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Una novela seria sobre la destrucción de los Estados Unidos y el fin del mundo cumpliría la misma función que una profecía al revés. El novelista escribiría sobre el fin venidero, con el propósito de advertir sobre los males del presente y poder evitar aquél. A pesar de que Dios no le haya elegido para que haga de profeta, tendría que fingir una cierta presciencia: si el novelista no creyera estar viendo algo que los demás no ven (o al menos algo a lo que no prestan mucha atención), estaría malgastando su tiempo escribiendo y la gente lo estaría perdiendo si le leyera.

Eso no quiere decir que él sea más sabio que sus lectores; al contrario: puede que su visión solo se distinga de la de los demás porque le aqueja una especie de aflicción, que le separa de ellos y le concede un punto de vista singular sobre lo que está ocurriendo, del mismo modo que un herido tiene una perspectiva de la batalla más clara que la de quienes continúan peleando.

Quizá el novelista se parezca, más que a un profeta, a un canario de aquellos que los mineros solían bajar consigo a las galerías para que les advirtiera a tiempo de la presencia de gas en el ambiente: si el pájaro se inquietaba, piaba lastimeramente y se desplomaba, los mineros entendían que había llegado el momento de escapar a la superficie y ponerse a reconsiderar las cosas.

Pero puede que sea necesario definir en primer lugar el tipo de novela y el tipo de novelista en los que estoy pensando.

I

Con la expresión «una novela sobre el fin del mundo» no me estoy refiriendo a una fantasía como las de Wells o a una de esas películas de ciencia ficción que pasan por la TV en la última sesión. La novela a la que me refiero no pretendería predecir la inminente devastación del mundo, y ni siquiera estaría interesada en las posibilidades de destrucción física, tan reales en nuestra época. (No se fijaría en cosas como, por ejemplo, que cada uno de los aproximadamente noventa submarinos nucleares norteamericanos lleva dieciséis misiles Polaris, cada uno de ellos con una capacidad destructiva igual a todas las bombas lanzadas durante la Segunda Guerra Mundial). Al tipo de novelista al que me refiero le preocuparían otros signos. Signos que, interpretados correctamente, estarían anunciando otro tipo de peligros.

Y aquí es donde el novelista tiende a disentir del público en general. Porque mientras parece justo afirmar que la mayoría de la gente es optimista a la hora de hacer juicios o, mejor dicho, que su pesimismo se debe a razones específicas (del tipo: «si los estudiantes, los negros y los comunistas se portasen bien, las cosas no irían tan mal»), la percepción de lo que está pasando que tiene ese novelista parece apuntar a algo más radical, algo que no puede explicarse echando mano de simples males particulares como el racismo, Vietnam o la inflación. De modo que lo que hay que plantearse es si la mayoría de la gente está loca o si son más bien la mayor parte de los escritores serios quienes lo están. Dicho de forma más precisa: ¿se encuentra realmente la civilización secular, la ciudad de los hombres, en serio peligro, o es el novelista un burgués decadente, un residuo de una época anterior al que periódicamente le gusta adornarse y adornar a sus lectores con los anuncios de un desastre inminente?

Las signos son ambiguos: el novelista y el lector en general pueden coincidir sobre la realidad de la amenaza nuclear; pero cuando el novelista, aquí y ahora, comienza a comportarse como un hombre que se columpia al borde de un abismo o, aún peor, como uno que ya ha rebasado ese borde y ha caído en él, es frecuente que el lector se intranquilice; que se moleste, incluso: en una ocasión, una dama muy enfadada me paró por la calle para decirme que no le había gustado un libro que había escrito, pero que si daba lo mejor de mí mismo aún podría escribir una buena novela cristiana como El Cardenal, de Henry Morton Robinson, o incluso puede que como El Inclusero, del Cardenal Spellman.

¿Y qué hay del novelista? Permítanme definir el tipo de novelista en el que estoy pensando: no lo sitúo en una escala de méritos (no tiene por qué ser un buen novelista), lo pienso en los términos de los objetivos que desea alcanzar. El novelista del que hablo es un escritor con una preocupación explícita y última sobre la naturaleza del hombre y la naturaleza de la realidad en la que ese hombre se encuentra. En vez de construir una trama e inventar una serie de personajes en un mundo familiar para todos, ese novelista tiene tendencia a situar a un personaje extraño en medio de un lugar extraño, un lugar en el que las señales de orientación son enigmáticas, a pesar de lo cual su héroe se dispone a explorarlo. A ese novelista se le puede calificar de novelista «filosófico», «metafísico», «profético», «escatológico» o incluso de «religioso». Este término —»religioso»— lo uso aquí en su acepción original, que es como lo entiende el novelista: aludiendo a un vínculo radical que liga al hombre con la realidad y da sentido a su vida, o aludiendo a la ausencia de ese vínculo, que hace que su vida carezca de sentido.

En este tipo de novelista puede incluirse a escritores tan diversos como Dostoievski, Tolstoi, Camus, Sartre, Faulkner o Flannery O’Connor. Algunos podrán objetar que Sartre es ateo. Lo es, pero su ateísmo es «religioso» en el sentido que aquí se otorga a ese término: es un novelista que traiciona una convicción apasionada sobre la naturaleza del hombre, el mundo y la obligación del hombre en el mundo. Por las mismas razones excluiríamos sin prejuicios a la mayor parte de la novela inglesa: estoy deseoso de creer que Jane Austen y Samuel Richardson son mejores novelistas que Sartre y O’Connor, pero mientras los novelistas rusos del XIX estaban obsesionados con Dios y muchos de los existencialistas franceses lo están con su ausencia, el novelista inglés no está muy interesado en ninguna de esas dos cosas. Tradicionalmente, la novela inglesa se desarrolla en una sociedad tal y como todos la ven y la dan por garantizada. Si en esa sociedad destacan los vicarios y las parroquias, habrá vicarios y parroquias en la novela. Si no, no: tanto mejor para los vicarios y las parroquias.

¿Y qué hay de los novelistas americanos? Uno excluiría, y de nuevo sin prejuicios, a los que hacen crítica social y sátira cultural, como Steinbeck o Sinclair Lewis: los emigrantes de Oklahoma tenían demasiada hambre para tener «crisis de identidad», Dodsworth estaba demasiado interesado en Italia y en el dolce far niente para preocuparse de Dios o de la muerte de Dios. El tipo de novela contemporánea a la que me refiero trataría más bien de las secuelas, de lo que podría suceder después a esos personajes: ¿qué le ocurre a Dodsworth después de vivir feliz en Capri? ¿Qué pasa con los miles de habitantes del Midwest después de haberse instalado en la Riviera? ¿Qué ocurre con el Okie emigrado de Oklahoma que ha triunfado en Pomona y se pasa las horas viendo en la TV los shows de Art Linkleter? ¿Les va todo bien o están metidos en más problemas que cuando estaban en Main Street o en el desierto? Si es así, ¿cuál es la naturaleza de esos problemas?

Una pista de cuáles son las cosas que preocupan a los novelistas americanos es la queja constante de la crítica literaria británica. Una reseña inglesa de una reciente novela americana hablaba de la perenne disposición de los norteamericanos para la «megalomanía filosófica». Ciertamente: si las virtudes británicas residen en la pulcritud de estilo, la claridad y la concisión, el respeto por las formas y una innata turbación ante las «cuestiones profundas», entonces hay que admitir que entre los defectos de los novelistas americanos se encuentran la presunción, la grandilocuencia, la falta de formas, el exceso dionisíaco y una especie de «omnivoracidad» metafísica: las novelas americanas tienden a tratar sobre todas las cosas. Es más: al final, todo acaba en Dios, el hombre, el mundo. La frase más usada en las contraportadas de las últimas diez mil novelas americanas es «esta-novela- indaga-el-problema-del-mal-y-de-la-esencial-soledad-del-hombre»: como se ve, es una empresa de gran envergadura, pero el caso es que resulta normal que el novelista americano se sienta capaz de sacarla adelante. No cabe duda de que esa hipertrofia congénita de los apetitos del novelista es la causa de un gran número de pésimas novelas, especialmente en un momento como el nuestro, en el que —a diferencia de la Rusia del siglo XIX- el talento no se corresponde con la ambición.

II

Como los profetas de verdad, es decir, los hombres escogidos por Dios para comunicar algo urgente al resto de la humanidad, escasean hoy, el novelista puede realizar una función cuasiprofética: como en el caso del profeta, sus nuevas son, generalmente, malas noticias; además, a diferencia del profeta, cuya boca ha sido purificada con una brasa incandescente, es frecuente que el arte del novelista sea malo. Está convencido de que debería impresionar a sus lectores hablando de los novísimos —si no del Last Day of Gospel, sí del posible advenimiento de la destrucción, de la devastación de las ciudades, de los viñedos convertidos en páramos arrasados—. Al igual que el profeta, puede sentirse en profundo desacuerdo con sus compatriotas; a diferencia del profeta, sus compatriotas, por lo general, no le dan muerte: resulta más frecuente que le ignoren. O, si escribe libros lo suficientemente indecentes, entonces puede convertirse en un escritor de best sellers o incluso ser llevado al cine.

Lo que nos ocupa aquí es la discrepancia que hay entre el modo de ver las cosas de ese novelista y el modo de ver las cosas más común entre los habitantes de la ciudad secular, y el de los teólogos progresistas en particular. Aunque es importante advertir esa discrepancia, el novelista ha de tener mucho cuidado de no distorsionarla, especialmente en su propio beneficio, para no ser víctima de su seducción: nada llega a la gente con tanta facilidad como las sepulcrales proclamas de anticuados existencialistas de café y las de los neohippies, que declaran despreciar la sociedad y la tecnología de la civilización occidental al mismo tiempo que viven de los cheques que aquella les extiende, y que serían los primeros en acudir a que les pusieran una inyección de penicilina si tuviesen meningitis.

Pero, incluso después de haber tomado las precauciones oportunas, no se puede pasar por alto esa notable discrepancia: porque da la impresión de que los novelistas más serios (por no hablar de los poetas y los artistas), están desfasados respecto de sus iguales en otros ámbitos de la vida moderna, como los médicos, los abogados, los empresarios, los técnicos, los obreros y, hoy, los nuevos teólogos.

Es una vieja historia, la de los novelistas: la gente siempre pregunta:»¿por qué no escribe Vd. sobre cosas gratas y gente normal? ¿Por qué todo tiene que ser neurosis y violencia? Hay muchas cosas agradables en el mundo». El lector se ofende, pero se ofende aún más si uno contesta: «si, es cierto; de hecho parece que hoy hay más gente encantadora que nunca, pero de algún modo da la impresión de que a medida que el mundo se va haciendo más encantador también se hace más violento. La triunfante sociedad laica del mundo occidental, el mejor de todos los mundos posibles, ha liquidado más gente en la primera mitad de siglo de la que se había matado en el resto de la historia conocida. Aquellos que viajaron a Alemania antes de la última guerra informaron de que los alemanes eran la gente más encantadora del mundo». La gente se ofende aún más cuando oye cosas como estas.

III

Si uno realizara una encuesta Gallup a ciudadanos representativos de las megálopolis, las respuestas a la pregunta «cómo ve Vd. el futuro» serían parecidas a estas:
—Político liberal: «si utilizamos de forma constructiva la riqueza y energías de que disponemos, para proporcionar mayores oportunidades a todos los hombres, existe una esperanza sin limites para el bienestar humano».
—Político conservador: «si vencemos al comunismo y reavivamos la religión y el americanismo de otros tiempos, no tenemos de qué preocuparnos».
—Empresario: «los negocios en general van bien; la guerra no está afectando demasiado, pero los negros, los sindicatos y el gobierno podrían estropearlo todo».
—Trabajador: «este país lo que necesita es una jornada semanal de ocho horas y unos ingresos mínimos garantizados».
—Experto en Urbanismo y Población: «si pudiésemos solucionar los problemas internacionales y emplear el presupuesto anual en Educación y viviendas, podríamos tener un paraíso en la tierra».
Etc, etc…

Todos ellos tienen probablemente razón, y hay un contexto en el que es posible estar de acuerdo con cada una de esas respuestas. Pero imaginemos que se formulase la misma pregunta a un novelista que, digamos, nació y se educó en una comunidad en la que las necesidades humanas han alcanzado un alto índice de desarrollo; en la que, por supuesto, la vivienda, la educación y las instalaciones culturales y de recreo son de primera categoría; pensemos en sitios como Shaker Heights, Pasadena o Bronxville1 ¿Cómo contesta ese novelista a aquella pregunta? En primer lugar, si nació en uno de esos lugares es probable que lo haya abandonado. (Hay que hacer notar de paso que esas comunidades, junto con Harvard, Princeton, Yale, Bennington, Sarah Lawrence y Vassar2, han producido extraordinariamente pocos novelistas buenos últimamente, y que los buenos novelistas más recientes suelen proceder con mayor frecuencia de ciudades del sur de Georgia o de los barrios judíos de Nueva York y Chicago). En cualquier caso, ¿cómo respondería a la encuesta el novelista emigrado desde Shaker Heights? Me atrevo a decir que su respuesta sería algo así: algo va mal aquí; no me siento bien.

Es cierto todas las generalizaciones son peligrosas, y la más peligrosa de todas puede que sea hacer generalizaciones sobre novelistas, que forman un perverso grupo, ni siquiera se llevan bien unos con otros y, además, hoy hablan en una mezcolanza de lenguajes más confusa que nunca. Pero si hay un rasgo común a todos ellos, ya sean cristianos o ateos, blancos o negros, griegos o judíos, es el de un profundo desasosiego.

¿Resultaría excesivo afirmar que el novelista —y no el teólogo progresista— es uno de los pocos testigos que quedan de la doctrina del pecado original, de la inminencia de la catástrofe en pleno paraíso? En cualquier caso, si aceptamos que la discrepancia del novelista con el resto de la gente es un hecho —el hecho de que el artista americano serio no está de acuerdo con la manera de pensar del americano corriente—, nos enfrentamos a una sencilla alternativa: o bien estamos obligados a afirmar que el artista está equivocado y a decidir en qué sentido lo está (si se trata de un maníaco autocomplaciente, un excéntrico inofensivo, o del bufón de la corte de la cultura de quien todo el mundo espera que haga el tonto con salidas escandalosas por las que está bien pagado); o bien el novelista está intentando decirnos —en el confuso estilo órfico que le caracteriza algo que haríamos bien en escuchar. Y en ese caso es necesario especificar cuál es el motivo de su discrepancia y cuáles son las partes implicadas.

A uno le gusta elegir a los enemigos correctos y deshacerse de falsos aliados.

IV

Se puede afirmar desde el principio que la discrepancia no apunta en absoluto al viejo enfrentamiento entre el «artista marginado» y la sociedad tecnológica y mercantil dominante. Por una razón, y es que el novelista —incluso el novelista serio que no escribe libros «verdes»— jamás ha vivido mejor que hoy: los hombres de negocios (o mejor dicho, sus mujeres) son sus mejores clientes; las grandes Fundaciones se pelean por darle dinero; el gobierno de su país le concede premios en metálico. Hay otra razón, y es que esa imagen del artista como un marginado en una sociedad que le es hostil parece haberse convertido en el rasgo chic de aquellos escritores que no tienen otro signo visible de distinción: no hay nada más fácil que presentarse como una Cassandra hippie del tres al cuarto que proclama el acabóse en unos versos mal escritos.

Es la tosquedad de ese tipo de distinciones convencionales lo que hace difícil identificar el motivo de la discrepancia del novelista con el resto de la gente. Por ejemplo, el otro día recibí un formulario de un sociólogo que claramente se había confeccionado un listado de novelistas, y la primera pregunta del cuestionario decía algo así: «como novelista, ¿se siente Vd. alienado en la sociedad que le rodea?». Me negué a contestarla, porque cualquier respuesta por mi parte hubiera sido malinterpretada con toda seguridad. Un «sí» hubiera incluido ambigüedades varias. Un «sí» podría haber significado: «sí, encuentro repugnante todo el complejo urbano-tecnológico, por lo que me he apartado de él, me he ‘conectado’ y he ‘sintonizado'»3; otro «sí» hubiera podido significar:»sí, dado que soy cristiano y en consecuencia hasta cierto punto debo sentirme como un extranjero y un caminante en cualquier sociedad, así me siento en ésta, aunque considero que la sociedad democrática occidental es la mejor esperanza del hombre en la tierra»; otro «sí» hubiera querido decir: «Sí. Como John Bircher, estoy convencido de que el país se ha vuelto loco».

Las categorías del novelista no son las mismas que las del sociólogo, de modo que sus respuestas al cuestionario pueden ser perversas; en vez de responder, se dedica a cuestionar el cuestionario. Por ejemplo: ¿implica el cuestionario que el sociólogo no está alienado? Si el sociólogo ha conseguido situarse en una posición objetiva superior, ¿significa eso también que ha superado su condición mortal? Incluso si el sociólogo contestase «no, no me siento alienado» a su propio cuestionario, es posible que su respuesta, aún dada de buena fe, pudiera estar encubriendo la forma más extrema de alienación: piénsese en el tipo de alienación que Soren Kierkegaard tenía en mente cuando describió al pequeño Herr Professor que había metido el entero universo en su sistema científico sin caer en la cuenta de que lo que se le había quedado fuera era él mismo como subjetividad, y por tanto ya no podía seguir considerándose un individuo.

Si la vocación científica es la de clarificar y simplificar, pudiera parecer que la del novelista consiste en enturbiarlo y complicarlo todo, porque sabe que ni el cuestionario ideado con el mayor de los cuidados puede poner de manifiesto la relación del sociólogo consigo mismo; porque el novelista sabe que lo que siempre se queda fuera de toda formulación científica —incluso de la más rigurosa— es el individuo como tal. Y como el novelista se interesa siempre por individuos singulares (mientras que el científico se ocupa de ellos únicamente en orden a descubrir sus propiedades genéricas), es responsabilidad suya evitar caer en géneros y adentrarse en el misterio, en la paradoja, en el carácter abierto de cada existencia humana singular. Si es buen escritor, sabrá no hablar de su hombre de negocios como si fuera una especie de género: a Sinclair Lewis le fue muy útil inventarse a George Babbitt, pero no aprovecha nada a los malos novelistas crear a todos los hombres de negocios de los que escriben a imagen y semejanza de George Babbitt.

Veamos qué hombre de negocios interesaría al novelista «religioso», es decir, al novelista preocupado con cuestiones radicales como la identidad del hombre y su relación con Dios o con la ausencia de Dios. Ese novelista esbozaría a su personaje como un típico usuario habitual de los transportes públicos, un hombre que está, en cierto sentido, «perdido respecto de sí mismo». Es decir, que siente que algo ha ido muy mal en la rutina cotidiana de su trabajo, en la rutina de su oficina, en la vida ordinaria en su casa, en su visita dominical a la iglesia, en su trabajo como entrenador en la Liga juvenil. Incluso cuando todo marcha bien según todos los criterios objetivos, él sabe que no todo marcha bien. ¿Qué puede pasarle entonces? Por supuesto, puede optar por no tomar parte en lo que le ocurre, por abstenerse. Pero, gracias a Sinclair Lewis, sabemos lo que puede ocurrirle mejor de lo que lo sabía Sinclair Lewis. Ya no nos satisface que nuestro protagonista se evada y se escape a Capri buscando una vida cómoda: quizá porque somos más juiciosos frente a determinadas cuestiones, quizá simplemente porque Capri nos parece demasiado asequible. Aunque sería más fácil hoy escribir una novela satírica sobre algún hippie entrado en años que en su día se marginó del resto de la sociedad y ahora pugna por situarse en ella, el caso es que el novelista de hoy está más interesado en la catástrofe que en la vida entre los hippies. Aunque no posee certeza acerca de qué es lo que va mal, tiene el presentimiento de que el feliz ciudadano medio de las zonas residenciales corre el riesgo de una catástrofe, y de que, en cierto modo, necesita una catástrofe. Como Tomás Moro o San Francisco de Asís, el novelista del que estoy hablando se encuentra más a gusto cuando «nuestra buena hermana la Muerte» ronda por el vecindario. Y entonces, ¿qué hace que le suceda a su hombre de negocios? Que un día, cuando vuelve a su casa en el tren de las 17’15, sufra un grave ataque al corazón y le bajen en la misma estación que ha visto tantas veces sin verla. Cuando recupera la conciencia, se encuentra en un extraño hospital rodeado de desconocidos. Cuando intenta recordar qué ha ocurrido, se fija en su propia mano, que reposa sobre la colcha: es como si nunca la hubiera visto con anterioridad: se maravilla de su complejidad, de su belleza funcional. La mueve una y otra vez. ¿Qué está pasando? Lo que está sucediendo es una especie de revelación natural que recuerda las experiencias provocadas por las drogas psicodélicas. Es interesante resaltar que nuestro novelista «religioso», en dependencia de su «religión», entiende este tipo de revelación —para la que no hay otro nombre que el de revelación de la propia existencia— como un suceso que nos da ánimos o que nos repugna: recuérdese al Roquentin de Sartre tomando conciencia de su propia mano, que le parece una enorme y gruesa babosa con pelos rojos.

Cito estos ejemplos para mostrar el tipo de personaje, el tipo de situación, el tipo de acontecimiento que preocupa al novelista actual con más probabilidad que lo que podía esperarse que preocupara a Hemingway o a Sinclair Lewis. ¿No es razonable afirmar que, en cierto sentido, nuestro viajero enfermo «ha vuelto en sí»?

En qué sentido ha «vuelto en sí», y cómo afecta eso a sus relaciones familiares, a sus negocios, a su Iglesia, ése es, por supuesto, el argumento de la novela de la que estoy hablando.

V

A la vista de la triunfante y generalmente admirada transformación democrático-tecnológica de la sociedad, ¿de donde procede el radical desasosiego de nuestro novelista? ¿Puede acusársele, como ha acusado Harvey Cox a los existencialistas, de ser un anacronismo, un superviviente de las «personalidades cultas» del siglo XIX que, al no encontrar una audiencia comprensiva ni en el técnico ni en el consumidor, considera conveniente creer que el mundo se está yendo a hacer puñetas? ¿No debería el novelista imitar al teólogo progresista, que ha abrazado con gozo al mundo urbano y al ordenador?

Es obvio que el novelista cree que no: así, de improviso, no se me ocurre ningún novelista de primera fila que sea de alguna utilidad para la sociedad estadounidense «de éxito» (es decir, para los que pasan su vida en una próspera zona residencial de clase media-alta); que le sea de alguna utilidad en el mismo sentido en que Jane Austen lo era cuando celebraba una sociedad equivalente a la nuestra. Por el contrario: a lo que tiende ese novelista es a considerarse ajeno a esa sociedad.

El hecho curioso es que es el nuevo novelista —y no el teólogo progresista— quien juzga al mundo; es el novelista quien, a pesar de su conocida inclinación a la violencia, de su fetichismo de la libertad y de su aventurerismo sexual, pronuncia anatemas sobre la más permisiva de las sociedades, la misma que de hecho a él le permite todo.

¿Qué juicio le merece al novelista el teólogo progresista? Como uno de los argumentos principales de la novela americana desde Mark Twain ha sido la rebelión contra la civilización cristiana, podría esperarse que el novelista emancipado hiciera causa común con el teólogo emancipado. Lo cierto es —o así me lo parece a mí— que ni el novelista ni ninguna otra persona está muy interesada en ningún tipo de teólogos, y menos aún en los que defienden que Dios ha muerto. Los esfuerzos tenaces de estos últimos por bautizar ordenadores le recuerdan a uno a aquellos pastores liberales del siglo pasado, que se apostaban a las salidas de los laboratorios a esperar, dándole vueltas al sombrero, a que saliesen los científicos, para asegurarles que en realidad no existía conflicto alguno entre la ciencia y la religión. Al científico no podía importarle menos.

Con todo, el novelista contemporáneo está tan preocupado con la catástrofe como el teólogo ortodoxo con el pecado y la muerte. ¿Por qué? Puede que el novelista (que no es un crítico), sólo pueda responder en el ámbito de su propia visión del mundo. Según Toynbee, todas las cuestiones son en última instancia religiosas. Y por ello, la «religión» del novelista es algo relevante si está escribiendo una novela sobre cuestiones trascendentes. No importa demasiado que Margaret Mitchell fuera metodista o atea. Pero sí importa a qué son fieles Sartre, o Carnus, o Flannery O’Connor, porque ellos escriben sobre esa fidelidad.

Pues da la casualidad de que yo hablo en un contexto cristiano. O, lo que es lo mismo: yo no creo que mi vocación sea sermonear con la fe cristiana en una novela, pero da la casualidad de que mi visión del mundo está formada por una cierta creencia sobre la naturaleza y el destino del hombre que no puede dejar de ser central en ninguna novela
que yo escriba.

Esto de ser novelista y cristiano tiene hoy en día ciertas ventajas y ciertos inconvenientes: puesto que las novelas tratan sobre la gente y la gente vive en el tiempo y se mete en líos, probablemente constituye una ventaja estar suscrito a una visión del mundo como la cristiana, basada en la encarnación, la historia y las situaciones concretas, en vez de estarlo, por ejemplo, al budismo, que tiende a desvalorizar la singularidad de las personas, las cosas y los acontecimientos. Por lo que respecta a la confusión actual del hombre, ver al ser humano como alguien que es por naturaleza un exiliado, un ser errante, constituye probablemente una ventaja frente al modo de verlo propio de un behaviorista (como un «organismo» en un «medio»). A pesar del rechazo explícito del cristianismo por parte de Camus, su étranger tiene lazos de sangre con el homo viator de Santo Tomás de Aquino y Gabriel Marcel. Y si es cierto que vivimos momentos escatológicos, tiempos de grandes riesgos y de esperanza inconmensurable, de posible acabamiento y posible renovación, entonces sin duda el carácter profético-escatológico del cristianismo es especialmente apropiado a estos tiempos. Aunque también es cierto, como veremos ahora, que el novelista cristiano debe contar con desventajas específicas.

Pero, para volver a nuestra pregunta: ¿qué es eso que el novelista cree observar en el mundo occidental y le hace tener los presentimientos más oscuros al mismo tiempo que una excitación y una esperanza nada corrientes? Lo primero que observa es el gran fracaso del cristianismo en Occidente. Ese es un fracaso peculiar, y el novelista tiende a considerarlo de forma muy distinta a como lo hace, por ejemplo, el humanista científico: éste puede considerar con total franqueza que el cristianismo ortodoxo como tal es un anacronismo absurdo, mientras que el novelista, a decir verdad, se interesa mucho más por el humanista científico como persona que por la ciencia o la religión en abstracto. El novelista tampoco da demasiada importancia a esa denuncia habitual entre los cristianos de que los enemigos son el materialismo, el ateísmo y el comunismo: la cuestión de si lo que seguiría a una victoria total de nuestros anticomunistas más vociferantes supondría una mejora respecto del mundo actual con todos sus problemas, está, como poco, abierta.

No. Lo que el novelista observa o, mejor dicho, lo que siente, es una cierta cualidad de la conciencia postmoderna tal y como la descubre, tal y como la encarna en sus propios personajes. Lo que descubre, en sí mismo y en otra gente, es un nuevo tipo de individuo, en el que el potencial para la catástrofe y para la esperanza se ha intensificado repentinamente. Todo el mundo ha oído hablar de las nuevas armas, tan imponentes: pero nos resulta menos evidente la reordenación que se ha producido de las energías en la psique humana, en un grado comparable al progreso de aquellas. Las fuerzas psíquicas liberadas hoy en la conciencia postmoderna abren infinitas posibilidades tanto a la destrucción como a la liberación, tanto a una soledad absoluta como al redescubrimiento de la comunidad y de la reconciliación.

Por eso, el tema de la novela postmoderna es la historia de un tipo que está muy cerca del abismo. Cuando uno se para a pensarlo, ¡qué extraño resulta que el momento preciso en el que pisa el umbral de su nueva ciudad, después de haberse ganado a duras penas todo un alivio de los sufrimientos del pasado, casualmente coincide con el momento en el que su vida pierde todo su sentido! Es como alguien que hubiera picado su billete, llegado a su destino y bajado del tren… ¡y se encuentra con que entonces tiene que entregar también su pasaporte y convertirse en un vagabundo sin hogar!

La novela americana de los últimos años ha tratado temas tales como las vidas de personas arruinadas por males sociales, o las de reformadores que atacan esos males, o quizá el de la confusión de los americanos expatriados, o el de la gente del Sur que vive en regiones obsesionadas por los recuerdos. Pero el héroe de la novela postmoderna es un hombre que ha borrado sus recuerdos detestables, ha conquistado sus males actuales, y ahora se encuentra en la victoriosa civilización laica: su único problema es cómo convencerse de que no debe pegarse un tiro en la cabeza.

Los teólogos que defienden que Dios está muerto sin duda dicen la verdad cuando llaman la atención sobre la creciente falta de importancia de la religión tradicional. Los teólogos ortodoxos denuncian con idéntica legitimidad, aunque de forma mucho más monótona, que no existe conflicto alguno entre la doctrina cristiana y el método científico. Para el novelista, todas esas polémicas podrían estar pasando por alto el tertium quid en el que todas estas confrontaciones tienen lugar: la conciencia individual del hombre postmoderno.

Se están planteando las cuestiones equivocadamente. Pues la cuestión correcta no consiste en si Dios ha muerto o si ha sido sustituido por el complejo político-urbano. La cuestión no es si la Buena Nueva ha dejado de ser relevante, sino si es posible que el hombre esté atravesando una reestructuración tan tempestuosa de su conciencia que ya no le permite tomar en cuenta las Buenas Nuevas. Porque lo que ha tenido lugar no es simplemente una transformación tecnológica del mundo, sino algo psicológicamente más portentoso. Lo que ha ocurrido es que el profano ha sido «absorbido»: no por el método científico —cuyas credenciales aquél acepta como explicación para todos los ámbitos de la realidad— sino por el halo de magia que rodea a la ciencia. En la cultura laica de la sociedad científica no hay nada tan fácil como caer víctima de una seducción que le separa a uno mismo de uno mismo, dividiéndole en una «conciencia objetiva» transcendente, por una parte y, por la otra, en un ente consumista con una lista de «necesidades» que satisfacer. Esta bifurcación monstruosa del hombre en componentes angélicos y bestiales es la que hay que ponderar antes de erigir nuevas teologías contra las viejas: un hombre como ése no se haría cargo de Dios, del diablo o de los ángeles ni siquiera si estuviera ante ellos, porque que ya ha poblado el universo con sus propias jerarquías. Así que cuando el novelista escribe acerca de un hombre que «vuelve en sí» a través de algún catalizador como la catástrofe o el sufrimiento, puede estar ofreciendo un oscuro testimonio de una gran transformación de la conciencia y también de lo necesario que resulta reconquistarse a sí mismo: no como ángel ni tampoco como un organismo, sino como una criatura errabunda que se encuentra en algún punto intermedio entre esas dos.

Por ello, la cuestión definitiva es cuál es el final o el resultado histórico de esa falla que se está abriendo en la conciencia. ¿Qué será más relevante para el hombre del futuro, para el hombre que está «perdido» y que lo sabe? ¿la nueva teología política o la vieja teología renovada de la Buena Nueva? Lo más destacable de la teología progresista, además de sus compases pesimistas de marcha fúnebre, es la trivialidad de sus propuestas post mortem. En efecto: después de la polémica, cuando se piensa que ya se han aplanado los cimientos y limpiado los escombros, lo que aparece es poca cosa. ¿Qué hace el cristiano cuando su Dios está muerto y Su nombre eliminado? Pues se le propone que destine más tiempo al partido político de su elección o quizá que haga un esfuerzo mayor por ser cortés con las dependientas y los vendedores de zapatos. Al novelista «religioso» —ya sea Sartre u O’Connor- las optimistas propuestas de la nueva teología le parecen un conjunto de resoluciones aprobadas por una asociación de profesores y padres de alumnos.

El hombre que escribe una novela seria sobre el fin del mundo, es decir, sobre el fin de una era y el inicio de una nueva, no debe contar simplemente, como hizo Wells, con cambios en el entorno, sino con cambios en la conciencia humana que pueden ser igualmente radicales. ¿Será esa conciencia más religiosa o lo será menos? Después de todo, la idea del hombre como un ser que ha pasado de forma gradual de una fase religiosa de la historia a una era política es un presupuesto que está por investigar. Quizá resulte que la época moderna, que puede que tenga unos trescientos años y ya esté concluida, se conozca en el futuro como la Era Laica, que finalizó con las catástrofes del siglo XX.

VI

El contraste entre las visiones del mundo que tienen los moradores del viejo mundo moderno y las que tienen los que habitan en un mundo postmoderno puede esbozarse de forma novelística. Imaginemos a dos científicos del viejo mundo moderno, pongamos que dos físicos de Los Alamos durante los años 40. Salen del laboratorio un domingo por la mañana después de haber trabajado toda la noche y pasan por delante de una iglesia en su camino de regreso a casa. La puerta está abierta: Según pasan, oyen unas cuantas palabras del evangelio que se predica ese día. «Ven y sigúeme», o algo parecido. ¿Cómo responderían a esa llamada? ¿Qué se dirían el uno al otro? ¿Qué pueden hacer o decirse? Teniendo en cuenta el clima vigorizado de objetividad transcendente y camaradería que hubo en aquél momento de apogeo de la Física a principios de siglo, es difícil imaginar una propuesta que les pareciera más irrelevante que ese sermón estándar, cargado con toda la monotonía y el pesimismo tan característicos de la cristiandad en ese mismo momento histórico. Si de hecho se dijeron algo, desde luego no fue algo equiparable a un rechazo de la invocación»¡Ven!». Esa llamada solo es relevante para un hombre en ciertos apuros y ¿puede uno imaginarse a estos científicos en un apuro, como no fuera el de su Schadenjreudé 4 acerca de la invención del arma definitiva? Ellos hubieran percibido las palabras escuchadas a través de la puerta abierta como una manifestación de un cierto constructo cultural. El científico A pudo haberle dicho a B: «¿sabías que hay una secta local de Penitentes a menos de cinco millas de aquí que hace procesiones con látigos y cadenas antes de la Cuaresma?». Y uno no podría haberlos culpado por asistir a un espectáculo de ese tipo con el mismo ánimo con el que hubieran asistido a la «Danza del Maíz» en Tesuque, Nuevo México: y el hecho es que algunos de aquellos físicos de Los Alamos se convirtieron en etnólogos amateurs bastante aceptables.

Pero imaginemos ahora a un tercer científico, cincuenta años más tarde. Posiblemente se trate de un técnico. Supongamos que el mundo ni siquiera ha estallado (después de todo es demasiado fácil presentar un escenario en que el evangelio se predica a unos pocos desarrapados que viven entre ruinas). Lo que ha ocurrido más bien es que el alto nivel cultural de los físicos del siglo veinte ha sido sustituido hace mucho tiempo por el barrido rutinario propio de la física de partículas (y aquél ha quedado como un botánico de hoy en día que se marchara a la Antártida con la esperanza de encontrar algún liquen olvidado). Nuestro técnico está empleado en el Senior Citizens Compound de Santa Fe-Taos, y trabaja haciendo cálculos rutinarios de radiación en leche de vaca sintética.

Supongamos que el cisma y el aislamiento de la conciencia humana también ha avanzado deprisa, por lo que la humanidad se encuentra dividida en dos grupos: el de los consumidores, que lleva mucho tiempo anestesiado y perdido de sí mismo girando en los círculos del consumismo, y el de las conciencias objetivadas y desamparadas, o sea, los fantasmas humanos que vagan por la tierra como Ismael por el desierto. Este segundo, a diferencia del consumista, conoce su situación: es el hombre desesperado del que habló Kierkegaard, para quien todavía hay esperanza porque es consciente de su desesperación. Es la caricatura del hombre cartesiano contemporáneo, que ha objetivado el mundo y su cuerpo y se encuentra como el ángel a las puertas del Paraíso, expulsado de ambos. Todas las relaciones de las criaturas se desmoronan a su paso. Le basta con pronunciar una palabra —como «conseguir intersubjetividad», «relaciones interpersonales» o «conducta legítima»- y aquello que la palabra significa se desvanece.

Un hombre como ése abandona su laboratorio un día de trabajo sintiéndose más incorpóreo de lo habitual y pasa por delante de aquella misma iglesia, que ahora está en ruinas —tan arruinada por la monotonía de la vieja cristiandad como por las enloquecidas reformas de los teólogos progresistas—. De entre los escombros emerge
un extraño que le aborda. El extraño es un sujeto abatido, cansado, es un vagabundo: un sacerdote, digamos que alguien como el «pater whisky» de El Poder y la Gloria, de Graham Greene, que ha sido enviado como sustituto a un territorio hostil. Ese extraño se dirige al técnico:
—Tienes mal aspecto, amigo.
—Sí —responde el técnico, ceñudo—, pero estaré bien tan pronto llegue a casa y me tome la medicina, que es la mejor medicina del mundo para la «expansión-de-la-conciencia-estimulación-de-la-sociabilidad- y-auto-integración».
—Ven —dice el sacerdote—. Yo te daré una medicina que te integrará para siempre.
—¿Qué tipo de medicina es esa?
—Tómala y ya no volverás a necesitar ninguna otra… etc, etc.

Cómo responda el técnico es secundario. Lo que nos interesa son las formas de comunicación: es posible que en la puerta de esa iglesia en ruinas se esté produciendo un tipo de comunicación distinto del que se produjo cincuenta años antes.

VII

El novelista estadounidense y cristiano de hoy en día se enfrenta a un dilema muy particular. (Me refiero, por supuesto, al dilema relativo a su época, no a sus malestares, neurosis o fracasos personales, a los que está supeditado al menos en igual medida que sus buenos colegas paganos, aunque a veces pienso que lo está en mayor medida que ellos). Su dilema es que, aunque profesa una fe que le salva a él y al mundo —además de alimentar su arte—, también es verdad que el cristianismo, en cierto sentido, parece haber fracasado: su vocabulario se ha quedado anticuado.

Así que ese fracaso provoca problemas por partida doble a un hombre que es cristiano y cuyo oficio son las palabras. Las viejas palabras de gracia y salvación se han vuelto blandas como fichas de poker: se ha producido una cierta devaluación, como ocurre con una ficha de poker que ya ha sido cambiada por dinero. Incluso si uno se refiriera solo al ámbito cristiano sin considerar a los paganos, al ámbito de una cristiandad en la que todos son creyentes, casi seguiría dando la impresión de que cuando todo el mundo cree en Dios es como si todos empezasen el juego con una ficha, lo que equivale a empezarlo sin ninguna.

El novelista cristiano de hoy en día es como un hombre que encuentra un tesoro oculto en el desván de una casa antigua, pero escribe para gente que se ha mudado a las zonas residenciales y está harta de casas antiguas y de todo lo que haya en ellas.

El novelista cristiano es como un hambriento soldado sudista que encuentra un billete de cien dólares en las calles de Atlanta, y entonces descubre que todo el mundo es millonario y que el tendero no acepta el dinero.

El novelista cristiano es como un hombre que va a un lugar solitario y salvaje para descubrir la verdad en sí misma, y después de muchos sufrimientos y de penosas experiencias, encuentra allí a un apóstol que tiene poder para darle una gran noticia, y se la trasmite; él, el novelista, la cree, corre a la ciudad para contársela a sus compatriotas, y entonces descubre que ya ha sido difundida, que de hecho es el anuncio más emitido y fastidioso de la radio y la televisión, que es más frecuente incluso que el de Exxon, que de hecho daría lo mismo si gritase «¡Exxon! ¡Exxon!», porque nadie va a hacerle caso.

El novelista cristiano es como un hombre que encuentra un tesoro enterrado en un campo y va, vende cuanto tiene y compra aquel campo, y entonces descubre que el resto de la gente tiene el mismo tesoro en su campo y que, en cualquier caso, los valores inmobiliarios han subido tanto que los propietarios de los campos se han olvidado del tesoro y están deseando parcelar.

Y además de la devaluación del vocabulario, hay que contar con el notorio fracaso moral del cristianismo. Es significativo que ese fracaso, en los Estados Unidos, no se ha producido en el ámbito de la teología o en el de la metafísica (que preocupan a los existencialistas y a los teólogos progresistas y frente a los que los americanos siempre se han sentido indiferentes), sino más bien en el de la moral cotidiana, algo que les ha preocupado mucho desde el puritanismo. Los americanos se enorgullecen de hacer bien las cosas. No es chauvinismo pensar que es posible que lo hayan hecho mejor que ninguna otra gran potencia de la historia. Pero en un punto, aquél que más duele y en el que se necesitaba más caridad, no lo han hecho bien: los blancos han pecado contra los negros desde el principio, y siguen haciéndolo; inicialmente con crueldad y hoy con indiferencia, lo que puede ser aún más destructivo. Y han sido las Iglesias las que, lejos de luchar con justicia contra la inhumanidad natural del hombre frente a sus iguales, han santificado y perpetuado esa indiferencia. Para el novelista escatológico incluso empieza a parecer que en esa única falta puede haber consistido el trágico error de los organismos políticos. Y, al menos, considera su obligación comunicar a sus compatriotas que pueden morir por ello, para que lo eviten.

VIII

¿Qué puede hacer un novelista cristiano, que refleja en sí mismo (pues de lo contrario no sería un novelista) la sociedad que ve a su alrededor, y cuya única diferencia con los demás es que él tiene vocación de novelista? Con su suerte unida a la de una cristiandad desacreditada y con un vocabulario difunto como herencia… ¿cómo emprende su tarea de escribir? Haciendo lo único que puede hacer. Como el Stephen Daedalus de Joyce, invoca cualesquiera restos de astucia, destreza y maña que pueda reunir, sacándolos de las regiones más oscuras de su alma: el uso novelesco de la violencia, el sobresalto, la comedia, el insulto, o lo extraño son las herramientas de su trabajo diario. ¿Cómo podría ser, si no? ¿Cómo puede uno escribir sobre el bautismo como un acontecimiento de gran significación, si el bautismo ha sido ya aceptado por todo el mundo, pero como un rito tribal menor, casi menos importante que el hecho de llevar a los niños a ver a Papá Noel en los grandes almacenes? En una novela, Flannery O’Connor trasmitió la idea del bautismo por medio de una exageración, en la forma de una muerte violenta por asfixia. A la pregunta de por qué creaba personajes tan extraños, respondió que para los que están casi ciegos hay que hacer caricaturas muy toscas y sencillas.

Por todo ello, escribir una novela sobre el fin del mundo puede ser algo muy útil. Porque puede que sólo a través de la evocación de la catástrofe, la destrucción de todos los anuncios de Exxon y el retoñar de las vides en los bancos de las iglesias, pueda el novelista hacer un uso indirecto de la catástrofe, con el fin de que tanto su lector como él puedan «volver en sí».

Aclarar si la catástrofe recaerá sobre nosotros, o si la merecemos, o si aún queda sitio para la reconciliación y la renovación —nada de eso corresponde al novelista—

(Traducción de ‘Lucía Ortiz y Manuel Fontán del Junco)

NOTAS

1. Lugares de residencia de la alta sociedad norteamericana, con un elevado nivel de vida. (N. de los TT.)
2. Colleges o Universidades conocidos por su gran prestigio educativo y cultural. (N. de los TT.)
3. El autor alude a una frase de Timothy Leary («conéctate, sintoniza y olvídate»), muy popular durante los años setenta en EE.UU. (N. de los TT.)
4. «Alegrarse de las desgracias de los demás»: en alemán en el original inglés. (N. de los TT.)

Novelista estadounidense