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Ya hace mucho tiempo que nadie osa afirmar que la literatura policíaca es un género menor. De cualquier forma, los que aún dudan no tienen más terapia que regresar al principio. Sólo indagando en los orígenes podemos dar al género su verdadero valor. Y los inicios de esta literatura —tal y como hoy se presenta— están en la novela negra norteamericana, ese mundo gris de las grandes urbes de la costa este o de las laderas soleadas del oeste, de la California de los sueños rotos, la del aire triste y corrompido de la posdepresión; ese universo oculto entre sombreros ladeados, impecables trajes grises, pajaritas y anillos de oro en el dedo meñique tras la ventanilla de un Packard negro; esos tugurios humeantes, donde la gente agota su vida con un vaso de Jack Daniel’s mientras suenan de fondo los ritmos jazzísticos de una big band al estilo Duke Ellington o los golpes saltarines del último virtuoso del bebop, y en la penumbra se adivinan los ojos azules de una rubia fatal más fría que el hielo; en fin, esa época de asesinatos, de hipocresías y traiciones, de secretos inconfesables, donde un 38 y un paquete de cigarrillos baratos son el único equipaje necesario para ir tirando… Tal es la fuerza de la literatura de los grandes genios de la novela negra que en la actualidad es imposible imaginar las calles de Chicago, Nueva York o Los Ángeles en las décadas de los veinte, treinta y cuarenta, sin que todas esas características citadas más arriba pueblen nuestra imaginación.

Uno de los orígenes del término «novela negra» parece ser la vieja revista pulp Black Mask, fundada en 1920, en donde publicaron sus relatos muchos de los autores del género, entre ellos el gran pionero Dashiell Hammett. Pero al margen de poseer adjetivo tan adecuado, no hay duda

de que este género tiene rasgos muy definidos. Planea sobre todas las novelas negras un cierto aire de fatalismo existencial, a menudo transmitido por el narrador, y he aquí una de las diferencias con respecto al género más amplio de la novela policíaca: los héroes de la novela negra no suelen ser lo que se dice ejemplares. Pertenecen demasiado al mundo corrompido que combaten. Conocen tanto la porquería que hay debajo de la seda y las grandes mansiones de Malibú o de la Quinta Avenida que han adoptado una casi indiferencia ante el supuesto ideal de cambiar la sociedad. De hecho, suelen ser unos escépticos empedernidos. Y sin embargo, a pesar de estar de vuelta de casi todo (a veces hasta lo enfermizo, pues se dejan dar unas palizas de campeonato), son también sumamente idealistas. Como decía Bogart en Cayo Largo: «Cuando tu cabeza dice una cosa y toda tu vida otra, la cabeza siempre pierde». Son palabras que podrían definir la identidad del héroe de la novela negra norteamericana. Y ahí, implícito, también se esconde otro rasgo generalizado: el tipo en cuestión siempre es un solitario —también en su vida privada— que actúa por libre, por propia convicción y sin someterse al parecer de los otros. Esto ocurre incluso cuando se trata de un poli, aunque, lógicamente, el mejor modo de mantener la autonomía es ser detective. Así, casi nada les impone límites. Tan sólo hay algo en lo que son inamovibles: la fidelidad a su propio código moral. Un verdadero héroe de novela negra puede hacer cualquier cosa salvo traicionarse a sí mismo. Su ética es su vida, su razón de ser. Y son duros como un pedernal.

Pues bien, para familiarizarse con personajes de este tipo nada mejor que comenzar leyendo a Dashiell Hammett (1894-1961), introductor del género y uno de sus máximos representantes. Hammett es el primero que logra plasmar en una novela el mundo gris y amargo del detective privado. Él mismo conoció ese trabajo a fondo, puesto que durante un tiempo perteneció a la agencia de detectives Pinkerton. Con una prosa sobria, descarnada y poco complaciente con la sociedad de su tiempo, el autor de El halcón maltés (1930) demostró un talento excepcional. En esa novela creó a uno de los personajes más inolvidables y carismáticos del género: el detective Sam Spade. Él es la quintaesencia de una historia que gira en torno a la búsqueda de una estatuilla muy valiosa, y que acaba por desencadenar pasiones y asesinatos. La novela se engulle con ansia porque el lector siempre se mueve con los hechos. Aquí se muestra por primera vez que en este género, el meollo de la cuestión, cualquiera que sea el asunto que cause las tramas — e l «macguffin» cinematográfico, que decía Hitchcock—, no tiene de ordinario la más mínima importancia. Al final, todo se convierte en un asunto personal. Encontrar al culpable es lo que importa. Como también diría el director inglés: el «whodunit» (Who Done It: quién lo hizo) es el objetivo que se lleva el gato al agua.

El halcón maltés

La llave de cristal

EL HALCÓN MALTÉS

DASHIELL HAMMET

Alianza Editorial (2000)
248 págs

LA LLAVE DE CRISTAL

DASHIELL HAMMET

Alianza Editorial (2000)
256 págs

 

En otras novelas ilustres, Hammett volvería a crear personajes imperecederos, como Ned Beaumont (La llave de cristal), Nick Charles (El hombre delgado) o el anónimo agente de la Continental (que da título a su propia colección de relatos). De los tres el más parecido a Spade es sin duda el último, mientras que Nick Charles es el personaje más alejado del estereotipo de la novela negra, ya que está felizmente casado (su mujer Nora tiene tanto o más olfato que él a la hora de investigar) y aporta al tono narrativo un gran optimismo, lo cual constituye una auténtica excepción en el género. Por último, en La llave de cristal Hammett desdibuja las fronteras entre el bien y el mal, de lo correcto y lo incorrecto, para diseccionar sin piedad la corrupción y el oportunismo político.

Adiós, muñeca

El largo adiós

ADIÓS, MUÑECA

RAYMOND CHANDLER

Alianza Editorial (2001)
296 págs

EL LARGO ADIÓS

RAYMOND CHANDLER

Alianza Editorial (2002)
408 págs

 

Pero junto a Spade una enorme figura se levanta en el Olimpo de la novela negra: Philip Marlowe. Y a diferencia del personaje de Hammett, presente en una única novela, Marlowe se convertiría a lo largo de dos décadas en el protagonista de toda la obra de su creador, Raymond ChandleR (1888-1959). Aunque era algo mayor que Hammett, Chandler no publicó su primera novela hasta 1939, diez años después de que el antiguo detective de la Pinkerton debutara con la violenta y excepcional Cosecha roja. Pero Chandler obtuvo un éxito rotundo con la fantástica El sueño eterno —llevada al cine por Howard Hawks, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall— y con cincuenta y un años logró situarse en la cima del género. Hasta su muerte veinte años después escribiría sólo otras seis novelas (y una más, inacabada), lo cual hace de él un escritor lento y meticuloso.

La piscina de los ahogados

LA PISCINA DE LOS AHOGADOS

ROSS MCDONALD

Diagonal del Grupo 62 (2002)
322 págs

Además de la historia que protagonizó Bogie, destacan en la obra de Chandler dos novelas extraordinarias. La primera es Adiós, muñeca (1940) y la segunda El largo adiós (1953), obra de madurez, la más extensa de toda la serie y probablemente la más lograda. En ellas, Chandler da buena cuenta de un puñado magnífico de personajes, desde el gigantón Moose Malloy hasta la morena Linda Loring. Por cierto, ni que decir tiene que nadie ha definido mejor la esencia de la «femme fatale» que el escritor de Chicago. Y también sus tramas son retorcidas, llenas de meandros y callejones sin salida. El estilo de Ray Chandler es inconfundible. Su ironía es muy superior a la de Hammett —acentuada también por la narración de Marlowe siempre en primera persona— y es un verdadero maestro de la frase ajustada, humorística, escogida con primor para la ocasión. Sentencias como «era un hombre grande, aunque no medía más allá de un metro noventa y cinco ni era mucho más ancho que un camión de cerveza» (Adiós, muñeca) o «los franceses tienen una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan» (El largo adiós) son continuas en la narrativa de Chandler. Casi no hay una página sin que salga a relucir ese ingenio cínico y bienintencionado de Marlowe.

Y junto a los detectives Spade y Marlowe encontramos a su hermano pequeño: Lew Archer. Creado por el escritor Ross Macdonald (19151983), Archer es en realidad un tributo al Hammett de El halcón maltés, donde un tipo de ese nombre es el socio de Spade en la compañía Spade & Archer. Macdonald se encuentra a medio camino entre Hammett y Chandler: carece de la sequedad y dureza de Hammett, pero tampoco llega a la maestría irónica de Chandler, aunque sí se le acerca. De cualquier forma, algunas novelas protagonizadas por Archer (en total son más de una veintena) lindan con las obras maestras del género, tal es el caso de La piscina de los ahogados («hundí mi vergüenza en whisky y soda, y esperé que se disolviera») o la menos visceral El caso Galton. Ross Macdonald fue el mejor heredero de la sociedad Dash & Ray. Y los tres detectives por excelencia del género son Spade, Marlowe y Archer, no necesariamente por ese orden.

Aparte de este trío de ases, no se puede hablar de novela negra sin mencionar a otros escritores de altura superlativa, empezando por los tres «Jaimes»: James M. Cain, Jim Thompson y James Hadley Chase. Sus mundos narrativos son más variados y ninguno de los tres se ciñe únicamente al esquema del detective que desenreda la madeja. De ellos, el de mayor prestigio y altura literaria es sin lugar a dudas Jim Thompson (1906-1977), incluso algunos críticos le sitúan al nivel de Hammett y Chandler. Thompson es un escritor de raza, áspero y a veces brutal. Hombre comprometido —fue objetivo de la caza de brujas de McCarthy—, su narrativa desprende amargura y fatalidad, y a menudo deja sentir en ella la dureza de su vida, un constante sobrevivir con trabajos de poca monta. Es autor de espléndidas novelas, como Sólo un asesinato (1949), El asesino dentro de mí (1952) o las más conocidas La huida (1959) y Los timadores (1963), con los inolvidables Roy y Lilly Dillon. En ellas, el autor de Oklahoma demuestra su talento literario con un estilo frío, despegado, sin el cinismo y la complicidad de otros personajes del género. Thompson también colaboró con éxito en los guiones cinematográficos de las obras maestras de Stanley Kubrick Atraco perfecto y Senderos de gloria.

James M. Cain (1892-1977) es conocido sobre todo por lo que el cine hizo con sus novelas. Es autor de la mundialmente célebre El cartero siempre llama dos veces (1934), llevada al cine en varias ocasiones, aunque ninguna versión supera la original protagonizada por Lana Turner. Su otra novela de altura es Pacto de sangre (1936) —«Double Indemnity» en inglés—, llevada al cine por Billy Wilder con el título de Perdición, con una inconmensurable Barbara Stanwyck. En ambas obras, de estilo directo y casi esquemático, se repite el mismo patrón: una mujer fría, bella y calculadora, engatusa a su amante para matar a su marido. James M. Cain no es un escritor literariamente tan notable como los anteriormente mencionados, pero sí captó como ellos la esencia del género.

Los timadores

Pacto de sangre

No hay orquídeas para Miss Blandish

LOS TIMADORES

JIM THOMPSON

El Aleph Editores (2001)
208 págs

PACTO DE SANGRE

JAMES M. CAIN

El Aleph Editores (2002)
192 págs

NO HAY ORQUÍDEAS PARA MISS BLANDISH

JAMES HADLEY CHASE

El Aleph Editores (2002)
306 págs

 

Por último, James Hadley Chase (1906-1985) es un caso especial, ya que no era norteamericano, sino inglés. Sin embargo, puede ser encuadrado con propiedad en este artículo, ya que sus tramas policíacas tienen lugar en Estados Unidos. Sólo por su primera novela, No hay orquídeas para Miss Blandish (1938), Hadley Chase merece estar entre los maestros de la novela negra. Se trata de una obra espeluznante, violenta y dura, sobre el secuestro de una joven, y que incluye uno de los personajes más logrados del género: el psicópata Slim Grisson. Entre el resto de las novelas de Hadley Chase, cuyos títulos parecen siempre versos de una canción triste, destaca Una corona para tu entierro (1940).

Otros escritores significativos que han elevado las cotas narrativas del género negro norteamericano son Horace McCoy, Erle Stanley Gardner y Patricia Highsmith. Y en la época actual destacan dos californianos: Walter Mosley y el oscuro James Ellroy.

PERIODISTA Y CRÍTICO DE CINE