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Su filosofía de madurez parece, sin embargo, llevarles por derroteros no tan asimilables. No se trata aquí, sin embargo, de exponer su pensamiento ni siquiera de manera indirecta, sino de comparar dos modos distintos de estar en un cierto primer plano de la actualidad, cultivando un oficio en el que no es fácil producir novedades al ritmo que el mecanismo de la fama reclama.

Tal vez sea más fácil abordar un esbozo de lo que ambos significan en la vida intelectual española, si en lugar de partir de un concepto cualquiera de la filosofía como disciplina lo hacemos, más simplemente, desde el punto de vista de la filosofía como actitud, de la idea de vocación o vida filosófica, porque la filosofía como tema, evidentemente, es más problemática que la filosofía como actividad.

Nuestros dos pensadores han producido ya, aun estando en la plena juventud por lo que al trabajo filosófico se refiere, una obra abundante y compleja. Sólo eso no basta, sin embargo, a la hora de señalar lo que les ha hecho notables, lo que les ha convertido en referencia del pensamiento contemporáneo. Es seguro que sin ésos, sus trabajos, no hubiesen alcanzado la fama que justamente les adorna, pero la relevancia social y cultural de sus personas no deriva ni única ni exclusivamente de su quehacer intelectual, de la calidad de sus respectivas aportaciones o de la brillantez de sus ideas y textos. En realidad podría decirse que hay ahora entre nosotros otros filósofos y autores de similar enjundia e, incluso, de obra tan apretada y redonda como la de Trías y Savater (cosa que, por cierto, casi seguramente no podía decirse en la época de Ortega, Unamuno, D’Ors y García Morente). Sin embargo, la mayoría de esos esforzados y meritísimos académicos no rozan ni de lejos la fama de nuestros autores, su influencia y su prestigio (lo que es interesante incluso suponiendo que, en algunos casos, ni siquiera lo intenten).

¿Qué ha hecho que tanto Trías como Savater sean presencias obligadas en cualquier análisis de la situación cultural de la España contemporánea? ¿Qué se espera de ellos? ¿Por qué los necesita la opinión pública? Se trata de cuestiones en las que cabría llamar a capítulo un sinfín de razones complejas, pero cabe decir algo sobre las causas de que hayan sido precisamente ellos los elegidos por la fama.

Perdonen las molestias - Fernando Savater Pensar en público - Eugenio Trías

 

Y PERMÍTANME LA COMPARACIÓN…

En primer lugar hablaremos de lo que tienen en común, luego de lo que los LA COMPARACIÓN… tienen en común, luego de lo que los para empezar, personas absolutamente del día, sin rastro alguno de antigualla, personas en las que la ruptura con la tradición intelectual anterior a la democracia ha sido total y absoluta. Ni Trías ni Savater tienen nada que ver con la universidad en que estudiaron. De hecho, ambos han carecido, en la práctica, de maestros españoles. En el caso de Trías, el paso por ta universidad alemana atrasó, en cierto modo, su salida a la escena pública. En el caso de Savater, su aparición tue casi inmediata tras aprobar sus últimas asignaturas en la facultad y su primer libro (La filosofía tachada) dejaba testimonio de su distancia respecto a las aulas de ¡as que se marchaba (y a las que ahora ha vuelto en circunstancias muy distintas). Ninguno de tos dos es encajable en alguna clase de tradición diferencia. Tanto uno como otro son, española, a no ser que se haga el juego de palabras al estimar que ésa es precisamente nuestra principal tradición.

Cabe pensar que la novedad de las personas era una exigencia del proceso de cambio que se había iniciado en la España de finales de los sesenta. Pero lo más importante a efectos de su significación pública es que esa ausencia de lazos intelectuales con el ayer inmediato (que afecta tanto al pasado del establishment como al de sus alternativas más obvias) les obligó a ambos a ponerse a pensar, a hacerse una filosofía personal, a ser no profesores sino autores. A su vez eso les lanzó a la búsqueda del público, a escribir no para sus iguales (miopía casi inevitable entre profesionales) sino para el común de los mortales. Ambos tenían bastante claro que su incrustación en los esquemas de la filosofía académica tendría serias dificultades (Savater fue de hecho expulsado de la Universidad Autónoma de Madrid durante el gobierno de Carrero), mayores, en cualquier caso, que su aparición en las colecciones de libros de ensayo, que ya a comienzos de los setenta daban muestras de una apertura más intensa que otras instituciones. Ambos comenzaron, pues, más como escritores que como académicos, en una época en que el academicismo no gozaba, desde luego, de sus mejores días, ni aquí ni en ninguna parte.

Esta voluntad de ser originales es esencial a la buena filosofía y lo es también a la buena prosa. De ella se derivó el comienzo de una aventura personal que es, quizás, lo que más distingue a nuestros dos autores de cualesquiera otros colegas más convencionales desde el punto de vista académico. En esa carrera personal coincidieron con una necesidad pública que ambos estuvieron en condiciones de cubrir con eficiencia: la demanda de criterios que caracterizó a una sociedad inmersa en un proceso de cambio político que tuvo unas fortísimas repercusiones de tipo generacional y cultural.

Trías y Savater pudieron ofrecer a los españoles formas de pensar que eran nuevas, como nuevas eran las realidades en las que nos estábamos adentrando. El público premió con su atención el gesto renovador que cada uno de ellos empezó a significar. Una segunda característica común es la voluntad de esclarecer: el empeño por dar respuesta a las cuestiones que había que plantear. Ninguno de los dos se escuda en una especie de relativismo a la hora de concretar: sus propuestas son nítidas, provocativas, constantes. No han dejado, además, de cultivar a su público (su obra impresa es parejamente numerosa); son autores diligentes, nada esquivos a la hora de poner en negro sobre blanco aquello de que se ocupan. Para terminar esta enumeración de coincidencias, hay que resaltar su común aprecio de lo concreto, lo cotidiano, su interés por lo que a todos afecta, por lo que está en la calle. En sus obras podemos encontrar en apacible conversación a los comúnmente tenidos por clásicos y a personajes de ficción como, por ejemplo, Guillermo Brown, o de la cultura de la imagen como, por ejemplo, Stanley Kubrick; autores a los que la beatería común tendería a negar el derecho a la palabra en compañías tan selectas. En ningún caso se han dejado llevar ni del elitismo abstruso ni de la tendencia a hacer una filosofía esotérica, excluyente y gremial. Han sabido hacer compatible su dedicación a las obras de mayor alcance con las intervenciones más episódicas y sin dejar de acudir a la cita frecuente del periódico (la reciente aparición de Pensar en público, una recopilación de artículos de prensa de los últimos treinta años de Eugenio Trías, es muestra palpable de ello).

Este conjunto de actitudes y circunstancias comunes les ha concitado también enemistades compartidas. Tanto uno como otro son auténticas pesadillas para lo que entre nosotros continúa siendo patéticamente pueblerino y estrecho, más específicamente dogmático, rutinario, irracional y retrógrado: por eso, sin ir más lejos, son figuras detestadas por los nacionalistas catalanes y vascos (el señor Ibarreche, en un lapsus freudiano memorable —la confusión de Savater con Arzalluz— ha llegado a llamar a Savater «dios de la guerra»). Ambos son escasamente convencionales, no se dejan atrapar ni en ningún catecismo antiguo ni en ningún recetario posmoderno: su lectura proporciona esa jugosa sensación de prosa en libertad que llega a veces a la paradoja, al espectáculo, por ejemplo, de ver al muy libertino Savater defender los encantos intelectuales del archipiadoso Chesterton. No es poco mérito el sustraerse a la representación en España del pensamiento de alguien pretendidamente ilustre (abundan quienes se limitan a cambiar de representado la medida que dicta su peculiar mercado), el atrevimiento de pensar por cuenta propia sin recrear a nadie, sin plagiar nada, ofreciendo al lector el esfuerzo personal de una pelea con la oscuridad.

La obra de Trías ha ido acercándose cada vez más a una cristalización clásica en forma de sistema, mientras que la de Savater (que bien modesta e irónicamente prefiere el título de philosophe al de filósofo) ha conseguido algo casi más difícil: su obra se confunde con su persona y su persona comienza a confundirse, destino que muy pocos alcanzan, con la defensa de la libertad, del valor, de un heroísmo cotidiano y civil del que no teníamos antecedentes.

Trías ha acometido un propósito muy ambicioso: partiendo del diagnóstico de que una cultura sin filosofía es una cultura deficiente, está intentando que la cultura española se deje penetrar por porciones cada vez más amplias y complejas de meditación metafísica. De ahí su empeño en atraer a la filosofía a muchos profesionales de diversa procedencia (arquitectos, médicos, psicoanalistas, científicos, etc.) y de acercar la filosofía a la escucha de los problemas que expresan y proponen esas divertidísimas disciplinas que constituyen la vida de la ciudad moderna.

Savater opera de un modo distinto, en cierto modo más personal que argumentativo: se coloca más en el lado del lector, se pone en su piel, habla con sus palabras y desliza las suyas en los oídos de quien le lee. Por esa razón su influencia está siendo muy grande, porque tiene firmado una especie de pacto de complicidad con muchos lectores que esperan leerle cada poco para poner en claro, precisamente, lo que ellos piensan.

Trías está apuntando cada vez más a una concepción clásica de la filosofía como pensamiento sistemático. Savater permanece más fiel a una incitación más circunstancial, más cotidiana y ética que ontológica. Se trata de dos fórmulas de maduración muy distintas que responden muy bien a exigencias precisas de la vida y la cultura contemporánea.

Trías está dando al público horizontes cada vez más amplios, aproximaciones a problemas clásicos en los que el lector ha de aprender a moverse pero en los que gana una comprensión realmente nueva de las cosas y una experiencia’filosófica de primera mano. Así cuestiones como la de la verdad, el fundamento de la ética, la belleza, el significado de la religión, la razón y su relación con la vida, vuelven a ser presentadas al lector sin merma alguna de su complejidad pero sin que se pierdan en una turba multa de considerandos eruditos: son ofrecidas como problemas vivos, como opciones decisivas en la forma de pensar y de vivir de cada cual, como cuestiones abiertas que habitan la frontera en la que nos hacemos racionales y humanos. Es claro que esa pretensión resulta intempestiva, que, como anota el propio Trías, se halla en las antípodas del oportunismo reinante, y de esa persistente tendencia al variopinto escolasticismo en que parece convenir una buena parte de la filosofía académica. Eugenio Trías, especialmente desde 1985 (fecha de publicación de Los límites del mundo, obra con la que inicia formalmente su filosofía del límite), ha ingresado sin duda en la escasa nómina de pensadores creativos, de autores que hay que leer porque siempre se aprende con ellos, independientemente de las presunciones ontológicas de cada cual.

Savater está proporcionando pensamiento claro, sugestivo e irónico a todos los que buscan orientación en las grandes cuestiones en los que la mayoría de la gente tiene sobrados motivos para sentirse perdida: si, como decía Ortega, metafísica es algo que el hombre hace cuando busca una orientación radical en su situación, Savater está dando metafísica de manera cotidiana, pero lo hace como pidiendo perdón (Perdonen las molestias es, acaso, el último de sus títulos), recordando siempre, como hacía Sócrates con el esclavo del Menón, que el lector tiene las claves y que es el único autorizado para dar respuestas. El gran mérito de Savater (dejando aparte su monumental valor moral al jugarse su seguridad personal y la vida por lo que cree firmemente, por la dignidad, la igualdad, la libertad y la paz) está en su capacidad de atraer al lector, en recuperar esa capacidad de los filósofos británicos del XVII que su admirado Russell consideraba lamentablemente perdida por la tradición alemana posterior: la posibilidad de hablar de los grandes temas éticos y metafísicos con el lenguaje común (lo que ayuda, dicho sea de paso, a superar, al menos en parte, algunos de los embrujos propios del lenguaje).

Trías y Savater son también excelentes escritores, un desmentido vivo a la pretendida imposibilidad de pensar filosóficamente sin hacerlo en alemán o en griego (afirmación que, como ha señalado Trías, constituye lo más deleznable de la filosofía de Heidegger). La lengua común piensa con ellos, se aviene a encontrar tras la apariencia de lo trivial y lo consabido los pliegues de lo que es problemático, de lo que necesita una luz nueva y unas palabras a propósito para hacerse patente, para no perderse en la común feria de la vaguedad y el desaliño. En el trabajo de nuestros pensadores se transparenta una nueva función del ensayo filosófico, algo que dota a la filosofía de una tarea precisa en el contexto de sociedades que, como la contemporánea, han perdido buena parte de sus creencias tradicionales, sociedades en las que las vigencias públicas están en suspenso, porque están mudando de piel y de musculatura. Sin un adarme de conservadurismo innecesario, la obra de estos pensadores recuerda la complejidad de lo que está en entredicho, la amplia serie de cuestiones en la que nos jugamos el destino humano y para la que no parece suficiente dotación ideológica lo que nutre a la mera moral de mercado, las piadosas vaguedades del pensamiento al uso sobre casi todo. Tanto uno como otro están prestando un servicio impagable a la cultura española y a la filosofía misma. Proyectan dos imágenes distintas pero ampliamente complementarias de lo que es la tarea del pensador, de lo que la sociedad puede demandar de la filosofía y de lo que la filosofía puede ofrecerle.

DE PENSAMIENTO Y QUJOTISMOS EN ESPAÑA

 Vivimos tiempos en los que es fácil dar de lado a cuestiones de tal porte: es sólo una apariencia que se desmiente fácilmente por el interés público que estos dos autores despiertan. Una sociedad no puede ir mucho más allá de lo que la lleven sus ideas y que éstas se agiten y se debatan puede considerarse un lujo de sociedades bien satisfechas; pero un lujo necesario, sin embargo, en ausencia del cual poco tardaríamos en comprobar lo débil y quebradiza que es la frontera que nos separa de la estolidez y de la barbarie. La filosofía que hoy precisa el público, la que va más allá (desde luego que dejando algo en el camino) de esa curiosa forma de existencia que es el artículo de revista especializada, tiene algo de quijotesco, algo de aventura insólita, una decidida voluntad de desafiar a los gigantes (a los titanes de Jünger) aunque en ocasiones haya el riesgo de recibir una costalada a cargo de un simple molino de viento.

Esta función quijotesca de la filosofía es enteramente inevitable cuando se advierte que los libros ya no cuentan de verdad lo que pasa (que es, evidentemente, lo que enloqueció a Quijano), cuando entre lo que acontece y lo que se piensa (o lo que se pensaba) empieza a haber distancias casi siderales. En la medida en que el quijotismo es una tradición indiscutiblemente hispánica, lo es también la andadura de esta filosofía a contrapelo de modas y de creencias bastardas. Una filosofía que está frecuentemente bastante más ayuna de apoyos escolásticos de lo que sería razonable (es de esperar que no les tarde en llegar el reconocimiento de sus pares y que se consolide su repercusión internacional), pero capaz de satisfacer demandas casi inmemoriales de la inteligencia española, porque, por una vez, configura un pensamiento que puede romper, hay que esperar que sea definitivamente, los esquemas viejísimos de-la dialéctica de bipolaridad y enfrentamiento que han caracterizado buena parte de la enteca historia del pensamiento español.

En tiempos de progreso inaudito, de cambios que casi son indescriptibles, es más necesario que nunca el pensar, someter a sopesamiento lo que se adivina en el futuro y lo que se pierde en el pasado, poner en cuarentena lo que nos dicen tanto las canciones del alba como los lamentos del ocaso. El pensamiento libre tiene que cumplir en esta tesitura con una función específicamente pública, ha de proporcionar a los ciudadanos una teoría capaz de enjuiciar el conjunto de nuestras vidas, desde nuestras creencias íntimas hasta nuestros usos sociales y nuestras instituciones colectivas. Todo ello cobra vida en una cierta figura de la razón, en una forma de entender la vida colectiva de la ciudad que se soporta en las ideas éticas y en las presunciones sobre lo que hay y sobre lo que podemos saber porque se trata, al fin, de responder con imaginación y talento a las preguntas kantianas en las que se agavilla la sabiduría a nuestro alcance. El hábito de examinar esas cuestiones al hilo de cualquier problema es lo que se llama «pensar», y hacerlo de modo sugestivo y responsable es la función del que asume audazmente el papel de pensador, de ensayista o de crítico.

UNIVERSALIS DUBITATIO DE VERITATE

La propia filosofía esta, en los inicios del siglo XXI, a la búsqueda de sí misma,  ausente  de  una  definición clara y sometida a pruebas de  superación  problemática.  Lo que se  ha dado  en llamar el proyecto ilustrado ha perdido la batalla decisiva en su confrontación con la persistente tendencia de los hombres al pecado y la guerra, a desmentir el optimismo un poco simple de la razón endiosada. Tampoco parece que nos podamos conformar grandemente con la alternativa «posmoderna» del pensiero devole, que tal vez contenga una conseja atendible para alemanes y otras gentes igualmente sesudas, pero que suena a gasolina para pirómanos en un país en que, como recordaba Machado, lo peculiar no es que las botas piensen sino que no lo hayan hecho siempre peor que las cabezas.

Trías y Savater piensan mejor que las botas, que las muy numerosas botas que hoy nos quieren hacer creer, a veces al socaire de la democracia, que saben muy bien lo que nos conviene porque están en el secreto de alguna clave que a los demás se nos escapa y tienen, por ello, un proyecto perfectamente definido para nosotros. Frente al dogmatismo con el que se pronuncia habitualmente lo consabido, ambos propugnan la universalis dubitatio de veritate que es la función que, según Tomás de Aquino, compete a la filosofía. Es casi inevitable que una tarea como ésa arroje sobre el protagonista cierto aire de sospecha, la presunción de que nos encontramos ante un iconoclasta, ante quien por gusto malsano, antes que construir, derriba. Es un costo que ha de asumir sin desmayo quien quiera alumbrar un relato personal de la verdad, quien pretenda no sólo respetarla sino volver a darle vida. Toda filosofía es siempre el testimonio personal de una búsqueda frecuentemente agónica en sus ambiciones pero que, en todo caso, deja por el camino un buen hato de averiguaciones, una enseñanza que vale por sí misma y que se avala por la confianza que el lector deposita en quien le ha servido de guía, en la persona que le ha prestado su curiosidad, su capacidad de forzar los enigmas y de alumbrar lo que permanece en las sombras.

FILOLSOFÍA EN UNA SOCIEDAD MEDIÁTICA

Independientemente de lo que se pueda pensar sobre las respuestas, la  filosofía tiene una función específica con las preguntas. Evidentemente no podemos vivir sólo con preguntas, necesitamos responder, tomar decisiones, actuar. Por eso, muy precisamente, es tan importante que las preguntas no se echen enteramente al olvido. Acertar con la filosofía que se necesita es, en buena medida, acertar con las preguntas que la gente se hace más o menos oscuramente, recordar los límites de nuestra evidencia para que sea posible volver a preguntar sobre cosas esencialmente inciertas.

Hoy son dos, fundamentalmente, las fuentes de las que el público extrae certezas demasiado duras: lo que se dice que la ciencia enseña y lo que se abre paso a través de la información, lo que alcanza el cénit aparente de la verdad rotunda, lo que llega hasta la portada del periódico, incluso al portal de turno. Ambas fuentes confluyen en una relevancia social poderosa y virtualmente indiscutible para ensamblarse en ocasiones con cierta moralina humanista, que le sirve de pasaporte ideológico.

La filosofía no puede ser otra cosa que una vacuna contra tanta evidencia, contra tanto saber de más. Es una indagación que necesita sosiego y un clima de suspensión del juicio que no está al alcance de cualquiera, pero que cualquiera necesita en alguna medida para no perecer de sobresaber, de creer indebidamente en lo que de ninguna manera precisa ser creído.

El ensayo filosófico es la mejor de las vías para transitar entre atmósferas tan distintas, entre el casino de la opinión y el gabinete del pensador. Por razones de época ese tránsito no puede llevarse a cabo a lomos de lo que la teoría literaria llamaba «prosa didáctica», porque, con razón y muchas veces sin ella, la gente se siente demasiado madura para seguir yendo a la escuela (pese a que no duda en gastar verdaderas fortunas para el poeta en pagarse algunos de los masters más preciosos del mercado). El ensayo ha de ser, entonces, más incitador que expositivo, ha de mostrar su propio rastro en la aventura de pensar, sus heridas de guerra, ha de apoyarse más en inquietudes e incitaciones que se puedan compartir que en argumentos expresos: es lo que Trías llama «literatura de conocimiento» para referirse a lo que entiende es y debe ser ese modo de necesaria y buena filosofía, algo que tanto él como Savater ofrecen.

En el contexto de las críticas que frecuentemente se hacen sobre los fenómenos de la sociedad mediática y posmoderna es corriente escuchar una queja sobre el descenso del nivel cultural, sobre la trivialidad de los argumentos que ocupan el espacio público y otras desgracias por el estilo. No cabe duda de que hay razones para ello, del mismo modo que las hay para pasar por discreto comentando el caso. A veces ese dictamen adquiere un exagerado sesgo nostálgico y viene a parar en una contraposición maniquea entre la sociedad florentina y las ciudades McDonalds.

La percepción del pasado, lo único muerto que tiene un sabor dulce según la cínica observación de Cyril Connolly, tiende a ajustarse al recuerdo de la vida propia, lo que en el caso de las personas de cierta edad es casi inevitablemente una ocasión para la melancolía. A pesar de todo ello, las razones para valorar el presente son mucho más poderosas que las del culto al pasado, pero la resistencia a admitirlo adopta en muchas ocasiones un aire de cruzada. El celo en la superioridad genérica del pasado suele apoyarse en supuestas diferencias, al parecer sobre todo muy abundantes en los ámbitos de la cultura y del arte, además de refugiarse en otros lugares comunes muy queridos de las plañideras. Total, que demasiado frecuentemente se describe un panorama gris y chato que se contrasta con las innegables cumbres del pasado, así, en general. Esta nueva querella entre antiguos y modernos suelen ganarla ahora los de antes, y además por goleada.

Hay algo profundamente equivocado en esa clase de diagnósticos, un empeño en no ver lo evidente, un regodeo bastante hipócrita en subrayar la propia excelencia del crítico ocasional, la pésima suerte que ha tenido de vivir en tiempos tan mostrencos. Se trata de un fenómeno de aberración óptica que puede explicarse, sobre todo, por el hecho de que el innegable aumento de ia cultura media del público (el número de universitarios, el aumento de las ediciones de libros, de las tiradas de los periódicos, el increíble incremento de canales de todo tipo de información, etc.) y la mucha mayor frecuencia con que se emiten opiniones fundadas sobre todo tipo de asuntos hacen que el nivel de las cumbres visibles produzca menor espanto que cuando eran entrevistas desde mayores bajuras. Así puede llegar a suceder que algunos se crean perdidos en una inmensa planicie de mediocridad, en la que no se adivina la efigie de verdaderos maestros ante los que sentirse anonadado.

Cuando esta clase de consideraciones se refieren a lo que pasa en España, a nuestra cultura, se da muy frecuentemente, además, una peculiaridad que deriva de la acción conjunta de dos factores diversos, aunque no del todo. Por un lado la tendencia de la gente que cree ser de izquierda (y a veces hasta lo es) a subrayar el modo en que la herencia del franquismo ha asolado la cultura española y, por otro, el cariz frecuentemente hipercrítico con el que una buena mayoría de nosotros consideramos las cosas que nos pertenecen, al tiempo que veneramos verdaderas insignificancias con tal de que aparezcan en una lengua extraña. Con esos ingredientes es fácil, por ejemplo, añorar la universidad de la República, lamentar que los rectores universitarios perpetren faltas de ortografía en sus escritos (cosa que, en cualquier caso, no constaba en los anales) o llorar por la prolongada ausencia de grandes maestros del pensamiento como Unamuno y Ortega, que son los más comúnmente citados al respecto.

BALUARTES DEL PENSAMIENTO ESPAÑOL

Por lo que se refiere a la filosofía, actividad que, en todo caso, es de juicio inmediato bastante incierto, gracias a la obra de Trías y de Savater, los españoles de comienzos del XXI podemos dormir tranquilos en cuanto a la presencia de figuras, a la existencia de nombres de referencia de calidad contrastada y de alto grado de conocimiento por parte del público culto e, incluso, del público en general. Y eso se da al tiempo que la filosofía académica goza de un grado crecientemente alto de calidad e incluso de cierto alcance y notoriedad.

No son ciertos, pues, los toros si se pretende abonar la idea de que todo lo que se refiere a la cultura y al pensamiento en España está peor que, por ejemplo, en los años veinte y treinta. En realidad, lo que sucede puede describirse, mejor que con el diagnóstico de una supuesta ausencia de calidad, con la constatación de que ocurre precisamente lo contrario, cierta abundancia de todo, de calidad, aunque de mediocridad y de cutrez también. De cualquier modo que se considere el panorama intelectual de la España de ahora mismo, las obras de Trías y Savater ennoblecen el paisaje y nos colocan con toda dignidad en el mapa del pensamiento europeo contemporáneo.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.