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Las grandes verdades, las que suelen escribirse con mayúsculas, las que son esenciales para la filosofía, la religión o la historia, con frecuencia a la literatura le vienen grandes. Esto no es algo que cualquiera esté dispuesto a admitir y hay quien, en este final de siglo, ocaso de tantas ideologías menos de las  radicales, haciendo acopio de epítetos y buenas intenciones, defiende la necesidad de un pensamiento fuerte allí donde su efecto es letal: en el campo literario.

Los que reclaman con insistencia la necesidad de un pensamiento fuerte creo que aspiran, por la eterna ley de las compensaciones, a librarse de su condición de alfeñiques ideológicos con proclamaciones de una ejemplar fortaleza. Suponen que a cada obra literaria, a cada capítulo o a cada poema le ha de preceder una intención ideológica, un proyecto sistemático, como a cada militante de un partido le precede un carnet. Gustan de segundas y terceras lecturas, que desentrañen contenidos ocultos, olvidando el significado de la más elemental: la primera. Esperan con impaciencia una «ruptura epistemológica» como aquellas que rastreaban con avidez algunos discípulos aventajados de Gaston Bachelard, y, como inspirados por el lema de Gustav Aschenbach de Thomas Mann, «Resistir», miran desdeñosos las modestas conquistas del humor o el divertimento literario.

En nuestro siglo, cuando han aparecido declaraciones solemnes y afirmaciones categóricas de verdades irrenunciables -pienso en el Miguel de Unamuno agónico o en el tronante y torrencial Giovanni Papini- ha sido a costa de desvelar patéticas tesituras personales -que causan espanto en el lector más templado- y crisis ideológicas anunciadoras de los primeros fascismos, en países -España, Italia- en que las llamadas al orden y las peticiones de cirujanos de hierro fueron de una desdichada frecuencia. Sin escapar de ese mismo horizonte, con el mismo tonelaje y menos alharaca, el orondo Gilbert Keith Chesterton acogía en sus afables brazos a millones de descarriados que hallaban en un inteligente humorismo el dulce lenitivo para sus heridas.

De la anemia espiritual-no se sale con proyectos fáusticos ni declaraciones solemnes, sino practicando una dieta más variada. Persuadido de esta higiénica medida, que un destino generoso ha puesto en mis manos bajo la forma de una porción de novelas y publicaciones periódicas de comienzos de siglo, me he entregado a su lectura.

ESPÍRITU  DE UNA ÉPOCA

«Que mi leve tono sea codicia de espíritus curiosos, recreo de cultos, solaz de frívolos, enemigo del tedio y entretenimiento de la inquieta avidez de arte y emoción, que llena el espíritu moderno». Con tan cervantina disertación se presentaba a los lectores de los felices veinte una colección de novela breve, La novela semanal (1). No era la única; otras se le anticiparon en la década anterior con los mismos propósitos y otras muchas se encargaron, en la siguiente, de mantener vivo el interés por una literatura fidelísimo espejo de las inquietudes y los gustos de una época.

Cuando en el drama valleinclanesco Luces de bohemia (1924) el ciego Max Estrella para comprar un décimo de lotería manda empeñar la capa al Chico de la Taberna, el emisario le responde: «Como la corza herida, don Max» (Escena Tercera). El símil -y la contrarespuesta, de burlona consagración: «Eres un clásico»-surge de alguien que ha frecuentado la literatura, no sólo oyendo declamar a los poetas modernistas (2), sino leyendo historias de desconsoladas viudas, crímenes atroces, abandonos imperdonables y reconocimientos in extremis, adornados con un lenguaje sublime. La airosa salida del joven ayudante de Pícalagartos es también la confirmación de la condición literaria del interlocutor, el ciego poeta Malaestrella, a quien se trata con palabras resabiadas por ser hombre de letras. Este ánimo literario, de reconocimiento y entrega, en una expresión diferenciada -ritualización del habla tan del gusto de los pueblos meridionales-, resulta inexplicable sin una difusión previa del material literario. Los españoles del XIX, como sus conciudadanos europeos, conocieron los clichés literarios de una sensibilidad postromántica, del folletín y la novela por entregas, cuya importancia no es nada desdeñable -ahí está su influjo en autores del 98, como Baroja, lector voraz de los folletinistas franceses, desde Eugéne Sue hasta Xavier de Montepin-. Y también los españoles de las primeras décadas del XX se entusiasmaron con las populares novelas y cuentos de quiosco que hasta el estallido de la guerra civil tuvieron un éxito sin precedentes.

Quien mejor podio percatarse de la revolución editorial que los nuevos autores del relato popular -a cuyas primeras hornadas se conoce como «novelistas de la Regencia», «promoción de El Cuento semanal», «generación de 1886», o «epígonos del 98» (3)- habían propiciado, era alguien de una escuela y una generación anterior como Pérez Galdós. En la primavera de 1918, don Benito, sumido ya en la ceguera, recibe en su casa de la calle de Hilarión Eslava a Federico Carlos Sainz de Robles, a quien le confiesa: «Poco, muy poco, leían los españoles de mi tiempo. Una edición de dos mil ejemplares tardaba en venderse ¡qué sé yo el tiempo! Y el precio de los libros mejores era irrisorio: dos, tres pesetas… Ahora, estos jóvenes hacen tiradas de cuatro mil y cinco mil ejemplares y se agotan en menos de un año. Han logrado el milagro de que el pueblo se apasione por las novelas» (4)

No exageraba un ápice el veterano escritor al hablar de milagro: entre 1907 -fecha de aparición de El Cuento semanal- y 1936, encontramos publicaciones como El Cuento semanal, Los Contemporáneos, El Cuento Azul, El Cuento Galante, El Cuento Popular, Los Cuentos Extremeños, Cuentos Galantes, Cuentos del Sábado, La Novela de Bolsillo, La Novela Corta, La novela de Hoy, La Novela del Jueves, La Novela Mundial…, en larga serie de hasta un centenar de colecciones distintas. El título de alguna, como La Novela Teatral, proclama el asalto a la convención de los géneros. Todas ellas salieron a la calle en menos de treinta años, con frecuencia de forma simultánea y sumando entre sí la nada despreciable cifra de más de diez mil títulos.

En esa masa novelesca se observan dos grandes orientaciones de signo social: la primera atiende a una tendencia burguesa cuyo modelo inaugura Eduardo Zamacois con El Cuento Semanal; la segunda, que conoce su mayor auge tras la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, nace bajo el signo característico de una de sus colecciones, La novela proletaria (5), como obras de agitación y propaganda. Ambas alcanzan generosas tiradas: de El Cuento Semanal llegan a imprimirse hasta setenta y cinco mil ejemplares, vendidos en un plazo breve, y algunos números tienen varias ediciones. Los autores están muy bien pagados -hasta mil quinientas y dos mil pesetas, de las de entonces, para las firmas de postín-, algunas colecciones tienen una excelente calidad de impresión -papel cuché, varias tintas, limpieza de tipos- y el bajo precio del ejemplar -treinta, cuarenta, sesenta céntimos- obliga a las editoriales -las de Zamacois y Antonio Galiardo, Artemio Precioso, Nicolás Urgoiti, los hermanos Sáez, la familia Montseny, Prensa Popular, Renacimiento, Editores Reunidos…- a embarcarse en tiradas masivas.

Pero, además de su cantidad, ¿qué otras virtudes tenían estas publicaciones para resultar tan admirables?. Aunque no contase con otras, tres tuvieron de forma eminentísima: fomentaron el interés por la lectura, contribuyeron a crear una nueva sensibilidad que rompía con los excesos retóricos y argumentóles de la novela folletinesca, y su nuevo modelo literario permite vislumbrar en nuestros días las claves de la vida a comienzos del siglo XX.

Al erudito Sainz de Robles le gustaba ejemplificar en el bello ex-libris de las primeras obras de Felipe Trigo, compuesto por una muchacha en escorzo rodeada de la leyenda «Yo hablo en nombre de la vida», el espíritu de los nuevos autores populares. Un ideal vital y literario -en su vertiente no combativa- en el que se unían epicureismo, refinamiento sensualista a lo D’Annunzio y cierto naturalismo decantado de sus excesos zolanescos. Esta no era la imagen de toda la literatura popular del momento -estaban los pelmazos de los relatos sicalípticos y los aguerridos cantores de la Revolución-, pero sí su versión más optimista y brillante.

UNA VASTA NÓMINA

En las revistas -por su formato, periodicidad y precio, lo son- populares de novelas y cuentos conviven autores de varias generaciones y tendencias: continuadores del realismo decimonónico como el mismo Benito Pérez Galdós, doña Emilia Pardo Bazán, Jacinto Octavio Picón o Armando Palacio Valdés; noventayochistas como Pío Baroja, Miguel de Unamuno o Valle-lnclán; epígonos del 98 como Manuel Bueno o José María Salaverría; novecentistas como Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró o Benjamín Jarnés; autores personalísimos e inclasificables como Wenceslao Fernández Flórez o Ramón Gómez de la Serna -para quien su propio padre, don Javier, montó una revista, Prometeo, que entre 1908 y 1912, se nutría del material del autor-; junto a los nuevos «promocionistas» Eduardo Zamacois, Alberto Insúa, Francisco Camba, Cristóbal de Castro, Pedro Mata, Salvador González Anaya, Rafael López de Haro, José Francés, José López Pinillos -«Parmeno»-, Pedro de Répide, Alvaro Retana, Antonio de Hoyos y Vinent, Emilio Carrére, José María Carretero -jugando con su pseudónimo y el mal gusto de muchas de sus páginas algunos le llamarán «El Carretero Audaz»-, Eugenio Noel, Felipe Trigo. En la nómina, de casi doscientos nombres, no faltan los de políticos como Luis Araquistain -autor de trece títulos para La novela de Hoy-, Salvador Seguí, Marcelino Domingo o Rafael Sánchez Guerra, ni de mujeres escritoras: Carmen de Burgos -la famosa «Colombine»-, Concha Espina , Margarita Nelken o Sara Insúa.

Entre autores de tan distinto pelaje, edad y condición, no es fácil, pese a haberse intentado en numerosas ocasiones, hacer una clasificación que los acoja a todos con justicia. Ya en la época, el maestro de jóvenes talentos, animador de tertulias y experimentos de vanguardia Rafael Cansinos Asséns intentó una clasificación heterodoxa y singular. Atendiendo al tema preferente de la obra de cada uno, los dividió en intelectuales, arcaizantes, castellanistas, madrileñistas, orientalistas, eróticos y cantores de la provinciaó. Es evidente que a Cansinos le faltaba la famosa perspectiva orteguiana: su taxonomía era del mismo tipo que la que le permitió a Borges, en Otras inquisiciones, bucear en una apócrifa enciclopedia china y dividir los animales en a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos… y así hasta el delirio. No en vano Cansinos y Borges fueron amigos. Sainz de Robles quiso poner coto a la desbordante imaginación del sevillano recordando que la mayor parte de estos autores, a cuya promoción el mismo Cansinos pertenecía, escribieron novelas madrileñas, castellanas, naturalistas, costumbristas, etc., por lo que se vio obligado a crear una nueva clasificación que tuviese en cuenta el mayor o menor acercamiento de los autores a la novela, o su dedicación, además, a otro género. Pero la variedad temática reseñada por Cansinos es reveladora no sólo de la condición plural de estas colecciones, sino de la mayor parte de los autores, que frecuentan también registros expresivos muy diversos. El caso de Ramón Pérez de Ayala, al que cabe considerar tanto novelista intelectual como costumbrista, de derivación hacia lo erótico como cantor de la provincia, aducido por Sainz de Robles, es significativo.

Independientemente de la condición de estos nombres, la simple lectura de tan variada nómina permite dos melancólicas reflexiones. Una tiene que ver con la naturaleza fugaz del trabajo literario: aquellas figuras de valía que pasaron su vida con la pluma en la mano, que dieron a la imprenta miles de cuartillas, cuyos venerables retratos  -en colecciones como Los 13- reproducen las portadas de las publicaciones, sus nombres repetidos por los voceadores en las populosas calles madrileñas, Ubi sunt?. No, desde luego, en el panteón de hombres ¡lustres de la historia de la literatura. Unos cuantos alcanzaron esa honra. De alguno hay una imagen sesgada o equívoca -Manuel Bueno parece condenado a ser sólo el involuntario causante de la manquera de Valle-lnclán-. De la mayoría, se silencia el nombre en los audaces repertorios de los manuales.

La otra cuestión nos obliga a ser nuevamente nostálgicos -el nostálgico, ese optimista del pasado-, pero es que… hubo una vez un tiempo en que los escritores vinculados a determinadas publicaciones eran mimados por éstas, y a su vez compartían lazos de amistad y admiración con autores y patronos de otros grupos: tertulias, redacciones de revistas y periódicos, fueron un semillero de ideas y de trabajo. La lectura de estas obritas y el análisis de sus relaciones editoriales nos proporcionan múltiples ejemplos de ello. Aquí, como en las espléndidas Memorias de Eduardo Zamacois (7) y de César González Ruano (8), hay constancia de una fraternal camaradería entre escritores que se sobrepone a su condición vulnerable y a las limitaciones de un destino incierto. Sólo los compromisos de la batalla política en los años treinta y la posterior guerra civil materializó distanciamientos, revalidó antipatías y radicalizó actitudes ahondando el pozo entre las dos Españas.

Cuando aún hoy se pretende establecer dicotomías tan innecesarias como irrelevantes entre autores ideológicamente distanciados, habría que recordar que figuras como César Arconada o José Díaz Fernández, punzantes novelistas sociales o «de avanzada» y mentor, el segundo, de «El Nuevo Romanticismo», que daba contenido programático a la literatura reivindicativa (9), no dudaron en colaborar con esa otra pandilla de vanguardistas y estetizantes formada por Benjamín Jarnés, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Espina, Antonio Botín Polanco y Valentín Andrés Alvarez. El resultado: un delicioso volumen colectivo, prologado por Jarnés y titulado Las 7 virtudes (10).

LA NOVELA DE UNA HORA

Una de las colecciones que tengo ante mí es La novela de una hora. Publicada por Editores Reunidos, con sede en la calle conde de Aranda e impresa en los talleres de la Imprenta Clarasó de Madrid, sus dieciocho volúmenes de pequeño formato y relucientes portadas en color ilustradas por los dibujantes Bocquet y Longoria, los firman Palacio Valdés, Wenceslao Fernández Flórez, Pedro Mata, Manuel Bueno, Concha Espina, Eduardo Zamacois, Jardiel Poncela, José Mª Salaverría, Alberto Insúa, Francisco Camba, José M9 Pemán, Cristóbal de Castro, Mariano Tomás, Benjamín Jarnés, Lino Novás Calvo, Rafael López de Haro y Rafael Pérez y Pérez. El primer título aparece el 6 de marzo de 1936; el último, el 7 de agosto del mismo año. La guerra dejó inconclusa la serie que prometía obras de Luis Araquistain, Pío Baroja, Emilio Carrére «y otros famosos autores».

Las historias que aquí se ofrecen son de muy variada tendencia: van desde el realismo convencional -de Los contrastes electivos de Palacio Valdés o Nadie quiere a nadie de Concha Espina-, al lirismo preciosista -El pescador de estrellas de Mariano Tomás o El vuelo inmóvil de Pemán-, pasando por el humor astracanado de Jardiel Poncela -Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hutt-, el impecable relato pirandelliano de Fernández Flórez -Un cadáver en el comedor-, el divertimento intelectual de Jarnés -Don Alvaro o la fuerzo del tino-, el decadentismo tremendista de Lino Novás Calvo -Un experimento en el Barrio Chino-, el cientifismo pietista de Manuel Bueno -El misterioso amor-, las tesis galantes de Pedro Mata -El número uno-, Zamacois – Los que se van piden perdón- o Insúa -El secreto de la abuela-. Pese a la creciente conflictividad social en las fechas de salida de la serie, no hay más que un título alusivo a la lucha de clases y, de forma tangencial, a la situación revolucionaria del momento: Aquellos días de octubre, llamativamente subtitulado Confidencias de una espía rusa, aparece, firmado por Martínez de la Riva, el 7 de agosto de 1936, ya iniciada la guerra.

A las páginas de estas obritas asoman costumbres y actitudes que poco tienen que ver con las del siglo anterior. Se exalta la máquina y se glorifica la velocidad; se practica el higienismo y se renueva la fe en la medicina científica; del psicoanálisis se habla como de una nueva religión; se procura el confort de la casa y de los locales públicos; se invita a la voluptuosidad del viaje y a la aventura del mundo. Además, sus autores se rinden nuevamente al afán colectivista, tan querido de los movimientos de vanguardia, y, al cierre del texto de la obra principal, se ofrece una «novela multiplicada; cada capítulo, un autor». Esta obra colectiva, titulada Cien por cien, da la oportunidad de colaborar a otros autores -Emilio Carrére, Roberto Molina, Artemio Precioso, Tomás Borrás- ajenos a la colección.

Las dieciocho obras de La novela de una hora son el paradigma de la literatura popular: excluidas de los manuales, inaccesibles hoy para nuevos lectores e ignoradas por el gran público, como si su frágil condición estuviese vedada a nuevas ediciones, sólo tendrán interés para quien sienta en su efímera materia el pulso de otra época, la vida de otros hombres. •

(1). «Al público», La novela semanal, Madrid, 25 junio 1921, nº1

(2). Como señala Alonso Zamora Vicente, en La realidad esperpéntica, 2º ed., Madrid, Gredos, 1974, exhumando algún ejemplo similar.

(3). Según Luis S. Granjel, F. C. Sainz de Robles, Julián Marías y Eugenio de Nora, respectivamente.

(4). F. C. Sainz de Robles, La novela española en el siglo XX, Madrid, Pegaso, 1957, pág. 130.

(5). Estudiada por Gonzalo Santonja: La novela proletaria, 1932-1933, Madrid, Ayuso, 1979, 2 vols.; La novela revolucionaria de quiosco, 1905-1939, Madrid, El Museo Universal, 1993.

(6). Rafael Cansinos Asséns, La Nueva literatura, (II. Las Escuelas), Madrid, Páez, 1925.

(7). Un hombre que se va, 2º ed., Buenos Aires, Salvador Rueda, 1969.

(8). Memorias. Mí medio siglo se confiesa a medias, Madrid, Tebas, 1979.

(9). Además del empeño en la lucha antidictatorial y revolucionaria, que aspira a cercenar el liberalismo (por caminar «a ciegas en el laberinto de los problemas nacionales», etc.), Díaz Fernández no deja de caracterizar el arte como «alegría, vitalidad, plasticidad e ironía». El nuevo romanticismo, ed., estudio y notas de J.M. López de Abiada, Madrid, J. Esteban Ed., 1985.

(10). Las 7 virtudes, Madrid, Espasa Calpe, S.A., 1931. La obra aparece como réplica de la francesa Les 7 pechés capitaux, firmada por Jean Giraudoux, Paul Morand,  Pierre Mac-Orlan, André Salmón, Max Jacob, Jacques de Lacretelle y Joseph Kessel, cuya versión española publicó la editorial Biblioteca Nueva.