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Aunque el tema de esta obra sea Dios y la religión, el autor argumenta desde mucho más atrás. Como señala él mismo, las polémicas actuales sobre religión suelen moverse en el terreno de los corolarios y dan muchas tesis por supuestas. Se discute si la religión es socialmente útil o engendra violencia; si la creencia en Dios es compatible con las adquisiciones de la ciencia moderna. Ateos y teístas no debaten sobre la validez de las pruebas sobre la existencia de Dios. Nunca llegan a ese punto: la discrepancia viene de mucho antes. Naturalmente, la carga de la prueba cae sobre el que afirma la existencia de Dios. Pero no tendrá oportunidad de presentar su alegato. Si no le conceden que el conocimiento humano alcanza más allá de lo empírico o que la realidad no se reduce a la materia y sus fenómenos, no hay lugar al debate. La existencia de Dios queda fuera de campo, y no se podrá examinar el sentido y la verdad de la religión, sino solo explicar de dónde viene en cuanto creencia, práctica o institución social.

Las explicaciones hoy al uso se apoyan en la neurociencia y en la evolución. Primero, la religión es reducida a su dimensión psíquica, que es reducida a su vez a su base material. Los métodos de diagnóstico por imagen permiten ver cómo se activan unas u otras zonas del cerebro cuando el sujeto realiza conductas conscientes. Es clara la correspondencia en el caso de las reacciones emocionales; pero resulta mucho más difícil seguir el rastro de los procesos mentales hasta las sinapsis. El contenido de los actos psíquicos intencionales no comparece en la resonancia magnética, que detecta la noesis pero no el noema: el diagrama muestra qué pasa en el cerebro cuando uno piensa, no en qué está uno pensando. En particular, la autoconciencia se resiste a ser explicada como «chisporroteo de neuronas» —la expresión es de Scruton—. Lo más común es acabar proponiendo alguna especie de emergentismo: postular que la autoconciencia «sale» del cerebro de un modo u otro, aunque no se sepa bien por qué proceso sale concretamente.

A la neurociencia que no es capaz de determinar bien la cadena causal, le sirve de apoyo el evolucionismo, que suministra finalidad. Aplicado de esta manera, el darwinismo cumple una función semejante a las teorías de Freud, que no dicen cómo la conducta se deriva de la bioquímica de los instintos, pero aportan interpretaciones que hacen verosímil la derivación. Que la prohibición del incesto —observa Scruton— provenga de la represión, por exigencias sociales, de la espontánea atracción sexual hacia el progenitor del otro sexo, será falso o indemostrable, pero tiene sentido.

El evolucionismo viene a suplir la carencia de sentido de que adolece el reduccionismo bioquímico. Por ejemplo, dirá que el altruismo es un rasgo humano adquirido por selección natural. Allá en los tiempos de las cavernas, la supervivencia de la tribu dependía de la cooperación entre todos, de manera que el egoísmo, aunque ventajoso para cada uno, es, desde el punto de vista de la propagación de la especie, contraproducente; en cambio, el altruismo es una ventaja adaptativa. Así, los linajes de gente egoísta tendieron a extinguirse, mientras prosperaban los de los altruistas. Porque uno puede considerar el egoísmo vergonzoso o abyecto, si quiere; pero lo único que de verdad importa es que es antiadaptativo. La religión, que demanda sacrificio y generosidad, entra en este esquema.

DARWINISMO POPULAR

Tales teorías evolucionistas son defendidas en revistas de psicología y difundidas en publicaciones divulgativas como la sección de ciencia de The Economist. Las hay de lo más increíble y absurdo; Scruton menciona algunas. Por ejemplo, dice, se atribuye a la selección natural que las madres canten a los niños. También el enamoramiento y el cortejo humano: así como tienen más posibilidades de reproducirse los pavos reales con colas más grandes, pruebas de su vigor, los hombres que componen poesías amorosas encandilan a las mujeres porque con ello muestran ir sobrados de fuerzas biológicas.

Los críticos del darwinismo no han dejado de señalar un problema epistemológico en el concepto mismo de ventaja adaptativa. En ausencia de pruebas independientes, la conclusión de que un rasgo es adaptativo es ex post facto: si se ha perpetuado, lo es; en caso contrario, no habría prosperado. Entonces, no sabemos en realidad por qué un rasgo es favorable. Rémy Chauvin, en Le darwinisme ou la fin d’un mythe (1997), puso de manifiesto este punto débil de la teoría evolucionista convencional moderna, con ejemplos de distintas especies. Pero en evolución biológica los hay también de selección natural observable y adaptación comprobada. En psicología evolutiva, en cambio, la petición de principio es norma. Si no se pone en cuestión, es porque no se imagina que los datos puedan admitir explicaciones de otro género. La creencia religiosa o la inclinación a la poesía en el hombre tienen que proceder de la evolución: ¿de dónde si no?

Scruton toma completamente en serio la evolución biológica, sin pretender quitarle nada del espacio que le corresponde. Pero examina críticamente la extensión del neuroevolucionismo actual al campo de las humanidades, mostrando adónde conducen cuando se lleva hasta las últimas consecuencias. De esta corriente bien podría decirse lo que Ortega y Gasset, en Historia como sistema (1935), objetaba contra el relativismo: que es una teoría suicida, pues cuando se aplica a sí mismo, se mata. Como la religión o la ética, también las matemáticas, y desde luego la neurociencia y la teoría de la evolución, han de ser productos del cerebro, nacidos de presiones evolutivas y condicionamientos sociales. En tal caso, no sabemos si son verdaderas: solo que son adaptativas. Pero bien podría ser que la falsedad fuera favorable a la supervivencia de nuestra especie y, por tanto, careciéramos de razones para sostener las tesis neurocientíficas.

La libertad cae igualmente: no puede ser más que ilusión, si la conducta consciente está cerebralmente determinada. El yo es entonces, según la ingeniosa comparación de David Eagleman, que Scruton reproduce, «como un pasajero que se pasea por la cubierta de un enorme trasatlántico mientras se dice a sí mismo que él mueve el barco con los pies». Verdad y libertad son, a la postre, la ignorancia de las causas reales de nuestros pensamientos y decisiones.

En realidad, nadie acepta esas conclusiones ni vive conforme a ellas, pues la ciencia carecería de sentido y toda polémica no sería sino una pelea por cuestión de gustos —o de hormonas—; ninguna elección sería laudable o reprobable si decidimos al dictado del cerebro.

LA PRIMERA PERSONA

Scruton vuelve de la aporía a la evidencia. «Las ideas del yo y de la libertad no pueden desaparecer de las mentes de los sujetos humanos mismos. La conducta de unos con otros está mediada por la creencia en la libertad, en el yo personal, en el conocimiento de que yo soy yo y tú eres tú, y cada uno de nosotros es un centro de pensamiento y acción libres y responsables». Nadie haría la pregunta «¿me quieres?» si creyera que va dirigida a unas neuronas. Pero cada quien sabe con toda claridad y certeza que es él mismo, el que dice «yo», quien decide, piensa y obra conscientemente, y distingue sin dudar sus acciones conscientes de lo que no hace él, sino su organismo en él —si él lo percibe—, como la digestión.

Scruton alega por extenso el «privilegio de la primera persona». Lo que una persona se atribuye en primera persona, sobre sus estados de conciencia, sobre lo que piensa y quiere, es indiscutible. Puede mentir, pero no equivocarse. El reduccionismo neurocientista, tomado en serio, implica que incluso cuando uno se refiere a sí mismo, solo puede hablar en tercera persona, como testigo o espectador de hechos que no tienen origen en su yo. Tendría que decir, por ejemplo: «Mi cerebro me ha llevado a tomar una decisión».

Pero la autoconciencia comparece siempre. También si digo algo de mi cerebro o de cualquier cosa distinta de mí, digo en definitiva que yo afirmo eso. La primera persona es insuprimible. Es la reflexión implícita de los actos de la mente y la voluntad, que señalaron los medievales; en términos kantianos, es el «yo pienso» que debe poder acompañar todas mis representaciones; es la cuestión trascendental, si queremos decirlo como Husserl.

Podríamos dar la vuelta a la comparación de Eagleman: el neuromaterialista es como un piloto que maneja el timón mientras se dice a sí mismo que el motor marca el rumbo.

Así pues, en nuestra vida de personas aparece algo que no puede encontrarse en el cerebro. Pero a la vez que personas, somos organismos vivientes. El planteamiento de Scruton lleva al problema, debatido en la neurociencia y en la filosofía contemporáneas, de la mente y el cerebro.

Los «monistas» sostienen que una y otro son lo mismo en realidad, o, a lo sumo, que la mente es una manifestación de la actividad cerebral. Un «dualista», como John Eccles, dirá que la mente es una realidad distinta del cerebro.

La postura de Scruton es un dualismo de otro género. No sostiene que exista una «segunda cosa», como un espíritu encerrado en un cuerpo. Según él, la única realidad, en la que hay cosas y personas, se puede ver de dos modos distintos: el que escudriña las causas, como hacen las ciencias, y el que descubre razones y significados. Un rostro puede ser captado y descrito exactamente, píxel a píxel, por una máquina; se puede incluso determinar los movimientos y posiciones de los músculos faciales. Pero ahí no se ve la sonrisa, ni el rubor, ni la mirada. Tampoco el fonograma de una canción es la música, aunque represente con toda precisión los sonidos con sus propiedades acústicas.

Esas dos formas de ver la realidad son válidas —cada una a su modo— e irreductibles una a la otra. Ni la fisiología facial explica la sonrisa, ni captar una sonrisa tiene que ver con saber de músculos. Scruton propone, pues, no un dualismo ontológico, sino un «dualismo cognitivo», que evita las dificultades del primero, pero no aclara qué consistencia tiene lo inmaterial. El autor halla semejanzas con su teoría en el hilemorfismo de Aristóteles, que concibe el alma como forma del cuerpo. Pero, como él mismo reconoce, recibe más inspiración del monismo de Spinoza.

En este dualismo cognitivo, Dios solo está en el espacio de las razones, no en el de las causas, y solo se puede encontrarlo mirando la realidad de la segunda manera, como se descubre a las personas. El problema es cómo captar su presencia, si por definición no está en el mundo, a diferencia de las personas humanas, que son a la vez organismos vivientes. Es el problema, real y permanentemente planteado, del Deus absconditus. Pero el rígido dualismo cognitivo de Scruton cierra, a la postre, las ventanas por las que Dios podría asomarse a nuestro mundo, o nosotros podríamos asomarnos a Dios. Como parece no admitir que cuanto se da en el mundo pueda tener otro origen que las causas naturales, no se ve cómo sería posible remontarse a Dios desde ellas. De hecho, considera la Encarnación como un mito, lo cual no significa que la desprecie o la considere falsa: muy al contrario, dice, los mitos expresan grandes verdades que la ciencia es incapaz de captar. Pero la gran verdad de ese mito es que Dios se hace presente en el mundo; que se ha hecho hombre, insinúa Scruton, es la forma de decirla.

El alma del mundo me parece más luminosa en la crítica al reduccionismo cientista que en lo que tiene de teología filosófica, que por otra parte no es tanto. Scruton desbroza el camino, se demora en largas digresiones sobre música y arquitectura, y se detiene sin llegar casi al final. Pero llevar al lector hasta ese umbral es el fin y la utilidad de esta obra.

Director de ACEPRENSA