Tiempo de lectura: 4 min.

Con una prosa formidable desde la primera hasta la última página, Fernando Castillo acaba de ofrecer al lector español “un verdadero catálogo negro de los personajes más oscuros de los años de la Ocupación”, por usar las palabras con las que él mismo describe una monografía al respecto de Cyryl Eder (p. 174). Y aunque la línea del tiempo comprende esos acontecimientos que señala el subtítulo del libro, el hecho de que los años 60 supongan apenas una nota epilogal y anecdótica revela hasta qué punto lo que interesa, importa y motiva al autor son esos años de invasión y complicidad, de ambiente moralmente corrompido por un envilecimiento general que conoció una variante insólita y especialmente estremecedora en aquel novelesco París de los primeros 40. Todas las ciudades tienen sus bajos fondos, pero, en lo que a ética y civismo se refiere, al parecer todo París fue un suburbio temible durante aquel lustro, arrinconando a la atemorizada gente normal en una periferia no tanto física como psicológica, obligándola a una invisibilidad mayor de la natural en los ciudadanos de a pie, a un intentar pasar todo lo desapercibidos que fuese posible para no verse mezclado en problemas, aunque muchos tendrían que recurrir al mercado negro, tan activo, tan superpoblado, para seguir tirando.

Los nazis se traían en las mochilas la vileza en forma de racismo y fanatismo, pero se diría que los franceses que decidieron ayudarles lo hicieron impulsados por una especie desconocida de maldad, una mezcla fatal de codicia y sadismo que en buena parte fue castigada cuando llegó la particular versión gala de los juicios de Núremberg. Y aunque lo cierto es que a partir de ese momento la Francia chovinista de De Gaulle acuñó el duradero mito de la Francia heroica, resistente e insumisa a Alemania que se habría salvado a sí misma de la intrusión (el primer párrafo de la página 55 es crucial para impugnar esa leyenda), desde hace décadas es ya imposible disimular la constatación de que “durante la Ocupación el azar situó a mucha gente, especialmente a los que estaban cerca del lado turbio y algo desorientados, en la senda del mal” (p. 123). Hablamos de “una época idónea [para aquellos] para quienes la ideología y los principios no existían” (p. 175), y en la que se creó “un entorno en el que naufragaron todos aquellos jóvenes que no tenían referentes sólidos, a los que la generalización de la confusión moral llevó a comportamientos insospechados” (p. 157).

Uno de esos jóvenes era el buscavidas judío Patrick Modiano, y su hijo, el hoy Premio Nobel de Literatura Patrick Modiano, fue uno de los pioneros en la dolorosa revelación de la verdad de aquellos años. Las novelas de lo que hoy se conoce como la Trilogía de la Ocupación (serie a la que Castillo añade el guión cinematográfico Lacombe Lucien, de 1974, proponiendo así una tetralogía monográfica), con las que el escritor debutó en 1968, 1969 y 1972, dan buena cuenta de hasta qué punto y con cuánto entusiasmo un número pasmoso de franceses colaboraron con los ocupantes de una u otra forma, que podían ir desde lo económico o lo cultural hasta lo sexual (lo que jocosamente se ha llamado “la colaboración horizontal”), y en el que ante todo se aprovechó para poner en práctica todas las formas conocidas de picaresca, chantaje, saqueos y pillaje, innovando además con algunas aportaciones originales en esos campos y en otros todavía más serios, como el de la tortura.

“Tengo la impresión de ser el único en establecer el vínculo entre el París de aquel tiempo y el de hoy, el único que se acuerda de todas esas minucias”, afirmaba Modiano en aquella inolvidable nouvelle que es Dora Brüder (Barcelona, Seix Barral, 2009, p. 49, trad. de Marina Pino), y, en efecto, Castillo va rastreando en la obra del parisino, con minuciosidad apabullante, todas las alusiones a personajes, referencias a sucesos o datos sobre la geografía urbana que aparecen en su ya extensa y canonizada obra narrativa, aunque entiende muy bien que “en su obra todo es exacto, pero probablemente casi nada es verdad” (p. 9). De esa obra se aporta una útil y exhaustiva bibliografía final con todas sus versiones al español (aunque ya ha quedado desactualizada, pues Anagrama acaba de publicar una nueva traducción de Des inconnues, la novela de 1999).

El principal mérito de Fernando Castillo es, por evocar el aleph de Borges, haber conseguido hacer sucesivo lo que fue simultáneo, esto es, haber escrito linealmente algo que se explicaría mejor con un plano de la ciudad que señalara todas las actividades, movimientos o fiestas de los implicados (y no sólo de París: hay un párrafo apresurado pero revelador en la página 115 que da cuenta sucintamente del “mapa” administrativo francés durante la Ocupación), y aun así ha conseguido un libro que no incurre en repeticiones. Como mucho hay, digamos, recordatorios, ciertos “estribillos” que tienen principalmente que ver con las apariciones aquí y allá de determinados personajes muy huidizos, y se trata de un volumen denso pero en absoluto espeso: sin ser exactamente ligero, es fluido, ágil, vivaz, muy entretenido y en ocasiones francamente gracioso, de modo que a su manera tiene también algo inevitablemente novelesco, especialmente gracias a un amplio “casting” de personajes imposibles, entre los cuales hay más de un español, como el tan inevitable como escurridizo César González Ruano o el boxeador falangista Paulino Uzcudun, a quien con toda seguridad recordarán los lectores de Bernardo Atxaga.

Lo cierto es que, al cabo, las novelas de Modiano son más bien un pretexto para dibujar a través de sus ficciones una historia (divulgativa, ma non troppo) de la Ocupación, la cual rebosa detalles sabrosos (los nazis retiraron una estatua de Victor Hugo…: p. 99) que a menudo alcanzan a lo que pasaba en la Costa Azul o en el norte, y que incluso salta a los países vecinos, como los interesantísimos datos sobre la situación belga, donde “los ocupantes fomentaron las diferencias entre valones y flamencos, otorgando a estos últimos un trato más favorable a causa de su origen germano” (p. 103 y ss.). Además, a la manera de Andrés Trapiello en Las armas y las letras, Castillo despacha rápidamente (pp. 62-67) la posición o actitud que asumieron varios de los principales artistas y escritores franceses, y también en esas nóminas hay sobresaltos y sorpresas muy significativas. Y si, como se explica varias veces, en los relatos de Modiano la literatura da numerosos y estratégicos codazos a la Historia, adaptando los sucesos y los protagonistas según su conveniencia, en este ensayo Fernando Castillo pone las cosas en su sitio y explica las cosas como fueron, y con ello, entre otras conclusiones, comprendemos que la realidad es imbatible, y que lo que ocurrió es casi siempre más inverosímil y disparatado que cualquiera de las fantasías o manipulaciones que puedan hacerse de aquello, sobre todo cuando “aquello” es un tiempo tan excepcional, un río tan revuelto, una fiesta de disfraces tan extraña.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010).