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Resulta ciertamente irónico que el centenario del nacimiento del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila se celebre fundamentalmente con actos universitarios. Un gran congreso en la Universidad de la Sabana, otro en la Universidad de Trento, la constitución de la Sociedad Internacional de Estudios Gomezdavilianos, la presentación de una edición bilingüe de sus Escolios seleccionados en la Universidad de los Andes, todos son actos realizados por la Academia, la cual, como tantas veces pasa, rinde homenaje a uno de sus más feroces críticos.

Crítica surgida de quien planteó desde un principio una alternativa a la modernidad que se expresa, desde mi punto de vista, en una educación al margen de los cauces académicos y en una posición antipedagógica que, ahora que nos vemos asaltados por el tópico y la jerga de ese gremio, tiene un valor superior. Gómez Dávila, en su vida y en su obra, es plenamente alternativo en un sentido muy radical.

Contando con los medios para llevar una vida plenamente ociosa, encarnó un apartamiento de la enseñanza reglada que no recibió por causas ajenas a su voluntad o al deseo paterno: una neumonía al salir de la infancia le apartó del colegio. Pero al formarse al margen del sistema de enseñanza, tampoco sintió la necesidad de integrarse en él. Así se genera un sujeto atípico, casi extraño a la edad contemporánea. Es cierto que ha habido personas similares, pero normalmente nos encontramos con automarginados lanzados a la bohemia y a un grupo. Gómez Dávila ni fue bohemio ni se integró en ningún grupo, tampoco sintió la necesidad de nomadismo que ha sido tan característica del hombre actual, más cuando tiene pretensiones intelectuales.

Nicolás Gómez Dávila aborrecía la profesión de enseñante, manifestada en los propios enseñantes: «Enseñar exime de la obligación de aprender» (Gómez Dávila, N., Escolios a un texto implícito, Atalanta, Gerona, 2009, p. 559) y la profesionalización de las actividades propiamente intelectuales nacidas del ocio: «El profesional le profesa desdén al aficionado para esconder su envidia» (Escolios, 566). Criado en la lectura de los moralistas franceses, gusta de volver como un calcetín sus aforismos, recordemos el de Joubert: «Enseñar es aprender dos veces» (Maximes et Penseeés, Editions de Rocher, 2004, p. 177).

Pero probablemente Joubert tampoco incide en la pedagogía consciente, él que estuvo en silencio prácticamente toda su vida, nueva coincidencia con nuestro autor. Más bien parece referirse, como veremos en Gómez Dávila, a la sugerencia, al ejemplo, a una suerte de enseñanza por ósmosis: «Yo he dado mis flores y mi fruto; no soy más que un tronco desnudo; pero cualquiera que se siente a mi sombra y me escuche se volverá más sabio» (Joubert, p. 7).

En cierta medida Don Colacho enlaza, para desconcierto de determinados lectores, con la posición de algunos autores contemporáneos, plenamente contemporáneos podríamos añadir, como el escritor rumano Emil Cioran, al extremo que este ha sido calificado de nihilista al menos en la lectura de su divulgador Savater. También debe recordarse que el viejo hacedor de aforismos Cioran mantenía siempre una clara posición crítica frente al discurso pedagógico: «Existe un punto de vista filosófico desde el cual el discurso pedagógico es imposible» (Cioran, E., Entretiens, Gallimard, París, 1995).

De hecho, Cioran, aun sin la posibilidad ni las condiciones de Gómez Dávila, quien estaba dotado de una fortuna  que le permitió desarrollar la vida buscada y anhelada, de dedicó la primera etapa de su vida a la lectura incesante, beneficiándose en parte de las becas del Estado francés para la realización de una tesis que nunca escribió, lo que ha dado lugar a alguna crítica, que le reprocha que no se hubiera dedicado a ninguna actividad productiva. Aun así, acaso podamos preguntarnos si la lucidez como hallazgo no es lo más «productivo» que pudo generar en unos años en los que los millones de tesis de las universidades de Francia, y de muchos otros países, aportaron más bien poco. Yves Peyre, en el glosario que incluyó en su edición de las obras de Emil Cioran, no omite la mención que el rumano hace a la tesis que no llegó a redactar sobre la ética de Nietzsche dentro de la voz «bicicleta», aludiendo con ello al largo viaje que Cioran hizo por Francia con ese medio de locomoción. Al respecto el mismo Cioran sugiere que tal vez las autoridades académicas francesas le dejaron disfrutar de la beca, probablemente, por entender más meritorio llevar Francia sobre sus piernas (Yves Pereyre y Francois Bondy, E. Cioran, Oeuvres, Quarto Gallimard, París, 1995, p. 1.758).

Volviendo a nuestro autor, Gómez Dávila nunca dejé de exaltar el ideal del ocio creativo clásico, aristotélico, frente a la profesionalización. En este sentido, su opinión sobre los profesionales de la cultura se expresa en un profundo desdén, que explicaría el rechazo de los inmediatos, pero paradójicamente también la recuperación por la filosofía profesional de un académico como Volpi. Se cumpliría, en este comentarista de Schopenhauer —un aficionado—. Nietzsche —automarginado— o Gómez Dávila, el escolio de este último: «El oficio del profesional, en las ciencias del espíritu por lo menos, es el estudio de las obras del aficionado» (Escolios, p. 102).

Claro que él pudo permitírselo con su fortuna y no cayó en la forma de prostitución que tan duramente juzgaba Baudelaire. Este, acuciado por las deudas, ironizaba sobre sí mismo:

Por el ocio, en parte, me he hecho grande.

En mi detrimento; porque el ocio, sin fortuna, aumenta las deudas, y las afrentas provienen de las deudas.

Pero con gran provecho para mí, en lo tocante a la sensibilidad, a la meditación, a la cualidad del dandismo y del diletantismo.
El resto de los hombres de letras son, en su mayoría, viles picapedreros ignorantes.

(Baudelaire, Ch., Mi corazón al desnudo, XXI, 56. Cito la traducción de Escritos íntimos, F. Torres Monreal, Universidad de Murcia, 1994, p. 100).

 

Antes, frente a dura vida, había definido el ideal:

 

Dandismo.

¿Qué es el hombre superior?

No es el especialista.

Es el hombre de Ocio y de Educación general.

Ser rico y amar el trabajo.

 

Esta postura similar se distingue de la de Gómez Dávila. Baudelaire jugó a la provocación del dandi, de lo que se aleja Gómez Dávila, que no parece encuadrar exactamente en el juego personal de irritación de los «viejos valores» caducos apenas nacidos de la burguesía. Gómez Dávila, no parece que ejerciera en Bogotá el papel del dandi parisino. No se trata tanto de buscar el anonimato no publicando, que es característica de nuestro autor, sino de la actitud general hacia el exterior. En efecto, también Baudelaire dudó en dar lo mejor de su producción a la imprenta.

Podríamos pensar que Gómez Dávila se aproxima más a la imagen del ocio clásico, si es que ese ocio es posible en nuestros días, que al dandi tal como describe, intentando la imitación, el escritor español César González Ruano.

Hasta el momento de emanciparse de su familia no puede iniciarse en el dandismo. Baudelaire sabe perfectamente que el verdadero dandi no ha de ser padre ni hijo de familia, esposo ni aun amante y, si esto es posible, tampoco tener una profesión, «otra profesión». Él lo procura por todos los medios negándose a que se le encasille como escritor profesional. Solo así se es dandi, esto es: gran desinteresado de las obligaciones y ambiciones que parecen fatales al hombre, planta solitaria y única que al morir deja el solo perfume y recuerdo de su desdén agudo, de su arrogancia impar y sin transigencias (González Ruano, C., Baudelaire, Espasa Calpe, Madrid, 1958, p. 78).

El desprecio de Gómez Dávila se extiende a la instrucción  en general y a todo el oficio pedagógico. De hecho, de las cosas más suaves que atribuye a la pedagogía es su analfabetismo: «Solo profanos y catecúmenos creen en la importancia de la instrucción. Todo pedagogo es furtivamente analfabeto» (Escolios, p. 167).

En esta línea hay de nuevo paralelismo con otro extraño como Cioran, que afirmaba que había tenido la suerte de volver la espalda a la universidad, más fácilmente en cuanto se fue al extranjero, y que no había tenido la obligación de hacer una tesis doctoral y de no hacer una carrera universitaria. Eso le hubiera obligado a adoptar un tono serio y un pensamiento impersonal. Como le dijo una vez a un filósofo francés, titular de una cátedra, «le pagan para que sea impersonal» (Entretien avec Georg Caryat Focke, 1992 en Cioran, E. Oeuvres, Quarto Gallimard, París, 1995, p. 1.789).

Línea, es evidente, a la que se puede incorporar a Baudelaire, con su contundente sentencia: « ¿No es el trabajo la sal que conserva como momias a las almas?» (Baudelaire, Ch., Escritos íntimos).

De ahí el odio al mundo contemporáneo que ha exaltado el trabajo sobre cualquier otra actividad y ha matado el ocio. Como Gómez Dávila dice en su obra Textos, la única en la que abandona la forma literaria fragmentaria, en la crítica a la sociedad democrática: «El culto al trabajo, con que el hombre se adula a sí mismo, es el motor de la economía capitalista» (Textos, Atalanta, Gerona, 2010, p. 80).

Desprecio a la filosofía académica o profesional que se había vuelto clásico casi desde que esta se restableció plenamente en la universidad alemana de finales del XVIII y XIX. Los marginados como Schopenhauer no tardaron en tomar cumplida venganza de quienes controlaban las cátedras en obras ya clásicas como Sobre la filosofía de universidad (trad. esp. de Mariano Rodríguez González, Tecnos, Madrid, 1. ª ed., 1991).

Atacando la posición hegeliana y en general la filosofía oficial de su época el gran pesimista, tras ver las relativas ventajas para los jóvenes universitarios, había afirmado con contundencia: «Pero en general me he ido haciendo poco a poco de la opinión de que las citadas ventajas de la filosofía académica quedan superadas por el perjuicio que la filosofía como profesión causa a la filosofía como libre investigación de la verdad, por el daño que la filosofía por encargo del poder político depara a la filosofía por encargo de la naturaleza y la humanidad».

Lo peor evidentemente para Schopenhauer no es esta relativa subordinación sino el entusiasmo con la que esta es acogida por quienes deberían resistirse a esta forma radical de filisteísmo: «Los filósofos de universidad, con todo, viéndose limitados hasta este extremo, están contentos con la situación. Porque lo que en realidad les importa no es sino conseguir con honor unos honrados ingresos para sí mismos, sus mujeres y sus niños, e incluso disfrutar de una cierta consideración por parte de la gente. Por el contrario, la naturaleza profundamente agitada de un verdadero filósofo, todo cuyo supremo interés está puesto en la búsqueda de la clave de nuestra existencia, que es tan enigmática como penosa, pertenece para ellos a los personajes de la mitología; cuando no les parece como si estuviera poseído de monomanía, en el caso de que se percatara de su existencia».

Es indudable que la impersonalidad de la que habla Cioran es una máscara interesada a la que se ha llegado tras «superar» o más bien esconder la filosofía de Estado criticada por Schopenhauer: «Fueron estos objetivos estatales de la filosofía de la universidad los que le confirieron al hegelianismo un favor ministerial tan insólito. Ya que, para este, el Estado es «el organismo ético absolutamente perfecto», con lo que permite que el Estado absorba la entera finalidad de la vida humana. ¿Podría darse mejor disposición que esta para futuros licenciados en Derecho e inminentes funcionaros del Estado? De ella se sigue que toda su esencia y su ser, en cuerpo y alma, quedan por entero entregados al Estado, como los de la abeja a su colmena, y que solo tienen que trabajar, en este mundo y en el otro, para contribuir, como si fuesen útiles engranajes, a la conservación de la gran maquinaria del Estado, y al desarrollo del mismo, ultimus finis bonorum. Se trata, en fin, de una verdadera apoteosis del filisteísmo, en la que el licenciado en Derecho y el hombre serían una misma cosa».

Crítica de la labor universitaria que contrasta indudablemente la realidad de esta con el ideal de la acción universitaria o si se prefiere con su auténtico «telos» que explica la pervivencia, aunque en conflicto de la institución. Como dijo Josef Ratzinger a los profesores reunidos en El Escorial en su memorable discurso:

Ciertamente, cunde en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano.

En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.

Gómez Dávila no piensa de forma personal como acción frente a una impersonalidad que exigiría el tedio académico, la superación de las pruebas de evaluación de agencias y colegas. Él piensa por el puro pensar y lo expresa, como veremos, porque no conoce otra forma de concretar lo pensado. Por ello, al acoger el sentido aristotélico del ocio creativo, no cree en absoluto que la extensión de la cultura provoque un aumento de la labor cultural, una mejora de los frutos, lo que un contemporáneo, él diría un tonto, llamaría progreso. Su clasismo, en este sentido, es completo: «La cultura no llenará jamás el ocio del trabajador, porque solo es el trabajo del ocioso» (Escolios, p. 104).

Libre de las denominadas preocupaciones sociales —y conscientemente provocador arremete contra la extensión de la enseñanza, especialmente de la universitaria (aunque como hemos visto su actitud crítica se refería también a la enseñanza universitaria restringida). El intento de homogeneización cultural, lo que ahora se llama globalización, aparece como empobrecedor, en última instancia como una falsificación de lo verdadero: «La educación primaria acabó con la cultura popular; la educación universitaria está acabando con la cultura» (p. 208).

Discrepa así con radicalidad buscada de quienes piensan que el paso de una sociedad liberal aristocrática a una verdadera democracia, donde el sufragio universal no sea un dogal o el preludio de la barbarie, se lograra mediante la extensión de la educación. El mito de cuando todos estemos preparados que chocará en la segunda mitad del siglo XX con la conciencia del deterioro de la cultura de masas. Por ello Gómez Dávila no puede sino estar en desacuerdo con los razonamientos de Renan: «La moral, lo mismo que la política, se resume por lo tanto en esta solemne frase: educar al pueblo. La moral tendría que haberlo prescrito siempre; la política lo prescribe hoy con más fuerza que nunca, desde que el pueblo ha sido admitido en la participación de los derechos políticos» (Renan, L’Avenir de la science, en Oeuvres complètes, París, Calmann- Lévy, 1947-1961, t. III, p. 1.000).

Este desprecio al tópico contemporáneo del trabajo se extiende, por supuesto, a la misma idea de entretenimiento. Segundo tópico de la sociedad de consumo que fuerza al hombre al trabajo para el fin de semana y al agotador fin de semana para recuperarse del trabajo: «El hombre no debe su experiencia a la vida, sino a los ratos de ocio que le deja» (Escolios, p. 104).

Posición que había prefigurado en su obra Notas, de una forma mucho más extensa, en la que muestra su desprecio al puro vivir, al puro laborar que definiría Hannah Arendt. Probamos de nuevo que Gómez Dávila se integra plenamente en la tradición clásica del ocio y se aleja de la vida práctica o útil contemporánea:

En verdad, lo que adormece las actividades del espíritu y lentamente lo induce a vivir como un autómata, lo que le hace perder el sabor y el sentido de la vida inmediata, lo que lo conduce a un vano palacio de conceptos vulgares y de costumbres tontas, es la vida de todos los días con su quehaceres habituales, sus necesidades ordinarias, su actividad superficial, su intensidad ficticia. Al contrario, lo que despierta al espíritu de ese sueño dogmático del vivir común, lo que le arroja al mar ignoto de los pensamientos propios, de los sentimientos originales, es la lectura.

El contacto con otros espíritus, con su pensamiento extraño, duro y cortante, desasosiega nuestras trivialidades y prematuras convicciones. En fin, la riqueza y densidad de la conciencia, como también su sutileza, no nos son dadas separadamente del acto por medio del cual nos adueñamos de la porción humana de nuestra herencia (Gómez Dávila, N., Notas, Villegas Editores, Bogotá, 2003, p. 59).

Gómez Dávila invirtió la posición de su admirado Montaigne. Este pensaba en el ocio o soledad creativa como culminación retirada de una vida activa, nuestro autor, por el contrario, hizo del retiro el núcleo de su actividad con un claro desprecio de la vida activa. Montaigne había dicho en el capítulo XXXIX de sus Ensayos, «De la soledad»:

Que uno esté administrando sus bienes, estudiando, cazando o practicando cualquier otro ejercicio, hay que hacerlo entregándose hasta el límite del placer, y guardarse de seguir cuando se empieza a estar a disgusto. Hay que reservarse trabajos y ocupaciones solo mientras lo necesitemos para mantenernos vivos y para protegernos de los inconvenientes que trae consigo el extremo opuesto, un ocio blando y dormilón… A mí solo me gustan los libros placenteros o fáciles, que me estimulan, o los que me sirven de consuelo y me aconsejan sobre cómo ordenar mi vida y mi muerte. 

Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universidad Complutense