Tiempo de lectura: 14 min.

 

Jeder Mensch ist ein Künstler
«Todo hombre es un artista»
Joseph Beuys

Entran en el Guggenheim de Bilbao dos investigadores del arte actual —gamberros los llaman algunos—, cuelgan un garabato en la pared y filman a los espectadores que, con cara de crédulos y actitud pensante, se exprimen el cerebro para interpretar el simulacro. Seguidamente contemplan con la misma curiosidad un trabajo de Rauschenberg, por decir algo. Los resultados del trabajo de campo antropológico indican que el espectador no tiene ni idea de por dónde van los tiros culturales. Pongamos que el mismo garabato se ofrece a la venta en una galería con cierto renombre a un precio de 20.000 euros y que se vende. Es patético pensarlo pero lo reconocemos como absolutamente posible.

AMPLIACIÓN ILIMITADA DE RECURSOS PLÁSTICOS

Recientemente en un periódico se publicó un amplio artículo sobre el arte actual con el título: « ¿Es esto arte?» y entre otros muchos fenómenos se citaba la renombrada, por escandalosa, cama de Tracey Emin Toda la gente con la que me he acostado, expuesta en la Royal Academy de Londres y la famosa lata de excrementos vendida a precio de oro molido.

Cada uno podría añadir infinitas situaciones de desconcierto a esta retahíla de ejemplos. En la Documenta de Kassel colgaba una goma elástica de un alfiler a cuyo lado, por si las dudas, se desplegaba en letra minúscula un larguísimo salmo explicativo. En un museo de arte contemporáneo de Bonn se inauguró en 1991 una exposición sobre la menstruación tras la que se invitaba a un bufé de delicatessen en la gama de los rojos.

En música la experiencia se hace aún más árida por ser el arte más alejado de la representación. El concierto de música contemporánea sorprende de igual modo al oyente desarraigado, que queda desconcertado. Preso en una esforzada escucha a la que, para acentuar la dificultad, ni siquiera puede volver la mirada, aguanta hasta un final que sólo reconoce por el aplauso de algún vecino de palco más culto que él. En el estudio de música electrónica de Friburgo los estudiantes de composición en el concierto de final de curso colocaron un altavoz inmenso en el centro del público que emitía un tono ascendente en volumen hasta que no quedó un solo oyente en la sala, preocupados todos por el posible reventón de sus tímpanos. Durante las jornadas de música contemporánea de Colonia, desmontar un contrabajo y volverlo a montar es una obra de repertorio. Un conjunto instrumental puede funcionar con tres transistores y un secador de pelo. Pero también citas melódicas medievales pueden presentarse como fórmulas actuales de composición.

El oyente retiene al final ingredientes básicos de tonalidad contemporánea: notas espaciadas en el tiempo, transfiguraciones de los instrumentos —para que el saxofón suene afónico, de la flauta sólo escuchemos el claquear de las clavijas o del contrabajo, el arco contra el cordal—, bruitages, intervenciones de la voz, fuertes contrastes rítmicos y de matices, combinaciones estrambóticas de instrumentos. En general, domina el contexto fenoménico de los sonidos (la melodía es tabú) envuelto en un ambiente tendente a lo telúrico, sobre fondo negro con intérpretes vestidos de negro y con títulos a poder ser tan sugerentes como herméticos.

Hasta aquí un breve muestrario, sacado de contexto, de los infinitos posibles del arte contemporáneo. Y todos estos productos pertenecen, porque la selección es consciente, a la más reciente década de los noventa.

ENSALADA INTELECTUAL

El coro de voces que se manifiestan críticas a este tipo de manifestaciones se escucha con cada vez mayor nitidez. La última feria de Arco ha provocado toda una cadena de ácidos comentarios. La última Documenta de Kassel no cumplió con las expectativas y se tildó de mediocridad con pretensiones.

Sobre todo en el espacio de las artes plásticas es frecuente el enfrentamiento de opiniones de público, galeristas y directores de museos. En música, el recelo a manifestarse abiertamente es mayor. Parece que la opinión exige un mayor grado de conocimiento. Los conciertos en los que se pateaba, chiflaba o incluso lanzaba tomates al aire son parte de la historia, como lo es un diálogo entre compositores similar a aquella preocupación compartida de la época de Darmstadt o de Donaueschingen en las décadas de los cincuenta y sesenta. A falta de información, el público de música contemporánea sigue siendo minoritario.

El panorama artístico actual sugiere con frecuencia que el anything goes se ha extendido, como un manto protector e impermeable, sobre todas las expresiones artísticas y formas de pensamiento. Y esta situación nos remite un poco a la escena del Retrato de un artista de joven de Joyce, cuando le preguntan a Dedalus si besa a su madre antes de acostarse y éste responde que sí, lo que desata una carcajada hiriente en sus compañeros, la misma carcajada que produce en ellos la respuesta contraria. El desconcierto de Dedalus es total. Tampoco damos con una respuesta correcta sobre lo que es arte de verdad y arte de mentira. Arriesgar una definición puede provocar la carcajada. Nadie quiere pasar por rancio ni por inculto. Suficientes ejemplos de juicios erróneos sobre geniales artistas ha dado ya la historia del arte como para meter otra vez la pata. Ni siquiera los críticos, ni los galeristas y directores de los museos más referenciales saben ni quieren ofrecer una respuesta satisfactoria.

Beuys tampoco se atrevió a dar una contestación certera, sino respuestas de circunvalación que se hicieron aún más borrascosas con la frase nuclear de «todo hombre es un artista». Su concepto programático del arte le costó, por cierto, su puesto como docente en la Escuela de Bellas Artes de Dusseldorf en 1972. Precisamente en ese mismo año y durante la quinta edición de Dokumenta, Beuys volvería a puntualizar su malinterpretada frase reivindicando la potencialidad creativa de todo ciudadano, que no la aceptación incondicional de toda expresión incongruente. En arte no está todo permitido y no se puede hacer lo que a uno le venga en gana, dice Beuys, «si se hace lo que se quiere, todo se convierte en una gran ensalada. Si no se atiene a una legalidad interna de las cosas, nunca se logrará una calidad ni una forma (Gestalt)».

Eran otros tiempos y otros contextos, ciertamente. Su idea de fundar una Escuela para la Creatividad y la Investigación Interdisciplinar en Dusseldorf se gestó sobre el humus de la revolución social del sesenta y ocho. En el discurso de Beuys, como en el de Rauschenberg, o incluso en los más recientes de Nono o Lachenmann, se entretejen estructuras de pensamiento marxista. Era ésta una generación post Adorno y post Benjamin, donde afloraban postulados anticapitalistas y donde el binomio Arte=Capital era uno de los argumentos discursivos más frecuentes.

De aquella línea Adorno-Benjamin-Duchamp-Schwitters-Rauschenberg-Cage-Cunningham-Beuys-Nono-Stockhausen (por centrar nuestra mirada sólo en las artes plásticas y la música) sigue fluyendo con una presión constante un importante caudal de ideas que se recogen en muchos puntos del arte actual. El problema está en la interpretación de esa herencia. (Aunque «interpretación» sea también un término rechazado tanto por Beuys, que lo califica de unkünstlerisch: poco artístico; como por Rauschenberg, que lo sustituye por «experimentar»). Digamos entonces que muchas veces el criterio para valorar o descodificar una obra de arte está precedido por el estudio, lectura o excavación arqueológica de aquellas propuestas cuyas astillas reencontramos dispersas en muchas manifestaciones artísticas actuales.

La ensalada se produce al operar indiferenciadamente con una terminología que se sustrae a cualquier intento de fijación semántica y cuando los artistas aplican esos nuevos materiales pero vacíos del contenido o de la idea que legitimó su entrada. Aquí la pregunta de si es arte o no, puede responderse con cierto criterio.

Una definición precisa sólo ha sido formulada por el pensamiento filosófico. En su conferencia de 1950 sobre el origen de la obra de arte, Heidegger propuso la línea idealista —«la obra de arte es una objetivación del espíritu»—, y Gadamer, su alumno, la retomó en La actualidad de la belleza. Pero al margen de la dialéctica filosófica y aplicado al hecho concreto, hoy son pocos los que arriesgan un juicio sólidamente argumentado que permita distinguir una obra de arte de la que no lo es. Aunque el patrón tradicional sea obsoleto hay unos pretextos, unas referencias importantes a las que acudir para intentar entender —si no juzgar— lo que está pasando.

Lachenmann propone, en música, un camino con sistema. Si después de la tradición clásico-romántica la música está muerta, como dice, se trata de reinventar el lenguaje después de destruirlo previamente. Para componer hay antes que descomponer, destruir a fin de construir. Borrar las huellas de todo significado heredado y dotar a los significantes de nuevos contenidos. Repensar un nuevo código, con coherencia.

Aquí La estética de la oposición juega un papel clave —cabe recordar la novela de tres volúmenes de Peter Weiß publicada en los años setenta bajo ese título—, aunque se haya vulgarizado con frecuencia como mera estética de la provocación. Esa «oposición» abrió peligrosamente las compuertas de la libertad de acción, legitimando todo acto como artístico. El principio aleatorio, metáfora también de la libertad, que tan relevante impulso inyectó en la música de los años cincuenta —a finales de la era serial— ha sido también en este sentido un arma de doble filo.

Los collages de Kurt Schwitters, el libro Passagen de Walter Benjamin y los objetos de Robert Rauschenberg y Karl Gerstner, lo mismo que la tercera sonata para piano de Boulez, los Klavierstücke de Stockhausen o la ópera Votre Faust de Henri Pousseur, son algunos ejemplos abiertos que descubrieron la interacción entre-obra, intérprete-y-público.

La obra de arte invita a la participación y al juego. Confirma el concepto de Gadamer, pues para él el arte es juego, símbolo y fiesta (Die Aktualität des Schönen): fiesta entendida como negativa al aislamiento, como representación del colectivo.

El momento lúdico, aleatorio del arte no tiene por qué estar reñido con la calidad. La popularidad del arte tampoco es necesariamente sinónimo de vulgarización. La falta de calidad, como decía Schwitters, es el Kitsch (en: Eile ist des Witzes Weile). El Kitsch es la falta de calidad de pensamiento, como el dilentantismo es falta de calidad artesanal. Una obra puede ser Kitsch y diletante a la vez. Si la personalidad del artista falla, el resultado es Kitsch y si lo que falla es el dominio artesano, aun cuando la personalidad del artista sea de calidad, lo que arroja es un producto diletante. Es discutible, como todo, pero en Schwitters se encuentran respuestas posibles al fenómeno del desconcierto artístico que tanto se comenta en nuestros días y que es un leitmotiv de la historia artística.

La cadena histórica de reflexiones en torno al arte puede ser uno de los caminos o asideros para levantar la nebulosa que envuelve en estos momentos la producción artística. Cuanto más nos adentramos en las lecturas clásicas de la modernidad, más entendemos de dónde provienen los tiros y qué profundidad alcanzan. El trabajo interdisciplinar, la ampliación infinita de materiales y recursos, la densidad de información de que dispone cada artista y las infinitas redes referenciales que se establecen, hacen de cada obra un plural conglomerado de ideas que no siempre cumplen esa legalidad interna de la que hablaba Beuys. En el mejor de los casos se puede hablar del «museo imaginario» del que hablaba Malraux; en el peor, de un corte de digestión intelectual.

Si en la obra de arte la ensalada de referentes, el museo imaginario pequeño o grande, es sólo eso, un ensamblaje de gestos pertenecientes a un nivel estético secundario y además mera estrategia de manipulación hacia un objetivo (por ejemplo, comercial), topamos sin remedio con el Kitsch, esos productos carentes de calidad, esa basura artística con fecha de caducidad (que ya está empezando a ser desalojada de uno de los pisos del MoMA).

REPRODUCCIÓN CLÓNICA

Sorprende asistir en Madrid a un concierto de música contemporánea, a una vemissage o una performance, hojear una revista de arte y descubrir un tipo similar de propuestas a las de Berlín, Londres o París. Quiere esto decir que existe una comunidad interconectada de modernos y que el regionalismo no es precisamente uno de los rasgos destacables del fenómeno. Es evidente la naturaleza universal del arte pero lo que es menos, y da lugar a pensar, es esa reiteración, esa clonación de modelos que saltan a la vista y al oído del observador. La estética epidérmica de la modernidad es clónica. El outfit de los artistas, reconocible en las diferentes topografías. El fenómeno de la globalización resulta, por lo visto, aplicable a muchos niveles.

La película El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, rodada en 1982, fue revolucionaria en el sentido de institucionalizar una estética del negro, del underground, del look algo profético de unos hombres inmersos en la más cutre cotidianeidad con una misión angelical que remitía a una mezcla de los ángeles de Rilke y Klee tomándose, eso sí, unas pommes frites en un puesto de la calle junto al muro de Berlín. Esos modernos ángeles caídos teñían por momentos a Berlín de nácares rosados. Eran como los Pájaros del alma de Rilke o los hombre-pájaro (más pájaro que hombre) de Klee, pero con el añadido del contacto urbano.

La estética del negro intelectual, mesiánico y aparentemente antiburgués, esa estética de la oposición que explicaron con todo tipo de pelos y señales Bloch, Benjamin y Schmitz, y que con Lagerfeld se hizo traje y con Wenders imagen, se ha instalado y extendido geográficamente. De modo que la escena de artistas de vanguardia, la Künstlerszene, ya no en Madrid, Berlín, Londres o Venecia, sino en Engelskirchen, Jaca, St. Jean de Pied de Port o Aquileia, se parece, se repite en sus trazos más definitorios. Se reproduce clónicamente la imagen de los productos y la de sus productores.

Se acusa a nuestra generación, y hablo de la generación nacida en la década de los sesenta, de una actitud consumista en general que es igualmente aplicable al ámbito de la cultura. Se entiende ésta como un complemento natural a quien se jacta de estar al día y tener un perfil cosmopolita. Al igual que se caricaturiza el turista americano con la lista de monumentos a visitar en Europa, que va tachando con una cruz una vez finalizada la visita, existe ese ciudadano que consume los productos culturales con igual disciplina y, añadiría, indiferencia. Ese establishment participa de la modernidad en un programa vital que comprende la cultura como un ingrediente más de consumo y como parte de los bienes gananciales de todo ciudadano bien amueblado. No deja de haber ciertas similitudes esnob entre la degustación de un menú de sushis a orillas del Rin, el paseo por las galerías de Soho y la decoración minimalista de un apartamento, susceptible de ser llamado loft aunque se ubique en Malasaña. Coincidentes gestos de una actitud propia a los modernos clónicos que configuran una nueva burguesía homogeneizada, un biedermeier del siglo XXI. Las fotos de la boda en marcos plateados y los tresillos a juego se sustituyen, en el mejor de los casos, por un sillón de Le Corbusier y una tetera de Alessi; los abonos a conciertos sinfónicos por visitas a instalaciones y events; los conjuntos de Rodier por un negro gabán de Lagerfeld. En la forma, los signos varían; en el contenido reflejan la adaptación a un nuevo medio, la aceptación de un nuevo código tan estructurado como el anterior y que configura un nuevo colectivo, no ya de la rancia burguesía de nuestros padres pero sí de un igualmente codificado stablishment actual. Con una diferencia de actitud, del bon chic bon genre al ímpetu subversivo, enfants terribles bien acomodados en su nuevo y ordenado mundo de valores. ¿Quién achaca falta de valores?

Se constata por tanto el fenómeno clónico tanto en el consumidor como en el producto consumido (One World, One Art) y la abundancia, más bien sobreabundancia, que arrastra una clara inflación de los términos «arte» y «cultura». La experiencia de la naturalidad con la que cualquiera, preguntado por su profesión, responde: «Yo soy artista», como quien dice: «Yo soy peluquero», y mientras no se trate de un fiel prosélito de Beuys, da que pensar. La valentía en presentar al público los inicios de una carrera artística, en forma de exposiciones, conciertos u otro tipo de manifestaciones, se nos revela sintomática.

El fenómeno clónico se ve además potenciado por el fenómeno de la producción artística en serie. Walter Benjamín intuyó el efecto devastador y decadente que causaría la reproductividad de la obra de arte (Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit) y empezó a llamar la atención sobre el individualismo y la diversidad del individualismo, lo minoritario, la diferencia, la entrada del antisistema, la experiencia concreta, el fenómeno del momento y la imagen intelectual. Si trasladamos estas categorías al gran espacio del panorama actual, no nos queda otra que reconocer muchas veces sus contrarios. Globalidad clónica, cultura de masas, antisistemas que han terminado aceptados como sistemas, como provocaciones de bostezo.

Los recetarios artísticos, las fórmulas preconcebidas para satisfacer deseos, alimentar ansias de consumo cultural, el pret á porter de la cultura son fenómenos de plena actualidad y uno de cuyos motores principales es la industria cultural que trabaja a un ritmo febril en la retaguardia.

INDUSTRIA CULTURAL

En 1947, desde su exilio norteamericano, Horkheimer y Adorno publicaron Dialektik der Aufklärung (Dialéctica de la Ilustración), donde se lee: «La cultura arrasa hoy todo con igualdad». A la difícil convivencia con el arte, se añade en nuestra sociedad la todopoderosa ley del mercado. El comercio artístico, el negocio de la cultura, el perfil del producto amoldado al paladar del consumidor…: son con cada vez más precisas las estrategias para potenciar el consumo compulsivo; la sublimación del dinero a través de la publicidad y la sublimación del arte a través del dinero, cada vez más estridentes; la interpretación del mundo no como es, sino como se nos hace creer que es.

Si Benjamin y Valéry empezaron a intuir la repercusión de la reproducción técnica del arte, su fantasía no alcanzaría imaginar lo que Internet, las tecnologías de la comunicación y las diversas ramificaciones de la industria cultural contribuirían a la inflación artística. La frase de Valéry —aun bajo el shock de la revolución industrial— recobra una actualidad naif: las imágenes y secuencias sonoras llegarán a nuestras casas con un sencillo gesto para servirnos, lo mismo que llegan el agua, el gas y la electricidad (cita libre). El arte y la cultura son valores omnipresentes, accesibles, asequibles, instrumentalizables para los más distintos fines sociales, económicos y políticos. Con este fin, se ha creado todo un aparato para el control y explotación del producto artístico, con su consiguiente vocabulario técnico: Edutainment, Entertainment, evento cultural, gestión cultural, industria cultural, economía cultural, sociedad de la diversión (Spassgeselbchaft), mercado cultural, turismo cultural, diálogo cultural, multiculturalismo… son, de forma barajada, parte de la terminología inflacionaria en donde la cultura se ve fuertemente instrumentalizada. La amenaza de una cultura de la capitalización, o de una capitalización de la cultura, es inminente y son ya amplios los círculos de intelectuales que debaten a este propósito. Si se puede hablar de una macdonalización del mundo, también se puede hablar —de modo más sutil y subrepticio— de una globalización/macdonalización de la cultura y el arte.

Los apartados anteriores bajos los epígrafes de producto, ensalada intelectual y reproducción clónica desembocan indefectiblemente en el fenómeno de la globalización de los mercados, que afecta también al arte y la cultura. La homogeneidad en las actitudes del consumo y el nuevo sistema de valores se sustentan por el mismo sistema de referentes del capitalismo. El bajo continuo de la globalización es el bajo continuo del capitalismo. En una gran parte del tan activo mercado artístico contemporáneo se reflejan esos mismos rasgos: el pensamiento consumista, el cálculo de coste y rendimiento, la racionalización de los procesos, las cuotas de audiencia, de público, etc. Instrumentos, por tanto, que no eran compatibles con el concepto exclusivamente alegórico y simbólico del arte y la cultura.

GESTORES CULTURALES

En el ámbito de la gestión cultural se decantan dos posiciones. Primera, el gestor-empresario, creador de programas culturales de amplia aceptación que busca llenar las salas con un cálculo rentable. Se dan entonces productos tales como una gala de tres tenores, una degustación gastronómica con arias seleccionadas entre plato y plato o una gala benéfica en la que el cuarteto de cuerda con repertorio vienés sólo es un preludio a la opulenta cena y al encuentro social. Este tipo de gestor está absolutamente sujeto a las leyes económicas del mercado. El arte es una bella, sencilla señorita para un intermezzo– El producto artístico debe ser vendible y para ser vendible debe agradar a la mayoría. Su degustación amable, un arte decorativo como la musique d’ameublement de Satie.

Segunda, el gestor funcionario, comprometido con un programa global donde su iniciativa está de por sí limitada. Aquí se opera con una cultura representativa, apostando por valores seguros, clásicos, sellados con lacre. La afluencia de público o la rentabilidad del programa son aspectos secundarios. El presupuesto está aprobado y habrá que quemarlo hasta finalizar el año. El programa cultural es parte de un programa de política cultural más amplio, que abarca aspectos políticos y sociales. Y cuando este programa político-cultural se proyecta al exterior, entra además en juego el complejo aspecto de la imagen.

Finalmente se podría hablar del gestor cultural ideal, de un Michael Kohlhass de Kleist con una defensa a ultranza de los valores sacrosantos del arte. Un personaje ajeno a las leyes del mercado que detectase y filtrase el oro de toda esa superproducción artística y de ofertas culturales. Es muy probable que las salas se quedaran vacías. Ya dijo Kagel, al estrenarse la Philarmonie de Colonia, que «La música contemporánea es la inversión de dinero más extravagante que se puede hacer hoy». Ese es el dilema, y por ello nuestros teatros prefieren programar a Gounod y a Mozart. Son recetas infalibles. El gestor de Kleisr haría caso omiso y se lanzaría a continuas batallas con los sponsors, empresarios, prensa y público. Una existencia al borde del arakiri.

Mientras tanto, los congresos y encuentros mundiales sobre las artes, sobre política cultura! intercultural, sobre el arte como cultura mundial, sobre la antiglobalización del arte, sobre el arte como herramienta de diálogo, etc., congregan y alimentan a artistas, gestores, periodistas y políticos. Las universidades han descubierto también la rama de la gestión cultural profesionalizada y de los estudios de Economía Cultural, que les permiten recaudar nuevos ingresos. La cultura y el arte recuerdan hoy muchas veces al fauno viejo de ese cuadro de Rusiñol, céntrico y aislado a la vez en medio de un laberíntico jardín. Referente de y no referente en sí, vendiendo su alma a tantos fines contrarios.

No es posible abordar aquí tan amplio complejo pero sí cabe una reflexión final a las anteriores «opiniones de un payaso», como diría Böll: ¿hubo algún otro tiempo en el que la cultura y el arte diesen de vivir a tantas profesiones y ramas del saber? Al menos sería éste uno de los efectos más positivos del fenómeno.

Benjamin, Walter: Passagen
Beuys J.: Sprenchen über Desustchland, Fiu, Wangen/Allgäu, 1995
Bodemann-Ritter (ed.): Joseph Beuys. Jeder Mensch ein Künstler (Conversaciones con Beuys en Documenta 5), Ullstein, Berlín, 1975
Brujió, G.: Del infinito: el universo y los mundos, Alianza Universidad, Madrid, 1998
Cacciari, Massimo: El ángel necesario, La balsa de la Medusa, Madrid, 1989
Cage, John: Silencio, Ardora. Madrid, 2002
Enzensberger, H. M.: Gedichte, Suhrkamp, Fráncfort, 1999
Gadamer, Hans-Georg: La actualidad de los bello: el arte como juego, símbolo y fiesta, Paidós, Barcelona, 1991
Heidegger, Martin: Arte y poesía, Fondo Económico de Cultura, México, 1973
Lachenmann, K.: Musik als existentielle Erfahrung, Bretikopf & Härtel, Wiesbaden 1996
Sloterdijkm, Peter: Falls Europa erwacht, Suhrkamp, Fráncfort, 2002
Valéry, Paul: Cahiers, Gallimard, París, 1973
Weiss, Peter: La estética de la resistencia, Hiru, Hondarribia. 1999