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Los bibliófilos podrían pertenecer a una extensa y diversa sociedad secreta, si no fuera por el espacio que ocupa el saber. Poco secreto puede haber entre miles de ejemplares de ediciones de lo más diverso en tamaño, color o forma. Con todo, hay una tipología en esta tribu enferma (y enfermiza) de amantes de los libros. Y es que también podemos encontrarnos con sus propias tensiones. Existen dos bloques irreconciliables entre los coleccionistas que no les interesa la letra impresa y aquellos que no pueden entender su pasión sin la lectura. Uno de los mayores bibliófilos españoles de esta última familia fue, sin dudarlo, Antonio Rodríguez- Moñino. Como aseguró él mismo, “tal vez, para desgracia de ese papel de bibliógrafo, tengo la debilidad de no considerar el libro sólo como unidad catalográfica, sino como expresión material de pensamiento y sensibilidad: quiero decir que los leo”.

Nacido en Calzadilla de los Barros (Badajoz), Rodríguez- Moñino fue considerado por el gran hispanista francés Marcel Bataillon como el “Príncipe de los bibliófilos”. Desde la década de los treinta del siglo pasado, cuando obtuvo una cátedra de Lengua y Literatura de Instituto en una severa oposición, este sabio extremeño participó intensamente en la vida intelectual española. Antes de licenciarse en Filosofía y Letras y Derecho ya había comenzado su carrera docente junto a Gerardo Diego. Rodríguez- Moñino destacó por su erudita producción filológica e histórica desde muy joven y su labor educativa no le impidió que su prolífica actividad académica decayera.  aunque su actividad académica no decayó. No es extraño, por tanto, que se convirtiese en técnico de la Junta de Protección de Tesoro Artístico del gobierno republicano durante la guerra, lo que le permitió encargarse de la salvaguarda de una parte importante del patrimonio bibliográfico español.

Esta ocupación le transformó en un indeseable colaboracionista a ojos del régimen franquista, que le desalojó de su cátedra. Como no podía ser de otra forma, el estigma que le persiguió durante el resto de su vida. Con todo, su patriotismo le impidió exiliarse a Estados Unidos para salvar su situación en aquellos años de posguerra, donde fue reconocido como miembro de número de la Hispanic Society of America. Su amistad con algunos libreros le facilitó la provisión de importantes tesoros bibliográficos que fueron conformando una cuantiosa biblioteca personal en un contexto sombrío. La posguerra fue para Rodríguez- Moñino una época de exilio interior dominado por el miedo y la incertidumbre. Su incesante producción editorial, como lo demuestran los doce tomos de Las fuentes del Romancero General o la edición del Cancionero General de Hernando del Castillo, se transformó en su particular válvula de escape ante su situación personal. A todo ello debemos sumar sus esfuerzos en la editorial Castalia, que se perfilaba como el acabado ejemplo de rigor intelectual.

Su participación en tertulias, como la popular del café Lyon, y el apoyo de personalidades de la talla de Gregorio Marañón, Dámaso Alonso, Camilo J. Cela o José M. de Cossío aliviaron sus circunstancias. Pero no pudieron evitar que en 1960 el gobierno impidiera su entrada como miembro de número en la Real Academia Española. Poco después, en 1966, y cuando ya era un profesor en la universidad norteamericana de Berkeley, se resolvió su expediente de depuración, iniciado al final de la contienda, que le inhabilitaba para cualquier cargo directivo, condenándole a un traslado forzoso fuera de la provincia de Madrid. Sin embargo, sus valedores en la Real Academia consiguieron su ingreso en 1968. Por fin podía ser reconocido en su propio país, como lo habían hecho en Estados Unidos con un libro-homenaje editado como respuesta de la depuración franquista.

Para entonces una extensa obra le certificaba como uno de los grandes maestros de la bibliografía hispana, una disciplina que se había ido transformando durante décadas con sus aportaciones y su exhaustividad. Por desgracia, no pudo disfrutar de su nueva condición durante demasiado tiempo. Falleció en Madrid dos años después de su nombramiento, mientras terminaba de elaborar el Diccionario de pliegos sueltos poéticos (siglo XVI), que se convertía en el colofón póstumo de una vida consagrada a los libros.

Su pasión amorosa por los libros, su honradez intelectual y su perseverancia biográfica continúan siendo valores necesarios para nuestra época. El rescate y reconocimiento de la personalidad incansable de un liberal conservador como Rodríguez- Moñino es necesaria. Su biblioteca es un espacio único que, por disposición testamentaria de su viuda María Brey Mariño, en quien siempre encontró una estrecha colaboradora, se incorporaron al fondo de la Real Academia Española en octubre de 1995. Son cerca de 17.000 volúmenes de su biblioteca personal junto a la valiosa correspondencia que mantuvo con escritores e hispanistas. Dentro de este rico legado se encuentran alrededor de 200 manuscritos, entre los que destacan ejemplares del Siglo de Oro, 450 impresos de los siglos XVI y XVII, que en algunos casos son únicos, una serie de pliegos sueltos, láminas de cobre, dibujos y estampas de autores entre los que se encuentran ejemplares de Goya o Durero. Este legado es el principal testimonio de una constante tenacidad para sobreponerse a las adversidades y de la invencible pasión bibliófila de este extremeño. Una precoz pasión que había nacido en la biblioteca de la universidad agustina de San Lorenzo del Escorial donde realizó sus estudios.