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El italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) es conocido por su célebre novela El gatopardo, llevada a la pantalla grande en los años 60 por su compatriota Luchino Visconti. Pero en Viaje por Europa, el escritor se pone en otros zapatos: los del turista, aunque no los del que observa las piedras de los monumentos y se regresa a casa con una postal para enviar a un amigo o para guardarla en un cajón como pasto para polillas.

Lampedusa es, en esto, algo más proactivo que aquel que ve pasar sin más la realidad delante de sus ojos. Es un narrador y un cirujano a la vez: es un artista de la palabra, que toma a modo de bisturí y separa los detalles de lo observado para recrearse en ello y “traducírselo” en vivas imágenes a sus destinatarios. Es, en fin, el “Monstruo”, como gusta de llamarse en estos relatos, porque un poco de buen humor –del mejor humor– le resulta oportuno para dirigirse a los suyos.

El autor escribe lo que Salvatore Silvano Nigro define, sí, como “la novela de un turista”. Quizás porque la colección de cartas enviadas entre 1925 y 1930 a sus primos Lucio y Casimiro Piccolo, desde los más variados sitios: Londres, York, la shakesperiana Stratford upon Avon, París, Berlín, Zurich, etc.,… es, efectivamente, lo más parecido a una novela por entregas. Y lo hace en un estilo que transpira júbilo, placer, el mismo en que se solazaba la Europa sobreviviente a la Gran Guerra, tal vez por no estar a lo suficientemente al tanto de la oscuridad que se abatiría sobre ella.

“París era una fiesta”, sintetizaría mucho después Hemingway sobre su estancia en la ciudad luz durante los “felices años 20”. Y también lo era Berlín. El propio Giuseppe Tomasi, desde la capital alemana, escribía a sus primos con admiración sobre el ambiente disipado de la ciudad, sobre sus cafés con orquestas, sobre lo enorme que le parecía todo, desde las tartas de chocolate a las jarras de cerveza y las cigarreras semejantes a maletas, y sobre la proliferación de las revistas de desnudos “¡en venta en todas las esquinas!”.

Para el italiano, encantado por las modernas librerías berlinesas y por la grácil belleza de la arquitectura y los jardines del imperial Sanssouci, no había dudas sobre el espíritu y la vocación de Alemania, de la que señalaba: “Es un gran país, y el compromiso con que llevan hasta el fondo cualquiera de sus actividades, el deseo de absoluto que los anima siempre, son dignos de auténtica consideración”.

Un apunte final, sin embargo, llama la atención por su tono premonitorio: “Dentro de diez años creo que enviarán a todas las naciones una notita por medio de un camarero…”.

La carta fue escrita en septiembre de 1930, apenas unos días después de otra fechada en la misma ciudad, en la que narra un episodio singular: al pasar por la estación ferroviaria de Kaunas, en Lituania, Lampedusa observa a una multitud de judíos que acude a despedirse de un correligionario que se vuelve a EE.UU. La descripción que hace de la escena deja entrever la perspectiva no demasiado amable del autor sobre el tema judío; una visión que, de tan común en los círculos políticos europeos de la época, daría lugar a una de las mayores tragedias de la historia:

Se trataba de un espectáculo de alto contenido grotesco: las mujeres se parecían a Mahjong, los hombres eran idénticos a los más guapos de los Cupane y a los más notables de los Ziino, (1) con la inverosímil grascia (2) de sus largos abrigos verdes y el sudor que resbalaba por debajo de los rizos engominados; la peste a cabra, los agudísimos gritos orientales cuando se movió el tren, las mujeres cayendo al suelo, pateando el aire con los pies, y la extraordinaria intensidad vital que emanaba de aquellos ojos brillantes explicaron al Monstruo muchas cosas, incluso las periódicas masacres llevadas a cabo, precisamente en Kovno, por los sapientísimos rusos.

Pasando de esa nota, nos podemos quedar más bien con el despliegue que hace el autor de su vasto universo cultural, cuyos elementos conecta con las realidades que va encontrando en su acercamiento a esas grandes ciudades, tan poco parecidas su Palermo natal. Lampedusa apunta diferencias. En Zurich, por ejemplo, describe la arquitectura local, con sus Erker –esos miradores que saltan como a relieve de las paredes medievales–, sus techos en punta, sus escaleras empinadas, y “todo ello bien limpio; es un error palermitano pensar que lo pintoresco y la suciedad son inseparables”.

París, quizás menos pulcra, le seduce –“¡Oh, delicada belleza del París provinciano, de las calles tranquilas, de las fachadas adornadas, de las mujercitas charlatanas e ingeniosas, de las tiendas originales”–, y se incluye a sí mismo entre los espíritus que, como Rilke, France y Proust, han podido palpar el “auténtico rostro” de la urbe, cordial y trabajadora.

La que, sin embargo, parece fascinarle más que ninguna, es Londres. Allí, donde conoció en 1925 a Licy Wolff Stomersee, que sería su futura esposa, escribiría las cartas más deliciosas a sus primos Piccolo –“puercos”, llega a increparlos con fingida dureza, porque no se toman un tiempo para escribir “al pobre Monstruo lejano, solitario y errante”–, y les dice que si un día se deciden a darse una vuelta por allí, podrán ver Westminster y la Torre de Londres, pero que sin él, que se ha sumergido en el alma de la ciudad y que tiene sus claves, “no entenderán nada de nada” .

Para Lampedusa, la capital británica es un bosque de árboles junto a los que han crecido casas. Es una selva, pero espontáneamente ordenada, en la que todo está al alcance de la mano y se mezcla en una vorágine de elementos y sucesos:

Jades de la China, esmaltes de Limoges y los paraguas Brigg, una librería (descubrimiento reciente del Monstruo) donde está todo, restaurantes en los que puedes comer pasta con sardinas, nidos de golondrina y el mulligatawny (…); puedes ver mármoles de Fidias y cerámicas budistas, miniaturas persas e incunables italianos y alemanes; 672 personas arrolladas y muertas por los automóviles en seis meses; zapatos sin una mota de polvo a pesar de haber caminado del amanecer a la medianoche, cuatro millones de liras en un solo día de colecta para los hospitales; y el policeman, ese policeman que el día del Juicio Final será indudablemente el encargado de dar paso, con un gesto de su mano derecha, a los elegidos, con el Monstruo a la cabeza (…).

De sus andanzas por Albión, el italiano se lleva además imágenes muy vivas de los grandes edificios religiosos. Los muros y los vitrales de la catedrales de Lincoln y York empujan al Monstruo, “católico romano y una de las columnas de la Iglesia”, a dolerse del cisma del siglo XVI, evento por el que el país ha sido “artísticamente castigado”, al punto de no edificar ya sino monumentos “de cartón piedra” como la catedral anglicana de San Pablo. Algún otro destello de su sensibilidad católica puede verse en otra carta, esta vez desde Bolzano (norte de Italia), al recomendar a Lucio precisamente la obra de un inglés, nada menos que Chesterton, cuyo ensayo El hombre eterno le parece “el libro más noble de apología católica desde Manzoni, lleno de alta poesía”.

Por último, vale destacar una curiosidad que no pasará desapercibida al lector en castellano: tras pasear por Stratford-upon-Avon , cuna del autor de Hamlet, Giuseppe Tomasi toma la pluma y compara el ambiente de luz y serenidad de la villa con el de la urbe donde yace el creador de la Divina Comedia, padre de las letras italianas. “¡Qué diferente todo esto de la trágica Rávena, donde encontró paz el otro y único espíritu hermano!”, lamenta.

Si el lector puede perdonar a Lampedusa haber dado carta de exclusividad a Dante y olvidado a otro espíritu grande, el de Alcalá de Henares –y seguramente lo hará–, puede prepararse para saborear estas páginas con el mismo deleite con que lo hicieron sus destinatarios originales.


Notas:

1) Familias palermitanas cuyos miembros tenían narices corvas.
2) Grasa.


TÍTULO: Viaje por Europa. Correspondencia (1925-1930)
AUTOR: Giuseppe Tomasi di Lampedusa
TRADUCCIÓN: Juan Antonio Méndez
Acantilado (Barcelona 2017)
205 págs.
16 €