nuevo y se quedó, a duras penas, en argentino nuevo.

La tarea que tenían por delante exigía firmeza y rectitud. Por eso Liborio fusiló sumariamente a decenas de hombres. En cuatro meses llegaron a seiscientos «ajusticiados». Aquel año la Semana Santa tuvo una Pasión auténtica. Por el bien de la patria y con el respaldo del pueblo. Se dice que muy pocos alzaron la voz contra el paredón que el Che levantó en La Habana, una ciudad que despreciaba por ser «demasiado alegre». Entre ellos, el arzobispo de Santiago, Pérez Serantes, un gallego recio más grande que Fidel Castro y que se equivocó. Como toda Cuba. Se equivocaron. Es fácil decirlo medio siglo más tarde.

Los primeros años de la revolución fueron inolvidables, pero no forzosamente mejores. Pronto llegaron los fracasos, las deserciones, los errores vía Moscú sin escalas. Lo más terrible de todo fue la incesante música de los fusilamientos y los desaparecidos. Sin parar, sin dudar, sin rectificar. Para esa altura, la película de amor se había convertido en una tragedia a la cubana, todos mezclados en un ajiaco requemado y sin poder saltar de una olla que iba a fuego lento.

De pronto se encontraron sin peloteros, pero con proletarios. Sin sociedad, pero con socialistas. Sin trabajo, pero con tremenda trabajera. Sin noches en el Tropicana, pero con días en Villa Marista, palenque de torturadores de la peor especie, que por lo visto es la especie humana. Todos sin carne, pero con carné (del Partido —con mayúscula—, del cedeerre, de la ujotacé, del vaya-usted-a-saber-y-no-vuelva).

Fue tanta la sangría que hasta Sartre quiso verla en directo. A su lado, el Pinochet más negro es un aseado infante levantando el dedo para preguntar jovial: «Y ustedes ¿a cuántos lanzaron al mar?». La respuesta es imposible. Cientos, miles, decenas de miles de cubanos arrojados al estrecho de la Florida en balsas para ser pasto de los tiburones. El océano convertido en un enorme nicho de esperanzas insumergibles, pero que terminaron hundidas. El Atlántico es mucho mar para cruzarlo en un neumático y dos tablas. Como los internacionalistas que se fueron a África a luchar por no se sabe bien qué utopías de café con leche. No volvieron. Todos muertos a mayor gloria de Fidel, pero con una rumba sobre sus tumbas. Tumba, por cierto, que ahora pagaba el Estado, no como antes cuando la gente se moría de vieja.

El sueño se convirtió en pesadilla mientras Liborio y la revolución se iban p’al carajo, pero por caminos diferentes. Anhelando ambos que, por fin, llegara el fin. Deseando encontrar el jardín de las lágrimas no lloradas, de los hijos fugados y perdidos en algún laberinto del exilio.

Todo lo que vino detrás le fue dando la razón al inculto de su padre: «Son ambición pura, Liborio. Tú siempre será un mestizo con ojos de chino que no sabe leer».

Por eso el viejo Liborio d’Espaigne pasa las tardes sentado en el Malecón. Rezándole a la Virgen de la Caridad/Ochún para que el tiempo se detenga y la Tierra gire al revés hasta llegar a aquel legendario 1959. Año de los milagros, de la alegría, de la esperanza, del amor a la patria. Sincero, inocente y suicida.

Dicen ahora que toda La Habana lo sabía, que todos sentían que otra vez tocaba perder. Me cuesta creerlo.

Se me murió el triste tigre

Escribo este lamento desde un recodo de mi vida, en esa edad indefinida en la que empiezan a llamarte «señor» aunque sea un tratamiento de burgués contrarrevolucionario.

Nací, llorado Guillermo, cuando ya vivías en un país llamado Exilio, capital Miami. Ignoro si también Madrid y Londres. Poco importa. Eras ya un desterrado, un guajiro/War Hero de Gibara, un cubiche sin Cuba, un criollo con bigotes de médico chino. En la concreta, un cubano maldito, que hoy viene a ser lo mismo que un maldito cubano. O más bien un cubano que siempre estaba en Cuba, ya fuese con la memoria, con la lengua de acero o con el puro humo de un tabacón elevándose ante tus espejuelos trostkistas (el humo, no el tabacón).

Por mis venas, así lo quiero, corre tu sangre de cabrerainfante hasta la médula. Me la inyectaron hace mucho tiempo en dosis sucesivas y crecientes. La primera vez con cuatro o cinco años. El hechicero fue mi abuelo Joaquín, un emigrante español sigiloso y plateado que llegó a La Habana en 1908. Era apenas un niño, pero nadie quiso a Cuba más que él.

Tengo algunos recuerdos de aquella primera transfusión, que fue más bien un viaje a través de las palabras. Conservo en paño de Bruselas la frase mágica que nos repetía a la menor oportunidad, la prueba irrefutable de que había vivido en el edén: «Era una tierra que daba tres cosechas al año». Eso sólo puede suceder en el paraíso. Recuerdo también que me trataba de «usted» a pesar de sufrir yo un analfabetismo en tratamiento jesuítico. Y la seriedad con que nos juraba que la mejor fabada del mundo se comía en La Zaragozana, inmortal restorán de La Habana Vieja en el que entonces reinaba una cocinera de Ribadesella. Le creí ayer y sigo haciéndolo hoy.

En aquel primer viaje —¡cómo olvidarlo!— me paseó por Prado en un Ford del 31 que le había costado 2.000 pesos y dormí en el Libertad, calle Aguilera, el hotel de sus visitas a Santiago para vender las sopas Cuba-Cataluña. Porque así le hechizó la isla: rodando por la Carretera Central con un muestrario de viajante bajo el brazo. Solo. Tenaz como el orballu. Feliz de ver el sol cada día y de olvidar para siempre las nieves de su Tineo natal, allá en Asturias.

Con él conocí el helado de sapote que hacían los chinos y también el Bar Delirio, timbiriche de La Víbora en el que apuraba sus dedalitos con anís al grito de «Mesero, café con felicidad». Ahí es nada, ponían la felicidad en los bares. De su mano aprendí que el tocororo era el pájaro nacional, que la ropavieja se comía y que el Caribe y el Cantábrico eran dos mares del mismo océano. Algo más tarde descubrí que los habaneros (¡oh prodigio!) no se morían, se ñampeaban. O, más divertido aún, cantaban el manisero. «Caserita no te acuestes a dormir / sin comerte un cucurucho de maní / Manisero se va». Se va. Se va.

En Cuba, si eras pacífico, vivías cien años. Si trabajabas duro, salías adelante. Si eras lindo gozabas con la tumbadera. Porque, eso sí, las cubanas eran las mujeres más bellas que ojos humanos vieron. Daba igual que fuesen blancas, negras o amarillas. Eran unas hembras del diablo que bailaban como brujas. «Donde esté una cubana que se quiten diez españolas», juró un 20 de mayo mientras mi abuela ponía cara de nuez, tan seria y católica ella.

Ese viaje del que te hablo, querido Caín, fue muy cómodo. Lo hice sentado en sus rodillas sin moverme del sofá de su casa y se repitió regularmente hasta que mi abuelo murió. Para entonces el mayoral de Birán llevaba un cuarto de siglo señoreando la hacienda con látigo de fuego. De fuego y de plomo versión calibre 30,06 de punta hueca. Pero la semilla ya estaba plantada y sólo era cuestión de encontrar un jardinero paciente que la cuidase. Por eso empecé a buscar otros magos que me revelasen la lista de milagros pendientes de esa isla mágica que en realidad son mil islas.

Así conocí a Eliseo Diego, que me presentó a Wilfredo Lam, que me presentó a Lezama Lima, que a su vez me presentó a Pepín Rivero una tarde de abril en el Diario de la Marina. Fue Pepín el que se empeñó en que leyera a Mañach y con él me aficioné a Portell Vilá y sus historias. Portell me llevó a un mundo nuevo en el que vivían Bacardí, Santovenia y Ortiz. Disfruté mucho con los intelectuales —lo confieso sin pena—, pero con ellos la cubanía estaba un poco disecada. Bella, pero fría. Y eso no puede ser en una tierra que se desparrama con el calor, una isla en la que las hormonas explotan sin previo aviso, un territorio de aguaceros indómitos. ¡Qué país, carajo!

Por eso comencé a oír viejos discos de María Teresa Vera, una dama de otros tiempos. Aparecieron sus canciones en el fondo de un arcón, mezclados con fotografías en la playa de Boca Ciega y algún número amarillo de Carteles. El semanario nacional. Otras diosas llegaron más tarde, pero me quedo con la única posible: Rita Montaner (y, si me dejas, con Lupe Yolí, huracán ya olvidado).

Sin embargo el eco de aquellas tardes cubanas recuperó su esplendor con tu vista del amanecer en el trópico. Me la descubrió una santiaguera firme y culta. Otra enamorada de su patria que vivió medio siglo dentro y lleva medio siglo fuera. Sólo físicamente, eso te lo concedo. Su alma sigue paseando lúcida cada mañana por Vista Alegre y recorriendo medio mundo del brazo de su Danielito, que ahora descansa entre las palmas de un camposanto más bello que el de Santa Ifigenia. «Si quiere conocer de verdad lo que era Cuba —me disparó a quemarropa— tiene que leer a Cabrera Infante». Y ahí mismitico me mató.

El veneno vino (que no vino venenoso) con los tres tristes tigres, galería de voces en habanero que yo oía —¿o quizá leía?— de noche y con las que luego soñaba previo permiso de mi esposa, cubana por vía materna (la maldición, como ves, seguía su curso y yo me dejaba arrastrar con gozo). Tus tristes y atigrados vividores, Guillermo, son una provocación constante, un pase al patio de butacas de la imaginación, de la risa, de la ternura, pero también a un subterráneo y furtivo pudor para nombrar lo innombrable, que es la derrota.

En mis sueños yo era Silvestre en los bajos fondos de La Habana; Arsenio Cué manejando por el Malecón en un viaje sentimental a ninguna parte; Códac el fotógrafo, siempre en la lucha por no olvidarse su cámara. A veces, fíjate bien, tuve la suerte de convertirme en la monstruosa Estrella, bolero a capella en cualquier timbeque regado de ron. He de reconocer que la negra era el papel que más me gustaba, desmesurada y excesiva como sólo ella sabe serlo. ¿Debo psicoanalizarme? Creo que no. Al fin y al cabo sólo soy un lector vulgar, el ingenuo Common Reader que se permite el lujo de no entender diálogos enteros y, sin embargo, comprenderlos hasta la última palabra. Es una ventaja que les llevo a críticos y profesores universitarios, insuperable tribu capaz de ver la Luna y acordarse de Baudelaire en vez de disfrutar de la Luna. Simplemente la Luna. Allá ellos.

De ahí p’alante todo fue un cuestabajo. Salté a Mea Cuba y visité al infante difunto en el cementerio de Colón. Entonces me convencí de que eras un genio, una especie en extinción, un fugitivo del lenguaje perseguido por intelectuales a sueldo, lacayos del comandante que eran lacayos de Stalin que son otra-vez-y-la-misma-vez lacayos del comandante. ¡Qué importa! Algún día las enciclopedias recogerán una voz que diga: «Castro, Fidel. Olvidado dictador cubano contemporáneo de Guillermo Cabrera Infante». A él le dolerá más lo de olvidado que lo de dictador. ¿O no? Así se escribe la Historia cainita: poniendo a cada uno —como Cervantes al elegirte discípulo— en su sitio. El tuyo que sea en Zulueta 405 con Carlos Franqui de inquilino y la materna/maternal disyuntiva: «¿Cine o sardina?». Cine. Siempre cine. Más cine por favor.

Para siempre conservo tu enseñanza suprema, admirado-imitado-llorado Guillermo Cabrera Infante, aquella que asegura que ser cubano es llevar a Cuba con uno a todas partes. Ser cubano es tener siempre a Cuba en la memoria. Como una música apenas audible, pero persistente. Como una rara visión que sólo el corazón descubre. Porque Cuba es un paraíso del que nos expulsaron pero al que siempre estamos intentando volver. Por eso soy cubano. Porque me da la gana. Carajo.

Historiador y periodista